por Serge Daney
“Desde que empecé a
pensar sobre mí mismo, me he considerado una vedette. Soy como soy desde que tenía siete años”, declaraba [Rainer Werner] Fassbinder el año pasado en la televisión. Entre los siete años (la edad de la
razón) y los treinta y seis (Fassbinder nació en 1945 y murió ayer en Munich,
aún no sabemos por qué) pasan casi treinta años bajo la mirada de los demás, en
los que se convierte en un nombre, después en un cuerpo, luego en un personaje
y finalmente en una leyenda. Consciente de ser una vedette, Fassbinder tuvo menos problemas que otros para encontrar
escenarios en los que producirse, máquinas para domesticar, una troupe de actores que le siguiera. En
Alemania se han ignorado sus películas durante mucho tiempo, como se ignoraba
al puñado de airados que querían rehacer el cine alemán en los años sesenta. Se
aceptó a Fassbinder cuando él mismo aceptó gestionar a gran escala el duelo de
la historia alemana. No olvidemos que El
matrimonio de Maria Braun, su primer éxito popular, es su trigésimo primera
película.
Desde hace veinte años
ocurre pocas veces (muy pocas) que, por el vasto mundo, un cineasta pueda
trabajar bastante o lo bastante rápido como para permitirse el lujo supremo, la
recompensa a la que nadie más puede aspirar, lo que deberíamos decir como el
supremo elogio de un cineasta: que es irregular. Que se ha ganado el derecho a
la irregularidad. La capacidad de pifiar una película sin hipotecar su imagen o
el futuro de su carrera. Siempre se ha dicho (con un aire complaciente o
hipócritamente sentido) que Fassbinder era un cineasta verdaderamente muy
irregular. ¡Y no habíamos visto todas! Desde luego que era sumamente irregular.
Pero quizá Fassbinder ha muerto precisamente porque estaba demasiado solo en su
irregularidad. Sobredosis de vida, de generosidad, de trabajo encarnizado,
sobredosis de temor (¿no era él quien también decía “mientras las cosas estén
como están, uno casi debe tener miedo de conocer a alguien a quien podría amar”?).
A fuerza de adelantar a todos se convirtió demasiado rápido en un peso muerto,
condenado a doblar en vueltas a los demás, vedette
hasta la muerte.
Era normal que un
fenómeno como Fassbinder apareciera en Alemania. Es cierto que no fue el único
en trabajar obstinadamente en la ingrata tarea del “joven cine alemán”:
restaurar una imagen de Alemania. Esta restauración adoptó todas las formas:
irónica, enlutada, crítica, brechtiana, ambigua, nostálgica, manierista. No
importa: era inevitable. No puede haber un pueblo sin imagen de sí mismo y de
lo que él sabe que es su historia (incluso la más sucia). Pero el más
prolífico, el más alemán (en el sentido en que, gracias a él, nosotros sabemos
hoy por fin dos o tres cosas de la vida cotidiana en Alemania), el que se las
ingenia para colocarse siempre en el corazón de las contradicciones, hasta el
punto de identificarse peligrosamente en estos últimos años con el arriesgado
papel de historiógrafo, es Fassbinder. Y si lo ha conseguido hasta ese punto es
porque se ha beneficiado de la pócima mágica que (hoy en día) ha salvado al
cine del “cine de calidad”: el amor de los actores, el deseo de vivir con
ellos, a su través, las grandes ficciones melodramáticas del tiempo presente,
el rechazo del star-system. Nunca se
dirá bastante: la troupe lo es todo.
(Publicado
originalmente en Libération, 11 de junio, 1982.
Reproducido en
Minerva nº 6, Madrid, 2007.
Trad. Ana Useros)
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