por Albert Camus
El arte también es ese
movimiento que exalta y niega al mismo tiempo. “Ningún artista tolera lo real”,
dice Nietzsche. Es cierto; pero ningún artista puede prescindir de lo real. La
creación es exigencia de unidad y rechazo del mundo. Pero rechaza al mundo a
causa de lo que le falta y en nombre de lo que es a veces. La rebelión se deja
observar aquí fuera de la historia, en estado puro, en su complicación
primitiva. Por lo tanto, el arte nos deberá ofrecer una última perspectiva con
respecto al contenido de la rebelión.
Se observará, no
obstante, la hostilidad al arte que han mostrado todos los reformadores
revolucionarios. Platón se muestra todavía moderado. No trata sino de la
función mentirosa del lenguaje y no destierra de su república sino a los poetas.
En cuanto a lo demás, pone a la belleza por encima del mundo. Pero el
movimiento revolucionario de los tiempos modernos coincide con un proceso del
arte que no ha terminado todavía. La reforma elige la moral y destierra a la
belleza. Rousseau denuncia en el arte una corrupción agregada por la sociedad a
la naturaleza. Saint-Just echa pestes contra los espectáculos y en el hermoso
programa que prepara para la “Fiesta de la Razón” quiere que la Razón sea
personificada por una persona “virtuosa más bien que bella”. La Revolución
Francesa no crea artista alguno, sino sólo un gran periodista, Desmoulins, y un
escritor clandestino, Sade. Al único poeta de su época lo guillotina. El único
gran prosista se destierra en Londres y aboga en favor del cristianismo y la
legitimidad. Un poco más tarde los saintsimonianos exigirán un arte “socialmente
útil”. “El arte para el progreso” es un lugar común que circula durante todo el
siglo y que Hugo repite sin conseguir hacerlo convincente. Solamente Vallès
aporta a la maldición del arte un tono de imprecación que lo autentica.
Este tono es también
el de los nihilistas rusos. Pisarev proclama la decadencia de los valores
estéticos en beneficio de los valores pragmáticos. “Preferiría ser un zapatero
ruso que un Rafael ruso”. Un par de botas es para él más útil que Shakespeare. El
nihilista Nekrasov, poeta grande y doloroso, afirma, sin embargo, que prefiere
un trozo de queso a todo Pushkin. Es conocida, finalmente, la excomunión del
arte pronunciada por Tolstoi. La Rusia revolucionaria termina dando la espalda
a los mármoles de Venus y Apolo, todavía dorados por el sol de Italia, que
Pedro el Grande había hecho llevar a su jardín de verano de San Petersburgo. A
veces la miseria se aparta de las dolorosas imágenes de la dicha.
La ideología alemana
no es menos severa en sus acusaciones. Según los intérpretes revolucionarios de
la Fenomenología, no habrá arte en la sociedad reconciliada. La belleza será
vivida, no imaginada. Lo real, enteramente racional, apaciguará por sí solo
todas las sedes. La crítica de la conciencia formal y de los valores de evasión
se extiende naturalmente al arte. El arte es determinado por su época y
expresa, como dirá Marx, los valores privilegiados de la clase dominante. No
hay, por lo tanto, más que un solo arte revolucionario, que es, justamente, el
arte puesto al servicio de la revolución. Por lo demás, el crear la belleza
fuera de la historia del arte contraría el único esfuerzo racional: la
transformación de la historia misma en belleza absoluta. El zapatero ruso,
desde el momento en que tiene conciencia de su papel revolucionario, es el
verdadero creador de la belleza definitiva. Rafael no creó sino una belleza
pasajera que no podrá comprender el hombre nuevo.
Marx se pregunta, es
cierto, cómo la belleza griega puede ser todavía bella para nosotros. Responde
que esta belleza expresa la infancia ingenua de un mundo, y que nosotros
tenemos, en medio de nuestras luchas de adultos, la nostalgia de esa infancia.
