martes, 30 de junio de 2015

Lista sin título nº 7

·        “Una vez que has entregado el alma, lo demás sigue con absoluta certeza, incluso en pleno caos.” Trópico de Capricornio

·        “Desde la puerta de La Crónica Santiago mira la avenida Tacna, sin amor: automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el mediodía gris. ¿En qué momento se había jodido el Perú?” Conversación en la catedral

·        “Llámenme Ismael.” Moby Dick

·        “El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo.” Crónica de una muerte anunciada

·        “Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás sandeces estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada de eso.” El guardián entre el centeno

·        “Hace un rato me estaba paseando por el cuarto y se me ocurrió de golpe que lo veía por primera vez.” El pozo

·        “Una gorra de cazador verde apretaba la cima de una cabeza que era como un globo carnoso.” La conjura de los necios

·        “El Nellie, un bergantín de considerable tonelaje, se inclinó hacia el ancla sin una sola vibración de las velas y permaneció inmóvil.” El corazón de las tinieblas

·        “¿Encontraría a la Maga?” Rayuela

·        “Alguien tenía que haber calumniado a Josef K, pues fue detenido una mañana sin haber hecho nada malo.” El proceso

·        “Era estupendo quemar.” Fahrenheit 451

·        “—Sí, mañana, por supuesto, si hace buen tiempo —dijo Mrs. Ramsay—. Pero tendrán que levantarse con  la alondra —agregó.” Al faro

·        “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo.” Pedro Páramo

·        “Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas.” Lolita

·        “Estábamos en la sala de estudio cuando entró el director, seguido de un ‘novato’ con atuendo pueblerino y de un celador cargado con un gran pupitre.” Madame Bovary

·        “Showtime!” Tres tristes tigres

Torno subito

domingo, 28 de junio de 2015

Lista sin título nº 6

The Big Lebowski
Barton Fink
Blood Simple
Fargo
Miller’s Crossing

Raising Arizona
A Serious Man
Inside Llewyn Davis
Burn After Reading
True Grit
Intolerable Cruelty

No Country for Old Men
The Hudsucker Proxy
O Brother, Where Art Thou?
The Man Who Wasn’t There
The Ladykillers

viernes, 26 de junio de 2015

Filmar una obra

por Peter Brook

He realizado varias versiones cinematográficas de obras que previamente había puesto en escena, y en cada caso el experimento fue diferente. Algunas veces traté de aprovechar el conocimiento sobre el tema que había adquirido en el teatro, recreándolo para el cine a través de métodos diversos. Por ejemplo, filmamos El Rey Lear siete u ocho años después de haber montado la obra en teatro, y lo más fascinante fue el desafío que significó hacer el film sin apelar a ninguna de las imágenes de la versión escénica.

El caso de Marat/Sade fue completamente diferente. Peter Weiss y yo habíamos hablado mucho acerca de la posibilidad de hacer una película de verdad con Marat/Sade, a partir de cero. Pensábamos que el film podía comenzar con varios parisienses aburridos que no saben qué hacer una noche y que deciden ir al Asilo de Charenton para ver a los locos. Empezamos a desarrollar un bosquejo de libreto muy elaborado y abierto, y entonces nos dimos cuenta de que eso que estábamos inventando tan alegremente iba a dar como resultado un film tan caro que prácticamente jamás iba a poder realizarse.

Un día el presidente de United Artists, David Picker, nos ofreció a Michael Birkett, un productor inglés muy imaginativo, y a mí un presupuesto moderado -250.000 dólares-para hacer una película con Marat/Sade con total libertad, siempre que lo hiciéramos cumpliendo los plazos requeridos. Un rápido cálculo nos indicó que eso significaba tener el film terminado en quince días. Era un desafío muy excitante, pero por supuesto nos imponía una concepción de la película totalmente diferente a la original, manteniéndonos lo más fieles posible a la versión escénica, ya ensayada y lista. Al mismo tiempo, yo quería comprobar si podíamos dar con un lenguaje puramente cinematográfico que nos apartara de la momificación de la pieza filmada, que capturara otra energía también puramente cinematográfica.

Así, con tres, a veces con cuatro cámaras trabajando sin parar y gastando miles de metros de celuloide, montamos la producción como si fuera un combate de boxeo. Las cámaras avanzaban y retrocedían, se inclinaban y giraban, tratando de reproducir el movimiento que se produce en la cabeza del espectador, intentando simular su experiencia y seguir los contradictorios estallidos de ideas y golpes bajos con los que Peter Weiss había llenado ese manicomio. Finalmente, creo que pudimos mostrar un punto de vista altamente subjetivo de la acción, y sólo entonces descubrí que precisamente en esa subjetividad reside la verdadera diferencia entre el cine y el teatro.

