lunes, 18 de junio de 2018

Comedia del arte



por John Carey

En octubre de 2003, Aaron Barschak, el «comediante terrorista» que se coló en la fiesta del vigesimoprimer cumpleaños del príncipe William, se presentó ante los magistrados del tribunal de Oxford para responder al cargo de daños y perjuicios. El tribunal se enteró de que Barschak había interrumpido una charla de Jake y Dinos Chapman en la Modern Art Gallery de Oxford. Los hermanos Chapman estaban analizando su exposición The Rape of Creativity: una serie de cabezas de personajes de cómic superpuestas sobre aguafuertes de Goya. Barschak arrojó pintura roja a las paredes de la galería, sobre una de las obras y sobre Jake Chapman al grito de «¡Viva Goya!». Adujo en su defensa que había creado su propia obra de arte a partir del arte de otro —del mismo modo que los hermanos Chapman habían adaptado a Goya— y que pretendía aspirar a conseguir el premio Turner. El juez de distrito Brian Loosley lo declaró culpable, diciendo: «Estamos ante un grave delito de destrucción gratuita de una obra de arte, así que valoraré una condena de prisión. Creo que esto ha sido una artimaña publicitaria. […] Incluso para los cánones modernos, e incluso llevando la imaginación al extremo de la incredulidad, esto no ha sido la creación de una obra de arte».

Confieso que no espero gran cosa del juez de distrito Brian Loosley como teórico de estética. No me queda claro de qué modo dedujo que la protesta de Barschak no era una obra de arte, y que el invento de los hermanos Chapman sí lo era. Es probable que hubiera pensado que, dado que Barschak había cometido un delito, no podía haber creado simultáneamente una obra de arte. Sin embargo, numerosos teóricos han argumentado que el arte y el crimen están íntimamente unidos, dado que ambos se erigen contra las normas sociales. Cuando, en 1893, una bomba estalló contra el Parlamento francés, el dandi, anarquista y poeta Laurent Tailhade, amigo de Wilfred Owen, proclamó que las víctimas no tenían importancia alguna siempre y cuando el acto fuera bello. Poco después, otra bomba lo privó del ojo derecho, algo que hizo reír a todo París. André Breton, líder de los surrealistas, declaró que el acto surrealista más puro sería disparar un revólver al azar contra una multitud. Cincuenta años después, el artista californiano Chris Burden tomó estas palabras al pie de la letra y vació el cargador de un revólver contra un avión de pasajeros que despegaba del aeropuerto de Los Ángeles, pero falló. Si el juez de distrito Brian Loosley hubiera tenido en cuenta estos antecedentes artísticos, quizá habría llegado a la conclusión de que Aaron Barschak era, en comparación, mucho más ingenioso y absolutamente inofensivo. En cualquier caso, no creo que las palabras del juez hayan contribuido a descalificar la idea de Barschak de estar creando su propia obra de arte.

(en ¿Para qué sirven las artes? Debate, Barcelona, 2007)

sábado, 16 de junio de 2018

La sociedad como obra de arte

por Herbert Marcuse


Me he referido a los formalistas porque parece característico que el elemento transformador en el arte sea el subrayado por una escuela que insiste en la percepción artística como fin-en-sí-mismo, en la Forma como Contenido. Es precisamente por virtud de la Forma por lo que el arte trasciende la realidad dada, trabaja en la realidad establecida contra la realidad establecida; y este elemento trascendente es inherente al arte, a la dimensión artística. El arte altera la experiencia reconstruyendo los objetos de la experiencia -reconstruyéndolos en la palabra, el tono, la imagen. ¿Por qué? Evidentemente, el “lenguaje” del arte debe comunicar una verdad, una objetividad que no es accesible al lenguaje ordinario y la experiencia ordinaria. Esta exigencia estalla en la situación del arte contemporáneo.

El carácter radical, la “violencia” de esta reconstrucción en el arte contemporáneo parece indicar que éste no se rebela contra un estilo u otro, sino contra el “estilo” en sí mismo, contra la forma artística del arte, contra el “significado” tradicional del arte.

La gran rebelión artística en el periodo de la primera Guerra Mundial da la señal.

Oponemos un No rotundo a los grandes siglos... Vamos, ante el asombro y la burla de nuestros contemporáneos, por una veredita que apenas parece camino, y decimos: Ésta es la calle principal de la evolución de la Humanidad.[1]

La lucha es contra el Illusionistische Kunst Europas:[2] el arte ya no debe ser ilusorio, porque su relación con la realidad ha cambiado: ésta se ha vuelto susceptible, incluso supeditada, a la función transformadora del arte. Las revoluciones y las revoluciones derrotadas y traicionadas que ocurrieron al despertar de la guerra denunciaban una realidad que había hecho del arte una ilusión, y en la medida en que el arte ha sido una ilusión (schöner Schein), el nuevo arte se proclama a sí mismo como antiarte. Es más, el arte ilusorio incorporaba ingenuamente las ideas establecidas de posesión (Besitzvorstellungen) en sus formas de representación: no ponía en duda el carácter de objeto (die Dinglichkeiten) del mundo sometido al hombre. El arte debía romper con esta reificación: debía volverse gemale oder modellierte Erkenntniskritik, basado en una nueva óptica que reemplazara la óptica newtoniana, y este arte correspondería a un “tipo de hombre que no es como nosotros”.[3]

Desde entonces, la erupción del antiarte en el arte se ha manifestado en muchas formas familiares: destrucción de la sintaxis, fragmentación de las palabras y frases, uso explosivo del lenguaje ordinario, composiciones sin partitura, sonatas para cualquier cosa. Y sin embargo, esta completa de-formación es Forma: el antiarte ha seguido siendo arte, ofrecido, adquirido y contemplado como arte.

La salvaje revuelta del arte no ha pasado de ser un shock de corta duración, rápidamente absorbido en la galería de arte, dentro de las cuatro paredes, en la sala de conciertos, y en el mercado, y adornando las plazas y vestíbulos de los prósperos establecimientos de negocios. Transformar el propósito del arte es autoderrotista: una autoderrota urdida dentro de la estructura misma del arte. Sin que importe lo afirmativa, “realista”, que pueda ser la obra, el artista le ha dado una forma que no es parte de la realidad que presenta y en la que trabaja. La obra es irreal precisamente en tanto que es arte: la novela no es un relato periodístico, la naturaleza muerta está viva, y aun en el pop art, el realista envase de hojalata no está en el supermercado. La Forma misma del arte contradice el esfuerzo de relegar la segregación del arte a una “segunda realidad”, su propósito de trasladar la verdad de la imaginación productiva dentro de la primera realidad.

La Forma del arte: una vez más debemos echar una mirada a la tradición filosófica que ha enfocado el análisis del arte apoyándose en el concepto de lo “bello” (pese al hecho de que hay mucho en el arte que obviamente no es bello). Lo bello ha sido interpretado como un “valor” ético y cognoscitivo: el kalokagathon; lo bello como apariencia sensible de la Idea; el Camino de la Verdad pasa por el reino de lo Bello. ¿Qué se quiere decir con estas metáforas?

La raíz de la estética está en la sensibilidad. Lo que es bello es primero sensible: apela a los sentidos; es placentero, objeto de impulsos no sublimados. Sin embargo, lo bello parece ocupar una posición intermedia entre los objetivos sublimados y los no sublimados. La belleza no es un elemento esencial, “orgánico”, del objeto sexual inmediato (¡puede incluso coartar el impulso no sublimado!), mientras que, en el otro extremo, un teorema matemático puede ser llamado “bello” sólo en un sentido figurado, altamente abstracto. Según parece, las varias connotaciones de la belleza convergen en la idea de Forma.

