por Peter Brook
He realizado varias
versiones cinematográficas de obras que previamente había puesto en escena, y
en cada caso el experimento fue diferente. Algunas veces traté de aprovechar el
conocimiento sobre el tema que había adquirido en el teatro, recreándolo para
el cine a través de métodos diversos. Por ejemplo, filmamos El Rey Lear siete u ocho años después de
haber montado la obra en teatro, y lo más fascinante fue el desafío que
significó hacer el film sin apelar a ninguna de las imágenes de la versión
escénica.
El caso de Marat/Sade fue completamente diferente.
Peter Weiss y yo habíamos hablado mucho acerca de la posibilidad de hacer una
película de verdad con Marat/Sade, a
partir de cero. Pensábamos que el film podía comenzar con varios parisienses
aburridos que no saben qué hacer una noche y que deciden ir al Asilo de
Charenton para ver a los locos. Empezamos a desarrollar un bosquejo de libreto
muy elaborado y abierto, y entonces nos dimos cuenta de que eso que estábamos
inventando tan alegremente iba a dar como resultado un film tan caro que prácticamente
jamás iba a poder realizarse.
Un día el presidente
de United Artists, David Picker, nos ofreció a Michael Birkett, un productor inglés
muy imaginativo, y a mí un presupuesto moderado -250.000 dólares-para hacer una
película con Marat/Sade con total
libertad, siempre que lo hiciéramos cumpliendo los plazos requeridos. Un rápido
cálculo nos indicó que eso significaba tener el film terminado en quince días.
Era un desafío muy excitante, pero por supuesto nos imponía una concepción de
la película totalmente diferente a la original, manteniéndonos lo más fieles
posible a la versión escénica, ya ensayada y lista. Al mismo tiempo, yo quería
comprobar si podíamos dar con un lenguaje puramente cinematográfico que nos
apartara de la momificación de la pieza filmada, que capturara otra energía
también puramente cinematográfica.
Así, con tres, a veces
con cuatro cámaras trabajando sin parar y gastando miles de metros de celuloide,
montamos la producción como si fuera un combate de boxeo. Las cámaras avanzaban
y retrocedían, se inclinaban y giraban, tratando de reproducir el movimiento
que se produce en la cabeza del espectador, intentando simular su experiencia y
seguir los contradictorios estallidos de ideas y golpes bajos con los que Peter
Weiss había llenado ese manicomio. Finalmente, creo que pudimos mostrar un
punto de vista altamente subjetivo de la acción, y sólo entonces descubrí que precisamente
en esa subjetividad reside la verdadera diferencia entre el cine y el teatro.
Al dirigir la obra
para la escena no había tratado de imponer mi punto de vista sobre la obra; al contrario,
había tratado de plasmarla lo más multilateralmente posible. En consecuencia,
los espectadores tenían permanentemente la libertad de elegir en cada escena
los puntos y elementos que les resultaran de mayor interés. Por supuesto, yo
también tenía mis propias preferencias, y en el film hice lo que ningún
director de cine puede evitar: mostrar lo que ven sus propios ojos. En el teatro
hay mil espectadores viendo lo mismo al mismo tiempo con mil pares de ojos,
pero también al mismo tiempo forman parte de una visión compuesta, colectiva.
Esto es lo que hace que ambas experiencias sean tan diferentes.
Tanto en el cine como
en el teatro, el espectador es más o menos pasivo, en tanto receptor final de
una serie de impulsos y sugestiones. En el cine esto es fundamental, porque el
poder de la imagen es tan enorme que nos envuelve. Sólo es posible reflexionar
sobre lo que vemos antes o después de haber recibido la impresión, y nunca en
el mismo momento. Cuando la imagen está allí, con todo su poder, en el preciso
momento en que es recibida, no podemos pensar, sentir ni imaginar otra cosa.
En el teatro estamos físicamente
situados a una distancia fija. Pero esta distancia cambia constantemente:
apenas una de las personas en escena nos convence de que le creamos, la distancia
se reduce. Todos hemos experimentado alguna vez esa cualidad que se llama “presencia”,
una especie de intimidad. Y también se produce el movimiento contrario; cuando
la distancia se hace mayor hay algo que se relaja, que se estira; nos sentimos
algo así como más separados. La única relación teatral verdadera es igual que
la mayoría de las relaciones entre dos personas: el grado de conexión, de
involucramiento, de compromiso varía permanentemente. Por esto, el teatro nos
permite vivir experiencias siempre increíblemente potentes, y al mismo tiempo conservar
una cierta libertad. Esta doble ilusión es la base propiamente dicha de la
experiencia teatral y de la forma dramática. El cine sigue este principio en el
primer plano y en el plano largo, pero los efectos son muy diferentes.