Al dirigir la obra para la escena no había tratado de imponer mi punto de vista sobre la obra; al contrario, había tratado de plasmarla lo más multilateralmente posible. En consecuencia, los espectadores tenían permanentemente la libertad de elegir en cada escena los puntos y elementos que les resultaran de mayor interés. Por supuesto, yo también tenía mis propias preferencias, y en el film hice lo que ningún director de cine puede evitar: mostrar lo que ven sus propios ojos. En el teatro hay mil espectadores viendo lo mismo al mismo tiempo con mil pares de ojos, pero también al mismo tiempo forman parte de una visión compuesta, colectiva. Esto es lo que hace que ambas experiencias sean tan diferentes.

Tanto en el cine como en el teatro, el espectador es más o menos pasivo, en tanto receptor final de una serie de impulsos y sugestiones. En el cine esto es fundamental, porque el poder de la imagen es tan enorme que nos envuelve. Sólo es posible reflexionar sobre lo que vemos antes o después de haber recibido la impresión, y nunca en el mismo momento. Cuando la imagen está allí, con todo su poder, en el preciso momento en que es recibida, no podemos pensar, sentir ni imaginar otra cosa.

En el teatro estamos físicamente situados a una distancia fija. Pero esta distancia cambia constantemente: apenas una de las personas en escena nos convence de que le creamos, la distancia se reduce. Todos hemos experimentado alguna vez esa cualidad que se llama “presencia”, una especie de intimidad. Y también se produce el movimiento contrario; cuando la distancia se hace mayor hay algo que se relaja, que se estira; nos sentimos algo así como más separados. La única relación teatral verdadera es igual que la mayoría de las relaciones entre dos personas: el grado de conexión, de involucramiento, de compromiso varía permanentemente. Por esto, el teatro nos permite vivir experiencias siempre increíblemente potentes, y al mismo tiempo conservar una cierta libertad. Esta doble ilusión es la base propiamente dicha de la experiencia teatral y de la forma dramática. El cine sigue este principio en el primer plano y en el plano largo, pero los efectos son muy diferentes.

Por ejemplo, en Marat/Sade la acción en escena evoca continuamente imágenes adicionales que en la mente actúan como suplemento de lo que uno ve. La imagen de los actores locos imitando escenas de la revolución la ilustraban hasta un cierto punto, pero lo que hacían era suficientemente sugestivo como para que la imaginación pudiera completar la escena. Tratamos de capturar este efecto en la versión cinematográfica, y lo logramos en ciertas escenas En determinado momento, Charlotte Corday llama a la puerta de Marat. En la versión escénica habíamos resuelto esto de la manera más sencilla y teatral: alguien extendía su brazo y otro ejecutaba el ruido. Carlota golpea, otra persona hace el ruido de una puerta que se abre: puro teatro. Cuando lo filmamos, quise ver si era posible, pese a la despiadada literalidad de la fotografía, que el espectador tuviera esa visión doble o no. Éste es el tipo de problema que surge todo el tiempo cuando se filma.

Algo similar sucede en El Rey Lear. La extraordinaria fuerza de las obras de Shakespeare puestas en escena surge del hecho de que transcurren “en ningún lugar”. Las obras de Shakespeare no tienen ambientación. Cada vez que se intenta, ya sea por razones estéticas o políticas, darle un marco a una obra de Shakespeare se corre el riesgo de someterla a una imposición que termine por empequeñecerla: las obras de Shakespeare sólo pueden vivir, cantar y respirar en un espacio vacío.

El espacio vacío hace que sea posible convocar ante el espectador un mundo muy complejo que contiene todos los elementos del mundo real, y en el cual las relaciones de toda índole -sociales, políticas, metafísicas, individuales- coexisten y se entremezclan. Pero es un mundo creado y recreado paso a paso, palabra por palabra, gesto por gesto, relación por relación, tema por tema, interacción entre personajes más interacción entre personajes, a medida que la obra va desplegándose gradualmente. En toda obra de Shakespeare es esencial tanto para el actor como para el espectador que la imaginación de este último se halle en un estado de constante liberación, debido a que necesita desplazarse a través de un laberinto muy intrincado; por eso el valor del espacio vacío adquiere tanta relevancia, porque permite al espectador que, cada dos o tres segundos, tenga un respiro para despejar su mente y su atención. Se le propone que deje pasar las impresiones antes que retenerlas.

Esto es algo estrictamente análogo al principio de la televisión. La imagen y la continuidad de la imagen en televisión son fenómenos absolutamente inseparables del principio electrónico del retorno constante, punto por punto, a la pantalla neutra. Si la pantalla retuviera la imagen tras seis décimas de segundo ya no podríamos ver nada. Y esto es exactamente lo que pasa en el teatro. Frente a un escenario completamente neutral, el espectador recibe en el lapso de un segundo un impulso que lo lleva a situar la imagen: por ejemplo, en El sueño de una noche de verano, escucha la palabra “bosque”. Y esa palabra es suficiente para evocar toda la escena, proceso evocativo que debe permanecer presente y activo durante los minutos siguientes. Llevado por una simple frase, el elemento es percibido de una sola vez en su totalidad, y después todo se desplaza del primer plano de la mente hacia otro nivel, donde permanece como latente y discreto elemento recordatorio que guiará nuestra comprensión de la escena.

