por Manny Farber
La mayoría de las
cualidades lánguidas y apáticas del arte actual pueden atribuirse a su esfuerzo
por salirse fuera de la tradición mientras que a su vez sigue, irracionalmente,
ajustado a sus límites, manteniéndose en la misma inercia de gema, propia de
una antigua y densa obra maestra europea.
El arte pictórico
avanzado ha sobrellevado desde hace tiempo esta agotada noción de obra maestra,
alejándose desde sus condiciones estrechas hacia una improvisación suicida,
mezquina, omnívora y sin ambición, moviéndose hacia ninguna y todas partes; y
como parte del mismo escenario, rindiendo estricta pleitesía al borde del
cuadro y a la valiosa naturaleza de cada centímetro del espacio disponible. Un ejemplo
clásico de esta inercia es la pintura de Cézanne: en sus trabajos íntimos sobre
los bosques alrededor de Aix en Provenza: unas pocas manchas de excitación
hormigueante ocurren cuando él mordisquea lo que llama su “pequeña sensación”,
la variación de un tronco, la competencia infinitesimal de colores
complementarios en el acento luminoso de una pared de granja. Lo que queda de
cada óleo es una amalgama taponeada entre peso-densidad-estructura-pulido
asociada a la grandilocuente obra maestra. En tanto se apartaba de la visión
única y personal que le interesaba, su pintura se volvió críptica y cerrada: un
asunto de equilibrio de curvas para composiciones comprimidas, laminando el
color, trabajando la pintura en el borde. Cézanne irónicamente dejó un testimonio
íntimo de su sombrío trabajo final a través de acuarelas terriblemente
honestas, un ocasional óleo sin terminar (el rosado retrato de su esposa en un
patio soleado y con hojas), donde renunció a todo menos a su fascinación por la
mancha con interacciones diminutas.
La idea del arte como
un cuerpo trabajoso de límites bien definidos, tanto lógicos como mágicos, se
posiciona fuertemente por sobre el talento de cada pintor moderno, desde
Motherwell a Andy Warhol. La voz privada de Motherwell (el drama excitante en
espacios que se mezclan entre formas ambivalentes, la sensualidad aromática que
surge de esparcir pequeñas capas de fríos, colores artificiosamente clichés y
hedonistas) se ve inevitablemente arruinada al tener que diluir estos pequeños
placeres en trabajos a gran escala. Propulsados con fuerza a volver
constantemente a emprendimientos no valorados (llenando formas vastas en forma
de huevo, organizando un rectángulo de tres metros con sus esquinas vacías
sugiriendo estepas siberianas en los días más helados del año), Motherwell
termina con cantidades pasmosas de grandeza enyesada, en una composición
excesiva y pintada de modo cuestionable, de forma que los contornos delicados y
eléctricos parecen ser solo el relleno de una sedimentada materia interior. El
placer provocado por cada figura del arte pictórico (las formas incisivas de De
Kooning; el apego de Warhol a la linealidad y al tono ilustrador; el brío
obsesivo de James Dine, que rellena de punta a cabo una forma estilizada con un
color mezquino) es usualmente despilfarrado en provecho de la continuidad y
armonía, implicadas en la construcción de una obra maestra. La pintura, la
escultura, el ensamblaje se vuelven una producción inflada artificialmente con
una técnica sobre-madura chillando de preciosismo, fama, y ambición; lejos, en
su interior, están las pequeñas almohadas que sostienen la firma del artista,
ahora vuelta un manierismo mediante la cháchara lujuriosa, artificio requerido
hoy día para combinar la estética con los componentes del Gran Arte
tradicional.