En la Forma estética, el contenido (material) se reúne, define y arregla para obtener una condición en la que las fuerzas inmediatas, no dominadas de la materia, del “material”, sean dominadas, “ordenadas”. La Forma es la negación, el dominio del desorden, de la violencia, del sufrimiento, incluso cuando presenta desorden, violencia, sufrimiento. Este triunfo del arte se logra sometiendo el contenido al orden estético, que es autónomo en sus exigencias. La obra de arte delinea sus propios límites y fines, es sinngebend al relacionar los elementos entre sí de acuerdo con su propia ley: la “forma” de la tragedia, la novela, la sonata, el cuadro... El contenido es, por tanto, transformado: obtiene un significado (sentido) que trasciende los elementos del contenido, y este orden trascendente es la apariencia de lo bello como la verdad del arte. La manera como la tragedia narra el destino de Edipo y la ciudad, como ordena la secuencia de sucesos, da palabra a lo no dicho y a lo que no se puede decir -la “Forma” de la tragedia concluye el horror con el fin de la obra: pone un freno a la destrucción, hace ver al ciego, hace tolerable y comprensible lo intolerable, subordina lo equivocado, lo contingente, lo malo, a la “justicia poética”. La frase es indicativa de la ambivalencia interna del arte: enjuiciar aquello que es, y “cancelar” el enjuiciamiento en la forma estética, redimiendo el sufrimiento, el crimen. Este poder de “redención”, de reconciliación, parece inherente al arte, en virtud de su carácter de arte, por su poder de dar forma.

El poder redentor, reconciliador del arte, se adhiere incluso a las más radicales manifestaciones del arte no ilusorio y del antiarte. Son todavía obras: pinturas, esculturas, composiciones, poemas, y como tales tienen su propia forma y con ella su propio orden, su propio marco (aunque éste puede ser invisible), su propio espacio, su propio principio y su propio final. La necesidad estética del arte supera la terrible necesidad de la realidad, sublima su dolor y su placer; el sufrimiento y la crueldad ciegos de la naturaleza (y de la “naturaleza” del hombre) asumen un sentido y un fin: la “justicia poética”. El horror de la crucifixión es purificado por el bello rostro de Jesús que domina la bella composición; el horror de la política, por el bello verso de Racine; el horror de la despedida definitiva, por el Lied von der Erde. Y en este universo estético, la alegría y la satisfacción encuentran su lugar adecuado junto al dolor y la muerte: todo está en orden otra vez. La acusación se cancela, e incluso el desafío, el insulto y la burla -la extrema negación artística del arte- sucumben a este orden.

Con esta restauración del orden, la Forma alcanza en verdad una katharsis; el terror y el placer de la realidad se purifican. Pero el logro es ilusorio, falso, ficticio: permanece dentro de la dimensión del arte, de la obra de arte; en realidad, el temor y la frustración prosiguen sin mella (como lo hacen, después de la breve katharsis, en la psique). Ésta es quizás la más elocuente expresión de la contradicción, la autoderrota, erigida dentro del arte: la conquista pacificadora de la naturaleza, la transfiguración del objeto, siguen siendo irreales... tal como la revolución en la percepción sigue siendo irreal. Y este carácter vicario del arte ha dado lugar, una y otra vez, a la pregunta sobre la justificación del arte: ¿valía el Partenón los sufrimientos de un solo esclavo? ¿Es posible escribir poesía después de Auschwitz? La pregunta ha obtenido réplica: cuando el horror de la realidad tiende a hacerse total y bloquea la acción política, ¿dónde si no en la imaginación radical, como rechazo de la realidad, puede la rebelión, y sus intransigentes metas, ser recordada? Pero hoy en día, ¿constituyen todavía las imágenes y su realización el ámbito del arte “ilusorio”?

Hemos sugerido la posibilidad histórica de unas condiciones en las que lo estético podría convertirse en un gesellschaftliche Produktivkraft y, como tal, llevar al “fin” del arte mediante su realización. Hoy, el esquema de semejantes condiciones sólo aparece en la negatividad de las sociedades industriales avanzadas: sociedades cuyas capacidades desafían a la imaginación. No importa qué sensibilidad el arte pretenda desarrollar, no importa qué Forma pueda querer impartir a las cosas, a la vida; no importa qué visión quiera comunicar: hay un cambio radical de la experiencia dentro de los alcances técnicos de las fuerzas cuya terrible imaginación organiza el mundo de acuerdo con su propia imagen y perpetúa, cada vez más grande y mejor, la mutilada experiencia.

Sin embargo, las fuerzas productivas, encadenadas en la infraestructura de esas sociedades, contrarrestan esta negatividad en aumento. A no dudarlo, las posibilidades libertarias de la tecnología y la ciencia están contenidas efectivamente dentro del marco de la realidad dada: el planeamiento y la manipulación calculados de la conducta humana, la frívola invención del desperdicio y la chatarra lujosa, la experimentación con los límites de resistencia y destrucción, son signos del dominio de la necesidad en provecho de la explotación, signos que indican, no obstante, progreso en el dominio de la necesidad. Liberada de la servidumbre a la explotación, la imaginación, apoyada por los logros de la ciencia, podría dirigir su poder productivo hacia una reconstrucción radical de la experiencia y del universo de la experiencia. En esta reconstrucción cambiaría el topos histórico de lo estético: encontraría expresión en la transformación del Lebenswelt -la sociedad como una obra de arte. Esta meta “utópica” depende (como dependió cada etapa en el desarrollo de la libertad) de una revolución en el nivel alcanzable de liberación. En otras palabras: la transformación sólo es concebible como el modo por el cual los hombres libres (o, mejor, los hombres entregados a la acción de liberarse a sí mismos) configuran su vida solidariamente, y construyen un medio ambiente en el que la lucha por la existencia pierde sus aspectos repugnantes y agresivos. La Forma de la libertad no es meramente la autodeterminación y la autorrealización, sino más bien la determinación y realización de metas que engrandecen, protegen y unen la vida sobre la tierra. Y esta autonomía encontraría expresión, no sólo en la modalidad de producción y de relaciones de producción, sino también en las relaciones individuales entre los hombres, en su lenguaje y en su silencio, en sus gestos y sus miradas, en su sensibilidad, en su amor y en su odio. Lo bello sería una cualidad esencial de su libertad.

(en Un ensayo sobre la liberación. Joaquín Mortiz, México, 1969)
FOTO


[1] Franz Mate, "Der Blaue Reiter" (1914), en Manifeste Manifeste 1905-1933 (Dresden: Verlag der Kunst, 1956), p. 56.
[2] Raoul Hausmann, "Die Kunst und die Zeit", 1919 (ibid., p. 186).
[3] lbid., pp. 188 y ss.

Contra la influencia

 por Michael Baxandall


«Influencia» es una maldición de la crítica de arte, en primer lugar por su obstinado prejuicio gramatical acerca de quién es el agente y quién el paciente: parece invertir la relación activo-pasivo que el actor histórico experimenta y el contemplador inferencial va a querer tener en cuenta. Si decimos que X ha influido en Y, parece que estamos diciendo que X hizo por Y más de lo que Y hizo por X. Pero al reflexionar sobre los buenos cuadros y pintores, lo segundo es siempre la realidad más vívida. Es muy extraño que un término con tan incongruente trasfondo astral haya llegado a desempeñar un papel así, porque va justamente contra la energía real del léxico. Si pensamos que Y es el agente, y no X, el vocabulario es mucho más rico y diversificado de manera más atractiva: inspirarse en, acudir a, aprovecharse de, apropiarse de, recurrir a, adaptar, malentender, remitirse a, recoger, tomar, comprometerse con, reaccionar frente a, citar, diferenciarse de, asimilarse a, asimilar, alinearse con, copiar, dirigirse, parafrasear, absorber, hacer una variación sobre, revivir, continuar, remodelar, imitar, emular, trasvestir, parodiar, extraer de, distorsionar, prestar atención a, resistir, simplificar, reconstituir, elaborar sobre, desarrollar, enfrentarse con, dominar, subvertir, perpetuar, reducir, promover, responder a, transformar, emprender… -cualquiera podrá pensar en otras-. La mayoría de estas relaciones no pueden establecerse en el otro sentido –en términos de X actuando sobre Y, y no Y actuando sobre X-. Pensar en el hecho en sí de la influencia embota el pensamiento, al empobrecer los medios de diferenciación.