Esta imagen puede luego borrársenos casi por completo hasta que, más o menos doscientos versos más adelante, necesitamos que la imagen del bosque reaparezca. Mientras tanto ha desaparecido, liberando el espacio que ocupaba en nuestra mente, para que puedan recaer en él impresiones de diferente orden: por ejemplo, introspecciones y reflexiones sobre pensamientos y sentimientos que están ocultos bajo la superficie. Con el cine, el fenómeno es totalmente diferente. Aquí uno se halla en lucha permanente con el problema de la importancia excesiva de la imagen, que es siempre invasora y cuyos detalles permanecen en el plano mucho después de que su necesidad dramática haya desaparecido. Si tenemos, por ejemplo, una escena de diez minutos en un bosque, nunca más podremos librarnos de los árboles.

Por supuesto hay “equivalentes” fílmicos: tenemos el montaje o el empleo de focos que detallan el primer plano y dejan el resto fuera de campo, pero aun así no es lo mismo. La realidad de la imagen le da al film su gran poder, y su limitación. En el caso de un film sobre una obra de Shakespeare hay un problema agregado: debe establecerse una relación entre dos ritmos. El ritmo de las obras de Shakespeare es el ritmo de las palabras; un ritmo que comienza con la primera oración y continúa hasta el final, y que exige ser variado y sostenido constantemente, lo cual es muy diferente del flujo y reflujo de imágenes que constituye el principio básico del film. Hacer que estos dos ritmos coincidan no es tarea fácil; en realidad, resulta casi imposible. El mismo problema surge cuando se intenta filmar una ópera. Y digo casi imposible porque, en ciertos momentos de gracia, se logra rozar someramente ese ideal.

(Extraído de Más allá del espacio vacío: Escritos sobre teatro, cine y ópera. 1947-1987
Alba Editorial, Barcelona, 2001
Trad. Eduardo Stupía)

jueves, 25 de junio de 2015

Definiciones

por Ambrose Bierce


Amor, s. Insanía temporaria curable mediante el matrimonio, oalejando al paciente de las influencias bajo las cuales ha contraído el mal. Esta enfermedad, como las caries y muchas otras, sólo se expande entre las razas civilizadas que viven en condiciones artificiales; las naciones bárbaras, que respiran el aire puro y comen alimentos sencillos, son inmunes a su devastación. A veces es fatal, aunque más frecuentemente para el médico que para el enfermo.

Aplauso, s. El eco de una tontería. Monedas con que el populacho recompensa a quienes lo hacen reír y lo devoran.

Autoestima, s. Evaluación errónea.

Bigamia, s. Mal gusto que la sabiduría del futuro castigará con la trigamia.

Bruto, s. Ver Marido.

Cagatintas, s. Funcionario útil que con frecuencia dirige un periódico. En esta función está estrechamente ligado al chantajista por el vínculo de la ocasional identidad; en realidad el cagatintas no es más que el chantajista bajo otro aspecto, aunque este último aparece a menudo como una especie independiente. El cagatintismo es más despreciable que el chantaje, así como el estafador es más despreciable que el asaltante de caminos.

Conservador, adj. Dícese del estadista enamorado de los males existentes, por oposición al liberal, que desea reemplazarlos por otros.

Deber, s. Lo que nos impulsa inflexiblemente en la dirección del lucro, por la vía del deseo.

Egoísta, adj. Sin consideración por el egoísmo de los demás.

Famoso, adj. Notoriamente miserable.

Fe, s. Creencia sin pruebas en lo que alguien nos dice sin fundamento sobre cosas sin paralelo.

Fidelidad, s. Virtud que caracteriza a los que están por ser traicionados.

Hipócrita, s. El que profesando virtudes que no respeta se asegura la ventaja de parecer lo que desprecia.

Hombre, s. Animal tan sumergido en la extática contemplación de lo que cree ser, que olvida lo que indudablemente debería ser. Su principal ocupación es el exterminio de otros animales y de su propia especie que, a pesar de eso, se multiplica con tanta rapidez que ha infestado todo el mundo habitable, además del Canadá.

Idiota, s. Miembro de una vasta y poderosa tribu cuya influencia en los asuntos humanos ha sido siempre dominante. La actividad del Idiota no se limita a ningún campo especial de pensamiento o acción, sino que “satura y regula el todo”. Siempre tiene la última palabra; su decisión es inapelable. Establece las modas de la opinión y el gusto, dicta las limitaciones del lenguaje, fija las normas de la conducta.

Justicia, s. Artículo más o menos adulterado que el Estado vende al ciudadano a cambio de su lealtad, sus impuestos y sus servicios personales.

Malechor, s. El principal factor en el progreso de la raza humana.

Moral, adj. Conforme a una norma de derecho local y mudable. Cómodo.

Nepotismo, s. Práctica que consiste en designar a la propia abuela para un cargo público, por el bien del partido.

Occidente, s. Parte del mundo situada al oeste (o al este) de Oriente. Está habitada principalmente por Cristianos, poderosa subtribu de los Hipócritas, cuyas principales industrias son el asesinato y la estafa, que disfrazan con los nombres de “guerra” y “comercio”. Esas son también las principales industrias de Oriente.

