por Italo Calvino
Hubo años
en que iba al cine casi todos los días y hasta dos veces al día, y fueron años entre,
digamos, el treinta y seis y la guerra, la época de mi adolescencia. Años en
que el cine era para mí el mundo. Otro mundo que el mundo que me rodeaba, pero
para mí solamente lo que veía en la pantalla poseía las propiedades de un
mundo, la plenitud, la necesidad, la coherencia, mientras que fuera de la
pantalla se amontonaban elementos heterogéneos que parecían reunidos por azar,
los materiales de mi vida que consideraba desprovistos de toda forma.
El cine
como evasión, se ha dicho tantas veces, con una fórmula que quiere ser de condena,
y es verdad que a mí entonces el cine me servía para eso, para satisfacer una necesidad
de distanciamiento, de proyección de mi atención a un espacio diferente, una necesidad
que corresponde, creo, a una función primaria, de la inserción en el mundo, una
etapa indispensable en toda la formación. Claro que para crearse un espacio
diferente hay también otras maneras más sustanciosas y personales: el cine era
la más fácil y al alcance de la mano, pero también la que me llevaba
instantáneamente más lejos. Cada día, cuando recorría la calle principal de mi
pequeña ciudad, no tenía ojos más que para el cine, tres salas de estreno que
cambiaban el programa los lunes y los jueves, y un par de tugurios que daban films
más viejos o malos, a tres por semana. Sabía con anticipación qué films daban
en cada sala, pero mi ojo buscaba los cartelones colocados a un lado, donde se
anunciaba el film del próximo programa, porque allí estaba la sorpresa, la
promesa, la expectativa que me acompañaría los días siguientes.
Iba al cine
por la tarde, me escapaba de casa a escondidas o con la excusa de ir a estudiar
con algún compañero, porque en los meses de escuela mis padres me dejaban poca libertad.
La prueba de la verdadera pasión era el impulso de meterme en un cine apenas
abría, a las dos. Asistir a la primera proyección tenía varias ventajas: la
sala semivacía, como si fuera toda para mí, lo que me permitía despatarrarme en
el centro del “gallinero”, con las piernas apoyadas en el respaldo de adelante;
la esperanza de volver a casa sin que mi fuga se hubiera advertido, para tener
el permiso de salir de nuevo (y ver quizás otro film); un leve aturdimiento
durante el resto de la tarde, perjudicial para el estudio pero favorable al fantaseo.
Y además de estas razones, todas inconfesables por diversos motivos, había una más
seria: entrar a la hora de la apertura me garantizaba la privilegiada fortuna
de ver el film desde el principio, y no a partir de cualquier momento hacia la
mitad o el final como solía sucederme cuando llegaba mediada la tarde o hacia
la noche.
Entrar
cuando el film había empezado correspondía por lo demás a una bárbara costumbre
generalizada entre los espectadores italianos, que rige hasta hoy. Podemos
decir que ya en aquellos tiempos nos adelantábamos a las técnicas narrativas
más sofisticadas del cine actual, rompiendo el hilo temporal de la historia y
transformándola en un puzzle que había que armar pieza por pieza o aceptar en
forma de cuerpo fragmentario. Para seguir consolándonos, diré que asistir al
inicio del film cuando ya se conocía el final proporcionaba satisfacciones
suplementarias: descubrir, no la resolución de los misterios y los dramas, sino
su génesis y un confuso sentimiento de premonición frente a los personajes.
Confuso: como ha de ser el de los adivinos, porque la reconstrucción de la
trama mutilada no siempre era fácil, y sobre todo si se trataba de un film
policíaco, en la que la identificación del asesino primero y del delito después
dejaba en medio una zona de misterio aún más tenebrosa. Además, a veces entre
el principio y el final había un fragmento perdido, porque de pronto al mirar
el reloj comprobaba que se me había hecho tarde y si no quería incurrir en las
iras familiares debía salir corriendo antes de que en la pantalla reapareciera
la secuencia durante la cual había entrado. Muchos films quedaron así para mí
con un agujero en medio, y aún hoy, después de más de treinta años, ¿qué digo?,
casi cuarenta, cuando vuelvo a ver uno de los films de entonces –en la
televisión, por ejemplo– reconozco el momento en que entré en el cine, las escenas
que había visto sin entenderlas, recupero los grandes fragmentos perdidos, recompongo
el puzzle como si lo hubiese dejado inconcluso el día anterior.
(Hablo de
los films que vi, digamos, entre los trece y los dieciocho años, cuando el cine
me ocupaba con una fuerza que no se compara ni con lo de antes ni con lo de
después; de los films vistos en la infancia los recuerdos son confusos; los
films vistos de adulto se mezclan con muchas otras impresiones y experiencias.
Los míos son los recuerdos de alguien que descubre en ese momento el cine:
había sido educado con la rienda corta y mi madre trató de preservarme,
mientras pudo, de relaciones con el mundo que no estuvieran programadas y dirigidas
a un fin; de pequeño al cine me acompañaba rara vez y sólo para los films que consideraba
“adecuados” o “instructivos”. Tengo pocos recuerdos de la época del cine mudo y
de los primeros años del hablado: algunos Chaplin, un film sobre el Arca de
Noé, Ben Hur con Ramón Novarro, Dirigible, en el que un zepelín
naufragaba en el polo, el documental África
habla, un film de anticipación sobre el año dos mil, las aventuras
africanas de Trader Horn. Si Douglas Fairbanks y Buster Keaton ocupan los
puestos de honor en mi mitología es porque más tarde los introduje
retrospectivamente en una infancia mía imaginaria a la que no podían no
pertenecer; de pequeño los conocía sólo por la contemplación de los carteles de
colores. En general no me dejaban ver los films con tramas amorosas, que por lo
demás no entendía porque, falto de familiaridad con la fisonómica cinematográfica,
confundía los actores de los films unos con otros, sobre todo si usaban
bigotito, y a las actrices si eran rubias. En los films de aviación que se
llevaban mucho en mi infancia los personajes masculinos se parecían como mellizos,
y como la historia estaba siempre basada en los celos de dos pilotos que para
mí eran uno solo, caía en gran confusión. En una palabra, mi aprendizaje de
espectador fue lento y contrastado; de ahí que estallara la pasión de la que
hablo.)
En cambio
cuando había entrado en el cine a las cuatro o a las cinco, al salir me sorprendía
la sensación del paso del tiempo, el contraste entre dos dimensiones temporales
diferentes, dentro y fuera del film. Había entrado en pleno día y encontraba
fuera la oscuridad, las calles iluminadas que prolongaban el blanco y negro de
la pantalla. La oscuridad amortiguaba en parte la discontinuidad entre los dos
mundos y en parte la acentuaba, porque marcaba el paso de aquellas dos horas
que no había vivido, tragado en una suspensión del tiempo o en la duración de
una vida imaginaria o en un salto atrás de siglos. Era una emoción especial
descubrir en aquel momento que los días se habían acortado o alargado: la
sensación del paso de las estaciones (siempre suave en el lugar templado donde
vivía) me asaltaba al salir del cine. Cuando llovía en el film, prestaba
atención para percibir si también fuera se habría echado a llover, si me
sorprendería un chaparrón habiendo escapado de casa sin paraguas: era el único
momento en que, aún permaneciendo inmerso en aquel otro mundo, me acordaba del
mundo de fuera; y el efecto era angustioso. Aún hoy, la lluvia en los films despierta
en mí aquel reflejo, un sentimiento de angustia.
Si no era
todavía la hora de cenar, me juntaba con amigos que iban y venían por las aceras
de la calle principal. Volvía a pasar delante del cine del que acababa de salir
y oía brotar de la cabina de proyección réplicas del diálogo que resonaban en
la calle, y las recibía entonces con una sensación de irrealidad, no de
identificación, porque había pasado al mundo de fuera, sino con un sentimiento
semejante a la nostalgia, como quien se vuelve a mirar atrás en una frontera.
Pienso en
un cine en particular, el más viejo de mi ciudad, unido a mis primeros recuerdos
de los tiempos del mudo, y que de aquella época había conservado (hasta hace no
muchos años) una enseña Liberty adornada con medallones, y la estructura de la
sala, un largo salón en pendiente flanqueado por un corredor con columnas. La
cabina del operador se abría sobre la calle principal por un ventanuco por
donde salían resonantes las absurdas voces del film, metálicamente deformadas
por los medios técnicos de la época, y todavía más absurdas por la lengua del
doblaje italiano que no tenía relación con ninguna otra hablada del pasado o
del futuro. Y sin embargo la falsedad de aquellas voces debía de tener una
fuerza comunicativa en sí, como el canto de las sirenas, y cada vez que yo
pasaba al pie del ventanuco oía el llamado de aquel otro mundo que era el
mundo.
Las puertas
laterales de la sala daban a una calleja; en los intervalos el acomodador con chaqueta
de alamares corría las cortinas de terciopelo rojo y el color del aire de fuera
se asomaba al umbral con discreción, los transeúntes y los espectadores
sentados se miraban con un poco de incomodidad, como a intrusos inoportunos los
unos para los otros. En particular el intervalo entre la primera y la segunda
parte (otra extraña usanza sólo italiana que inexplicablemente se ha conservado
hasta hoy venía a recordarme que yo seguía en aquella ciudad, aquel día, a
aquella hora; y según el humor del momento crecía la satisfacción de saber que
un instante después volvería a proyectarme en los mares de China o en el
terremoto de San Francisco, o bien me asaltaba la advertencia de no olvidar que
seguía siempre allí, de no perderme en la lejanía.
Menos
bruscas eran las interrupciones en el cine por entonces más importante de la ciudad,
donde se procedía al cambio de aire abriendo una cúpula metálica, en el centro
de una bóveda con centauros y ninfas pintados al fresco. La visión del cielo
introducía a medio film una pausa de meditación, con el lento paso de una nube
que podía venir de otros continentes, de otros siglos. En las noches de verano
la cúpula permanecía abierta durante la proyección: la presencia del firmamento
englobaba todas las lejanías en un único universo.
Fragmento de El camino de San Giovanni,
Tusquets, 1991
Trad. Aurora Bernárdez
Foto: The Long Day Closes (Terence Davies, 1992)
Foto: The Long Day Closes (Terence Davies, 1992)
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