Las películas han sido
siempre suspicazmente adictas a las tendencias del arte termita. El buen
trabajo usualmente aflora cuando los creadores (Laurel y Hardy, el equipo de
Howard Hawks y William Faulkner operando sobre la primera mitad de la novela The Big Sleep de Raymond Chandler)
parecen no tener ambiciones hacia la cultura del oropel, pero están envueltas
en un tipo de emprendimiento de castores despilfarradores que no es de ningún
lado y no sirve para nada. Un hecho peculiar sobre el arte termita/lombriz
solitaria/musgoso es que siempre avanza devorando sus propios límites, y, no
deja nada a su paso más que huellas de su actividad ansiosa, trabajosa y
descuidada.
La descripción más
inclusiva del arte es aquella que, como las termitas, encuentra su camino a
través de murallas de particularización, sin ningún signo de que el artista
tenga en mente nada más que el hecho de fagocitar los límites inmediatos de su
propio arte, y transformar esos límites en condiciones del siguiente logro.
Laurel y Hardy, de hecho, en algunos de sus más febriles y divertidas
películas, como Hog Wild (1930),
contribuyen a ello con finas parodias de los hombres que leyeron todos los
libros disponibles de “Cómo ser exitoso”; pero cuando les toca aplicar ese
conocimiento, se transforman instintivamente con un comportamiento termita.
Una de las buenas
representaciones termita (el confuso vaquero de John Wayne en el escenario
irreal de un ciudad habitada por pálidas repeticiones de actores cuya principal
característica es el empolvado maquillaje) ocurre en la película de John Ford, The Man Who Shot Liberty Valance (1962).
Anteriores y mejores filmes de John Ford habían sido arruinados por una
inmutable y solemne personalidad irlandesa que se expresa a través de
actuaciones declamatorias, siluetas de jinetes alrededor de una montaña
recortada detrás de un ocaso, y repeticiones, donde grandes cuerpos son
amasados en conjunto con una rítmica curvatura de una composición tipo Rosa
Bonheur. Aquí, la actuación de Wayne está infectada de cierto espíritu vago,
sentado a horcajadas, haciendo un amargo y burlón gesto, contrapunto a la
pálida y neutral vida del film detrás de él. En una ciudad de Arizona –que es
demasiado plácida, donde los cactus fueron plantados la noche anterior y los
nostálgicos actores de reparto participan de una borrachera generalizada,
cobarde y voraz– Wayne es el actor termita que se ubica solo en una zona
diminuta del presente, mordisqueándolo con un compromiso profesional y un
sentido informal, sentado en una silla apoyada contra el muro, ojeando a un
flagelante y sobreactuado Lee Marvin. Cuando se mueve al ritmo de una lombriz
solitaria, Wayne deja una huella que solo tiene pedacitos de actuación
inteligente en un contexto intimista –una cara arrugada llena de amargura,
celos, un gran cuerpo que holgazanea lujuriosamente–, habiéndose formado
largamente con los rudos juegos jugados por viejos vaqueros como John Ford.
Los mejores ejemplos
de arte termita aparecen fuera de las películas, donde el foco de la cultura no
es evidente, de ese modo el artesano puede ser malhumorado, derrochador,
tercamente comprometido, empeñado en quebrar su arte sin importar qué viene a
continuación. La columna ocasional en un periódico de un especialista
trabajólico cautivado por un evento excitante (Joe Alsop y Ted Lewis durante
una elección presidencial), o un técnico pelotero reactivado durante un fuera
de juego que muestra en el escenario a sus villanos favoritos (Dick Young); la
producción de TV The Iceman Cometh, con
sus grandes ejemplos de una actuación frenética y holgazana de Myron McCormack,
Jason Robards et al; las últimas
novelas de detectives de Ross Macdonald y de la verbosidad hormigueante sobriamente
centrada en los hechos de Raymond Chandler compilada años atrás en un
desapercibido libro que es un fino ejemplo de criticismo popular; el debate
televisivo de Wiliam Buckley, antes de que renunciara a sus habilidades de
contraataque tangenciales y se echara a volar como las hojas de una hélice por
diferentes tópicos, como las (des)venturas de Ole Miss de James Meredith.
