domingo, 30 de agosto de 2015

De mi propia vida

por Oliver Sacks*


Hace un mes me encontraba bien de salud, incluso francamente bien. A mis 81 años, seguía nadando un kilómetro y medio cada día. Pero mi suerte tenía un límite: poco después me enteré de que tengo metástasis múltiples en el hígado. Hace nueve años me descubrieron en el ojo un tumor poco frecuente, un melanoma ocular. Aunque la radiación y el tratamiento de láser a los que me sometí para eliminarlo acabaron por dejarme ciego de ese ojo, es muy raro que ese tipo de tumor se reproduzca. Pues bien, yo pertenezco al desafortunado 2%.

Doy gracias por haber disfrutado de nueve años de buena salud y productividad desde el diagnóstico inicial, pero ha llegado el momento de enfrentarme de cerca a la muerte. Las metástasis ocupan un tercio de mi hígado, y, aunque se puede retrasar su avance, son un tipo de cáncer que no puede detenerse. De modo que debo decidir cómo vivir los meses que me quedan. Tengo que vivirlos de la manera más rica, intensa y productiva que pueda. Me sirven de estímulo las palabras de uno de mis filósofos favoritos, David Hume, que, al saber que estaba mortalmente enfermo, a los 65 años, escribió una breve autobiografía, en un solo día de abril de 1776. La tituló De mi propia vida.

“Imagino un rápido deterioro”, escribió. “Mi trastorno me ha producido muy poco dolor; y, lo que es aún más raro, a pesar de mi gran empeoramiento, mi ánimo no ha decaído ni por un instante. Poseo la misma pasión de siempre por el estudio y gozo igual de la compañía de otros”.

He tenido la inmensa suerte de vivir más allá de los 80 años, y esos 15 años más que los que vivió Hume han sido tan ricos en el trabajo como en el amor. En ese tiempo he publicado cinco libros y he terminado una autobiografía (bastante más larga que las breves páginas de Hume) que se publicará esta primavera; y tengo unos cuantos libros más casi terminados.

Hume continuaba: “Soy... un hombre de temperamento dócil, de genio controlado, de carácter abierto, sociable y alegre, capaz de sentir afecto pero poco dado al odio, y de gran moderación en todas mis pasiones”.

En este aspecto soy distinto de Hume. Si bien he tenido relaciones amorosas y amistades, y no tengo auténticos enemigos, no puedo decir (ni podría decirlo nadie que me conozca) que soy un hombre de temperamento dócil. Al contrario, soy una persona vehemente, de violentos entusiasmos y una absoluta falta de contención en todas mis pasiones.

Sin embargo, hay una frase en el ensayo de Hume con la que estoy especialmente de acuerdo: “Es difícil”, escribió, “sentir más desapego por la vida del que siento ahora”.

En los últimos días he podido ver mi vida igual que si la observara desde una gran altura, como una especie de paisaje, y con una percepción cada vez más profunda de la relación entre todas sus partes. Ahora bien, ello no significa que la dé por terminada.

Por el contrario, me siento increíblemente vivo, y deseo y espero, en el tiempo que me queda, estrechar mis amistades, despedirme de las personas a las que quiero, escribir más, viajar si tengo fuerza suficiente, adquirir nuevos niveles de comprensión y conocimiento.

Eso quiere decir que tendré que ser audaz, claro y directo, y tratar de arreglar mis cuentas con el mundo. Pero también dispondré de tiempo para divertirme (e incluso para hacer el tonto).

De pronto me siento centrado y clarividente. No tengo tiempo para nada que sea superfluo. Debo dar prioridad a mi trabajo, a mis amigos y a mí mismo. Voy a dejar de ver el informativo de televisión todas las noches. Voy a dejar de prestar atención a la política y los debates sobre el calentamiento global.

No es indiferencia sino distanciamiento; sigo estando muy preocupado por Oriente Próximo, el calentamiento global, las desigualdades crecientes, pero ya no son asunto mío; son cosa del futuro. Me alegro cuando conozco a jóvenes de talento, incluso al que me hizo la biopsia y diagnosticó mis metástasis. Tengo la sensación de que el futuro está en buenas manos.

Soy cada vez más consciente, desde hace unos 10 años, de las muertes que se producen entre mis contemporáneos. Mi generación está ya de salida, y cada fallecimiento lo he sentido como un desprendimiento, un desgarro de parte de mí mismo. Cuando hayamos desaparecido no habrá nadie como nosotros, pero, por supuesto, nunca hay nadie igual a otros. Cuando una persona muere, es imposible reemplazarla. Deja un agujero que no se puede llenar, porque el destino de cada ser humano —el destino genético y neural— es ser un individuo único, trazar su propio camino, vivir su propia vida, morir su propia muerte.

No puedo fingir que no tengo miedo. Pero el sentimiento que predomina en mí es la gratitud. He amado y he sido amado; he recibido mucho y he dado algo a cambio; he leído, y viajado, y pensado, y escrito. He tenido relación con el mundo, la especial relación de los escritores y los lectores.

Y, sobre todo, he sido un ser sensible, un animal pensante en este hermoso planeta, y eso, por sí solo, ha sido un enorme privilegio y una aventura.