¿Pero cómo pueden ser todavía bellas para nosotros las obras maestras del
Renacimiento italiano, Rembrandt y el arte chino? ¡Qué importa! El proceso del
arte se ha iniciado definitivamente y continúa al presente con la complicidad
embarazosa de artistas e intelectuales dedicados a calumniar a su arte y su
inteligencia. Se advertirá, en efecto, que en esta lucha entre Shakespeare y el
zapatero no es el zapatero quien maldice a Shakespeare o a la belleza, sino,
por el contrario, quien sigue leyendo a Shakespeare y no prefiere hacer las
botas, que nunca podrá hacer, por lo demás. Los artistas de nuestra época se
parecen a los caballeros arrepentidos de Rusia del siglo XIX; su mala
conciencia constituye su excusa. Pero lo último que un artista puede sentir
ante su arte es el arrepentimiento. Es sobrepasar la humildad sencilla y
necesaria pretender que se deje también la belleza para el final de los tiempos
y, entre tanto, se prive a todo el mundo, inclusive al zapatero, de ese pan
suplementario de que uno mismo se ha aprovechado.
Esta locura ascética
tiene, no obstante, sus razones, las cuales, por lo menos, nos interesan.
Revelan, en el plano estético, la lucha ya descrita de la revolución y la
rebelión. En toda rebelión se descubren la exigencia metafísica de la unidad,
la imposibilidad de asirse a ella y la fabricación de un universo de reemplazo.
La rebelión, desde este punto de vista, es fabricante de universos. Esto define
también al arte. La exigencia de la rebelión, para decir verdad, es en parte
una exigencia estética. Todos los pensamientos rebeldes, como hemos visto, se
ilustran en una retórica o en un universo cerrado. La retórica de las murallas
en Lucrecio, los conventos y castillos cerrados de Sade, la isla o la roca
romántica, las cimas solitarias de Nietzsche, el océano elemental de
Lautréamont, los parapetos de Rimbaud, los castillos aterradores que renacen
azotados por una tempestad de flores, en los superrealistas; la prisión, la
nación atrincherada, el campo de concentración, el imperio de los libres
esclavos, ilustran a su manera la misma necesidad de coherencia y unidad. En
estos mundos cerrados el hombre puede reinar y conocer por fin.
Este movimiento es
también el de todas las artes. El artista rehace el mundo por su cuenta. Las
sinfonías de la naturaleza no conocen el calderón. El mundo no está nunca
silencioso; su mutismo mismo repite eternamente las mismas notas, con arreglo a
vibraciones que se nos escapan. En cuando a las que percibimos, nos entregan
sonidos, rara vez un acorde, nunca una melodía. Sin embargo, existe una música
en la que las sinfonías terminan, en la que la melodía da su forma a sonidos
que, por sí mismos, no la tienen; en la que una disposición privilegiada de las
notas, finalmente, saca del desorden natural una unidad satisfactoria para el
espíritu y el corazón.
“Creo cada vez más
—escribe Van Gogh— que no hay que juzgar al buen Dios en este mundo. Es un
estudio de él abortado”. Todo artista trata de rehacer este estudio y de darle
el estilo que le falta. La más grande y más ambiciosa de todas las artes, la
escultura, se empeña en fijar en las tres dimensiones la figura huidiza del
hombre, en someter el desorden de los gestos a la unidad del gran estilo. La
escultura no rechaza el parecido que necesita, por el contrario. Pero no lo
busca ante todo. Lo que busca, en sus grandes épocas, es el gesto, el ademán o
la mirada vacía que resuman todos los gestos y todas las miradas del mundo. Su
propósito no es imitar, sino estilizar y aprisionar en una expresión
significativa el furor pasajero de los cuerpos o el remolino infinito de las
actitudes. Entonces solamente erige en el frontón de las ciudades tumultuosas
el modelo, el tipo, la inmóvil perfección que calmará por un momento la
incesante fiebre de los hombres. El amante privado del amor podrá dar vueltas
finalmente alrededor de las korai griegas para captar lo que en el cuerpo y el
rostro de la mujer sobrevive a toda degradación.
