por Jonathan Franzen
Como a tantos
escritores, pero incluso más que a la mayoría, a Dave le encantaba tener las
cosas bajo control. Las situaciones sociales caóticas enseguida lo estresaban.
Sólo lo vi ir dos veces a una fiesta sin Karen. A una de ellas, ofrecida por
Adam Begley, casi tuve que llevarlo a rastras, y en cuanto cruzamos el umbral y
aparté la mirada de él durante un segundo, dio media vuelta y regresó a mi
apartamento para mascar tabaco y leer un libro. En la segunda no tuvo más
remedio que quedarse, porque se celebraba la publicación de La broma infinita. Sobrevivió diciendo
gracias una y otra vez, con formalidad penosamente exagerada.
Una de las razones por
las que Dave era un profesor extraordinario se debe a la estructura formal de
ese trabajo. Dentro de esos confines, podía recurrir sin peligro a su enorme
bagaje natural de bondad, sabiduría y conocimientos. De forma análoga, la
estructura de las entrevistas también estaba exenta de peligro. Cuando Dave era
el tema, podía relajarse y ocuparse él del entrevistador. Si él mismo era el
periodista, realizaba sus mejores trabajos cuando encontraba a un técnico —un
cámara que seguía a John McCain, un técnico de sonido en un programa de radio—
a quien le entusiasmara conocer a alguien sinceramente interesado en los misterios
de su trabajo. A Dave le encantaban los detalles por sí mismos, pero los
detalles constituían también una válvula de escape para el amor acumulado en su
corazón: una manera de conectar con otro ser humano en una tierra de nadie
relativamente segura.
La cual era, más o
menos, la descripción de la literatura a la que él y yo llegamos en nuestras
conversaciones y correspondencia a principios de los años noventa. Quise a Dave
desde la primerísima carta que recibí de él, pero las primeras dos veces que
intenté conocerlo en persona, allá en Cambridge, me dejó plantado. Incluso
después de empezar a vernos, nuestros encuentros eran a menudo tensos y
precipitados: mucho menos íntimos que las cartas. Como mi amor por él fue a
primera vista, siempre me esforzaba por demostrar que yo podía ser lo bastante
gracioso e inteligente, pero su tendencia a fijar la mirada en un punto a
kilómetros de distancia me hacía sentir que estaba fracasando en mi propósito.
A lo largo de mi vida, con pocas cosas he experimentado una mayor sensación de
logro que al arrancarle una risa a Dave.
Llegamos a la
conclusión de que la narrativa era esa “tierra de nadie neutra donde establecer
una profunda conexión con otro ser humano”, para eso servía. “Una escapatoria
de la soledad” fue la formulación en que coincidimos. Y en ninguna otra parte
fue Dave más absoluta y magníficamente capaz de mantener el control que en su
lenguaje escrito. Poseía un virtuosismo retórico más extenso, apasionante e
imaginativo que el de cualquier escritor vivo. Allá en la palabra número 70 o
100 o 140 de una frase, ya bien entrado un párrafo de tres páginas de humor
macabro o de autoconciencia extraordinariamente reticulada, uno olía el ozono
de la tersa precisión de su estructura sintáctica, su desplazamiento sin
esfuerzo y tonalmente perfecto entre niveles de dicción alta, baja, media,
técnica, moderna, tecnológica, filosófica, vernácula, vodevilesca,
exhortatoria, achulada, desconsolada, lírica. Esas frases y páginas, cuando era
capaz de producirlas, constituían para él un hogar tan verdadero, seguro y
feliz como cuantos tuvo durante la mayor parte de los veinte años de nuestra
relación. Así que podría contarles anécdotas del breve viaje por carretera
salpicado de discusiones que emprendimos en cierta ocasión, o hablarles del
olor mentolado que su tabaco de mascar dejaba en mi apartamento siempre que se
quedaba unos días, o de las torpes partidas de ajedrez que jugábamos y los
peloteos de tenis aún más torpes que a veces hacíamos —la reconfortante
estructura de los juegos frente a las extrañas y profundas rivalidades
fraternales que bullían bajo la superficie—, pero ciertamente lo principal era
la escritura. Durante la mayor parte del tiempo desde que lo conocí, la
interacción más intensa con él fue estar sentado a solas en mi sillón, noche
tras noche, durante diez días, leyendo el manuscrito de La broma infinita. Ese fue el libro en el que, por primera vez,
organizó el mundo y a sí mismo tal como quería. Al nivel más microscópico:
entre cuantos han pasado por esta tierra, nadie ha puntuado la prosa de una
manera tan apasionada y precisa como Dave Wallace. Al nivel más global: produjo
un millar de páginas de bromas de talla mundial que —si bien la modalidad y
calidad del humor nunca flojeaban— eran cada vez menos graciosas, capítulo tras
capítulo, hasta que, al final, uno pensaba que el título podía haber sido
igualmente La tristeza infinita. Eso
Dave lo captó como nadie.
Y ahora resulta que
este hombre del Medio Oeste atractivo, brillante, gracioso, con una mujer
asombrosa y una red de apoyo local magnífica y una magnífica carrera y un
magnífico empleo en una magnífica universidad con unos alumnos magníficos, se
ha quitado la vida, y los demás nos quedamos aquí preguntándonos (por citar una
frase de La broma infinita): “A ver,
tío, ¿tú de qué vas?”.