(Publicado en El País de Madrid, febrero 21, 2015;
original en The New York Times)

* Ver artículo acá.

sábado, 29 de agosto de 2015

No mires atrás

por Simon Reynolds

La nostalgia, como palabra y como concepto, fue inventada en el siglo XVII por el médico Johannes Hofer para describir una condición que afligía a los mercenarios suizos en sus largas travesías de deber militar. Nostalgia era literalmente añoranza del hogar, el anhelo de retornar a la tierra natal. Los síntomas incluían melancolía, anorexia, incluso suicidio. Hasta los últimos años del siglo XIX, esta enfermedad (en retrospectiva obviamente psicosomática) continuó preocupando a los médicos militares, porque mantener alta la moral de las tropas era crucial para triunfar en la guerra.

De modo que la nostalgia refería inicialmente al anhelo de regresar en el espacio, no en el tiempo; era el dolor del desplazamiento. Poco a poco se despojó de estas asociaciones geográficas y se transformó en una condición temporal: ya no una añoranza angustiosa de la madre patria perdida sino un melancólico languidecer por un tiempo idílico perdido de la propia vida. A medida que dejaba de ser considerada una afección médica, la nostalgia comenzó a ser vista no sólo como una emoción individual sino también como el anhelo colectivo de una época más feliz, más simple, más inocente. La nostalgia original había sido una emoción plausible, en el sentido de que tenía remedio (subirse al primer barco de guerra o embarcación mercantil que viajara de regreso a casa y retornar al cálido refugio de los parientes y amigos, a un mundo que era familiar). La nostalgia, en el sentido moderno, es una emoción imposible o por lo menos incurable: el único remedio sería viajar en el tiempo.

Este cambio de sentido indudablemente se produjo porque la movilidad se volvió más común y corriente gracias a la migración masiva al Nuevo Mundo y al movimiento de pobladores y pioneros en las Américas; al servicio colonial o militar de los europeos en sus varios imperios; y al aumento en la cantidad de individuos que se desplazaban en busca de oportunidades laborales o para progresar en sus carreras. La nostalgia del pasado también se intensificó porque el mundo estaba cambiando más rápido. Las transformaciones económicas, las innovaciones ideológicas y los cambios socioculturales hicieron que por primera vez hubiese diferencias contrastantes entre el mundo donde se había crecido y el mundo donde se envejecía. Desde los paisajes dramáticamente alterados por el desarrollo (“Cuando yo era chico, todo esto estaba rodeado de campos”) hasta las nuevas tecnologías que afectan la sensación y el ritmo de la vida cotidiana, el mundo donde uno se sentía en casa desapareció gradualmente. El presente se transformó en un país extranjero.

Hacia mediados del siglo XX, la nostalgia ya no era considerada una patología sino una emoción universal. Podía afectar a los individuos (bajo la forma de un mórbido remontarse al pasado) o a la sociedad en su conjunto. Con frecuencia esta última modalidad adquirió la forma del anhelo reaccionario de un viejo-orden-social –considerado más estable debido a sus estructuras de clases definidas más claramente– en el que “todos sabían cuál era su lugar”. Pero la nostalgia no siempre ha servido a las fuerzas del conservadurismo. A lo largo de la historia, los movimientos radicales muchas veces han vislumbrado sus metas no como revolucionarias sino como resurreccionarias: restaurar las cosas como solían ser, regresar a una edad dorada de equilibrio y justicia social que había sido interrumpida por el trauma histórico o por las maquinaciones de la clase gobernante. En la Guerra Civil inglesa, por ejemplo, los parlamentarios se consideraban conservadores y pensaban que el rey Carlos I era un innovador que expandía los poderes de la corona. Incluso los Levellers [Niveladores], una de las facciones más radicales activas durante el interregno de Oliver Cromwell tras la ejecución del rey, creían estar simplemente defendiendo la Carta Magna y los “derechos naturales”.

Soñar despierto

La flauta mágica

jueves, 27 de agosto de 2015

¿Qué es el cine moderno?

por Adrian Martin

“Había un montón de energía de posguerra. Mucho del sentimiento, tanto en la TV en vivo como en esas primeras películas, era: ‘No vas a decirme cómo tengo que hacerlo, nada de eso. Lo haré a mi modo. Sobreviví a la guerra, lo haré a mi modo’. Sabíamos que nos vendrían con lo convencional, ¡y nosotros queríamos hacerlo de otra manera!” –Arthur Penn, 2008[i]

“¿Qué es moderno en función de su narrativa? Prefiero decir que es su mayor libertad”. –Jean-Luc Godard, 1965[ii]

“Se puede decir que los críticos quedan casi invariablemente desconcertados por una nueva obra, y por eso tan a menudo no saben qué decir”. –François Truffaut, 1962[iii]



Una de las más bellas piezas de crítica fílmica del siglo XX es el tributo del teórico literario Roland Barthes al director italiano Michelangelo Antonioni (1912-2007), compuesto y entregado en 1979 con ocasión del premio especial de la ciudad de Bolonia al cineasta[iv]. Barthes comienza su carta, Caro Antonioni, haciendo una distinción (vía Nietzsche) entre la figura del sacerdote (“tenemos más que suficientes de ellos”) y la del artista. “Al revés del sacerdote”, escribe, “el artista se asombra y admira. La mirada del artista puede ser crítica, pero no es nunca acusatoria ni resentida”.