En el cine, el arte
no-termita está demasiado al mando de guionistas y directores como para
permitir al omnívoro artista termita que se arrastre por más de un par de
escenas. Incluso el trabajo vaquero de Wayne se debilita en un duelo a pistolas
que se ve estresado por el enfoque de ángulos de cámara conflictivos, juegos de
luz y sombra, que ritualizan movimientos y posturas. En la película The Loneliness of the Long Distance Runner
(1962), el guionista (Alan Sillitoe) siente que los fragmentos de una carrera
delictiva deben ser unificados en una historia convencional. El diseño que Sillitoe
establece –un armado con forma de rueda donde cada parte se muestra como una
memoria experimentada en una carrera de prácticas– lleva a la repetición de las
escenas de un joven corriendo. Incluso una estrella individual variopinta –como
Peter Snell– tuvo problemas para hacer valer estas carreras de práctica dentro
de una temporalidad cinéfila, aun cuando el tono barato de una trompeta de jazz
pseudo Bunny Berigan suena transversalmente en la película, sobrepasando el
aburrimiento neutral de esas vueltas alrededor de una vibrante campiña inglesa.
Las obras maestras del
arte, reminiscencias de los humidificadores esmaltados de tabaco y ponis de
madera, comprados hace décadas en subastas de “elefantes blancos”[i],
han venido a dominar las sobrepobladas artes de la televisión y el cine. Los
tres pecados del arte elefante blanco (1) enmarcan la acción con un esquema general,
(2) instalan cada acontecimiento, personaje y situación en un friso de
continuidades y (3) toman cada pulgada de la pantalla y del filme como una zona
potencial de una creatividad premiable.
Requiem for a Heavyweight (1962)
está tan incrustada en una técnica preciosista que solo una escena –una oficina
de empleos con un luchador casi analfabeto (Anthony Quinn) cayendo en las manos
de un agente imposiblemente amable– puede ser actuada por el tipo andrajoso de
Quinn de una forma prescindible, mientras gatea utilizando una precisa
compenetración y una total inmersión en la actuación. La película La Notte (1961) de Antonioni, es un buen
ejemplo nocivo del uso de la continuidad, desde su escena inaugural con un
noble crítico en estado terminal que es visitado por dos queridos amigos. La
escena fluye bien, pero el director lleva a la trama a una extensión agonizante,
avergonzando al espectador con un diálogo sobre la condición del arte que es
inmaduro y unidimensional, entretejiendo una toma virtuosa desde un helicóptero
para rellenar el tiempo del intervalo, continuando con una escena de efectismo
tristón interpretada por Moreau y Mastroianni afuera de un hospital y,
finalmente, varias tomas después, una risible conversación póstuma entre Moreau
y Mastroianni retratando el “significado” del crítico como amigo, así como una
serie de detalles desorientadores sobre el pobre tipo. Las películas de Tony
Richardson, adoradas por sus patrones teatrales, son insuperables ejemplos del
pecado del encuadre, encajando una acción con una noble idea o efectos de
cámara tomados del Gran Arte.
En las películas de
Richardson (A Taste of Honey, The Loneliness of the Long Distance Runner),
un toque de dirección natural en el espacio doméstico involucrando a perdedores
es el plato principal (incluso el ambiente de las habitaciones blanquecinas de
Richardson parece estar luchando con la onda andrajosa que infesta a los
personajes jóvenes o viejos de este autor). Desde el gusto “tibio” por los
materiales de la dirección, un paciente confuso guiado por un atribulado
policía que no escatima en los detalles hasta detenerse perezosamente en ellos,
Richardson puede montar su acto sedentario de relojería en casi cualquier
escena –en la noche, en frente de la ventanilla de una iluminada tienda de
departamentos, o un coche de tren con dos pares de amantes adolescentes
acomodándose con un animalismo sorpresivo y estimulado. La habilidad de
Richardson para darle al espectador la sensación de estar ahí, con parsimonia,
llega a su culminación en los hogares, departamentos y talleres de arte, aquí
se transforma en un vecino académico de Walker Evans, llevando el ojo del
espectador a rieles invisibles, maderas gastadas, a sentimientos inclementes
espiados a través de pequeños ojos de buey, logrando, incluso, ocasionalmente,
hacer que una habitación parezca tomar forma a medida que introduce en ella a
un detective mofletudo o a una chica expectante en busca de su primer arriendo.