Paciencia, s. Forma menor de la desesperación, disfrazada de virtud.

Presente, s. Parte de la eternidad que separa el dominio del desengaño del reino de la esperanza.

Radicalismo, s. El conservadorismo de mañana inyectado en los negocios de hoy.

Rumor, s. Arma favorita de los asesinos de reputaciones.

Sabiduría, s. Tipo de ignorancia que distingue al estudioso.

Tacaño, adj. El que indebidamente quiere conservar lo que muchas personas meritorias aspiran a obtener.

Una vez, adv. Suficiente.

(Del Diccionario del Diablo, El Aleph, 1999)

miércoles, 24 de junio de 2015

Seré tu espejo

por Juan Forn

François Truffaut y Jean-Luc Godard eran íntimos amigos cuando se hicieron famosos juntos y casi al mismo tiempo: Truffaut filmó Los 400 golpes en 1959, ganó la Palma de Oro en Cannes, con ese espaldarazo Godard consiguió financiación para filmar Sin aliento, ganó el Oso de Oro en Berlín en 1960, y a partir de ese momento los amigos se convirtieron en rivales, aunque postergaron hasta 1973 la pelea que los enfrentó a los ojos del mundo. La pelea fue por carta, a la francesa, y la siguieron por la prensa, lanzándose misiles mutuos durante once años. No se veían en persona desde 1968, y vale la pena recordar las circunstancias: en pleno Mayo Francés, cuando estaba por empezar la edición de ese año del Festival de Cannes, Truffaut y Godard, recién llegados en tren de París, reclamaron desde la calle que se suspendiera el evento, “en solidaridad con la lucha obrera y estudiantil en las calles de nuestra capital”. Ante la poca bola de los organizadores, procedieron a colarse a la ceremonia de apertura y se colgaron de las cortinas que cubrían la pantalla del cine, para que no se proyectara ninguna película. La táctica (y la cobertura de prensa) funcionó con la misma eficacia con que, una década antes, había funcionado el ataque al “cine de papá” con el que Truffaut, Godard y sus compinches de la revista Cahiers du Cinéma lograron reformularle al mundo la manera de ver cine y la de hacer cine.

Godard y Truffaut no podían ser más diferentes y más complementarios. Godard venía de una familia suiza de banqueros, se había graduado en la Sorbonne y, para tener dinero para la vida bohemia, robó un cuadro de Renoir que había en la casa de su abuelo. Truffaut era hijo de madre soltera, su única universidad habían sido las calles de París y tuvo su primer encuentro con la ley cuando robó una máquina de escribir para solventar un cineclub que se proponía crear. Similares diferencias marcaron sus estilos cinematográficos (la estrategia de la provocación versus la estrategia del encanto) y ocasionaron el cisma entre ambos después del triunfo conjunto. A fines de 1967, mientras Godard decidía abandonar el cine y su maquinaria capitalista después de una serie de películas incomprendidas que culminaron en Weekend (cuyo fotograma final era una placa que decía “Fin de la película / Fin del cine”), su cada vez más exitoso ex camarada cometía el peor de los pecados: repetirse (Truffaut acababa de iniciar el rodaje de una segunda parte de Los 400 golpes, que se llamaría La piel dulce). El breve reencuentro en Cannes terminó mal, cuando Godard propuso continuar con la estrategia dinamitadora boicoteando el Festival de Avignon y Truffaut contestó que no le interesaba ponerse del lado de los hijos de la burguesía (los estudiantes radicalizados) contra los hijos del proletariado (la policía), la misma frase que Pasolini echaría en cara a la intelectualidad italiana por esa misma época. Según Anna Wiazemsky, entonces esposa de Godard, ése fue el momento del cisma (“Te consideraba un hermano, pero no eres más que un traidor”, le dijo Godard a Truffaut esa noche), pero nosotros saltemos hasta cinco años después, cuando se estrenó La noche americana, esa película que contaba la filmación de una película que le daría a Truffaut el Oscar al mejor film extranjero en 1973.

En esos cinco años, Godard había intentado poner en marcha una cooperativa de films revolucionarios que él mismo consideró un fracaso, tuvo un serio accidente de moto que lo dejó peor, intentó sin éxito tentar con sus experimentos en video a las televisiones italiana y alemana, y se había autoexiliado en Suiza cuando se estrenó con bombos y platillos La noche americana. Cuatro días después, Truffaut recibía en su productora una carta que comenzaba: “Querido François, ayer vi La noche americana y, como probablemente nadie va a acusarte de mentiroso, yo lo haré”. Truffaut era un mentiroso porque no hacía el menor intento por mostrar el verdadero detrás de escena de toda filmación, con todos sus dilemas ideológicos (ni siquiera tenía “la decencia” de poner en la película el romance que mantuvo durante el rodaje con la estrella del film, Jacqueline Bisset). Luego de enunciar todas las claudicaciones de su ex camarada, Godard le ofrecía una posibilidad de resarcirse: financiando con sus ganancias una película donde él (Godard) mostraría las verdaderas bambalinas del cine (“A fin de cuentas, es por culpa de películas como la tuya que nadie quiere poner dinero en películas como las mías, y no queremos que el público quede con la sensación de que el único cine posible es el que haces tú, ¿no?”).