Esto puede no ser así en cada artista o cineasta, pero ciertamente es verdad en el artista Antonioni. Barthes alude al famoso diálogo entre él y el joven Jean-Luc Godard. Era 1964, el año de El desierto rojo (II deserto rosso), una obra crucial para el cine contemporáneo en muchos sentidos. Dos años después, su colega italiano Pier Paolo Pasolini usaría este filme como evidencia de la tendencia creciente de un cine de poesía, en el cual el estado de perturbación mental del personaje central ofrece el pretexto para un estado liberado de cine. ¿Qué es lo que realmente importa aquí, el contenido (historia y personajes) o la forma, el juego con la composición, la forma, el color, el ritmo, el sonido? El desierto rojo plantea esta cuestión de una manera frontal, desde que su heroína, Giuliana (Monica Vitti), está perdida en un mundo que es entregado por el cineasta de maneras palpablemente artificiales e irreales: los árboles y la hierba, por ejemplo, son reflejados en colores impactantes, antinaturales. Podría llamarse –en referencia al cine alemán de los 20– expresionista, salvo que Giuliana no es un Doctor Caligari o Nosferatu, y el extraño nuevo mundo a su alrededor, que refleja su estado mental, también parece autónomo, desligado de subjetividad personal. Respondiendo a esta inusual mutación del expresionismo en el cine, Godard, el estudiante respetuoso, planteó a Antonioni esta proposición: “El drama ya no es psicológico, sino plástico”, a lo cual Antonioni, el maestro radical, respondió: “Es lo mismo”.

Para Barthes, esta conjunción o fusión de la psicología y la plástica corresponde al sentimiento tierno y curioso de Antonioni por el Nuevo Mundo de los 60, en el que él mismo se sitúa como un observador paciente: “Su aprehensión de esta era no es la del historiador, el político o el moralista, sino la del utopista que quiere percibir el nuevo mundo en detalle, porque quiere ese mundo y quiere ser parte de él. Su vigilancia como artista es una vigilancia amorosa, una vigilancia de deseo”.

¿Qué hora es ahí?


miércoles, 26 de agosto de 2015

Prólogo

por Oscar Wilde

El artista es creador de belleza.

Revelar el arte y ocultar al artista es la finalidad del arte.

Quienes descubren significados ruines en cosas hermosas están corrompidos sin ser elegantes, lo que es un defecto. Quienes encuentran significados bellos en cosas hermosas son espíritus cultivados. Para ellos hay esperanza. Son los elegidos, y en su caso las cosas hermosas sólo significan belleza.

No existen libros morales o inmorales.

Los libros están bien o mal escritos. Eso es todo.

La vida moral del hombre forma parte de los temas del artista, pero la moralidad del arte consiste en hacer un uso perfecto de un medio imperfecto. Ningún artista desea probar nada.

El artista no tiene preferencias morales. Una preferencia moral en un artista es un imperdonable amaneramiento de estilo.

Ningún artista es morboso.

El artista está capacitado para expresarlo todo.

Pensamiento y lenguaje son los instrumentos de su arte. El vicio y la virtud son los materiales del artista. Desde el punto de vista de la forma, el modelo de todas las artes es el arte del músico. Desde el punto de vista del sentimiento, el modelo es el talento del actor.

Todo arte es a la vez superficie y símbolo.

Quienes profundizan, sin contentarse con la superficie, se exponen a las consecuencias. Quienes penetran en el símbolo se exponen a las consecuencias.

Lo que en realidad refleja el arte es al espectador y no la vida.

La diversidad de opiniones sobre una obra de arte muestra que esa obra es nueva, compleja y que está viva. Cuando los críticos disienten, el artista está de acuerdo consigo mismo.

A un hombre le podemos perdonar que haga algo útil siempre que no lo admire. La única excusa para hacer una cosa inútil es admirarla infinitamente.

Todo arte es completamente inútil. 

Prólogo de El retrato de Dorian Gray (1891)

sábado, 22 de agosto de 2015

Lista sin título nº 14

  1. Out of the Past (1947)
  2. Touch of Evil (1958)
  3. Double Indemnity (1944)
  4. The Big Heat (1953)
  5. Pickup on South Street (1953)
  6. Laura (1944)
  7. The Big Sleep (1946)
  8. Kiss Me Deadly (1955)
  9. They Live by Night (1948)
  10. Criss Cross (1949)
  11. In a Lonely Place (1950)
  12. Force of Evil (1948)
  13. Kiss of Death (1947)
  14. Crossfire (1947)
  15. The Killers (1946)
  16. Detour (1945)
  17. Gun Crazy (1950)
  18. The Asphalt Jungle (1950)
  19. Murder My Sweet (1944)
  20. D.O.A. (1949)

viernes, 21 de agosto de 2015

La presión del tiempo en el plano

por Andrei Tarkovsky

(ACERCA DE LA FIGURA CINEMATOGRÁFICA)