Peor aún, es engañoso. Decir que X ha influido en Y en algún aspecto es escabullirse de la cuestión de causalidad sin que lo parezca. Después de todo, si X es el tipo de hecho que actúa sobre la gente, parece que no hay una necesidad apremiante de preguntar por qué Y era el elemento sobre el que se actuaba: la implicación es que X simplemente es ese tipo de hecho -«influyente»-. Pero cuando Y recurre a, o se asimila o refiere de otra forma a X, hay unas causas: respondiendo a las circunstancias, Y hace una selección intencional a partir de una serie de recursos de la historia de su arte. Por supuesto, las circunstancias pueden ser bastante perentorias. Si Y es aprendiz en el taller del siglo xv de X, le obligarán a remitirse a X durante un tiempo, y X dominará la variedad de recursos que se presenten ante Y en ese momento; las disposiciones adquiridas en esta temprana situación pueden permanecer en Y con facilidad, incluso bajo formas extrañas o invertidas. Asimismo hay culturas -más claramente, las varias culturas medievales- en las cuales la adherencia a tipos y estilos existentes está bien vista. Pero entonces se dan en ambos casos cuestiones que hay que plantearse sobre los marcos institucionales o ideológicos en los cuales estas cosas eran así: éstas son las causas por las cuales Y se remitió a X, parte de su cometido y sus condiciones.

La clásica imagen de causalidad de Hume que parece colorear muchas de las observaciones sobre la influencia es una bola de billar, X, golpeando a otra, Y. Una imagen que podría en este caso funcionar mejor sería no las dos bolas, sino el terreno ofrecido por una mesa de billar. Sobre esta mesa habría muchas bolas -el juego sería más bien de billar ruso o americano-, y la mesa es italiana, sin huecos. Sobre todo, la bola blanca, la que golpea a la otra, no es X, sino Y. Lo que sucede en el terreno cada vez que Y se remite a una X es una reorganización. Y se ha movido a propósito, impelida por el taco de la intención, y X ha sido también colocada de otra manera: cada una termina en una nueva relación respecto a la colocación de las otras bolas. Algunas de éstas se han hecho más o menos accesibles u ocultas, más o menos al alcance de Y en su postura en referencia a X. Las artes son juegos de posición, y cada vez que un artista es influido, vuelve a escribir un poco su historia del arte.


Pongamos por caso que X es Cézanne y Picasso es Y. En el otoño de 1906 murió Cézanne y Picasso empezó a trabajar con vistas a Les Demoiselles d’Avignon. Durante algún tiempo, Picasso había podido ver cuadros de Cézanne; en particular, su marchante Vollard poseía gran cantidad de obras en propiedad, y hubo exposiciones importantes de Cézanne en el Salón de Otoño de 1904 y 1907, además de una muestra de acuarelas en la galería Bernheim Jeune. Muchos de los nuevos pintores estaban sacando algún provecho de un aspecto u otro de Cézanne, nunca del mismo. Por ejemplo, Matisse, que había comprado un Trois Baigneuses de Cézanne con la dote de su esposa en 1899, leyó en él un registro reductivo de las estructuras locales de la figura humana. Matisse llevó esta lectura a un empleo característico, hacia 1900, como medio de crear una forma del plano pictórico enérgicamente decorativa y sugerente de un tipo de objeto de representación duramente colosal. Al cabo de un tiempo esta lectura de Cézanne fue absorbida por modos complejos en los cuales lecturas de otros pintores ejercieron también su influjo en Matisse, que era un referidor ecléctico.

En 1906-1910 Picasso (inferimos) vio a Cézanne de varias maneras. En primer lugar, Cézanne era para él parte de la historia de la interesante pintura por la que él había decidido interesarse, y que constituía su cometido. Pero entonces, al dedicarle su atención, lo convirtió en algo más que eso. Había varias cosas cezannianas más bien generales que Picasso aceptó en troc de la cultura, como parte de sus condiciones: una sería Cézanne como el modelo épico de un individuo determinado que vio que su sentido personal del problema de la pintura era algo más amplio que cualquier formulación inmediata que le fuera exigida por el mercado; otra podrían ser algunas de las verbalizaciones de Cézanne sobre la pintura -«trato con la naturaleza en términos del cilindro, la esfera, el cono ... », etc.-, que, en forma de cartas a Emile Bernard, fueron publicadas en 1907. Pero entonces también Cézanne era parte del problema al que Picasso había optado por orientarse: existen indicaciones en la composición y en algunas de las posturas de Les Demoiselles d’Avignon de que uno de los elementos que Picasso estaba abordando ahí era un sentido de los planteamientos derivados de los cuadros de bañistas de Cézanne, un sentido de que eran algo que había que atrapar. Pero nuevamente y de forma muy obvia Picasso acudió también a los cuadros de Cézanne como un recurso real, un lugar donde poder encontrar los medios necesarios para un fin, herramientas variadas para resolver problemas. La cuestión del passage cezanniano -de representar una relación entre dos planos separados mediante el registro de éstos como un superplano continuo- , que ya hemos mencionado, pero hay otras cosas que consideramos que Picasso adaptó también de Cézanne: por ejemplo, puntos de vista altos y con frecuencia cambiantes que aplanan la disposición de los objetos que receden fenoménicamente en profundidad sobre el plano del cuadro. […]

Resumir todo esto en el hecho de que Cézanne influyó en Picasso sería falso: difuminaría las diferencias del tipo de referencia y quitaría el elemento activamente rico en propósito del comportamiento de Picasso hacia Cézanne. Picasso actuó sobre Cézanne de forma bastante aguda. Por una parte, volvió a escribir la historia del arte al hacer de Cézanne un hecho histórico mucho más amplio y central en 1910 de lo que había sido en 1906: lo colocó dentro de la principal tradición de la pintura europea. Por otra parte, su referencia a Cézanne era tendenciosa.

Su punto de vista sobre él -para volver a la imagen de la mesa de billar- era particular, condicionado, entre otras cosas, por el hecho de haber prestado atención también a un arte tan distinto como la escultura africana. Vio a Cézanne y extrajo unas cosas en vez de otras, modificándolas según su propia intención y dentro de su exclusivo universo de representación. Por otra parte, al hacer esto cambió para siempre la forma en que nosotros podemos ver a Cézanne (y la escultura africana), a quien debemos ver en parte difractado por la lectura idiosincrática de Picasso: nunca veremos a Cézanne sin la distorsión de lo que la pintura poscezanniana hizo de Cézanne en nuestra tradición.

La «tradición», por cierto, yo no la considero como una especie estética de gen cultural, sino como una visión específicamente discriminante del pasado en una relación activa y recíproca con un conjunto, en desarrollo, de disposiciones y habilidades que pueden adquirirse en la cultura que posee esa visión. Pero de la influencia no quiero hablar.

(en Modelos de intención. Herman Blume ed., Madrid, 1989)

miércoles, 13 de junio de 2018

La era de la nostalgia


por Zygmunt Bauman

Esto (por si lo han olvidado) es lo que Walter Benjamin escribió a comienzos de la década de 1940 en su Tesis de filosofía de la historia acerca del mensaje representado por el Angelus Novus (que él llamó Ángel de la Historia), pintado por Paul Klee en 1920:

El rostro del Ángel de la Historia está vuelto hacia el pasado. Donde nosotros percibimos una cadena de hechos, él ve una catástrofe única que no cesa de amontonar escombros que aquella va arrojando a sus pies. Al ángel le gustaría quedarse, despertar a los muertos y recomponer lo que ha quedado reducido a pedazos. Pero una tempestad sopla desde el paraíso y esta se ha enredado con tal fuerza en sus alas que el ángel ya no puede plegarlas. Ese vendaval lo empuja de manera irresistible hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras el montón de ruinas crece ante él alzándose hacia el cielo. Es el huracán que nosotros llamamos progreso.