La habitual bonhomía de Truffaut voló por los aires: se despachó con una carta de veinte páginas escritas en letra casi ilegible por la cólera y el resentimiento acumulados en quince años. “Todas tus consignas y tu preocupación por las masas han sido siempre puramente teóricas. En realidad, nadie te importa salvo tú mismo. No sólo eres un mentiroso y un falso sino un narcisista, un elitista, un sorete en un pedestal, la Ursula Andress de la militancia. Te recuerdo estas cosas para que puedas ser todo lo honesto que te propones en tu película, que no seré yo quien financie.” Estamos hablando de franceses, y ya se sabe que un francés escribe una carta privada con un solo objetivo en mente: que se haga pública. Que Truffaut y Godard siguieran tirándose dardos envenenados los once años siguientes, a través de la prensa, fue casi ocioso y hasta anticlimático.

Truffaut murió en 1984, Godard lo despidió a su manera (“François quizás está muerto. Yo quizás estoy vivo. ¿Hay realmente alguna diferencia?”), los años siguieron pasando, y llegó el 25º aniversario y se reeditó en dvd Una historia del agua, un mediometraje que hicieron Truffaut y Godard en 1958, cuando eran dos aspirantes a cineastas, y con este episodio cierra con moño nuestra historia. Porque la historia fue así: después de una inundación en las afueras de París, Truffaut consiguió una cámara y unos rollos de película y quiso filmar una comedia improvisada sobre una chica que necesita llegar a París a través de la inundación. Con el material filmado, Truffaut sintió que las imágenes se burlaban de la desgracia de los inundados y abandonó el material. Godard lo rescató, lo editó a su manera (la chica va casi toda la película en un auto con alguien que la recogió), a eso le agregó una voz femenina y una voz masculina en off (que hacían él y su novia de entonces) y los dos personajes se pasaban toda la película hablando pretenciosamente y sin parar de todo tipo de pelotudeces hasta que no se veía otra cosa en pantalla que ese ruido. Y, de pronto, en el último minuto y medio de película, como si de golpe no sólo los personajes sino el propio Godard descubrieran el paisaje afuera del auto, la voz masculina dice: “Callémonos de una vez”. Y se hace el silencio. Y así es cómo Godard consigue que los espectadores veamos esas imágenes de la inundación que Truffaut creía no haber podido captar.

(Publicado en Página/12 el 9 de abril de 2010)

Lista sin título nº 5

  1.         Led Zeppelin II (1969)
  2.         Physical Graffiti (1975)
  3.         Led Zeppelin IV (1971)
  4.         Led Zeppelin (1969)
  5.         Led Zeppelin III (1970)
  6.         Houses of the Holy (1973)
  7.         Presence (1976)
  8.         In Through the Out Door (1979)
  9.         Coda (1982)

