miércoles, 3 de octubre de 2012

Tenemos que hablar



Por Carlos Losilla | vía

Hay varias formas de escribir sobre cine. Se puede poner el piloto automático y dejar que fluyan los tópicos. Se puede ser académico y acudir a ese otro lenguaje consensuado por los propios académicos. Se puede ser filosófico como rechazo, casi siempre inútil, de ese academicismo. Se puede intentar ser creativo y escribir en primera persona. Dentro de esta misma modalidad, se puede ser mayestático o dubitativo, altivo o humilde, utilizar el yo como arma arrojadiza o como instrumento de reflexión. También se puede ser poético, muy poético, y convertir el cine en objeto de deseo (platónico) para espíritus sensibles. Y se puede revolucionar el patio diciendo que solo la imagen hace justicia a la imagen, que solo se puede hablar de cine con imágenes, con montajes. No les voy a engañar. Yo he practicado todas esas escrituras, yo he caído en todas esas trampas. Es más, lo sigo haciendo. Porque el problema sigue siendo el mismo: ¿cómo poner en palabras lo que nos sugieren determinadas imágenes? ¿Cómo conseguir que las imágenes, sacadas de contexto, evoquen el flujo de la película (o lo que sea)? Pero eso también se podría decir de la crítica literaria: ¿cómo poner en palabras lo que nos sugieren otras palabras, esa tautología imposible?

¿Hay que callar, entonces? Lo ignoro, pero lo cierto es que ahí está la gran encrucijada de todo aquel que se enfrente a una imagen en movimiento con ganas de decir. Si hay algo que siempre me ha intrigado, a veces indignado, es el desprecio con que el Sistema de la Gran Cultura trata al hecho cinematográfico. Ya sé, ya sé, ese es otro tópico. Pero me sigue preocupando abrir las páginas de cultura, o los suplementos culturales, o las revistas culturales, y ver que mientras la literatura y el arte, con las inevitables dependencias, ocupan un espacio considerable, el cine sigue relegado a su rincón, cuando existe, y además tratado con desdén, como un anexo o un añadido, como un “espectáculo”. No voy a entrar ahora en la eterna discusión (¿arte o espectáculo?), entre otras cosas porque la palabra ‘arte’ todavía me obliga a enarcar las cejas, por lo que iré directamente al centro de la cuestión con un ejemplo. Escribo estas líneas en plena rentrée, y aún no he visto ningún suplemento que haga con el cine lo mismo que con las demás manifestaciones culturales: las películas que van a ser importantes, las novedades de los grandes cineastas, las imágenes que podrían dar que hablar. Entre la desidia periodística y la indiferencia de nuestros exhibidores y distribuidores, a veces lógicamente más preocupados por problemas graves de supervivencia, el cine sigue siendo el perjudicado.

¿Qué queda? ¿Las revistas especializadas? ¿Las revistas on line? Pero, confiar exclusivamente en eso, ¿no es crear una élite, un gueto, una forma de frikismo, unas veces más intelectual que otras, siempre perdido en su ensimismamiento? Hablamos entre nosotros, nos entusiasmamos con la última de Godard, o de Paul Thomas Anderson, o de Judd Apatow, pero nada de eso sale de nuestro círculo de iniciados. O de los distintos círculos, que a veces se tiran los trastos a la cabeza por un quítame allá ese Apichatpong. Nuestra intelligentsia se pasea ufana con el último libro publicado de Walter Kappacher tras haber visitado la última exposición del Reina Sofía o el MACBA, pero ¿han oído a alguno de ellos hablar del estreno, este último mes de agosto, de la última película de Bertrand Bonello? Hay un desajuste, un desprecio, una cierta ignorancia que provocan que eso suceda. El cine, tal como se entiende aquí la palabra “cultura”, no existe en ese ámbito, hasta el punto de que esos mismos exquisitos pueden encandilarse con cualquier cosa que se les enlate en versión original.

No callar, entonces, pero sí titubear. Ya no se habla sobre cine, sino que solo se divaga, se piensa para uno mismo por escrito. Somos una nueva raza que solo se reproduce entre sí y que, por si fuera poco, sufre graves problemas de identidad colectiva. Los debates se celebran de puertas adentro y más bien parecen consejos de familia. No se nos ve, no se nos quiere ver y a veces es como si nosotros mismos no quisiéramos que se nos vea. Ya estamos bien así, en nuestro rincón cinéfilo, mientras el mundo sigue su ajetreado curso. Porque para que exista la comunicación, y por lo tanto ese Gran Debate que tanto se demanda, deben fluir los humores corporales, por todas partes y en todas direcciones. Quizá, en efecto, más nos valdría mantener la boca cerrada.