por Juan Forn
François Truffaut y
Jean-Luc Godard eran íntimos amigos cuando se hicieron famosos juntos y casi al
mismo tiempo: Truffaut filmó Los 400
golpes en 1959, ganó la Palma de Oro en Cannes, con ese espaldarazo Godard
consiguió financiación para filmar Sin
aliento, ganó el Oso de Oro en Berlín en 1960, y a partir de ese momento
los amigos se convirtieron en rivales, aunque postergaron hasta 1973 la pelea
que los enfrentó a los ojos del mundo. La pelea fue por carta, a la francesa, y
la siguieron por la prensa, lanzándose misiles mutuos durante once años. No se
veían en persona desde 1968, y vale la pena recordar las circunstancias: en
pleno Mayo Francés, cuando estaba por empezar la edición de ese año del
Festival de Cannes, Truffaut y Godard, recién llegados en tren de París,
reclamaron desde la calle que se suspendiera el evento, “en solidaridad con la
lucha obrera y estudiantil en las calles de nuestra capital”. Ante la poca bola
de los organizadores, procedieron a colarse a la ceremonia de apertura y se
colgaron de las cortinas que cubrían la pantalla del cine, para que no se
proyectara ninguna película. La táctica (y la cobertura de prensa) funcionó con
la misma eficacia con que, una década antes, había funcionado el ataque al
“cine de papá” con el que Truffaut, Godard y sus compinches de la revista Cahiers du Cinéma lograron reformularle
al mundo la manera de ver cine y la de hacer cine.
Godard y Truffaut no
podían ser más diferentes y más complementarios. Godard venía de una familia
suiza de banqueros, se había graduado en la Sorbonne y, para tener dinero para
la vida bohemia, robó un cuadro de Renoir que había en la casa de su abuelo.
Truffaut era hijo de madre soltera, su única universidad habían sido las calles
de París y tuvo su primer encuentro con la ley cuando robó una máquina de
escribir para solventar un cineclub que se proponía crear. Similares
diferencias marcaron sus estilos cinematográficos (la estrategia de la
provocación versus la estrategia del encanto) y ocasionaron el cisma entre
ambos después del triunfo conjunto. A fines de 1967, mientras Godard decidía
abandonar el cine y su maquinaria capitalista después de una serie de películas
incomprendidas que culminaron en Weekend
(cuyo fotograma final era una placa que decía “Fin de la película / Fin del
cine”), su cada vez más exitoso ex camarada cometía el peor de los pecados:
repetirse (Truffaut acababa de iniciar el rodaje de una segunda parte de Los 400 golpes, que se llamaría La piel dulce). El breve reencuentro en
Cannes terminó mal, cuando Godard propuso continuar con la estrategia
dinamitadora boicoteando el Festival de Avignon y Truffaut contestó que no le
interesaba ponerse del lado de los hijos de la burguesía (los estudiantes
radicalizados) contra los hijos del proletariado (la policía), la misma frase
que Pasolini echaría en cara a la intelectualidad italiana por esa misma época.
Según Anna Wiazemsky, entonces esposa de Godard, ése fue el momento del cisma
(“Te consideraba un hermano, pero no eres más que un traidor”, le dijo Godard a
Truffaut esa noche), pero nosotros saltemos hasta cinco años después, cuando se
estrenó La noche americana, esa
película que contaba la filmación de una película que le daría a Truffaut el
Oscar al mejor film extranjero en 1973.
En esos cinco años,
Godard había intentado poner en marcha una cooperativa de films revolucionarios
que él mismo consideró un fracaso, tuvo un serio accidente de moto que lo dejó
peor, intentó sin éxito tentar con sus experimentos en video a las televisiones
italiana y alemana, y se había autoexiliado en Suiza cuando se estrenó con
bombos y platillos La noche americana.
Cuatro días después, Truffaut recibía en su productora una carta que comenzaba:
“Querido François, ayer vi La noche
americana y, como probablemente nadie va a acusarte de mentiroso, yo lo
haré”. Truffaut era un mentiroso porque no hacía el menor intento por mostrar
el verdadero detrás de escena de toda filmación, con todos sus dilemas
ideológicos (ni siquiera tenía “la decencia” de poner en la película el romance
que mantuvo durante el rodaje con la estrella del film, Jacqueline Bisset).
Luego de enunciar todas las claudicaciones de su ex camarada, Godard le ofrecía
una posibilidad de resarcirse: financiando con sus ganancias una película donde
él (Godard) mostraría las verdaderas bambalinas del cine (“A fin de cuentas, es
por culpa de películas como la tuya que nadie quiere poner dinero en películas
como las mías, y no queremos que el público quede con la sensación de que el
único cine posible es el que haces tú, ¿no?”).
La habitual bonhomía
de Truffaut voló por los aires: se despachó con una carta de veinte páginas
escritas en letra casi ilegible por la cólera y el resentimiento acumulados en
quince años. “Todas tus consignas y tu preocupación por las masas han sido siempre
puramente teóricas. En realidad, nadie te importa salvo tú mismo. No sólo eres
un mentiroso y un falso sino un narcisista, un elitista, un sorete en un
pedestal, la Ursula Andress de la militancia. Te recuerdo estas cosas para que
puedas ser todo lo honesto que te propones en tu película, que no seré yo quien
financie.” Estamos hablando de franceses, y ya se sabe que un francés escribe
una carta privada con un solo objetivo en mente: que se haga pública. Que
Truffaut y Godard siguieran tirándose dardos envenenados los once años
siguientes, a través de la prensa, fue casi ocioso y hasta anticlimático.
Truffaut murió en
1984, Godard lo despidió a su manera (“François quizás está muerto. Yo quizás
estoy vivo. ¿Hay realmente alguna diferencia?”), los años siguieron pasando, y
llegó el 25º aniversario y se reeditó en dvd Una historia del agua, un mediometraje que hicieron Truffaut y
Godard en 1958, cuando eran dos aspirantes a cineastas, y con este episodio
cierra con moño nuestra historia. Porque la historia fue así: después de una
inundación en las afueras de París, Truffaut consiguió una cámara y unos rollos
de película y quiso filmar una comedia improvisada sobre una chica que necesita
llegar a París a través de la inundación. Con el material filmado, Truffaut
sintió que las imágenes se burlaban de la desgracia de los inundados y abandonó
el material. Godard lo rescató, lo editó a su manera (la chica va casi toda la
película en un auto con alguien que la recogió), a eso le agregó una voz
femenina y una voz masculina en off (que hacían él y su novia de entonces) y
los dos personajes se pasaban toda la película hablando pretenciosamente y sin
parar de todo tipo de pelotudeces hasta que no se veía otra cosa en pantalla
que ese ruido. Y, de pronto, en el último minuto y medio de película, como si
de golpe no sólo los personajes sino el propio Godard descubrieran el paisaje
afuera del auto, la voz masculina dice: “Callémonos de una vez”. Y se hace el
silencio. Y así es cómo Godard consigue que los espectadores veamos esas
imágenes de la inundación que Truffaut creía no haber podido captar.
(Publicado en Página/12
el 9 de abril de 2010)
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