“Digámoslo así: un fenómeno espiritual, es decir significativo, es significativo justamente porque sale de sus propios límites, expresa y simboliza algo más vasto y más general espiritualmente hablando, todo un mundo de sentimientos y de pensamientos que, con mayor o menor perfección, han encarnado en él: es precisamente eso lo que determina el nivel de su significación...”
Thomas Mann, La montaña mágica



Dado que vamos a hablar aquí de la noción de figura, advierto de inmediato que no quiero ni voy a formularla de modo preciso. Eso me es imposible y, además, no lo deseo por varias razones. Prefiero tratar de reflexionar sobre los límites del sistema que en lo que me concierne llamo “figurativo”, sistema en cuyo seno me siento libre y con el cual estoy en simbiosis.
Por lo tanto no intentaré insertar mi noción de figura en una fórmula rígida. Y eso también por otra razón: basta lanzar un vistazo, incluso furtivo, hacia atrás, recordar simplemente los minutos más impactantes del pasado para quedar pasmados ante la diversidad de las propiedades de los acontecimientos en los que participamos, por el carácter excepcional de las personalidades que conocimos. Uno queda pasmado ante el acento de unicidad que expresa el principio básico de nuestro comportamiento emocional hacia la vida. El artista no deja de buscar la reproducción del colorido de tal unicidad, esforzándose vanamente por captar la imagen de la Verdad... La belleza de la verdad de la vida en el arte reside en la verdad en sí. En la veracidad visible incluso a simple vista. Un hombre suficientemente sensible distinguirá siempre la verdad de la mentira, la sinceridad de la falsedad, lo natural del manierismo en el comportamiento de las personas más diversas que conoce en todas partes y cada día. Existe en nosotros un filtro particular que se alza en el camino de la percepción del mundo que nos rodea. Los motivos de su aparición están estrechamente ligados a nuestra experiencia de la vida, que ayuda a educar nuestra desconfianza ante fenómenos cuya estructura relacional está quebrada. Quebrada a sabiendas o involuntariamente, por ineptitud.
Hay personas incapaces de mentir. Otras mienten con inspiración y convicción, las hay que no pueden no mentir y, por último, las hay que no pueden mentir y, sin embargo, mienten sin arte ni gusto. Tal vez por eso en las circunstancias propuestas,  inventadas por la propia vida, ante la necesidad de seguir escrupulosamente la lógica de la vida, sólo los mentirosos inspirados son convincentes, sólo ellos perciben el pulso de la verdad y son capaces de adherirse, gracias a sus fantasías, a los meandros caprichosos de la vida con una precisión casi geométrica. Para decirlo con otras palabras, una figura inventada será verídica si deja percibir vínculos que, por una parte, la hagan ser semejante a la vida y, por otra parte –lo que parece contradictorio– la vuelven única e inimitable, como es única e inimitable cada observación.
La poesía japonesa de la Edad Media siempre me ha maravillado por el rechazo categórico a la menor alusión al sentido último de la figura que, como una charada, sólo es descifrable al final. Los haikus y los tankas japoneses cultivan sus figuras de tal modo que al fin de cuentas pierden su sentido último. No significan nada fuera de sí mismos y, al mismo tiempo, significan tanto que al fin del largo camino que conduce a la comprensión de su sentido, uno se da cuenta de la imposibilidad de percibir su significación final. En otras palabras, cuanto más corresponde una figura a su destino, más difícil es incrustarla en una fórmula nocional, especulativa.
El lector de un haiku debe fundirse en él como en la naturaleza, zozobrar allí, perderse en su profundidad, ahogarse en él como en el cosmos donde no existe abajo ni arriba. La figura en un haiku es hasta tal punto profunda que se vuelve lisa y llanamente insondable. Tales figuras sólo pueden provenir de una observación inmediata y directa de la vida.
He aquí, por ejemplo, un haiku de Basho:

La vieja charca:
Una rana se zambulle:
¡Oh! el ruido del agua.

O:
Las cañas se cortaron para el techo.
Sobre los tallos olvidados
Cae una pequeña nieve tenue.

Y otro:

¿De donde viene tan súbita pereza?
Hoy les costó despertarme...
Murmura una lluvia primaveral.