martes, 23 de junio de 2015

Síndrome de abstinencia

por Kurt Vonnegut

Hace muchos años era yo tan inocente que todavía consideraba posible que llegáramos a ser el Estados Unidos humano y razonable con el que muchos miembros de mi generación soñábamos. Soñamos con un país así durante la Gran Depresión, cuando no había empleos, y luego combatimos y con frecuencia morimos por ese sueño en la Segunda Guerra Mundial, cuando no había paz.
Pero ahora sé que no existe ni una remota posibilidad de que Estados Unidos se vuelva considerado y razonable. Porque el poder nos corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente. Los seres humanos son chimpancés que se emborrachan de poder hasta la locura. Al decir que nuestros líderes son chimpancés ebrios de poder, ¿corro el riesgo de arruinar la moral de nuestros soldados que combaten y mueren en Medio Oriente? Su moral, como muchos cuerpos, ya ha estallado en pedazos. Los tratan –como nunca me trataron a mí– cual juguetes que le regalaron de Navidad a un niño rico.
Cuando ustedes lleguen a mi edad, si es que llegan –tengo 81 años–, y si para entonces se han reproducido, se verán preguntándoles a sus hijos, que serán ya de edad madura, de qué se trata la vida. Yo tengo siete hijos, cuatro adoptivos. Muchos de ustedes que me leen ahora tienen tal vez la edad de mis nietos. A ellos, como a ustedes, los engatusaron y les mintieron de regia manera las corporaciones y el gobierno surgidos de la generación del Baby Boom.[i]
Le pregunté sobre la vida a Mark, mi hijo biológico. Mark es pediatra, autor de unas memorias, The Eden Express, en las que narra su colapso, con camisa de fuerza y celda de paredes acolchonadas, del cual se recuperó lo suficiente para recibirse en la escuela de medicina en Harvard.
El doctor Vonnegut le dijo a su decrépito papi: “Papá, estamos aquí para ayudarnos unos a otros a cruzar esta cosa, sea lo que sea”. Así que se las paso al costo. Escríbanla y pónganla en su computadora, para que puedan olvidarla.
Debo decir que la frasecita muerde bien, casi tanto como aquella de “Trata a los demás como quisieras que te trataran a ti”. Muchos creen que la dijo Jesús, porque se parece mucho a las cosas que le gustaba decir. Pero en realidad la dijo Confucio, el filósofo chino, 500 años antes de que existiera el más grande y humanitario de los seres humanos, de nombre Jesucristo.
Además de eso los chinos nos legaron, vía Marco Polo, la pasta y la fórmula de la pólvora. Los chinos eran tan tontos que sólo usaban la pólvora para hacer fuegos artificiales. Y todo el mundo era tan tonto entonces que nadie en ningún hemisferio sabía que había otro.
Pero regresemos a personas, como Confucio y Jesús y mi hijo el doctor, Mark, que han dicho cómo podríamos portarnos más humanitarios y tal vez hacer de este mundo un lugar menos doloroso. Una de mis favoritas es Eugene Debs, de Terre Haute, en mi estado natal de Indiana. Miren esto:
Eugene Debs, quien murió en 1926, cuando yo tenía cuatro años, fue cinco veces candidato a la presidencia por el Partido Socialista, y en 1912 obtuvo 900 mil votos, 6 por ciento, en 1912, si pueden ustedes imaginar semejante resultado. Durante su campaña dijo: “Mientras haya una clase baja, yo estoy en ella. Mientras haya un elemento criminal, soy parte de él. Mientras alguna alma desfallezca en prisión, no soy libre.”
¿No les dan ganas de vomitar con todo lo que huela a socialismo? ¿Por ejemplo escuelas públicas dignas y seguro médico para todos? ¿Y el Sermón de la Montaña de Jesús, las Bienaventuranzas?
Bienaventurados los humildes porque ellos heredarán la Tierra.
Bienaventurados los misericordiosos porque para ellos habrá misericordia.
Bienaventurados los que buscan la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Y así por el estilo.
No son precisamente puntos de la plataforma republicana. Ni frases estilo Donald Rumsfeld y Dick Cheney. Por alguna razón, los más grandilocuentes cristianos entre nosotros nunca mencionan las Bienaventuranzas. Pero con cuánta frecuencia, con lágrimas en los ojos, exigen que los Diez Mandamientos se fijen en carteles en los edificios públicos. Por supuesto ése fue Moisés, no Jesús. Nunca he sabido que alguno exija que el Sermón de la Montaña, las Bienaventuranzas, se fije en sitio alguno.
¿”Bienaventurados los misericordiosos”, en un juzgado? “¿Bienaventurados los que buscan la paz”, en el Pentágono?
¡No me jodan!
Hay una trágica deficiencia en nuestra preciosa Constitución, y no sé qué podamos hacer para enmendarla. Es ésta: sólo los chiflados quieren la presidencia. Pero si lo pensamos un poquito, sólo un chiflado desearía ser humano si tuviera opción. ¡Así de traicioneros, poco fiables, mentirosos y ambiciosos animales somos!
Nací ser humano en el año 1922 dc. ¿Qué significa “dc”? Conmemora a un interno de este manicomio que llamamos Tierra, que fue clavado a una cruz de madera por un grupo de otros internos. Todavía consciente, le martillaron clavos a través de las muñecas y los empeines hasta penetrar la madera. Luego enderezaron la cruz, de modo que él colgara donde hasta la persona más bajita de la multitud pudiera verlo retorcerse de un lado a otro.
¿Pueden imaginar que la gente le haga esto a una persona? No hay problema. Eso es entretenimiento. Pregúntenle al devoto católico Mel Gibson, quien, en un acto de piedad, acaba de ganar una fortuna con una película sobre la forma en que torturaron a Jesús. Lo que dijo Jesús no importa para nada.
Durante el reinado de Enrique VIII, fundador de la Iglesia anglicana, el monarca mandó hervir vivo en público a un falsificador. Otra vez el negocio del espectáculo.
La siguiente película de Mel Gibson debería ser El falsificador. Una vez más se romperán todos los récords de taquilla.
Una de las pocas cosas buenas de los tiempos modernos es que si mueres de una manera horrible por televisión, no habrás muerto en vano. Nos habrás entretenido.
¿Y qué fue lo que el historiador británico Edward Gibbon, 1737-1794 dc, comentó sobre la trayectoria de la humanidad hasta sus tiempos? Dijo: “La historia en realidad es poco más que el registro de los crímenes, delirios e infortunios de la humanidad.”
Lo mismo puede decirse de la edición de hoy del New York Times.
El escritor franco-argelino Albert Camus, ganador del Nobel de Literatura 1957, escribió: “Sólo existe un problema filosófico realmente serio: el suicidio”. He aquí otra carretada de risas provocada por la literatura. Camus murió en un accidente automovilístico. ¿Sus fechas? 1913-1960 dc.
Escuchen. Toda gran literatura se refiere a lo deprimente que es el ser humano: Moby Dick, Huckleberry Finn, La Ilíada, La Odisea, Crimen y castigo, La Biblia, La carga de la brigada ligera.
Pero algo tengo que decir en defensa de la humanidad: en cualquier época de la historia, incluido el Edén, el ser humano sólo llegó allí. Y excepto en el Edén, ya estaban en marcha todos esos jueguitos locos, los cuales podían empujarlo a uno a actuar con locura aunque al principio no hubiera estado loco. Algunos de los juegos que ya estaban en marcha cuando ustedes llegaron eran el amor y el odio, el liberalismo y el conservadurismo, los automóviles y las tarjetas de crédito, el golf y el basquetbol femenino.
Más loca que el golf, sin embargo, es la moderna política estadunidense, en la cual, gracias a la televisión y en beneficio de ella, sólo podemos ser uno de dos tipos de seres humanos: liberales o conservadores.
En realidad, esto mismo le ocurría a la gente de la Inglaterra de varias generaciones atrás. Sir William Gilbert, del radical dueto de compositores Gilbert y Sullivan, escribió al respecto una letra de canción:

La naturaleza siempre se las ingenia
Para que todo chico y toda chica
Que nace vivo en el mundo
Sea un pequeño liberal
O un pequeño conservador.[ii]

¿De cuáles son ustedes, en este país? ¿Es prácticamente una ley de la vida que se tiene que ser lo uno o lo otro? Si no son lo uno ni lo otro, entonces tal vez sean donuts.
Si algunos de ustedes todavía no se deciden, se las pongo fácil. Si me quieren quitar mis armas, y están de acuerdo en asesinar fetos, y les encanta que los homosexuales se casen y hasta les quieren regalar electrodomésticos en sus despedidas de solteros, y están en favor de los pobres, son ustedes liberales. Si están en contra de todas esas perversiones y en favor de los ricos, son conservadores. ¿Qué puede ser más sencillo?
Mi gobierno ha declarado la guerra a las drogas. Pero entiendan esto: las dos sustancias de las que más se abusa, las más adictivas y destructoras, son perfectamente legales.
Una, por supuesto, es el alcohol etílico. Y el presidente George W. Bush, ni más ni menos –así lo admitió en persona–, anduvo de borracho, empinando el codo, perdido en el alcohol buena parte del tiempo entre los 16 años y los 41. Cuando cumplió 41, eso dice, Jesús se le apareció y lo conminó a dejar de regar la salsa y no seguir atragantándose con agua de colonia.
Otros ebrios ven elefantes rosas.
¿Y saben por qué creo que está tan encabronado con los árabes? Inventaron el álgebra. También inventaron los números que usamos, inclusive el símbolo de la nada, algo que nadie había hecho. ¿Creen ustedes que los árabes son idiotas? Intenten hacer divisiones largas con números romanos.
Pero estamos difundiendo la democracia, ¿cierto? Del mismo modo en que los exploradores europeos trajeron la cristiandad a los indígenas, esos que ahora llamamos “nativos americanos”.
¡Qué ingratos fueron! Cuán ingratos son hoy los habitantes de Bagdad.
Así que otorguemos otra rebaja de impuestos a los súper ricos. Eso le dará a Bin Laden una lección que nunca olvidará. Loor al Jefe. Ese jefe y sus cohortes tienen tan poco que ver con la democracia como los europeos con la cristiandad. Nosotros, el pueblo, no tenemos voz ni voto en lo que decidan hacer. En caso de que no lo hayan notado, ya vaciaron las arcas y les pasaron el tesoro a sus compinches en las tranzas de la guerra y la seguridad nacional, y dejaron a la generación de ustedes, y a la siguiente, con una deuda perfectamente enorme que les pedirán pagar a ustedes.
Ninguno de ustedes dijo ni pío cuando les hicieron esto, porque desconectaron todas las alarmas contra robos que existen en la Constitución: la Cámara de Representantes, el Senado, la Suprema Corte, el FBI, la prensa libre (que como está tan infiltrada se olvidó de la Primera Enmienda) y la soberanía del pueblo.
Sobre mi historia personal de abuso de sustancias extrañas. He sido un cobarde en cuanto a la heroína, la cocaína, el LSD y otras por el estilo, porque me da miedo que me lleven más allá del límite. Me fumé algún porro de marihuana una vez con Jerry García y los Grateful Dead, sólo para ser sociable. No me pareció gran cosa, así que no volví a probarla. Por la gracia de Dios o por lo que sea no soy alcohólico, cuestión de genes en gran parte. Me tomo un par de copas de vez en cuando y lo voy a hacer de nuevo hoy en la noche. Pero dos es mi límite. No hay problema.
Por supuesto, es notorio que estoy colgado del cigarrillo. Conservo la confianza que un día me mate. Fuego en un extremo y un idiota en el otro.
Pero les diré algo: una vez tuve un pire que ni el crack puede igualar. Fue cuando me dieron mi licencia de conducir. ¡Cuidado todo el mundo, ahí viene Kurt Vonnegut!
Y mi auto de entonces, un Studebaker, según recuerdo, adquiría su potencia –como todos los medios de transporte y otras máquinas, como las plantas de energía eléctrica y los grandes hornos–, de la droga más adictiva y destructora de todas, y de la que más se abusa: los combustibles fósiles.
Cuando ustedes llegaron a este mundo, e incluso cuando yo llegué, ya el mundo industrializado estaba colgado sin remedio de los combustibles fósiles, y muy pronto no quedará ninguno. Se vendrá el síndrome de abstinencia.
¿Puedo decirles la verdad? Digo, no estamos en un noticiero de la tele, ¿verdad?
He aquí lo que para mí es la verdad: todos somos adictos a los combustibles fósiles, a punto de entrar al síndrome de privación, de que nos entre el mono, la pálida, la fría, la fisura.
Y como tantos otros adictos a punto de que les entre el mono, nuestros líderes cometen crímenes violentos para apoderarse de lo poquito que quede de aquello de lo que están colgados.