En una escena de cocina con un niño ladrón y un detective andrajoso acosándose
el uno al otro irritantemente, el talento de Richardson para revelaciones
angulares desarma la escena sin apuntar a un subrayado prácticamente habitual ;
inquietando a través de diferentes tipos de materiales de desecho, ambienta con
una fina mascarada a dos desagradables oponentes peleándose entre sí, en una
situación que es una de las primeras en dar vuelta la intención de la película
mostrando la existencia dura y agonizante bajo la lluvia y la nieve.
La habilidad de
Richardson con los incidentes arraigados en lo vital está, no obstante,
invariablemente unida a su capacidad de trampear instalando un amistoso bozal
alrededor del cuello de una escena, dándole a la imagen un patrón que sugiere
un humor práctico, hábil y garantizado. Sus importantes estrellas (desde
Richard Burton hasta Tom Courtenay) caen en emociones parodiadas y giros
estudiados, lo que sugiere que están cautivos de una secuencia esmaltada a
través de actos de un vodevil: la puntería de Rita Tushingham sobre el cañón de
una pistola en un parque de diversiones (locación tradicional para desplegar
tipos humanos que están más cerca del arado que de la tarjeta de biblioteca)
tiene una configuración cómica y familiar donde intervienen mandíbulas y cejas
que tienen la alegría e incluso, casi siempre, el tamaño de un hueso de
dinosaurio. Otra finura de Richardson tomada de los “objetos de arte”
(Dubuffet, Larry Rivers, Dick Tracy) consiste en disponer una red de efectos
dañinos para probar que sus personajes están mal puestos en la vida. Tom
Courtenay (el último chico enojado en The
Loneliness…) es arrastrado por este culto, denigrado, transformándose en un
derviche en danza de San Vitus, centrando el efecto en los músculos de su
mandíbula y sus párpados. Cuando Richardson galvaniza a sus vagabundos con
vistosos peinados y una forma de caminar sobre tacos altos de modo que cada
taco parece tener un tamaño diferente y se ven desmoronarse sobre un suelo
gastado, sus facciones se ven crecientemente elegantes y cautivantes (los
peores gestos: ojos enojados que sugieren el vacío de sus órbitas en Orphan
Annie). La mayoría de sus actores se ven en bancarrota, increíblemente
desgastados, a pesar de que hay un actor simpático, un amigote regordete en The Loneliness of the Long Distance Runner,
que reconfigura casi todos los actos de un modo termita en un estado de gracia.
El artista de paquete Richardson tiene otros recursos como hacer correr escenas
simultáneas como un hermoso cuaderno de viajes, poniendo un símbolo cósmico
alrededor de una travesía que incidentalmente aplasta a Michael Redgrave, un
maestro en el fantástico brinco de lanzar a una comunidad de reformatorio
entera a una agitación extrema en torno a una única carrera.
El denominador común
de todas estas trabajosas estratagemas es, realmente, la necesidad del director
y del guionista de sobre-familiarizar al público con la película que está
viendo: el explotar cada personaje y situación con un microscopio familiar que
llene de detalles reconocibles a partir de una compasión sensiblera. Realmente,
esta sobre-familiarización está al servicio de reconciliar estos supuestos
enemigos de siempre, el arte de la academia y de la publicidad.
Un ejemplar de Arte
Elefante Blanco, particularmente la virtud que tiene para la crítica devoradora
de llenar cada poro del trabajo con el oropel, el estilo del destello y la
vivacidad creativa, son las películas de Francois Truffaut Tirez sur le pianiste (1960) y Jules
et Jim (1962), dos máquinas moledoras de carne de perpetuo movimiento
servidas por un Rube Goldberg francés, dejado atrás en los artificios obvios de
Requiem for a Heavyweight e incluso la más pulcra e incisiva, con tintes
periodísticos, Les 400 coups (1959).