Por ejemplo, en Marat/Sade la acción en escena evoca
continuamente imágenes adicionales que en la mente actúan como suplemento de lo
que uno ve. La imagen de los actores locos imitando escenas de la revolución la
ilustraban hasta un cierto punto, pero lo que hacían era suficientemente sugestivo
como para que la imaginación pudiera completar la escena. Tratamos de capturar este
efecto en la versión cinematográfica, y lo logramos en ciertas escenas En
determinado momento, Charlotte Corday llama a la puerta de Marat. En la versión
escénica habíamos resuelto esto de la manera más sencilla y teatral: alguien
extendía su brazo y otro ejecutaba el ruido. Carlota golpea, otra persona hace
el ruido de una puerta que se abre: puro teatro. Cuando lo filmamos, quise ver
si era posible, pese a la despiadada literalidad de la fotografía, que el espectador
tuviera esa visión doble o no. Éste es el tipo de problema que surge todo el
tiempo cuando se filma.
Algo similar sucede en
El Rey Lear. La extraordinaria fuerza
de las obras de Shakespeare puestas en escena surge del hecho de que transcurren
“en ningún lugar”. Las obras de Shakespeare no tienen ambientación. Cada vez
que se intenta, ya sea por razones estéticas o políticas, darle un marco a una
obra de Shakespeare se corre el riesgo de someterla a una imposición que
termine por empequeñecerla: las obras de Shakespeare sólo pueden vivir, cantar
y respirar en un espacio vacío.
El espacio vacío hace
que sea posible convocar ante el espectador un mundo muy complejo que contiene
todos los elementos del mundo real, y en el cual las relaciones de toda índole
-sociales, políticas, metafísicas, individuales- coexisten y se entremezclan.
Pero es un mundo creado y recreado paso a paso, palabra por palabra, gesto por
gesto, relación por relación, tema por tema, interacción entre personajes más
interacción entre personajes, a medida que la obra va desplegándose
gradualmente. En toda obra de Shakespeare es esencial tanto para el actor como para
el espectador que la imaginación de este último se halle en un estado de
constante liberación, debido a que necesita desplazarse a través de un
laberinto muy intrincado; por eso el valor del espacio vacío adquiere tanta
relevancia, porque permite al espectador que, cada dos o tres segundos, tenga
un respiro para despejar su mente y su atención. Se le propone que deje pasar
las impresiones antes que retenerlas.
Esto es algo
estrictamente análogo al principio de la televisión. La imagen y la continuidad
de la imagen en televisión son fenómenos absolutamente inseparables del
principio electrónico del retorno constante, punto por punto, a la pantalla
neutra. Si la pantalla retuviera la imagen tras seis décimas de segundo ya no
podríamos ver nada. Y esto es exactamente lo que pasa en el teatro. Frente a un
escenario completamente neutral, el espectador recibe en el lapso de un segundo
un impulso que lo lleva a situar la imagen: por ejemplo, en El sueño de una noche de verano, escucha
la palabra “bosque”. Y esa palabra es suficiente para evocar toda la escena,
proceso evocativo que debe permanecer presente y activo durante los minutos
siguientes. Llevado por una simple frase, el elemento es percibido de una sola
vez en su totalidad, y después todo se desplaza del primer plano de la mente
hacia otro nivel, donde permanece como latente y discreto elemento recordatorio
que guiará nuestra comprensión de la escena.
Esta imagen puede
luego borrársenos casi por completo hasta que, más o menos doscientos versos
más adelante, necesitamos que la imagen del bosque reaparezca. Mientras tanto
ha desaparecido, liberando el espacio que ocupaba en nuestra mente, para que
puedan recaer en él impresiones de diferente orden: por ejemplo, introspecciones
y reflexiones sobre pensamientos y sentimientos que están ocultos bajo la
superficie. Con el cine, el fenómeno es totalmente diferente. Aquí uno se halla
en lucha permanente con el problema de la importancia excesiva de la imagen, que
es siempre invasora y cuyos detalles permanecen en el plano mucho después de
que su necesidad dramática haya desaparecido. Si tenemos, por ejemplo, una escena
de diez minutos en un bosque, nunca más podremos librarnos de los árboles.
Por supuesto hay “equivalentes”
fílmicos: tenemos el montaje o el empleo de focos que detallan el primer plano
y dejan el resto fuera de campo, pero aun así no es lo mismo. La realidad de la
imagen le da al film su gran poder, y su limitación. En el caso de un film
sobre una obra de Shakespeare hay un problema agregado: debe establecerse una
relación entre dos ritmos. El ritmo de las obras de Shakespeare es el ritmo de
las palabras; un ritmo que comienza con la primera oración y continúa hasta el
final, y que exige ser variado y sostenido constantemente, lo cual es muy
diferente del flujo y reflujo de imágenes que constituye el principio básico
del film. Hacer que estos dos ritmos coincidan no es tarea fácil; en realidad,
resulta casi imposible. El mismo problema surge cuando se intenta filmar una
ópera. Y digo casi imposible porque, en ciertos momentos de gracia, se logra
rozar someramente ese ideal.
(Extraído de Más allá
del espacio vacío: Escritos sobre teatro, cine y ópera. 1947-1987
Alba Editorial,
Barcelona, 2001
Trad. Eduardo Stupía)
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