Una buena respuesta,
sencilla y moderna, sería: “Una personalidad encantadora, con talento, fue
víctima de un severo desequilibrio químico en el cerebro. Por un lado, estaba
la persona de Dave, y por el otro, la enfermedad, y ésta mató al hombre igual
que podía haberlo matado el cáncer”. Esta respuesta es más o menos cierta, pero
a la vez insuficiente. Si se quedan satisfechos con ella, no necesitan leer los
relatos que Dave escribió, en especial tantos y tantos relatos en los que la
dualidad, la separación entre persona y enfermedad aparece como problema o
directamente es blanco de mofa. Una paradoja obvia es, naturalmente, que el
propio Dave, al final, se dio por satisfecho con esta respuesta sencilla y dejó
de establecer conexión con esos relatos más interesantes que había escrito en
el pasado y podría haber escrito en el futuro. Su tendencia suicida salió
ganando y todo lo demás en el mundo de los vivos pasó a ser intrascendente.
Sin embargo, eso no
significa que no nos queden más relatos significativos por contar. Podría
ofrecerles diez versiones distintas de cómo llegó a la noche del 12 de setiembre,
algunas muy sombrías, algunas muy indignantes para mí, y en la mayoría teniendo
en cuenta las numerosas adaptaciones de Dave, como adulto, en respuesta a su
intento de suicidio al final de la adolescencia. Pero en concreto hay un relato
no tan sombrío que me consta que es verdad y que quiero contar ahora, porque ha
sido una gran felicidad, un privilegio y un desafío infinitamente interesante
gozar de la amistad de Dave.
Las personas a quienes
les gusta tener las cosas bajo control pueden pasarlo mal en la intimidad. La
intimidad es anárquica e incompatible por definición con el control. Uno busca
tener las cosas bajo control porque siente miedo, pero hace unos cinco años,
Dave, muy perceptiblemente, dejó de sentirlo. En parte se debió a que había
conseguido un empleo bueno y estable en el Pomona College. Pero en parte sobre
todo a que por fin encontró a una mujer adecuada para él, una mujer que por primera
vez le abrió la posibilidad de llevar una vida más plena y menos rígidamente
estructurada. Cuando hablábamos por teléfono, empezó a decirme que me quería, y
yo de pronto ya no tenía que esforzarme tanto para hacerlo reír o demostrarle
que era inteligente. Karen y yo conseguimos llevarlo a Italia durante una
semana, y en lugar de pasarse los días en la habitación del hotel viendo la
televisión, como podría haber hecho años atrás, almorzó en la terraza y comió
pulpo, y se dejó llevar a remolque a las cenas y de hecho disfrutó de la
compañía de otros escritores en reuniones informales. Sorprendió a todos, y
quizá en especial a sí mismo. Fue algo verdaderamente divertido que quizá
volviera a hacer.
Más o menos un año
después, decidió dejar la medicación que había dado estabilidad a su vida
durante más de veinte años. También aquí hay distintas versiones de por qué lo
decidió exactamente. Pero una cosa que me dejó muy clara, cuando lo hablamos,
fue que deseaba tener la oportunidad de llevar una vida más corriente, con
menos control obsesivo y más placer normal. Fue una decisión surgida de su amor
por Karen, de su afán por producir textos nuevos y más maduros, y de haber
vislumbrado un futuro distinto. Fue por su parte un intento extraordinariamente
aterrador y valiente, porque Dave rebosaba amor, pero también miedo: accedía
con demasiada facilidad a esas profundidades de la tristeza infinita.
Así pues, fue un año
de altibajos, en junio tuvo una crisis y pasó un verano muy difícil. Cuando lo
vi en julio, volvía a estar en los huesos, como en la última etapa de la
adolescencia, durante su primera gran crisis. Una de las últimas veces que
hablé por teléfono con él, en agosto, me pidió que le contara en forma de
historia cómo llegaría a irle mejor la vida. Le repetí muchas de las cosas que
él me había dicho en nuestras conversaciones del año anterior. Le dije que se
encontraba en un momento terrible y peligroso porque intentaba realizar
auténticos cambios como persona y escritor. Le dije que, la última vez que
había vivido experiencias cercanas a la muerte, había salido de ellas y
escrito, muy deprisa, un libro que estaba a años luz de lo que había estado
haciendo antes de su desmoronamiento. Le dije que era un recalcitrante obseso
del control y un sabelotodo —“¡Y tú también!”, replicó— y que las personas como
nosotros tememos tanto abandonar el control que a veces la única manera que
tenemos de obligarnos a abrirnos y cambiar es dejarnos llevar a un acceso de
pesadumbre y al borde de la autodestrucción. Le dije que él había emprendido
aquel cambio en la medicación porque quería madurar y llevar una vida mejor. Y
le dije que, en mi opinión, su mejor literatura estaba por venir. Y él dijo: “Esta
historia me gusta. ¿Podrías llamarme cada cuatro o cinco días y contarme otra
parecida?”.
Por desgracia, sólo
tuve una oportunidad más de contársela, y para entonces él ya no la oía. Se
hallaba sumido en un horrible estado de angustia y dolor, minuto a minuto.
Después, las siguientes veces que intenté llamarlo no atendía el teléfono ni
devolvía los mensajes. Se había hundido en el pozo de la tristeza infinita,
fuera del alcance de las historias, y ya no consiguió salir. Pero poseía una
inocencia hermosa y anhelante, y estaba intentándolo.
(Palabras pronunciadas
en el funeral
de David Foster Wallace, 23 de octubre, 2008.
Recogido en Más
afuera, Salamandra, 2012)
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