El principio de la
pintura está también en una elección. “El genio mismo —escribe Delacroix,
reflexionando sobre su arte— no es sino el don de generalizar y de elegir”. El
pintor aísla a su modelo, primera manera de unificarlo. Los paisajes huyen,
desaparecen de la memoria o se destruyen mutuamente. Por eso el paisajista o el
pintor de naturalezas muertas aísla en el espacio y en el tiempo lo que,
normalmente, cambia con la luz, se pierde en una perspectiva infinita o
desaparece bajo el choque de otros valores. Lo primero que hace el paisajista
es enmarcar su tela. Elimina tanto como elige. Del mismo modo, la pintura de
figura aísla en el tiempo y el espacio la acción que, normalmente, se pierde en
otra acción. El pintor procede, entonces, a una fijación. Los grandes creadores
son aquellos que, como Piero della Francesca, dan la impresión de que la
fijación acaba de hacerse y el aparato de proyección acaba de detenerse de golpe.
Todos sus personajes dan entonces la impresión de que, por el milagro del arte,
siguen estando vivos aunque hayan dejado de ser perecederos. Mucho tiempo
después de su muerte, el filósofo de Rembrandt sigue meditando entre la sombra
y la luz sobre la misma interrogación.
“Vana cosa la pintura
que nos agrada por la semejanza de los objetos que no nos agradarían”. Delacroix,
que cita la célebre frase de Pascal, escribe con razón “extraña” en vez de
“vana”. Estos objetos no podrían agradamos porque no los vemos; están
sepultados y negados en un devenir perpetuo. ¿Quién miraba las manos del
verdugo durante la flagelación, los olivos en el camino de la Cruz? Pero helos
aquí representados, arrebatados al movimiento incesante de la pasión, y el
dolor de Cristo, aprisionado en estas imágenes de violencia y de belleza, grita
de nuevo todos los días en las salas frías de los museos. El estilo de un
pintor está en esta conjunción de la naturaleza y de la historia, en esta
presencia impuesta a lo que deviene constantemente. El arte realiza, sin
esfuerzo aparente, la reconciliación de lo singular con lo universal con que
soñaba Hegel. ¿Es, quizás, ésta la razón de que las épocas ansiosas de unidad,
como la nuestra, se vuelven hacia las artes primitivas, en las que la estilización
es más intensa y la unidad más provocativa? La estilización más fuerte se
encuentra siempre al comienzo y al final de las épocas artísticas; explica la
fuerza de negación y de transposición que ha levantado a toda la pintura
moderna, con un impulso desordenado hacia el ser y la unidad. La queja
admirable de Van Gogh es el grito orgulloso y desesperado de todos los
artistas. “Puedo prescindir de Dios en la vida y también en la pintura, pero no
puedo, yo, doliente, prescindir de algo que es más grande que yo, que es mi
vida, la facultad de crear”.
Pero la rebelión del
artista contra lo real, y entonces se hace sospechosa a la revolución
totalitaria, contiene la misma afirmación que la rebelión espontánea del
oprimido. El espíritu revolucionario, nacido de la negación total, sintió
instintivamente que había también en el arte, además del rechazo, un
consentimiento; que la contemplación amenazaba con equilibrar la acción, la
belleza y la injusticia, y que, en ciertos casos, la belleza era en sí misma una
injusticia sin remedio. Además, ningún arte puede vivir del rechazo total. Así
como todo pensamiento, y ante todo el de la no-significación, significa, así
también no hay arte del absurdo. El hombre puede autorizarse a denunciar la
injusticia total del mundo y reclamar entonces una justicia total que sólo él
creará. Pero no puede afirmar la fealdad total del mundo. Para crear la belleza
debe al mismo tiempo rechazar lo real y exaltar algunos de sus aspectos. El
arte recusa lo real, pero no se sustrae a él. Nietzsche podía negar trascendencia,
moral o divina, diciendo que esta trascendencia llevaba a la calumnia de este
mundo y de esta vida. Pero hay, quizá, una trascendencia viva cuya belleza
promete que puede hacer amar y preferir a cualquier otro este mundo mortal y
limitado. El arte nos lleva así a los orígenes de la rebelión, en la medida en
que trata de dar su forma a un valor que huye en el devenir perpetuo, pero que
el artista presiente y quiere arrebatar a la historia. Uno se convencerá más todavía
de ello si reflexiona en el arte que, precisamente, se propone entrar en el
devenir para darle el estilo que le falta: la novela.
(De El hombre rebelde. Ed. Losada, Buenos Aires, 1978)
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