Si examináramos detenidamente el cuadro de Klee casi un siglo después de que Benjamin plasmara por escrito su insondablemente profunda y, en el fondo, incomparable apreciación, volveríamos a sorprender al Ángel de la Historia en pleno vuelo. Pero lo que tal vez nos llamaría más la atención sería el giro de ciento ochenta grados, la maniobra de cambio de sentido que advertiríamos en su movimiento: su rostro vuelto del pasado hacia el futuro, sus alas impelidas hacia atrás por el tormentoso viento que soplaría esta vez desde el imaginado, previsto y temido por adelantado infierno del futuro en dirección al paraíso del pasado (tal como, probablemente, este es imaginado en retrospectiva después de haberse perdido y haber quedado reducido a ruinas), un empuje —ahora como entonces— tan poderosamente violento sobre esas alas «que el ángel ya no puede plegarlas».

Podríamos concluir que pasado y futuro son captados en ese cuadro en pleno intercambio de sus virtudes y defectos respectivos, según los entendió Klee (o, al menos, eso insinuó Benjamin) cien años antes. Es ahora el futuro, cuya hora de ser sometido a escarnio parece haber llegado tras haber sido ya tachado en su momento de poco fiable e inmanejable, el que asignamos a la columna del debe. Y le toca el turno al pasado de ser clasificado en la del haber, pues tiende a ser situado en un contexto (real o supuesto) de verdadera libertad de elección y de esperanzas todavía no desacreditadas.

La nostalgia, como bien ha sugerido Svetlana Boym (profesora de literatura eslava y comparada en la Universidad de Harvard), «es un sentimiento de pérdida y desplazamiento, pero también un idilio romántico con nuestra propia fantasía personal». Aunque en el siglo XVII la nostalgia se trataba como si fuera una enfermedad bastante curable —que unos médicos suizos, por ejemplo, recomendaban remediar con opio, sanguijuelas y una excursión a la montaña—, «llegado el siglo XX, lo que era una dolencia pasajera se había convertido ya en el incurable trastorno que es hoy. El siglo XX comenzó con una utopía futurista y concluyó sumido en la nostalgia». El diagnóstico de Boym es claro: el mundo moderno está aquejado de «una epidemia global de nostalgia, un anhelo afectivo de una comunidad dotada de una memoria colectiva, un ansia de continuidad en un mundo fragmentado», y propone que veamos esa epidemia como «un mecanismo de defensa en una época de ritmos de vida acelerados y convulsiones históricas». Dicho «mecanismo de defensa» consiste esencialmente en «la esperanza de reconstruir ese hogar ideal que subyace a la esencia misma de muchas y poderosas ideologías actuales, y que nos tienta a que renunciemos al pensamiento crítico para entregarnos a la vinculación emocional». Y la propia Boym advierte: «El peligro de la nostalgia radica en que tiende a confundir el hogar real y el imaginario». Finalmente, esta profesora de Harvard nos ofrece una pista de dónde buscar para encontrar (con toda probabilidad) tales peligros: concretamente, en cierta nostalgia «restauradora», que es precisamente una característica de los «renaceres nacionales y nacionalistas en todo el mundo, empeñados en fabricar mitos antimodernos de la historia a través de la vuelta a los símbolos y la mitología nacionales y, a veces también, de la reutilización de teorías de la conspiración».

Permítanme señalar que la nostalgia solo es un miembro más de la muy extensa familia de relaciones de afecto con «otro lugar». Esta forma de afecto y, por ende —y por extensión—, todas las tentaciones y trampas cuya presencia Boym detectó en la actual «epidemia global de nostalgia» han sido ingredientes endémicos e inseparables de la condición humana, por lo menos, desde el momento —difícil de precisar con exactitud— en que se descubrió la opcionalidad de las elecciones humanas; o —para ser más precisos— lo han sido desde que se descubrió que la conducta humana es, y solo puede ser, una cuestión de libre elección y que (aplicando la artificialísima artimaña de la proyección) el mundo del aquí y el ahora no es más que uno entre un número indefinible de mundos posibles (pasados, presentes y futuros). En la particular carrera de relevos de la historia, la «epidemia global de nostalgia» tomó el testigo de manos de una «epidemia de exaltación del progreso» que, a ritmo tan paulatino como imparable, no cesaba de globalizarse.

De todos modos, la persecución prosigue ininterrumpida. Podría cambiar de dirección e incluso de pista de competición, pero no se detendrá. Kafka intentó captar en palabras ese imperativo interno, inextinguible e insaciable, que nos tiene bajo su mando y que, probablemente, seguirá teniéndonos así hasta el fin de los tiempos:

Escuché el sonido de una trompeta y pregunté a mi criado a qué venía aquello. Él nada sabía ni nada había oído. En el portalón, me detuvo y me preguntó:
       —¿Adónde va el señor?
       —No lo sé —le dije—, fuera de aquí, solo fuera de aquí. Fuera de aquí, nada más: es el único modo de que alcance mi objetivo.
      —¿Conoce usted su objetivo? —preguntó él.
      —Sí —le respondí—. Te lo acabo de decir. Fuera de aquí: ese es mi objetivo.
 

Quinientos años después de que Tomás Moro pusiera el nombre de Utopía al milenario sueño humano del retorno a un paraíso o de instauración de un cielo en la Tierra, el círculo de una nueva tríada hegeliana formada por una doble negación está próximo actualmente a completarse. Toda vez que las posibilidades de la felicidad humana (ligada desde Moro a un topos, a un lugar fijo, una polis, una ciudad, un Estado soberano, regidos en cualesquiera de los casos por un gobernante sabio y benevolente) han sido «desfijadas», desligadas de un topos determinado, al tiempo que individualizadas, privatizadas y personalizadas (filializadas, por emplear un término del derecho societario, sobre las cargadas espaldas de los individuos humanos que las llevan así cual caracoles con su propia casa a cuestas), les ha llegado ahora el turno de ser negadas por aquello que tan valientemente ellas mismas trataron de negar sin éxito. De esa doble negación de la utopía de corte moroano —es decir, de su rechazo, primero, seguido de una resurrección— surgen actualmente retrotopías, que son mundos ideales ubicados en un pasado perdido/robado/abandonado que, aun así, se ha resistido a morir, y no en ese futuro todavía por nacer (y, por lo tanto, inexistente) al que estaba ligada la utopía dos grados de negación antes:

Según el poeta irlandés Oscar Wilde, cuando llegásemos a la tierra de la abundancia, deberíamos volver a fijar nuestra vista en el horizonte más lejano e izar de nuevo las velas. «Progreso es hacer realidad las utopías», escribió. Pero el horizonte lejano es un espacio vacío. La tierra de la abundancia está envuelta en la niebla. Justo cuando deberíamos estar afrontando la histórica labor de imbuir de sentido esta rica, segura y saludable existencia, hemos optado por enterrar la utopía. No hay ningún sueño nuevo que la reemplace, porque no podemos imaginar un mundo mejor que el que tenemos. De hecho, en los países ricos, una mayoría de la población piensa que los hijos serán más pobres en realidad de lo que hoy lo son sus padres y madres (quienes así opinan van desde el 53% de los progenitores en Australia hasta el 90% de los mismos en Francia). Los padres de los países ricos prevén que sus hijos estarán en peor situación que ellos (en porcentaje).

Quien así escribe es Rutger Bregman en su más reciente libro (de 2016), Utopia for Realists [Utopía para realistas] (subtitulado The Case for a Universal Basic Income, Open Borders, and a 15-Hour Workweek [El caso de la renta básica universal, fronteras abiertas y una semana de trabajo de quince horas]).

La privatización/individualización de la idea de progreso y de la búsqueda de mejoras en la vida fue algo que los poderes establecidos supieron vender muy bien (y que la mayoría de sus súbditos compraron) como una forma de liberación: una ruptura con las duras exigencias de la subordinación y la disciplina, pero al precio de perder los servicios sociales y la protección del Estado. Para un elevado (y creciente) número de súbditos, tal liberación terminó teniendo (lenta pero inexorablemente) tanto de bendición como de maldición, cuando no más de esta última (en dosis todavía crecientes). Las molestias de las restricciones fueron sustituidas por unos riesgos no menos degradantes, aterradores y enervantes, riesgos de los que inevitablemente está saturada esa situación de independencia personal por decreto. El miedo a no contribuir (y a los consiguientes correctivos por tal ausencia de aportación) que se calmaba con aquella conformidad u obediencia de antaño, predecesora inmediata de la situación actual, fue reemplazado por un no menos angustioso terror a la incompetencia, a no dar la talla. A medida que los viejos temores fueron cayendo en el olvido y los nuevos adquirieron mayor magnitud e intensidad, el ascenso y el descenso, la progresión y la regresión, intercambiaron sus posiciones respectivas: al menos, así fue para un creciente número de peones involuntarios de esta partida, condenados a la derrota (o así era como se sentían, cuando menos). Esto impulsó los péndulos del modo de pensar y la mentalidad populares en el sentido opuesto al anterior: de depositar las esperanzas generales de mejora en un futuro incierto y manifiestamente poco fiable, pasaron a depositarlas en un pasado de vago recuerdo, valorado por su presunta estabilidad y (por lo tanto) también por su presunta fiabilidad. Con semejante giro de ciento ochenta grados, el futuro se ha transformado y ha dejado de ser el hábitat natural de las esperanzas y de las más legítimas expectativas para convertirse en un escenario de pesadillas: el terror a perder el trabajo y el estatus social asociado a este, el terror a que nos confisquen el hogar y el resto de nuestros bienes y enseres, el terror a contemplar impotentes cómo nuestros hijos caen sin remedio por la espiral descendente de la pérdida de bienestar y prestigio, y el terror a ver las competencias que tanto nos costó aprender y memorizar despojadas del poco valor de mercado que les pudiera quedar. El camino hacia el futuro guarda así para nosotros un asombroso parecido con una senda de corrupción y degeneración. ¿Acaso no podría aprovecharse el camino de vuelta, hacia el pasado, para convertirlo en una ruta de limpieza de todos esos daños cometidos por los futuros que sí se hicieron presentes en algún momento?

El impacto de un giro así […] se deja sentir de un modo visible y palpable en todos los niveles de cohabitación social, ya sea por la cosmovisión emergente a él asociada, ya sea por las estrategias de vida que esa cosmovisión insinúa y gesta. El más reciente diagnóstico de Javier Solana sobre la forma que ese impacto adopta en la Unión Europea —que, recordemos, constituye un experimento vanguardista por su pretensión de elevar la integración nacional a un ámbito supranacional— podría servirnos (con unos ajustes relativamente leves) de radiografía del giro de vuelta al pasado observable en todos los demás niveles. Cada nivel utiliza un lenguaje propio y diferente, pero todos usan el suyo para transmitirnos unas historias sorprendentemente similares.

En palabras de Solana, «la Unión Europea presenta un peligroso cuadro de nostalgia. No solo existe un anhelo de regreso a los “viejos tiempos” —aquellos en que la Unión Europea todavía no había perpetrado la (presunta) vulneración de la soberanía nacional de sus Estados miembros de la que se la acusa—, que alimenta el ascenso de partidos políticos nacionalistas, sino que los dirigentes europeos continúan tratando de aplicar soluciones de antaño a los problemas de hogaño». El propio Solana explica por qué ha ocurrido esto, tomando como base para su argumentación los cambios más recientes, drásticos y llamativos:

Tras la crisis financiera global de 2008, el desempleo (sobre todo, el juvenil) se disparó en las economías más débiles de la Unión Europea, y las más fuertes se sintieron presionadas para «dar muestras de solidaridad», rescatando a los países que estaban en apuros. Las economías más fuertes proporcionaron esos rescates, pero imponiendo al mismo tiempo unas exigencias de austeridad que dificultaban seriamente la recuperación económica de los receptores de aquel apoyo. Pocos a un lado y a otro quedaron satisfechos y muchos echaron la culpa a la integración europea.

Solana advierte que dar esa atribución de culpabilidad por cierta es un terrible error que amenaza con alejarnos a todos de la única vía justificable (y esperemos que transitable) que nos queda para salir con dignidad de la difícil situación actual:

Si bien el sufrimiento económico por el que están pasando muchos europeos es sin duda real, la diagnosis que los nacionalistas hacen del origen de esas penalidades es falsa. La realidad es que se puede criticar a la Unión Europea por el modo en que gestionó la crisis, pero no se la puede culpar de los desequilibrios económicos globales que han cebado el conflicto económico desde 2008. Tales desequilibrios son reflejo de un fenómeno mucho más amplio: la globalización. Hay quienes han usado unas experiencias poco ilusionantes con la globalización como excusa para abogar por una vuelta al proteccionismo y a los tiempos (supuestamente idílicos) de las fronteras nacionales fuertes. Otros, evocando con añoranza un Estado nación que nunca existió realmente en tales términos, se aferran a la soberanía nacional como motivo para rechazar una mayor integración europea. Ambos grupos cuestionan los fundamentos mismos del proyecto europeo. Pero su memoria los traiciona y sus anhelos los inducen a error.

Lo que yo llamo retrotopía es un derivado de la ya mencionada negación de segundo grado: la negación de la negación de la utopía. Esta nueva negación comparte con el legado de Tomás Moro su fijación por un topos territorialmente soberano: una tierra firme que se presume capaz de proveer —y, a lo mejor, hasta de garantizar— un mínimo aceptable de estabilidad y, por consiguiente, un grado satisfactorio de confianza en nosotros mismos. En lo que difiere de ese legado, sin embargo, es en su aprobación, absorción e incorporación de las contribuciones/correcciones practicadas por su predecesor inmediato: en concreto, la sustitución de la idea de la perfección suprema por el supuesto del carácter no definitivo y endémicamente dinámico del orden que promueve, lo que da pie a la posibilidad (y, más aún, a la deseabilidad) de una sucesión indefinidamente larga de cambios adicionales que semejante idea deslegitimaría y excluiría a priori. Fiel al espíritu utópico, la retrotopía debe su fuerza a que transmite la esperanza de reconciliar, por fin, la seguridad con la libertad: una hazaña que ni el ideal original ni su negación primera trataron de alcanzar —ni, en caso de haberlo intentado, consiguieron. […]

Para poner el idilio retrotópico con el pasado en su correcta perspectiva, conviene que estemos advertidos —ya desde el principio— de algo más. Boym sugiere que las epidemias de nostalgia «suelen seguir a las revoluciones» y añade con acierto que, en el caso de la Revolución francesa, en 1789, no fue «únicamente el Antiguo Régimen el que produjo una revolución, sino que, en cierto sentido, la revolución también produjo el Antiguo Régimen, dotándolo de una forma, una sensación de conclusión y un aura dorada», igual que fue la caída del comunismo la que dio origen a la imagen idealizada de las décadas finales del régimen soviético como una «edad de oro de la estabilidad, la fortaleza y la normalidad, que es la opinión prevalente en la Rusia actual». En resumidas cuentas: aquello a lo que nosotros «volvemos» por sistema cuando tenemos nuestros sueños nostálgicos no es al pasado «tal cual», no es a ese pasado wie es ist eigentlich gewesen ist («como realmente ocurrió») que Leopold von Ranke aconsejaba a los historiadores recuperar y representar (algo que muchos de esos historiadores, aun lejos de existir unanimidad en ese sentido entre ellos, se esforzaron de todo corazón por conseguir). En el muy influyente ¿Qué es la historia?, de E. H. Carr, podemos leer:

El historiador es necesariamente selectivo. La creencia en un núcleo óseo de hechos históricos existentes objetivamente y con independencia de la interpretación del historiador es una falacia absurda, pero dificilísima de desarraigar. […] Solía decirse que los hechos hablan por sí solos. Es falso, por supuesto. Los hechos solo hablan cuando el historiador apela a ellos: él es quien decide a qué hechos se da paso, y en qué orden y contexto hacerlo.