(Publicado originalmente en In These Times, 10 de mayo, 2004.
Reproducido en La Jornada de México, 19 de mayo, 2004
Traducción [adaptada]: Ramón Vera Herrera)




[i] La generación del Baby Boom (o explosión de la natalidad) fue la de la postguerra, que desplegó por primera vez en la historia un movimiento cuasi global de rebeldía, con manifestaciones en lo político, lo cultural, el erotismo, cuestionando la sociedad de consumo y la vida cotidiana. Es la generación del 68, la del rock y los movimientos hippie y yippie, la contracultura y la experimentación con drogas, las comunas y los movimientos estudiantiles y guerrilleros. Paradójicamente, muchos de los miembros de dicha generación terminaron en puestos de poder en corporaciones multinacionales y gobiernos. En cierta forma, los cuadros actuales en el poder provienen de la generación del Baby Boom. N de T.
[ii] Versión bastante libre de la letra citada.

domingo, 21 de junio de 2015

El tiempo después de las historias

por Jacques Rancière


De Condena a Las armonías Werckmeister, Béla Tarr construyó un sistema coherente, poniendo en práctica procedimientos formales que constituyen un estilo propiamente dicho en el sentido flaubertiano del término: una “manera absoluta de ver”, una visión del mundo que se vuelve creación de un mundo sensible autónomo. No hay temas, decía el novelista. No hay historias, dice el cineasta. Todas han sido contadas en el Antiguo Testamento. Historias de expectativas que se revelan engañosas. Se espera a quien no vendrá nunca, pero en lugar del cual vendrán toda clase de falsos mesías. Y el que llegue a venir entre los suyos no será reconocido por ellos. Irimias y János bastan para resumir la alternativa. Las historias son historias de mentirosos y de engañados, porque son mentirosas en sí mismas. Hacen creer que ha ocurrido algo de lo que se había esperado. La promesa comunista no era más que una variante de esa mentira mucho más antigua. Por lo que es vano creer que el mundo se va a volver razonable si se machaca incesantemente sobre los crímenes de los últimos mentirosos, pero también es grotesco afirmar que en adelante vivimos en un mundo sin ilusiones. El tiempo después del final no es el de la razón recobrada ni el del desastre esperado. Es el tiempo después de las historias, el tiempo en que uno se interesa directamente en la materia sensible con la que tallan sus atajos entre un fin proyectado y un fin acaecido. No es el tiempo en que se hacen bellas frases o bellos planos para compensar el vacío de toda expectativa. Es el tiempo en que uno se interesa por la espera en sí misma.

A través del marco de una ventana, en una pequeña ciudad de Normandía o de la llanura húngara, el mundo llega lentamente a fijarse en una mirada, a imprimirse en un rostro, a gravitar en la postura de un cuerpo, a modelar sus gestos y producir esa división del cuerpo que se llama alma, una divergencia íntima entre dos esperas: la espera de lo mismo, el acostumbramiento a la repetición, y la espera de lo desconocido, de la vía que conduce hacia otra vida. Del otro lado de la ventana, están los lugares cerrados donde los cuerpos y las almas coexisten, donde se encuentran, se ignoran, se reúnen o se oponen esas pequeñas mónadas hechas de comportamientos adquiridos y de sueños pertinaces, alrededor de vasos que engañan el hastío y lo confirman, de canciones que alegran diciendo que todo ha terminado, de melodías de acordeón que entristecen y excitan, de palabras que prometen Eldorado y dan a entender que mienten al prometerlo. Eso no tiene ni principio ni fin propiamente dichos, simplemente son ventanas por las que el mundo penetra, puertas por las que los personajes entran y salen, mesas en que se reúnen, tabiques que los separan, cristales a través de los cuales se ven, neones que los iluminan, espejos que los reflejan, hogares de chimeneas donde la luz danza... Un continuo en el seno del cual los acontecimientos del mundo material se vuelven afectos, se encierran en rostros silenciosos o circulan en palabras.

(Extraído de Béla Tarr. Después del final,
El cuenco de plata, Buenos Aires, 2013
Trad. Silvio Mattoni)