por Susan
Sontag
Los cien
años del cine parecen asemejarse a un ciclo vital: el inevitable nacimiento, la
firme acumulación de glorias, y el comienzo, en la última década, de un declive
ignominioso e irreversible. No es que ya no puedan esperarse nuevas películas a
las cuales admirar. Pero dichas películas no sólo deben ser excepciones –eso
ocurre con los grandes logros en cualquier disciplina artística. Deben ser
verdaderas violaciones de las normas y prácticas que hoy en día gobiernan la
realización cinematográfica en cualquier lugar del mundo capitalista (y del
aspirante a serlo), es decir, en todas partes. Y las películas ordinarias,
hechas puramente con fines de entretenimiento (es decir, comerciales) son
increíblemente tontas; la gran mayoría fracasa estruendosamente en seducir a la
audiencia a la que están cínicamente dirigidas. Como la finalidad de una
película es ahora, más que nunca, convertirse en un logro único, el cine
comercial ha establecido una política de realización cinematográfica carente de
originalidad; un descarado arte combinatorio o recombinatorio, con la esperanza
de reproducir éxitos del pasado. El cine, alguna vez anunciado como el arte del
siglo XX, parece ser ahora, cuando el siglo cierra numéricamente, un arte
decadente.
Tal vez
no sea el cine el que se terminó, sino sólo la cinefilia –que es el nombre de
ese tipo de amor específico que el cine inspiraba. Cada arte cría sus
fanáticos. El amor que inspiraba el cine, sin embargo, era especial. Había
nacido de la convicción de que el cine era un arte como ningún otro:
quintaesencialmente moderno; particularmente accesible; poético y misterioso y
erótico y moral, todo al mismo tiempo. El cine tenía apóstoles. (Era como la
religión). El cine era una cruzada. Para los cinéfilos, las películas lo contenían
todo. El cine era tanto el libro del arte como el libro de la vida.
Como
muchos han notado, el comienzo de la realización cinematográfica hace cien años
fue, convenientemente, un doble comienzo. Alrededor del año 1895 se hacían dos
tipos de películas, dos modos de lo que el cine podría ser parecían emerger: el
cine como transcripción de la vida real no escenificada (los hermanos Lumière),
y el cine como invención, artificio, ilusión, fantasía (Méliès). Pero esta
oposición no es verdadera. El punto es que, para esas primeras audiencias, la
transcripción de la realidad más banal –los hermanos Lumière filmando La llegada de un tren a la estación de la
Ciotat– era una experiencia fantástica. El cine comenzó como un asombro, el
asombro de que la realidad podía ser transcripta con tanta inmediatez. Todo el
cine es un intento de perpetuar y reinventar esa sensación de asombro.
Todo el
cine comienza con ese momento, hace cien años, cuando el tren llegó a la
estación. La gente se apropió de las películas, en el preciso instante en que
el público gritó de excitación, en realidad subyugado, mientras el tren parecía
moverse hacia ellos. Hasta que el advenimiento de la televisión vació las salas
cinematográficas, era con una visita semanal al cine que aprendías (o intentabas
aprender) cómo caminar, fumar, besar, pelear, entristecerte. Las películas te
daban pistas sobre cómo ser atractivo. Por ejemplo: luce bien vestir un
impermeable incluso cuando no llueve. Pero lo que sea que te llevaras a casa
era sólo parte de la experiencia mayor de sumergirte en vidas que no eran la
tuya; el deseo de perderte en las vidas… rostros, de otras personas. Es esta
una forma del deseo mayor y más inclusiva encarnada en la experiencia
cinematográfica. Aún mayor que aquello de lo que pudieras apropiarte para vos
mismo, era la experiencia de rendirte, de ser transportado por lo que estaba en
la pantalla. Querías ser raptado por la película – y ser raptado era ser
abrumado por la presencia física de la imagen. La experiencia de “ir al cine” era
parte de eso. Ver una gran película en televisión no es haber visto realmente
esa película. No es sólo la cuestión de las dimensiones de la imagen: la
disparidad entre una imagen más-grande-que-vos en el cine y la pequeña imagen
en una caja, en tu casa. Las condiciones en que se presta atención en un
espacio doméstico son radicalmente irrespetuosas con el cine. Ahora que una
película ya no tiene un tamaño estándar, las pantallas caseras pueden ser tan
grandes como las paredes de un living o un dormitorio. Pero seguís estando en
un living o un dormitorio. Para ser raptado, tenés que estar en una sala
cinematográfica, sentado en la oscuridad entre extraños anónimos.
Ningún
período de duelo podrá revivir los desaparecidos rituales –eróticos,
ruminativos– de la sala oscurecida. La reducción del cine a imágenes agresivas,
y la manipulación sin principios de las imágenes para que atrapen más la
atención (montaje más y más veloz), produjo un cine desencarnado y liviano, que
no demanda la atención total de nadie. Las imágenes aparecen ahora en cualquier
tamaño y en una variedad de superficies: en la pantalla de un cine, en las
paredes de una discoteca y en megapantallas colgantes en estadios deportivos.
La pura ubicuidad de las imágenes en movimiento ha socavado sin cesar los
estándares que la gente tenía tanto para el cine como arte, como para el cine
como entretenimiento popular.