El mensaje velado de
Truffaut, apegado a su fanatismo por Henry Miller, y que aparece en la trama
del espionaje adolescente a una pareja de amantes (la inolvidable imagen
cándida de los chicos oliendo el sillón de bicicleta después de que la chica se
baja de ella, en un modo típico del arte pornográfico voyerista) es un tipo de
retroceso desde el crecimiento y la maduración, en el cual los involucrados
retroceden a su infancia. El suicidio se transforma en juego, las casas parecen
juguetes de muñecas –risa, muerte, apagar un incendio– todo parece reducirse a
una inocencia irreal de mitos infantiles. La real inocencia de Jules y Jim está
en el guión, que depende de que el espectador comparta la misma mirada
adolescente a una sexualidad retorcida que está implícita en las prácticas
arteras y viciosas que se dan entre dos hombres y una chica.
Las historias de
Truffaut –donde todas las mujeres son villanas, el profesor es visto con los
ojos de un escolar llorón, todos los héroes son increíblemente inocentes,
incomprensiblemente perseguidos– y sus personajes, expresan la sensación de
estar pegados a una banda elástica, aunque él realiza un amago de imitación de
las películas de la década del treinta con su libertad lineal y sus virajes
independientes. Desde Les 400 coups hacia
adelante, sus películas están atadas y abochornadas por la decisión sobre
aquello de lo que se va a tratar la película. Esta resolución convierte a los
personajes y los incidentes en marionetas planas y tiritonas (400 coups, Les mistons) como en un cómic del Ratón Mickey que logra movimiento
cuando las páginas se pasan rápidamente. Este enfoque elimina toda tensión o
desafío, y más que todo, cualquier sentido de que la película localice una
forma autónoma.
Jules et Jim, el único film de Truffaut que parece tener un deslizamiento, es
también caricaturesco pero de una forma decorosa y suspendida. De nuevo, la
mayor parte de los efectos visuales son una ilustración para el género de la
narrativa sentimental. La intención de Truffaut de hacer sus películas fluida y
comprensiblemente, las estruja de toda complejidad y reduce sus escenas a
fragmentos de pornografía. Como cuando alguien enuncia solo la frase final de
un conocido chiste cochino. Tan desmotivado es el juego infantil entre las
camas de los amantes que conduce a una sensación de interminable picardía. ¿Por
qué toma ella repentinamente un arma? ¿Por qué conduce ella un coche para
desbarrancarse en un puente? (Los villanos necesitan ser castigados). Etc.
Jules et Jim parece haber sido filmada a través de un telón que ha filtrado todo
excepto la seca vivacidad de Truffaut con los diálogos y su chisporroteada y
diminuta sensibilidad. Probablemente el punto culminante en esta película
bobalicona sea la tarde lánguida en un chalet con Jeanne Moreau seduciendo a
sus dos amantes con el fondo de una interminable canción folk. La lírica de
Truffaut, un patrón de nimiedades vivaces que supuestamente exhiben la
sofisticación de autor, proporciona la mayor fricción de las escenas, junto con
una concentración idiota en detalles sin importancia de caras o incluso muebles
(al punto en que una mecedora sin movimiento se transforma en un sustituto
impresionante de la psicología). El punto es ese, desprovista de esta vivacidad
sin sentido, las escenas se vacían de tensión, dramática o psicológica.