Carr dirigía ese argumento a sus homólogos, los historiadores, a quienes suponía un genuino deseo de hallar y contar la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Sin embargo, en 1961, cuando llegaron a las librerías los primeros ejemplares de su ¿Qué es la historia?, el uso generalizado, común incluso, de la llamada política de la memoria (una manera más de llamar a la práctica de la selección o el descarte arbitrarios de hechos históricos por motivos políticos —o, más bien, partidistas—) no era aún un secreto de dominio público como es ahora, gracias en gran parte a la inquietante, aterradora incluso, vivisección que George Orwell hizo de su «Ministerio de la Verdad», dedicado a «actualizar» (reescribir) continuamente los registros históricos para ponerlos al día de las rápidamente cambiantes políticas del Estado. Sea cual sea la ruta que los buscadores profesionales de la verdad histórica hayan optado por seguir, y sea cual sea el esfuerzo con el que hayan tratado de no desviarse de la opción tomada, sus hallazgos y sus voces no son los únicos accesibles en el foro público. Tampoco son necesariamente los que mejor se hacen oír entre las muchas voces que allí compiten ni los que tienen garantizado llegar a un público más amplio; sus competidores más hábiles y los inspectores y los administradores menos escrupulosos tienden a anteponer la utilidad pragmática a la verdad como criterio prioritario a la hora de separar sus relatos «correctos» de los «equivocados».

Hay motivos sobrados para suponer que la llegada de la red informática mundial (la World Wide Web) y de Internet presagia el declive de los Ministerios de la Verdad, pero lo que desde luego no anuncia en modo alguno es el ocaso de la política de la memoria histórica: si acaso, aumenta las oportunidades de desarrollo de tal política y hace que sus instrumentos sean más ampliamente accesibles que nunca y que sus repercusiones sean potencialmente más intensas y trascendentales (aunque no necesariamente más duraderas). El final de los Ministerios de la Verdad (es decir, del indiscutido monopolio sobre la emisión de veredictos de veracidad de los hechos ejercido por los poderes establecidos) no ha allanado el camino, sin embargo, al tránsito de los mensajes enviados por los buscadores y enunciadores profesionales de la «verdad» hacia la conciencia pública; si acaso, ha hecho que ese camino esté hoy más obstruido, revirado, y sea más peligroso e inconsistente que antes.

A raíz del ahondamiento de la brecha de separación entre poder y política (es decir, entre la capacidad de conseguir que se hagan cosas y la de decidir qué cosas habría que hacer, facultad esta última de la que, en tiempos, estuvo investido el Estado territorialmente soberano), la idea original de buscar la felicidad humana a través del diseño y la construcción de una sociedad más receptiva a las necesidades, los sueños y los anhelos humanos terminó considerándose cada vez más nebulosa por falta de una agencia que pareciera apta para afrontar la grandiosidad de tal tarea y el reto representado por su formidable complejidad. Como Peter Drucker expresó sin ambages (inspirado en parte quizá por aquella máxima thatcheriana de que there is no alternative [«no queda otra alternativa»]), ya no se divisa en el futuro ninguna sociedad que ligue de una vez por todas la perfección individual a la social, y tampoco sirve de nada esperar que la salvación vaya a venir de la sociedad. Y según Ulrich Beck, que tan sucintamente supo exponer ese argumento, lo que ha salido de aquello ha sido una situación en la que corresponde ahora a cada individuo humano buscar y encontrar (o interpretar) soluciones individuales a problemas producidos socialmente, y aplicarlas desplegando el propio ingenio personal de cada uno y las habilidades y los recursos de los que cada uno pueda valerse. El objetivo ya no es conseguir una sociedad mejor (pues mejorarla es una esperanza vana a todos los efectos), sino mejorar la propia posición individual dentro de esa sociedad tan esencial y definitivamente incorregible. En lugar de unas recompensas compartidas por unos esfuerzos colectivos de reforma social, lo que hoy está en juego son los despojos (individualmente capturados) de la competencia.

(en Retrotropía. Paidós, Barcelona, 2017).

lunes, 11 de junio de 2018

La rampa (bis)


por Serge Daney

Se llama “cine clásico” al muy corto momento de la historia del cine -¿treinta años?- durante el cual los cineastas supieron producir el cebo de aquello que parece faltarle desde siempre al cine: la profundidad. Fue la edad de oro de la escenografía, el triunfo paradójico de una escenografía sin escena. Con el sonoro había desaparecido el lugar de la música de acompañamiento: orquesta o piano. Luego del sonoro, esta escenografía estará perseguida por el recuerdo del estudio, de la escena siempre necesariamente perdida del rodaje, desde entonces fracturada, volatilizada, sometida a los forzamientos del montaje, a los azares del cuadro, a los saltos de los tipos de planos. A estos forzamientos se los ha llamado “puesta en escena”, arte de señalar recorridos, para los espectadores, en un juego de argucias y de caprichos, con el fin de perderlos en un laberinto de raccords. Todo esto es suficientemente conocido.

Hoy estamos bastante lejos de ese cine. Ya no sabemos hacerlo y, por eso, lo amamos más que nunca. Ahí donde nos hemos “rendido”, nos damos cuenta de que la única profundidad, cuyo engaño podía construir el cine clásico, debía ser una “profundidad deseada”. Como se dice “un niño deseado”. El título de un film americano de Fritz Lang resume bien lo que hace a esta escenografía y al deseo que la sostiene: […] el secreto detrás de la puerta. Deseo de ver más, de ver detrás, de ver a través.

¿De qué se trataba, siempre? Del momento diferido en que se vería lo que había detrás. Detrás de cualquier cosa. El pacto del espectador sólo se sostiene sobre un punto: hay algo “detrás de la puerta”. Tal vez sea cualquier cosa. Tal vez sea el horror. Pero ese horror vale aún más que la constatación fría y desencantada de que no hay nada, y de que no puede haber nada allí, puesto que la imagen del cine es una superficie sin profundidad. Es lo que el cine moderno recordará, rompiendo el pacto.

La escenografía del cine clásico ha consistido entonces en disponer obstáculos en un estudio, luego luces, luego raíles para la cámara y, en último lugar, actores. Los grandes actores de ese cine son simplemente aquellos que menos se chocan con los obstáculos. O que lo hacen, como Gary Grant, con una elegancia cuyo secreto también se ha perdido. Los buenos cineastas son aquellos que saben hacer representar a cualquier objeto el papel de un ocultamiento temporal, lleno de la promesa de un “más para ver”. Objetos-pivote: las puertas y las ventanas, las miradas y los espejos, los cuerpos esbozados, el marco de una puerta. Y ese objeto inmaterial, la palabra, cuando se pone a funcionar como un retruécano o un jeroglífico.

Este cine ha captado al espectador más durablemente que todo otro porque nunca ha dejado de proponerle salidas. Aberturas para respirar y desenlaces para asegurarse. Supo hacer salir al espectador -de la escena o del film- para hacerlo volver enseguida a gozar del happy ending de las falsas salidas. De ahí la relativa indiferencia del cine clásico por los “contenidos” de los films, porque el único contenido real de un film reside en el arte con que no desalienta al espectador a volver para ver otro film que, de hecho, será una variante del primero.

¿Cuál es el límite del cine clásico? Que los ojos, las puertas, las palabras, los objetos-pivote y los objetos que ocultan no se abran sobre nada. Ya en Hitchcock: ojos reventados, puertas condenadas, lenguaje intransitivo y plano. Nada esconde nada porque todo puede verse. ¿Qué sucede si no hay nada para ver “detrás”? Un accidente. El cierre del circuito de la pulsión escópica. La mirada ya no se pierde entre obstáculo y profundidad, sino que es devuelta por la pantalla como una pelota sobre un muro. La imagen vuelve a fluir hacia el espectador con la aceleración del boomerang y lo golpea de lleno.

Llamaré “moderno” al cine que “asumió” esta no profundidad de la imagen, que la reivindicó y que pensó hacer de ella -con humor y con furor- una máquina de guerra contra el ilusionismo del cine clásico, contra la alienación de las series industriales, contra Hollywood.

Este cine nació -no por azar- en la Europa destruida y traumatizada de la posguerra, a partir de las ruinas de un cine aniquilado y descalificado, a partir del rechazo fundamental de la apariencia, de la puesta en escena, de la escena. Nació de un divorcio del teatro, expresado con fuerza por Bresson.
Ese rechazo sólo se comprende si no se pierde de vista que las grandes puestas en escena políticas, las propagandas de Estado, convertidas en cuadros vivientes, que las primeras manipulaciones humanas de masa, y que todo ese teatro ha desembocado -en lo real- en un desastre. Detrás de ese teatro guerrero, como su reverso oculto y su verdad vergonzosa, había otra escena que no ha dejado desde entonces de asediar las imaginaciones: la escena de los campos.

De modo que, por diferentes que hayan sido unos de otros, los grandes innovadores del cine moderno, de Rossellini a Godard, de Bresson a Resnais, de Tati a Antonioni, de Welles a Bergman, son aquellos que desvinculan radicalmente su arte del modelo teatral-propagandista, omnipresente por el contrario en el cine clásico. Tienen en común presentir que ya no tienen exactamente nada que ver con los mismos cuerpos de antes. De antes de los campos, antes de Hiroshima. Y que esto es irreversible.

¿Qué escenografía para el cine moderno, puesto que se está frente a (humor negro) un “hombre nuevo”, al superviviente de las sociedades post-industriales, frente a un cuerpo aligerado de su peso, del que la televisión naciente presenta su delgada radiografía macilenta? No es sorprendente que la pintura, y no ya el teatro, haya sido la primera referencia, el primer testigo del cine moderno. La concesión del estatuto de “autor", y la famosa “política” que debía acompañarlo, vinieron a señalar, en el momento preciso, que el viejo oficio de metteur en scène nunca más sería inocente.

Fue necesaria entonces una nueva escenografía donde la imagen funcionara como superficie, sin profundidad simulada, sin argucias, sin salida. Muro, hoja de papel, tela, cuadro negro, siempre un espejo. Un espejo donde el espectador captaría su propia mirada como la de un intruso, como una mirada de más. La pregunta central de esta escenografía ya no es: ¿Qué hay para ver detrás? sino, más bien: ¿Puedo sostener con la mirada aquello que, de todos modos, veo y que se despliega en un solo plano?

Se trata de una escenografía de la obscenidad, muy diferente de la pornografía sagrada del viejo star system. Lo que hacía que la Garbo, o la Dietrich, fueran stars es que miraban a lo lejos algo que ni siquiera era inimaginable. La modernidad comienza cuando la fotografía de Monika, de Bergman, estremeció a una generación entera de cinéfilos, sin que Harriet Anderson se vuelva sin embargo una star. O cuando las miradas-cámara furtivas e insistentes de Pickpocket, de Bresson, influencian a todo el cine de la Nouvelle Vague, mientras que el nombre mismo del “actor”, del que lleva de esa mirada, es olvidado.

¿Qué ha cambiado? Esas miradas nos ubican en una situación insostenible. Insostenible en todo caso para el “grande" y “buen” público de cine: ser testigo del goce del otro. Un otro que ya no es una star, sino cualquiera. Un otro que “no sabe nada” y que mira a través de nosotros, Sin vernos. Erotismo, por cierto, pero muy batailleano: exceso y sufrimiento.

En este sentido, si el cine moderno nace con la escena de la tortura frente a un tercero (Roma, ciudad abierta), termina tal vez con la eterna pregunta-denegación de los últimos films de Godard: ¿por qué en el cine se muestra siempre a las víctimas de frente y a los verdugos de espaldas? Pregunta de escenografía, si la hay. Con la mirada-cámara en su centro, mirada que niega al espectador y rompe con todas las identificaciones. Porque si se filma a los verdugos de frente, ellos disparan contra el espectador. Algo que faltaba demostrar.

Hoy es posible aventurar esto: el cine “moderno”, su imagen plana y su escenografía de la mirada, se aleja. No porque habría decaído, o porque habiendo desafiado al espectador, habría perdido definitivamente. Sino porque habría sido sustituido, generalizado y como “automatizado” por otro medio, la televisión. Ahí, la falta de profundidad y la espec(tac)ularización de todo son la regla. Herramienta de vigilancia, la televisión ha realizado al cine moderno. Pero también lo ha traicionado. El horror frente a la indiferencia, que confiere a los films de Godard ese pathos de sobresalto moral, se ha convertido, en la televisión, en indiferencia pura y simple frente al horror.

¿Y el cine? Los cineastas más inventivos de los años setenta han dejado de denunciar la ilusión de la escena. Menos histéricos, más genealógicos, muestran el mecanismo, no para desmitificar sino para restituir al cine esa complejidad perdida con la instauración del sonoro. La escena de cine, con sus reminiscencias teatrales, es compleja. Los cuerpos de cine, reales o representados, son necesariamente heterogéneos, imprevisibles, improvisados.
Ni la profundidad simulada de la imagen plana, ni la distancia real de la imagen respecto del espectador, sino la posibilidad ofrecida a éste de desplazarse lentamente a lo largo de las imágenes que se desplazan unas sobre otras. Con delicia y con ironía. Uno de los grandes momentos de esta escenografía del tercer tipo se encuentra al comienzo de un bello film de Raúl Ruiz, L’Hypothèse du tableau volé. La cámara encuadra, de frente, un cuadro a lo largo del cual se desliza insensiblemente, al sesgo, haciendo de él una anamorfosis, pasando detrás y llevándonos con ella. ¿Y qué encontramos allí? Ni algo, ni “nada”, sino un desván oscuro que se revelará como un museo. Un museo de la escenografía.

En las cumbres del cine, hemos vuelto a los bastidores de la imagen. En ese no man’s land, los diferentes sistemas de ilusión pueden funcionar uno al lado del otro. Democracia de la devastación: cuadros vivientes, “verdaderos” actores que se mueven y hablan, pequeñas marionetas en un cajón, cuadros reales, etc.

Esta escenografía ni clásica ni moderna es la de la “visita guiada”. La Historia del Cine, suponiendo que existe, toma prestado este puente barroco. En los films de Syberberg, el fondo de la imagen es siempre ya una imagen. Una imagen del cine. Entre ella y nosotros, sobre el delgado proscenio del estudio de cine, la ilusión se construye a la vista, exactamente como en los films de Méliès.
En Syberberg se juega la utopía de un cine de las primeras épocas cuyos héroes serían los niños o las marionetas. Esta utopía tiene lugar frente al espectáculo histérico del antiguo cine, el de la propaganda, de Hitler y de Hollywood. El cine tiene a partir de ahora al cine como tela de fondo.