¡Qué sencillez y qué exactitud en la observación! ¡Qué disciplina del espíritu y que nobleza de la imaginación! Esas líneas son bellas como la vida misma.
Los japoneses sabían expresar su conducta respecto al mundo en tres líneas. No se limitaban a observar la realidad, sino que, al hacerlo, expresaban su sentido. Cuanto más exacta es una observación, más se acerca a la figura. Ya Dostoievski afirmaba que la vida es más fantástica que cualquier cosa inventada. La observación es la base primordial de la figura cinematográfica, que, como sabemos, está ligada, siempre al fijamiento fotográfico, es decir, a la forma de observación más evidente. En una palabra, la figura cinematográfica es la figura de la vida misma. Pero una instantánea que fija con exactitud un objeto determinado está lejos aún de ser una figura. El fijamiento de los acontecimientos reales no basta para que veamos allí una sucesión de figuras cinematográficas. La figura en el cine no es la reproducción fría y documental de un objeto sobre la película.  ¡No! La figura en el cine se edifica sobre el arte de hacer pasar por una observación la propia percepción del objeto.
En lo que tiene que ver con la polisemia de la figura, también podemos volvernos hacia la prosa. El final de La muerte de Iván Ilitch muestra a un hombre malvado, de pocas entendederas, dotado de una mala esposa y de una mala hija[1], que va a morir de cáncer y que quiere pedirles perdón antes de morir. De pronto, siente en él una bondad tan grande que su familia, que sólo se preocupa por trapos y bailes, se le aparece profundamente desdichada, digna de piedad y conmiseración. Se ve arrastrándose en el interior de un largo tubo negro, húmedo, semejante a un intestino... Cree ver una luz a lo lejos, y se arrastra, se arrastra hacia esa luz, pero no llega a impulsarse hacia ella, a franquear esa última barrera que separa la vida de la muerte. Junto al lecho están la mujer y la hija. Quiere decirles: “perdonen”, pero en vez de eso pronuncia: “permitan”...
¿Es posible tratar esta figura apabullante de modo monosémico? Está ligada a sensaciones de profundidad tan indecible que sólo puede apabullar. Aquí todo se parece tanto a la vida, a la realidad, que puede competir con las situaciones y las circunstancias que hemos vivido realmente o imaginado íntimamente. Es el reconocimiento de algo que ya sabíamos, lo cual, según la concepción de Aristóteles, constituye justamente la prerrogativa esencial del genio.

jueves, 20 de agosto de 2015

Y así sucesivamente así


La máscara

Todo lo que es profundo ama la máscara; las cosas más profundas de todas sienten incluso odio por la imagen y el símil. ¿No sería la antítesis tal vez el disfraz adecuado con que caminaría el pudor de un dios? Es ésta una pregunta digna de ser hecha: sería extraño que ningún místico se hubiera atrevido aún a hacer algo así consigo mismo. Hay acontecimientos de especie tan delicada que se obra bien al recubrirlos y volverlos irreconocibles con una grosería; hay acciones realizadas por amor y por una magnanimidad tan desbordante que después de ellas nada resulta más aconsejable que tomar un bastón y apalear de firme al testigo de vista: a fin de ofuscar su memoria. Más de uno es experto en ofuscar y maltratar a su propia memoria, para vengarse al menos de ese único enterado: –el pudor es rico en invenciones. No son las cosas peores aquellas de que más nos avergonzamos: no es sólo perfidia lo que se oculta detrás de una máscara, –hay mucha bondad en la astucia. Yo podría imaginarme que un hombre que tuviera que ocultar algo precioso y frágil rodase por la vida grueso y redondo como un verde y viejo tonel de vino, de pesados aros: así lo quiere la sutileza de su pudor. A un hombre que posea profundidad en el pudor también sus destinos, así como sus decisiones delicadas, le salen al encuentro en caminos a los cuales pocos llegan alguna vez y cuya existencia no les es lícito conocer ni a sus más próximos e íntimos: a los ojos de éstos queda oculto el peligro que corre su vida, así como también su reconquistada seguridad vital. Semejante escondido, que por instinto emplea el hablar para callar y silenciar, y que es inagotable en escapar a la comunicación, quiere y procura que sea una máscara suya lo que circule en lugar de él por los corazones y cabezas de sus amigos; y suponiendo que no lo quiera, algún día se le abrirán los ojos y verá que, a pesar de todo, hay allí una máscara suya, –y que es bueno que así sea. Todo espíritu profundo necesita una máscara: aún más, en torno a todo espíritu profundo va creciendo continuamente una máscara, gracias a la interpretación constantemente falsa, es decir, superficial, de toda palabra, de todo paso, de toda señal de vida que él da.

–Friedrich Nietzsche, Más allá del bien y del mal


(gracias SV por recordármelo)

domingo, 16 de agosto de 2015

Lista sin título nº 13

  • (I Can’t Get No) Satisfaction
  • 19th Nervous Breakdown
  • 2,000 Light Years From Home
  • Beast of Burden
  • Brown Sugar
  • Can’t You Hear Me Knocking?
  • Gimme Shelter
  • Happy
  • Have You Seen Your Mother, Baby, Standing in the Shadow?
  • Honky Tonk Women
  • Jumpin’ Jack Flash
  • Paint it Black
  • Play With Fire
  • Ruby Tuesday
  • Street Fighting Man
  • Sway
  • Sympathy for the Devil
  • Tumbling Dice
  • Under My Thumb
  • We Love You
  • Wild Horses
  • You Can’t Always Get What You Want

jueves, 6 de agosto de 2015

Albert Monier





Retrato de un hombre invisible

por Paul Auster


"Si buscas la verdad, prepárate para lo inesperado, 
pues es difícil de encontrar y sorprendente cuando la encuentras."
Heráclito

