por Jacques Rancière
De Condena a Las armonías Werckmeister, Béla Tarr construyó un sistema
coherente, poniendo en práctica procedimientos formales que constituyen un
estilo propiamente dicho en el sentido flaubertiano del término: una “manera
absoluta de ver”, una visión del mundo que se vuelve creación de un mundo
sensible autónomo. No hay temas, decía el novelista. No hay historias, dice el
cineasta. Todas han sido contadas en el Antiguo Testamento. Historias de
expectativas que se revelan engañosas. Se espera a quien no vendrá nunca, pero
en lugar del cual vendrán toda clase de falsos mesías. Y el que llegue a venir
entre los suyos no será reconocido por ellos. Irimias y János bastan para
resumir la alternativa. Las historias son historias de mentirosos y de
engañados, porque son mentirosas en sí mismas. Hacen creer que ha ocurrido algo
de lo que se había esperado. La promesa comunista no era más que una variante
de esa mentira mucho más antigua. Por lo que es vano creer que el mundo se va a
volver razonable si se machaca incesantemente sobre los crímenes de los últimos
mentirosos, pero también es grotesco afirmar que en adelante vivimos en un
mundo sin ilusiones. El tiempo después del final no es el de la razón recobrada
ni el del desastre esperado. Es el tiempo después de las historias, el tiempo
en que uno se interesa directamente en la materia sensible con la que tallan
sus atajos entre un fin proyectado y un fin acaecido. No es el tiempo en que se
hacen bellas frases o bellos planos para compensar el vacío de toda
expectativa. Es el tiempo en que uno se interesa por la espera en sí misma.
A través del marco de
una ventana, en una pequeña ciudad de Normandía o de la llanura húngara, el
mundo llega lentamente a fijarse en una mirada, a imprimirse en un rostro, a
gravitar en la postura de un cuerpo, a modelar sus gestos y producir esa
división del cuerpo que se llama alma, una divergencia íntima entre dos
esperas: la espera de lo mismo, el acostumbramiento a la repetición, y la
espera de lo desconocido, de la vía que conduce hacia otra vida. Del otro lado
de la ventana, están los lugares cerrados donde los cuerpos y las almas
coexisten, donde se encuentran, se ignoran, se reúnen o se oponen esas pequeñas
mónadas hechas de comportamientos adquiridos y de sueños pertinaces, alrededor
de vasos que engañan el hastío y lo confirman, de canciones que alegran
diciendo que todo ha terminado, de melodías de acordeón que entristecen y
excitan, de palabras que prometen Eldorado y dan a entender que mienten al
prometerlo. Eso no tiene ni principio ni fin propiamente dichos, simplemente
son ventanas por las que el mundo penetra, puertas por las que los personajes
entran y salen, mesas en que se reúnen, tabiques que los separan, cristales a
través de los cuales se ven, neones que los iluminan, espejos que los reflejan,
hogares de chimeneas donde la luz danza... Un continuo en el seno del cual los
acontecimientos del mundo material se vuelven afectos, se encierran en rostros
silenciosos o circulan en palabras.
(Extraído de Béla Tarr. Después del final,
El cuenco de plata, Buenos Aires, 2013
Trad. Silvio Mattoni)
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