El hastío que hace
aflorar Truffaut –sin decir nada de la irritación– proviene de sus peculiares
métodos para deshidratar toda la vida que pudieran contener las escenas
(¿películas instantáneas?). Gracias a su apego por destilar la luminosidad y
por el tipo de tomas largas que mantienen sus actores a treinta pasos,
especialmente con mal clima, no son sólo las personas las que son borradas; la
propia escena parece evaporarse del límite de la pantalla. Junto con su poder de
evaporación y desaparición, la imaginería de Truffaut se ve limitada a los
desplazamientos (carreras en el campo, caminatas por París, etc.) y las escenas
y diálogos, donde las voces, descorporeizadas y parecidas al piar estrafalario
del Cerdito Porky de Mel Blanc, se hacen cargo del efecto disolvente. El
sistema de Truffaut sostiene el arte a una distancia sin ninguna muscularidad
real o propulsión que fije a la película. En la medida en que el espectador se
inclina para agarrar el film, éste se escapa como una cometa liberada.
La especialidad de
Antonioni, el efecto del movimiento de un juego de ajedrez, se resuelve hacia
una dirección autocrática que roba al actor de su poder de motivación así como
de todo su carácter. Un documentalista de corazón y alguien que frecuentemente
se parece tanto a Paul Klee como a un Fred Zinnemann cool – diestramente culto e “intelectual” en su fase más temprana
de Act of Violence (1948)– Antonioni
obtiene su efecto extraño ahí donde hay claridad en su gusto por el arte chic manierista que se resuelve en una
pantalla vidriosa y vía un movimiento lateral da la sensación de personas
aplastadas contra rayas o dividida por verticales y horizontales; su
incapacidad de manejar las relaciones interpersonales transforma a las muchedumbres
en olas rígidas, a los amantes en apéndices solitarios, colgando rígidamente el
uno del otro y ocasionalmente juntándose como planchas metálicas que se
golpean, pero rara vez dando el efecto de estar en comunión.
En su máxima
expresión, transforma la letanía mental en un efecto de miseria moderna,
soledad y añoranza culposa. A menudo parece que esos detalles, un gesto, una
esposa irónica que traza círculos en el aire con su dedo mientras un
pensamiento se mueve circularmente en su cerebro, se corroe por la soledad. Una
banda de pop jazz que toca en una fiesta de millonario se transforma en el no
intencionado centro de La Notte
(1961), anudando ahí el concepto de la película –una vasta fiesta interminable.
Antonioni arma este combo como si fuera un desorden pestilente excretado en el
prado de una enorme propiedad. Hace su película inhalar y exhalar, vislumbrando
a la banda que hace sonar la misma música inmodificable y kitsch –estúpidamente inmóvil, totalmente indiferente a la fiesta
que fluye alrededor de la música. La toma más melosa es una de Jeanne Moreau
haciendo elocuentes intentos con sus sombríos, alienados ojos y boca, y un paso
de baile, como intento de compenetración y amistad con los músicos. La máscara
facial de Moreau, una firma de los actores de Antonioni, parece a punto de
quebrarse de tanto esfuerzo repentino desinhibido.
La cualidad o defecto
que reúne a cada uno de estos artistas divergentes como Antonioni, Truffaut,
Richardson es el miedo, el miedo a la vida potencial, a la rudeza, al exceso de
una película. Emparejado con sus sacralizados acopios de autocuidado y
conocimiento de la historia de la película, su miedo destella una incesante
lucidez. En los films de Truffaut, esta lucidez se muestra como una seca y
titubeante frivolidad. En las películas de Antonioni su plasticidad perentoria
situado en la apariencia de sus películas, sus patrones lineales, se imponen en
la obscuridad del propio fondo sentimental del autor, la necesidad de extender
en una delgadez mural interminable, sus principales patrones.
