por Rafael Azcona
Discurso pronunciado en la Universidad Carlos
III de Madrid al recibir la Medalla de Honor, el 27 de febrero de 2007.
En la gratísima
obligación de agradecer a la Universidad Carlos III la concesión de esta
Medalla, creo pertinente prescindir de la modestia a la hora de mostrar mi
gratitud, no vaya a ser que se me aplique lo que Golda Mier le espetó a un
empalagoso embajador: “No es usted tan importante como para hacer alardes de
humildad.”
¿Embajador, yo? Sí.
Porque tengo el barrunto de que el galardón no viene a distinguir y enaltecer a
mi persona, sino a esa obra, más o menos literaria, llamada “guión de cine”:
llevo medio siglo largo escribiéndolos, y si admitimos que la veteranía es un grado,
no parece un desatino que sea yo el escogido para representar vicariamente a
ese singular artefacto considerado –en teoría– piedra angular de las películas.
Digo en teoría, porque
resulta que, demasiado a menudo, el guión, apenas salido de las manos del
guionista, y aunque haya sido aprobado e incluso celebrado, comienza a suscitar
desconfianzas: no es raro que los intérpretes traten de mejorar los diálogos
con sus ocurrencias, o que el director planee, con la misma intención –y mayor
temeridad– improvisar durante el rodaje, o que el productor, incluso sin
haberlo leído –y en consecuencia, sin saber por qué– decida: “A este guión
convendría darle una vuelta” . Nada que objetar, porque al fin y al cabo lo que
todos pretenden con su concurso es que la película arrase en las taquillas.
Otra cosa es que al
guión lo ninguneen hasta las señoras de la limpieza: yo mismo, haciendo
antesala en el despacho de un productor, he visto a una de esas respetables
profesionales dejar la fregona, echarle una ojeada a un guión que había sobre
una mesa, y sentenciar hacia su colega: “Te voy a decir una cosa, Antonia: yo,
a éste, le cambiaba el final.”
Un abuso de confianza,
evidentemente. Pero no es de extrañar, si consideramos que habitualmente el
guión se confunde con el argumento: así sucede cuando, saliendo del cine, un
espectador con pujos de crítico le dice a su señora: “Está bien, pero el guión
tiene un par de fallos”. Ese caballero no es consciente de que enjuicia la
película y no el guión, o sea, habla de lo que ha visto en la impalpable
proyección de la pantalla y no del mamotreto de ciento y pico páginas tamaño A4
escrito meses o años antes… La cabra del famoso chiste se expresaba con mayor
propiedad cuando, después de comerse un guión, le confiaba a una amiga: “Me
gustó más la novela.”
¿Cabe preguntarse,
entonces, por la verdadera entidad de eso que llamamos guión cinematográfico?
Pues, no; podrían darnos las uvas perdidos en vanas disquisiciones. Mejor
dejarlo como está, sobre todo ahora, tan contento, ufano y orgulloso con este
espaldarazo de la Universidad.
De nuevo: en nombre
del guión, sea lo que sea, y en el de este guionista, que es hombre agradecido,
gracias, muchas gracias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario