por Harun Farocki
La gente va menos al
cine, aunque cada vez se mira más televisión con la intención de ver cine.
Querer cine sin querer ir al cine. Una típica confluencia de querer-tener y
no-tener-ganas-de-hacer, un criterio que serviría para dividir el pueblo de los
espectadores en un proletariado cinematográfico y una burguesía de la pantalla.
Sería un sueño pensar que esta división podría al menos revolucionar la
historia del cine: en su lugar, la película de cine[i] se
ha convertido en una ilusión.
En la casa hay un
televisor, la casa es fundamental en la vida, una pequeña familia comparte casa
y vida. Ver televisión significa casa, por lo tanto ir al cine puede significar
no tener vivienda. Los vagabundos cumplen esta regla cuando van al cine,
incluso de la forma más evidente si pasan ahí la noche. Los viajeros están separados
de sus casas y de sus familias, y quizás van al cine para matar ese tiempo que
podrían gastar de manera productiva en sus viviendas. Los jóvenes van al cine
para alejarse de sus familias o porque todavía no tienen una casa propia con su
pequeña familia. Más adelante, cuando tengan ambas cosas, también tendrán un
televisor en donde querrán ver cine.
El apócope “cine”, que
representa aquí lo errante, el viaje y la juventud, sirve para transformar la
imagen del televisor en una imagen que se contrapone a la propia vida. La
mirada atenta del espectador de una película de cine emitida por televisión se
interesa mucho menos por la vida ajena representada en la película que por la
sensación propia de ser otro imaginada ante la pantalla. Además, en el cine
(imaginado) uno es un desconocido, mientras que en las casas hay nombres y los
que ven televisión juntos se conocen.
Cuando el cine todavía
creía que podía luchar contra la televisión, su enemigo invisible era todo lo
que la conforma: en primer lugar la casa, que a su vez abre un espacio para el
almacenamiento provisorio de casi todos los bienes de consumo. Es decir que el
cine tenía en su contra a los productores de alimentos, a la industria
electrodoméstica y a los fabricantes de muebles y de ropa, aunque no habría
podido siquiera enfrentarse a los productores de detergentes. La televisión,
victoriosa, compró primero las películas y luego la producción de cine. La
televisión no adquirió el cine para clausurarlo, se adueñó de él para dejar que
siga existiendo. Estados Unidos financia a Israel y la Unión Soviética financia
a Cuba justamente porque Israel y Cuba no quieren cumplir la política de las
grandes potencias. Al solventar a los pequeños países para que sigan adelante
con su autonomía, su intención es apoderárselos: el comprado obedece oponiendo
resistencia.
El cine comprado está
dispuesto a brillar con las características que se le han impuesto: “emotivo”, “franco”,
“simbólico”, “especulativo”, “comercial”, entre tantas otras. Pero exige
mejores pagos. La televisión ya financia muchas películas en un cien por
ciento. Ahora, los productores han comenzado a exigir de la televisión (y de su
heraldo, el Estado) un ciento veinte por ciento. Exigen un veinte por ciento
más para continuar con sus existencias aparentes, para que un film recorra toda
la maquinaria de la industria cinematográfica y se transforme así en una
película de cine. Después del dinero invertido en el guión, la producción y la
distribución, y en la comida y la bebida para las reuniones de los
profesionales del cine en las que se conversan todos estos temas, se comienza a
hablar de subvencionar también a los espectadores. No es algo ridículo: de algún
modo hay que conseguir un extra de espectadores para suplantar a los que
permanecen en sus casas. Los suplementos y revistas de espectáculos tratan de
conservar al espectador haciéndole creer, con éxito, que es una pieza clave del
mundo del cine.
Antes, cuando uno se
cruzaba en el centro de una ciudad con alguien pidiendo limosna, con una pareja
de enamorados, con una pelea (una representación típica de la vida), la
pregunta que se hacía era: ¿se estará filmando una película? Hoy, uno se
pregunta: ¿se estará representando una vida para que uno pueda imaginarse una
ciudad, y en ella un cine imaginable, y en él una sala con espectadores
imaginables que miran una película imaginada? ¿Se estará representando la vida
para que al final de la larga lista de todas estas imaginaciones se pueda
seguir imaginando un film?
Son preguntas
difíciles.
(“Schwierige Fragen”,
aparecido originalmente en el periódico
die Tageszeitung, 2 de marzo, 1989.
Reproducido en el libro
Desconfiar de las imágenes.
Caja Negra, Buenos Aires, 2013)
[i] Farocki usa el término Kinofilm ("película de cine") en
oposición al Fernsehfilm ("película de
televisión"). En Alemania el sistema de producción y subvención cinematográfica
depende fuertemente de los canales de televisión. Existe una gran producción de
películas para televisión que, por lo general, tienen menos
pretensiones
artísticas.
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