por Roberto Bolaño
22 de noviembre
Desperté en casa de
Catalina O’Hara. Mientras desayunaba, muy temprano (María no estaba, el resto
de la casa dormía), con Catalina y su hijito Davy, a quien tenía que llevar a
la guardería, recordé que la noche anterior, cuando ya sólo quedábamos unos
pocos, Ernesto San Epifanio dijo que existía literatura heterosexual,
homosexual y bisexual. Las novelas, generalmente, eran heterosexuales, la
poesía, en cambio, era absolutamente homosexual, los cuentos, deduzco, eran
bisexuales, aunque esto no lo dijo.
Dentro del inmenso océano de la poesía distinguía varias corrientes:
maricones, maricas, mariquitas, locas, bujarrones, mariposas, ninfos y filenos.
Las dos corrientes mayores, sin embargo, eran la de los maricones y la de los
maricas. Walt Whitman, por ejemplo, era un poeta maricón. Pablo Neruda, un
poeta marica. William Blake era maricón, sin asomo de duda, y Octavio Paz
marica. Borges era fileno, es decir de improviso podía ser maricón y de
improviso simplemente asexual. Rubén Darío era una loca, de hecho la reina y el
paradigma de las locas.
—En nuestra lengua, claro está
—aclaró—; en el mundo ancho y ajeno el paradigma sigue siendo Verlaine el
Generoso.
Una loca, según San Epifanio, estaba más cerca del manicomio florido y
de las alucinaciones en carne viva mientras que los maricones y los maricas
vagaban sincopadamente de la Ética a la Estética y viceversa. Cernuda, el
querido Cernuda, era un ninfo y en ocasiones de gran amargura un poeta maricón,
mientras que Guillen, Aleixandre y Alberti podían ser considerados mariquita,
bujarrón y marica, respectivamente. Los poetas tipo Carlos Pellicer eran, por
regla general, bujarrones, mientras que poetas como Tablada, Novo, Renato Leduc
eran mariquitas. De hecho, la poesía mexicana carecía de poetas maricones,
aunque algún optimista pudiera pensar que allí estaba López Velarde o Efraín
Huerta. Maricas, en cambio, abundaban, desde el matón (aunque por un segundo yo
escuché mafioso) Díaz Mirón hasta el conspicuo Hornero Aridjis. Debíamos
remontarnos a Amado Nervo (silbidos) para hallar a un poeta de verdad, es decir
a un poeta maricón, y no a un fileno como el ahora famoso y reinvindicado
potosino Manuel José Othón, un pesado donde los haya. Y hablando de pesados:
mariposa era Manuel Acuña y ninfo de los bosques de Grecia José Joaquín Pesado,
perennes padrotes de cierta lírica mexicana.
—¿Y Efrén Rebolledo? —pregunté yo.
—Un marica menorcísimo. Su única virtud es la de ser si no el único, el
primer poeta mexicano que publicó un libro en Tokio, Rimas japonesas, 1909. Era diplomático, por supuesto.
El panorama poético, después de todo, era básicamente la lucha
(subterránea), el resultado de la pugna entre poetas maricones y poetas maricas
por hacerse con la palabra. Los
mariquitas, según San Epifanio, eran poetas maricones en su sangre que por
debilidad o comodidad convivían y acataban — aunque no siempre— los parámetros
estéticos y vitales de los maricas. En España, en Francia y en Italia los
poetas maricas han sido legión, decía, al contrario de lo que podría pensar un
lector no excesivamente atento. Lo que sucedía era que un poeta maricón como
Leopardi, por ejemplo, reconstruye de alguna manera a los maricas como
Ungaretti, Montale y Quasimodo, el trío de la muerte.
—De igual modo Pasolini repinta a
la mariquería italiana actual, véase el caso del pobre Sanguinetti (con Pavese
no me meto, era una loca triste, ejemplar único de su especie, o con Dino
Campana, que come en mesa aparte, la mesa de las locas terminales). Para no
hablar de Francia, gran lengua de fagocitadores, en donde cien poetas
maricones, desde Villon hasta nuestra admirada Sophie Podolski cobijaron,
cobijan y cobijarán con la sangre de sus tetas a diez mil poetas maricas con su
corte de filenos, ninfos, bujarrones y mariposas, excelsos directores de
revistas literarias, grandes traductores, pequeños funcionarios y grandísimos
diplomáticos del Reino de las Letras (véase, si no, el lamentable y siniestro
discurrir de los poetas de Tel Quel).
Y no digamos nada de la mariconería de la Revolución Rusa en donde, si hemos de
ser sinceros, sólo hubo un poeta maricón, uno solo.
—¿Quién? —le preguntaron.
—¿Maiacovski?
—No.
—¿Esenin?
—Tampoco.
—¿Pasternak, Blok, Mandelstam, Ajmátova?
—Menos.
—Dilo de una vez, Ernesto, que me estoy comiendo las uñas.
—Sólo uno —dijo San Epifanio—, y ahora te saco de la duda, pero eso sí,
maricón de las estepas y de las nieves, maricón de la cabeza a los pies:
Khlebnikov.
Hubo opiniones para todos los gustos.
—Y en Latinoamérica, ¿cuántos maricones verdaderos podemos encontrar?
Vallejo y Martín Adán. Punto y aparte. ¿Macedonio Fernández, tal vez?
El resto, maricas tipo Huidobro, mariposas tipo Alfonso Cortés (aunque
éste tiene versos de maricona auténtica), bujarrones tipo León de Greiff,
ninfos abujarronados tipo Pablo de Rokha (con ramalazos de loca que hubieran
vuelto loco a Lacan), mariquitas tipo Lezama Lima, falso lector de Góngora, y
junto con Lezama todos los poetas de la Revolución Cubana (Diego, Vitier, el
horrible Retamar, el penoso Guillén, la inconsolable Fina García) excepto
Rogelio Nogueras, que es un encanto y una ninfa con espíritu de maricón
juguetón. Pero sigamos. En Nicaragua dominan mariposas tipo Coronel Urtecho o
maricas con voluntad de filenos, tipo Ernesto Cardenal. Maricas también son los
Contemporáneos de México...
—¡No —gritó Belano—, Gilberto Owen no!
—De hecho —prosiguió imperturbable San Epifanio—, Muerte sin fin es, junto con la poesía de Paz, La Marsellesa de los
nerviosísimos y sedentarios poetas mexicanos maricas. Más nombres: Gelman,
ninfo, Benedetti, marica, Nicanor Parra, mariquita con algo de maricón,
Westphalen, loca, Enrique Lihn, mariquita, Girondo, mariposa, Rubén Bonifaz
Nuño, bujarrón amariposado, Sabines, bujarrón abujarronado, nuestro querido e
intocable Josemilio Pe, loca. Y volvamos a España, volvamos a los orígenes
—silbidos—: Góngora y Quevedo, maricas; San Juan de la Cruz y Fray Luis de
León, maricones. Ya está todo dicho. Y ahora, algunas diferencias entre maricas
y maricones. Los primeros piden hasta en sueños una verga de treinta
centímetros que los abra y fecunde, pero a la hora de la verdad les cuesta Dios
y ayuda encamarse con sus padrotes del alma. Los maricones, en cambio,
pareciera que vivan permanentemente con una estaca removiéndoles las entrañas y
cuando se miran en un espejo (acto que aman y odian con toda su alma) descubren
en sus propios ojos hundidos la identidad del Chulo de la Muerte. El chulo,
para maricones y maricas, es la palabra que atraviesa ilesa los dominios de la
nada (o del silencio o de la otredad). Por lo demás, y con buena voluntad, nada
impide que maricas y maricones sean buenos amigos, se plagien con finura, se
critiquen o se alaben, se publiquen o se oculten mutuamente en el furibundo y
moribundo país de las letras.
—¿Y Cesárea Tinajero, es una poeta maricona o marica? —preguntó alguien.
No reconocí la voz.
—Ah, Cesárea Tinajero es el horror —dijo San Epifanio.
(Fragmento de Los detectives salvajes, Anagrama, 1998)
Saludos. Genial esta descripción de Ernesto San Epifanio (Roberto Bolaño. Cada tanto vuelvo a leerla. Acabo de incluir un link hacia acá en mi última entrada en mi blog. Gracias por compartir esta joya.
ResponderEliminarP.D: Voy a echarle un ojo a tu blog.
Bienvenido.
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