   
Un día hay vida. Por ejemplo, un hombre de excelente salud, ni siquiera viejo, sin ninguna enfermedad previa. Todo es como era, como será siempre. Pasa un día y otro, ocupándose sólo de sus asuntos y soñando con la vida que le queda por delante. Y entonces, de repente, aparece la muerte. El hombre deja escapar un pequeño suspiro, se desploma en un sillón y muere. Sucede de una forma tan repentina que no hay lugar para la reflexión; la mente no tiene tiempo de encontrar una palabra de consuelo. No nos queda otra cosa, la irreductible certeza de nuestra mortalidad. Podemos aceptar con resignación la muerte que sobreviene después de una larga enfermedad, e incluso la accidental podemos achacarla al destino; pero cuando un hombre muere sin causa aparente, cuando un hombre muere simplemente porque es un hombre, nos acerca tanto a la frontera invisible entre la vida y la muerte que no sabemos de qué lado nos encontramos. La vida se convierte en muerte, y es como si la muerte hubiese sido dueña de la vida durante toda su existencia.
Muerte sin previo aviso, o sea, la vida que se detiene. Y puede detenerse en cualquier momento.
Recibí la noticia de la muerte de mi padre hace tres semanas. Fue un domingo por la mañana mientras yo le preparaba el desayuno a Daniel, mi hijito. Arriba, mi mujer todavía estaba en la cama, arropada entre las mantas, disfrutando de unas horas más de sueño. Invierno en el campo: un mundo de silencio, leños humeantes, nieve. No podía dejar de pensar en las líneas que había escrito la noche anterior y esperaba con impaciencia la tarde para volver al trabajo. Entonces sonó el teléfono y supe en el acto que habría problemas. Nadie llama un domingo a las ocho de la mañana si no es para dar una noticia que no puede esperar, y una noticia que no puede esperar es siempre una mala noticia.
No se me ocurrió un solo pensamiento noble.
Incluso antes de hacer las maletas para emprender las tres horas de viaje hacia Nueva Jersey, supe que tendría que escribir sobre mi padre. No tenía un plan ni una idea precisa de lo que eso significaba; ni siquiera recuerdo haber tomado una decisión consciente al respecto. Pero la idea estaba allí, como una certeza, una obligación que comenzó a imponerse a sí misma en el preciso instante en que recibí la noticia de su muerte. Pensé: mi padre ya no está, y si no hago algo de prisa, su vida entera se desvanecerá con él.

miércoles, 5 de agosto de 2015

Un insumiso

por Guy Scarpetta


Dentro del panorama intelectual francés Guy Debord ocupa una situación paradójica: por un lado, todos lo citan, hacen referencia a él, hasta los mismos agentes del espectáculo al que durante toda su vida se opuso; por otro lado, no puede dejar de extrañar la insólita discreción de la prensa respecto a la aparición en libro del conjunto de sus obras[i]. No obstante, una publicación de esta naturaleza, que reúne, además de sus libros ya publicados, toda una valiosísima recopilación de cartas, directivas, intervenciones, artículos publicados en revistas, notas inéditas, es indudablemente un acontecimiento, que permite al mismo tiempo echar luz sobre el camino seguido por este pensamiento, año a año, y percibir su impresionante coherencia. Pero todo sucede como si Debord debiera quedar definitivamente reducido a unos pocos lugares comunes, a unas fórmulas estereotipadas e insípidas sobre “la sociedad del espectáculo”; y esto en detrimento de la posición indefectiblemente revolucionaria de quien no tuvo, ni en sus textos ni en su vida, más propósito que contrariar el orden establecido, o al menos no hacerle ninguna concesión.

A principios de los años 50, Debord ocupa el centro de un pequeño grupo de jóvenes que, herederos de ciertas vanguardias de principios de siglo, se empeñan en sostener que el arte ha muerto en tanto entidad “separada”, que en adelante la poesía debe formar parte de la vida. Piensan que Dadá quiso suprimir el arte sin realizarlo, que el surrealismo quiso realizar el arte sin suprimirlo, y que se trata, precisamente, de superar este antagonismo. Hay que inventar cada vida, no padecerla; la ciudad (para el caso, París) es el ámbito natural de estos “movimientos exploratorios”, de estas aventuras (de ahí el revuelo promovido por ejemplo contra Le Corbusier, culpable según ellos de defender una concepción del urbanismo que apunta a “destruir la calle”). El objetivo es “generar situaciones”, lo cual implica un declarado desdén hacia todo el arte existente, y en términos más generales, hacia toda cultura “alienada”, disociada de la experiencia directa. A lo sumo cabe tomar conciencia de la “descomposición” de esta cultura, y pergeñar (siguiendo a Lautréamont) técnicas que permitan “revirarla”...

En una segunda etapa (que corresponde, en grandes líneas, al pasaje desde la “Internacional letrista” hacia la “Internacional situacionista”, Debord ampliará inequívocamente el campo de acción, es decir, lo politizará. El cuestionamiento de la cultura desemboca por lógica en el de la sociedad. El encuentro con Marx era inevitable, aunque se trata, en este caso, de un marxismo heterodoxo, en las antípodas del comunismo oficial (para Debord y sus amigos, cuando el Estado totalitario sustituyó en Rusia al poder de los soviets, o cuando la burocracia estalinista aplastó las sublevaciones libertarias de la guerra civil española, lo que triunfó en el siglo XX fue la “contrarrevolución”).