Y el espectador, invitado a esos films-ceremonias como al museo de sus propias ilusiones, no es ya ni la apuesta ni el blanco de esta escenografía hojeada, barroca en forma de diorama. Es el espectador de la primera fila, el que está más cerca de una rampa imaginaria; ni teatro, ni cine, sino ese lugar ambivalente, que vale por todos, que es el estudio.

Syberberg, Ruiz, son seres llenos de cultura. Habría podido citar a Duras, Schroeter o Carmelo Bene. O incluso a Oliveira. Curiosamente, en la otra punta de la industria, en el nuevo Hollywood de los jóvenes cinéfilos-nababs, es la misma pregunta la que se agita a través del retorno a los efectos especiales, a Walt Disney y a la fantasmagoría del mudo.

Entonces, ¿el barroco?

En Cine, arte del presente. Santiago Arcos editor, Buenos Aires, 2004.

domingo, 10 de junio de 2018

Arte y selección natural



por Denis Dutton


Charles Darwin no fue el primer pensador en sugerir que los organismos vivos evolucionaron a lo largo del tiempo. El filósofo presocrático Anaximandro presentó una teoría bastante parecida hace dos mil quinientos años, y este concepto era ampliamente aceptado en tiempos de Darwin. No podemos afirmar que la originalidad de Darwin residiera en la idea de que toda vida animal está relacionada entre sí, ni que partes de organismos o sus pautas de conducta conduzcan a la supervivencia: en la época de Darwin, los teólogos apelaban constantemente a estos hechos para demostrar la mano de Dios en asuntos de la naturaleza. La teoría de la evolución de Darwin triunfó porque propone un mecanismo físico para que la evolución sea inteligible y posible a la vez: el desarrollo de la especie por un proceso  de mutación aleatoria y retención selectiva que ha pasado a la posteridad con el nombre de “seleccn natural”.

A grandes rasgos, podemos decir que la selección natural despojó al naturalismo religioso de su única viga de apoyo. Darwin descubr un proceso puramente físico que podía generar organismos biológicos que funcionan como si hubieran sido diseñados de manera consciente. De hecho estaban “diseñados”, pero en un sentido diferente: el suyo era un diseño ciego y aleatorio distinto a los procesos conscientemente intencionales. Hoy en día, los creacionistas bíblicos siguen insistiendo en la necesidad de que la intención divina explique como mínimo algunos rasgos del mundo natural, como por ejemplo la compleja meticulosidad del nido de un pájaro tejedor o el ojo humano. Es poco probable que una persona que tenga conocimientos en materia de evolución encuentre interesante la postura creacionista. Pero cuando se aplica la evolución a la mente humana y a la vida cultural y artística –máximos exponentes de las capacidades de planificación y acción racionales e intencionales–, las cuestiones de diseño y propósito vuelven a salir a la luz, aunque ni siquiera los defensores más sofisticados del darwinismo lo aprecien como tal. Una cosa es relacionar la estructura y la función del sistema inmunitario o el oído interno con los principios evolutivos, y otra muy distinta suponer que la evolución pueda guardar relación con los cuadros de Alberto Durero o la poesía de Gerard de Nerval. Darwin creía que existían conexiones importantes en la evolución de las prácticas artísticas humanas. […]. [Quiero] analizar una cuestión importante: ¿son las artes, en sus diversas formas, adaptaciones por derecho propio, o pueden entenderse mejor como subproductos de adaptaciones?

La psicología evolutiva es el estudio de la historia de las funciones adaptativas y de desarrollo de la mente, incluido el modo en que esas funciones conforman los productos culturales de la mente. La psicología evolutiva se aferra a la esperanza, tal como explica Steven Pinker, “de entender el diseño o propósito de la mente” –sus rasgos individuales, sus prejuicios y capacidades–, pero “no en un sentido místico o teleológico, sino en el sentido del simulacro de ingeniería que impregna el mundo natural”. La ingeniería en cuestión debe tener como objetivo estricto la supervivencia o la reproducción; no puede ser algo que, por ejemplo, solo sirva para mejorar la calidad de vida de un organismo o lo vea como algo deseable. Este hecho fundamental limita de manera considerable el alcance de la explicación evolutiva. Tal como indica Pinker: “La biología evolutiva descarta, por ejemplo, las adaptaciones que favorecen el bien de las especies, la armonía del ecosistema o la belleza por sí misma; beneficia a las entidades en vez de a los replicantes que crean las adaptaciones (es decir, caballos que se adaptan a las sillas de montar), una complejidad funcional sin un beneficio reproductivo (o sea, una adaptación para contar los dígitos de pi), y las adaptaciones anacrónicas que benefician a un organismo en una clase de entorno distinto del que empezó a funcional (una habilidad innata para leer o un concepto innato de carburador o trombón). Es decir, para hallar una explicación evolutiva de un fenómeno biológico o mental no basta con señalar los posibles beneficios del fenómeno en las personas, la sociedad o la humanidad en su conjunto.

Por ejemplo, solemos pensar que las artes son beneficiosas porque nos otorgan una sensación de bienestar y comodidad. El arte nos puede ayudar a adentrarnos en la psicología humana, ayuda a los enfermos convalecientes en un hospital, o nos ayuda a apreciar mejor el mundo natural. Puede unir a distintas comunidades, o bien mostrarnos las virtudes de cultivar nuestra individualidad. El arte puede ofrecer consuelo en momentos de crisis vitales, calmar los nervios, o producir una catarsis psicológica beneficiosa, una purga emocional que esclarece la mente o edifica el alma. Aunque todas esas afirmaciones fueran ciertas, no podrían validar en sí mismas una explicación darwiniana de las artes, a menos que estuvieran relacionadas de algún modo a la supervivencia y la reproducción. Aquí el problema radica en la tentación de acomodarse en sentimientos tiernos sobre las artes y luego caer en la falacia de la lógica clásica: “Las adaptaciones evolutivas son ventajosas para nuestra especie. Las artes son ventajosas para nuestra especie. Por lo tanto, las artes son adaptaciones evolutivas”.

¡Vaya! Los antibióticos y el aire acondicionado son ventajosos para nosotros, pero a diferencia del ojo, que también aporta sus ventajas, no son adaptaciones evolutivas. Nuestras vidas están repletas de aparatos y ventamos que hemos diseñado o hemos heredado como resultado de las tradiciones y tecnologías de nuestra cultura. Estos beneficios están siempre abiertos y son variables. Sin embargo, las adaptaciones evolutivas son una subclase relativamente pequeña, pero de gran importancia, en la larga lista de cosas de las que nos podemos beneficiar. Estas adaptaciones pueden darnos dolor o placer, pueden suscitar emociones, y pueden jugar a nuestro favor o no, pero forman parte de nuestra naturaleza y personalidad porque suponían ventajas reproductivas y de supervivencia en el pasado remoto del Homo sapiens. Constituyen una lista estable y finita que no ha cambiado mucho desde las sabanas del Pleistoceno. Constituyen una fuente de predilecciones y deseos humanos generales que actúan como puntos de apoyo y de origen de cadenas causales que motivan y validan los bienes y las prácticas (incluidas las tecnológicas) que constituyen nuestra cultura.

¿Por qué me gustan los bombones? En parte, porque son dulces y grasosos. ¿Por qué me gustan los dulces y la grasa? No hay una respuesta clara a esta pregunta cuando la sometemos a análisis: piensa todo lo que quieras en ello, pero el autoanálisis y la introspección jamás te dirán por qué disfrutas de esos gustos. Por suerte, la evolución nos dio en el mundo ancestral la capacidad y el deseo de ayudarnos a sobrevivir y a reproducirnos, pero la explicación que da la evolución acerca de por qué tenemos esos gustos nunca fue parte del trato.

De El instinto del arte. Belleza, placer y evolución humana. Paidós, Madrid, 2010.