Lo absurdo de La Notte y L’Avventura (1960) es que confirman que su director es un
excéntrico auténticamente interesante que no reconoce esta verdad. Su talento
está hecho para estudios microscópicos de milimétrica excentricidad, tal como
los de Paul Klee, de personajes y cosas que pegotean lo grotesco en un fondo
social opresivo. A diferencia de Klee, que permanece limitado y por eso casi
evade la afectación, la aspiración de Antonioni es pinchar al observador en la
pared y pegarle con toallas mojadas de arte y significado. En algún momento de La Notte, la insatisfecha esposa,
tomando el paseo patentado por el director a través de un continente de
escenografía, se detiene en un terreno de escombros para arrancar un gran trozo
de metal oxidado. Este acercamiento icónico a la desolación minúscula, es
probablemente el cliché más remozado de la fotografía, pero Antonioni, para
mantener a sus historias y acontecimientos moviéndose como si fueran grandes
novelas de contenido significativo, nunca deja de arrojar su puñetazo de fin de
semana. Aparece con un ejercicio actoral intensamente interesante de una chica
ninfómana, al borde de su razón, termina intentando violar al héroe andrajoso;
esto es un gran acontecimiento, particularmente los primeros cinco minutos de
una película. Antonioni amplifica a esta chica aterrorizada y su moño de pelo
desordenado claveteándola en la típica composición de “parche de curita”. La
chica, como un delgado animal atormentado, se recorta en contra la larga raya
horizontal de la muralla blanca. Es una imagen pretensiosamente hermosa que
minimiza el efecto desgarrador de la escena.
Cualquiera sea el tema
enunciado en estas películas, lo que domina de un modo tácito es que el negocio
del cine termina en el museo de arte o su parodia. El mejor ejemplo de este
desencanto es el anacronismo soso de Jules
et Jim, Billy Budd (1962), Two Weeks in Another Town (1962).
Parecen haber sido abducidas en el presente de un pasado que se ha vuelto
inútil. Este abismo entre los reflejos del elefante blanco y las actuaciones
termita se deja ver en una inercia y en una ajustada actitud de defensa que
permea la actuación de Mickey Rooney en Requiem
for a Heavyweight, Julie Harris en el mismo film, y los escombros de una
iglesia desértica sin vestigios de espiritualidad en L’Avventura. Esas escenas y actores parecen imperturbables y faltos
de todo impulso vital de aquellas emociones que se supone debieran de
animarlos, como indigentes intentando pasar el frío al calor de una estufa a
carbón anticuada. Este abismo de inercia parece testificar que el Pasado de las
películas artísticas afianzadas, acabadas, se ha vuelto ininteligible para el
nivel de representación contemporánea, incluso de aquellos que vivieron durante
su período de relevancia.
Citizen Kane, en 1941, anticipaba por varios años el cambio crucial de la vida de
las películas desde el antiguo flujo de historia naturalista, exponiendo el
iceberg de significados ocultos. Ahora, la revolución iniciada por el
excitante, aunque sobreactuada película de Orson Welles, alcanzó su culminación
en la década del cincuenta, y ha seguido su curso que ha sido superado por una
nueva técnica cinematográfica que aparece como un feo arbusto en medio de
películas que son preponderantemente viejas joyas. Curiosamente, la película
que comienza esta ruptura es de mediados de los cincuenta, semeja en su
superficie ser tan tradicional como Greed
(1924). La película Ikiru (1952) de
Kurosawa es una revelación referencial que sugiere un nuevo enfoque
autocentrado. Resume mucho de aquello a lo que apunta el arte termita: una
inmersión de lombriz en una área pequeña sin destino o fijación, y sobre todo,
la concentración en incidir en el momento sin aportarle glamour, pero olvidando este logro tan luego como ha ocurrido; la
sensación de que todo es desechable, que se puede cercenar y botar en un
arreglo distinto, sin ruina.
Reproducido acá.
Publicado originalmente en Film Culture nº 27, Invierno 1962/63
Traducción: Alejandra
Pinto. Con Carolina Urrutia,
Rodrigo Culagovski, Felipe
Blanco e Iván Pinto.
[i] “Elefante blanco”: Se refiere
a objetos en desuso, puestos en venta tipo “cachivache”, por lo general, un
objeto usado que ha pasado de moda. El uso otorgado vincula esto a artificio e
inutilidad, también puede ser referido a un objeto aparatoso que retrasa o
interrumpe, un trasto inútil.
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