1980










lunes, 3 de agosto de 2015

El cuerpo de los actores

por Ricardo Bartís

Mi relación con el teatro tiene que ver básicamente con la actuación, y es una relación un tanto azarosa. Nunca me consideré un profesional ni aspiro a tener una relación profesional con el teatro, que, para mí, es un espacio de expresión y de juego. Comencé a estudiar actuación y me relacioné con ese raro fenómeno que son las escuelas privadas de teatro ya grande. No tenía ningún vínculo con ninguna expresión artística: pero tenía una mirada prejuiciosa sobre el teatro en particular. Para mí el fútbol era importante y me daba mucho placer jugarlo.

Comencé mi formación en teatro a través de técnicas que son perversas, siniestras, reaccionarias... Básicamente reaccionarias, porque ponen de manifiesto una mirada sobre el hombre y una hipótesis sobre el arte retrógradas, que nos informan sobre el infantilismo del teatro si se lo compara con otras disciplinas. El teatro no tiene memoria conceptual de lo que sucedió en este siglo. Stanislavsky, y no Meyerhold, es conocido aquí porque, en primer lugar, los textos de Meyerhold no pudieron salir de la Unión Soviética en la época de Stalin, pero también por el pragmatismo y la preocupación por el “ser” de la formulación stanislavskiana, que se diferencia de la idea del “estar” en el espacio, que plantea un director como Meyerhold.

Mi relación, entonces, era con un juego donde el valor del juego aparecía cuando se afirmaba el carácter del jugador. El fútbol deja de ser una ingenuidad cuando es jugado de manera pasional, vibrante y profunda. Se activan fuerzas que elevan el juego a través de la afirmación del jugador. Cualquiera que juega o que le gusta mirar un deporte entiende esto: la importancia de la afirmación del jugador por encima del juego.

Me resultaba extraño que en el juego del teatro, un juego profundo y complejo, más viejo que el catolicismo o que el judaísmo, más viejo que ninguna filosofía, todo estuviera regido por la idea de afirmar el juego. Durante mi período de formación en teatro, en vez de afirmamos los actores como jugadores, tratábamos todo el tiempo de afirmar el juego: hacer la obra, hacer personajes.

Cualquier persona sensible y medianamente inteligente acepta desde hace años que la noción misma de personaje implica la idea de que alguien es siempre igual a sí mismo, y que el teatro debe, en ese intento banal de reproducción naturalista, tratar de crear ese tipo de personajes tal como se cree que existen en la vida. Eso nos obliga a los actores a ser meros instrumentos del texto. En consecuencia la formación de ese tipo de actor es por imitación y reproducción. Pero quien es portavoz de un mandato que no es propio, lo cumple a medias. Por eso todo lo que se conoce como teatro profesional en relación a la actuación, es un trabajo a medias. No se investiga el elemento más importante, desde el punto de vista artístico y existencial, que es el actor.

El actor produce el acontecimiento único. El actor tiene que afirmar su discurso de actuación y adueñarse de la idea de que él es la materia teatral, y que lo literario, las artes visuales, la arquitectura, la música, la danza son sólo elementos. La materia absolutamente primitiva es el cuerpo del actor.

El debate en los años ochenta giró sobre el eje teatro de texto o teatro de imagen. Creo que ese eje ocultaba la discusión principal. Habíamos pasado por una dictadura que estigmatizó y obligó al repliegue absoluto de todo pensamiento que cuestionara el orden político y el orden moral. A mi entender la actuación cuestiona todo orden moral, todo orden establecido, y produce una fractura. Actuar significa tener una voluntad de forma, una voluntad existencial de cuestionar el orden de la realidad.

Actuar introduce de manera activa el tema de la muerte. El que actúa sabe que se muere cuando termina de actuar. Y esto no es una situación metafórica, es algo concreto: los actores intentan dilatar el momento final de la función, meten morcillas y cosas por el estilo. Esto no sucede por puro narcisismo. Los actores están movidos por la idea de anularse o de tensar la personalidad hasta un extremo donde se afirma la voluntad de ser otra cosa. Es una actividad extraña que produce fascinación, porque alguien tan parecido a todos puede llegar a ser tan ajeno, como si viniera de otro mundo.

Cuando vamos al teatro, la identificación no es con los personajes sino con los actores Nadie dice “qué lindo era Ricardo III” o “qué mala era Lady Macbeth”. Hablan del actor, de la actriz. Es sobre el cuerpo del actor que hay fantasías. Es sobre el cuerpo del actor que hay proyecciones imaginarias. Y por eso, quizás, tantos actores se suicidan. Son cuerpos atravesados por una fantasía permanente.

Los actores son cuando actúan, cuando no actúan no son. Es una actividad rara. Tiene algo de ilegal, de sacrílega. Son en la medida en que mienten y en el momento en que mienten, son. Esta situación siempre ha sido para mí sorprendente.

En la puesta en escena, un director corre siempre el peligro de hacer algo ilustrativo que mantenga una relación decorativa con la obra. Pero también puede luchar y avanzar sobre un territorio de creación, neto y nítido, dejar allí su marca y estar autorizado a decir: yo tengo esta mirada sobre este texto, yo opino así sobre este texto. En general, la dirección ha aprendido esto de la actuación. Stanislavsky, Meyerhold, Chejov, Shakespeare, Molière, eran actores. No digo que sea privativo de los actores, pero sí que sucede en la actuación. Lo teatral se produce cuando se produce acontecimiento. Uno no sabe exactamente qué es el acontecimiento, pero sí sabe que algunas veces en la vida, dicho de manera ingenua, “entra la chica de mis sueños” y, entonces, el tiempo se dilata. Situaciones en el fútbol hay muchas, pero sólo en el gol el tiempo se extiende, se vuelve puro acontecimiento: sólo en el gol se sale de lo individual y el cuerpo queda expandido y afectado por otros cuerpos.

La afectación: ¿quién narra la afectación en el teatro? El actor. Y es la calidad de la afectación la que indica la intensidad de la existencia. Aun en la realidad, se podría decir que cuanta mayor capacidad de afectación uno tenga, más vivo está.

La discusión sobre texto, imagen, autor, puesta en escena, inhibe pensar profundamente que el teatro no debe tener ninguna relación con las estructuras profesionales, porque las estructuras profesionales anulan sus posibilidades de reflexión.

El teatro debe horizontalizar los vínculos: el texto no puede funcionar como una especie de padre a quien todos debemos seguir, sino que tiene que ser acribillado por las opiniones, opiniones de sentido y, en la actuación, opiniones de textura. Velocidad, tensión, energía, ideas moleculares vinculadas al espacio como experiencia única en el trabajo del actor.

También hay que horizontalizar los vínculos en la puesta en escena. Liberados de la égida del texto, los actores tampoco deben ser sometidos a la égida de la puesta en escena. Los procedimientos no deben imponerse sobre los elementos. Hay un teatro donde lo que se piensa es: veamos si podemos cambiar las secuencias narrativas, veamos si metemos mucho o poco texto, veamos si en vez de trabajar de manera circular trabajamos por el aire, colgados de arneses, todo muy chiche, todo muy grande, con hielo, sin hielo... Siempre van a ser modas.

Y como este es un país (sobre todo la ciudad en la que vivo, Buenos Aires) contento de su cholulaje, de su estupidez y de su sometimiento en relación a los centros de poder y de producción estética, un director de teatro, que dirigió hace poco el Festival de Teatro de Buenos Aires, Alberto Félix Alberto, pudo declarar que los directores europeos que nos visitaban se iban a escandalizar al ver nuestras puestas tan antiguas y tan aburridas. Esa declaración es desgraciada e injusta para con nosotros y complaciente con los directores extranjeros.

No voy a plantear una competencia veleidosa, pero es por lo menos discutible que los europeos y los americanos tengan un buen teatro. Hay pocas líneas teatrales en el mundo que rescaten un teatro del actor. Esta preocupación existe en grupos pero no es la línea principal más visible. Prevalecen ideas monumentalistas como la que acabamos de ver, por ejemplo, en la puesta de Lavelli[i], que a mí personalmente no me interesa desde el punto de vista teatral. Es una cuestión de gusto, de sensación, de contacto: yo quiero ver el cuerpo del actor.

En el teatro que estoy tratando de definir, el cuerpo del actor va a apoyarse en el texto, para desplegar, para combinar. No va a decir otro texto, va a producir otros relatos. El relato principal y extraordinario es que el actor está en movimiento todo el tiempo. Y no me refiero a un movimiento de orden físico, sino existencial. Todo el tiempo se está quemando.

La realidad social anula este concepto y el actor se convierte en un digno profesional que muestra su calidad de intérprete y se somete a ese encuadre, o hace el ridículo... Hay mucho para pensar en las malas actuaciones. En ellas se ve cómo el teatro destroza un cuerpo. La persona es idiota, no hay la menor duda, hay algo revelado de lo personal, no de lo biográfico, sino de la capacidad de imaginar.

El otro tema es la técnica. Debemos depurar nuestra técnica, debemos tener una técnica propia, de los actores. Porque es la imaginación técnica, no la imaginación imaginaria, la que produce alternativas de lenguajes. No es la imaginación de grandes escenas lo que produce una escena interesante. Es la técnica asociada al sistema nervioso de un actor, que tiene que mostrar todo en un instante, tener conciencia de lo que está en juego cuando se actúa, aceptar que hay un pasado de la actuación. La técnica debe permitir pensar que la actuación es una forma de colocarse ante la realidad, y un cuestionamiento de los poderes, de los profesores, de las instituciones.

Que la técnica traduzca ese momento en acontecimiento. Quizás por eso, en la actualidad, en Buenos Aires, los espectáculos más interesantes y más renovadores están empezando a venir de actores formados en una producción global de los espectáculos. Es decir actores que son dramaturgos y, a su vez, directores.

 [Charla brindada en octubre de 1997 
y publicada en la revista Punto de Vista nº 60,
Abril 1998] 


[i] Se refiere a la puesta de Macbeth hecha por Jorge Lavelli en el Teatro San Martín, registrada en el film Retrato de Jorge Lavelli, dirigido por Rafael Filippelli y proyectado antes de la ponencia de Bartís.

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domingo, 2 de agosto de 2015