En los
primeros años no había, esencialmente, ninguna diferencia entre estas dos
formas. Y todas las películas del período mudo –desde las obras maestras de
Feuillade, D. W. Griffith, Dziga Vertov, Pabst, Murnau y King Vidor, hasta los
melodramas y comedias más formulaicos– tienen un nivel artístico muy alto,
comparadas con casi todo lo que estaba por venir. Con la llegada del sonido, la
creación de la imagen perdió mucho de su brillo y poesía, y los estándares
comerciales se estrecharon. Esta manera de hacer películas –el sistema de
Hollywood– dominó la realización cinematográfica por alrededor de 25 años
(aproximadamente desde 1930 hasta 1955). Los directores más originales, como
Erich von Stroheim y Orson Welles, fueron derrotados por el sistema y
eventualmente terminaron exiliados artísticamente en Europa –donde estaba
llevándose a cabo más o menos el mismo sistema destructor-de-calidad, con
presupuestos más bajos; sólo en Francia se produjo, durante este período, un
gran número de películas magníficas. Luego, a mediados de los 50, ideas
vanguardistas arraigaron nuevamente, enraizadas en la idea del cine como un
oficio, de la cual fueron pioneras las películas italianas del período de
posguerra. Se realizó una cantidad deslumbrante de películas originales y
apasionadas, de la más alta seriedad.
Fue en
este momento específico de los cien años de historia del cine que ir a ver
películas, pensar en las películas y hablar de las películas, se convirtió en
una pasión entre estudiantes universitarios y otros jóvenes. Te enamorabas no
sólo de los actores sino del cine en sí mismo. La cinefilia se hizo visible
primero en la Francia de los 50: su foro fue la legendaria revista de cine Cahiers du Cinéma (seguida por revistas
similarmente fervientes en Alemania, Italia, Gran Bretaña, Suecia, los Estados
Unidos y Canadá). Sus templos, a medida que la cinefilia se expandía por Europa
y las Américas, eran las muchas cinematecas y clubs especializados en películas
del pasado y retrospectivas de directores que surgieron de pronto. Los 60 y
primeros 70 fueron la era febril de ir al cine, con el cinéfilo de tiempo
completo esperando siempre encontrar un asiento lo más cercano posible a la
gran pantalla, idealmente en la tercera fila al centro. “Uno no puede vivir sin
Rossellini”, declara un personaje de Antes
de la revolución (1964), de Bertolucci –y lo dice en serio.
Durante
alrededor de quince años aparecían obras maestras todos los meses. Qué lejana
parece ahora esa era. Claro que siempre hubo un conflicto entre el cine como
industria y el cine como arte, el cine como rutina y el cine como experimento.
Pero el conflicto no era tan grande como para hacer imposible la realización de
películas maravillosas, a veces dentro y a veces fuera del cine mainstream. Ahora la balanza se ha
inclinado decisivamente a favor del cine como industria. El gran cine de los 60
y los 70 ha sido meticulosamente repudiado. Ya en los 70 Hollywood estaba
plagiando e interpretando banalmente las innovaciones narrativas y de montaje
de nuevas películas europeas exitosas y de las siempre marginales películas
americanas independientes. Después llegó el aumento catastrófico de los costos
de producción de los 80, que aseguró la reimposición mundial de los estándares
industriales de realización y distribución de películas de manera mucho más
coercitiva, esta vez a una escala realmente global. Costos de producción
elevados significaban que una película tenía que hacer mucho dinero de
inmediato, en el mes de su estreno, si quería ser rentable –una tendencia que
favorecía a las superproducciones respecto de las películas de bajo
presupuesto, aunque la mayoría de las superproducciones eran fracasos y siempre
había un par de películas “pequeñas” que sorprendían a todo el mundo por su
encanto. La duración de las películas en cartelera se hizo más y más corta
(como la vida en los estantes de los libros en las librerías); muchas películas
fueron diseñadas para estrenarse directamente en video. Los cines continuaron
cerrándose –muchas ciudades ya ni siquiera tienen uno– a medida que las
películas se convirtieron, principalmente, en uno de los muchos
entretenimientos caseros creadores de hábitos.
En este
país (EE.UU.) la disminución de
expectativas de calidad y la inflación de expectativas por el lucro hicieron
virtualmente imposible que directores americanos artísticamente ambiciosos,
como Francis Ford Coppola y Paul Schrader, trabajaran a su mejor nivel. En
otros países, el resultado puede verse en el melancólico destino de algunos de
los mayores directores de las últimas décadas. ¿Qué lugar hay hoy para un
inconformista como Hans-Jürgen Syberberg, que directamente dejó de hacer
películas, o para el gran Godard, que ahora hace películas sobre la historia
del cine, en video? Consideremos otros casos. La internacionalización del
financiamiento y por lo tanto de los elencos resultó desastrosa para Andrei
Tarkovsky en las últimas dos películas de su estupenda (y trágicamente
abreviada) carrera. ¿Y cómo va a encontrar Aleksandr Sokurov el dinero para
continuar haciendo sus sublimes películas, bajo las rudas condiciones del
capitalismo ruso?
Previsiblemente,
el amor por el cine ha empalidecido. A la gente le sigue gustando ir al cine, y
a algunas personas todavía les importa y esperan algo especial, necesario, de
una película. Y todavía se siguen haciendo películas maravillosas: Naked de Mike Leigh, L’america de Gianni Amelio, Fate de Fred Kelemen. Pero es difícil
que vuelvas a encontrar, al menos entre los jóvenes, ese distintivo amor
cinéfilo, que no es simplemente amor por las películas, sino un determinado
gusto por el cine (basado en un vasto apetito por ver y rever todo lo que se
pueda de su glorioso pasado). La cinefilia en sí misma se encuentra bajo
ataque, como algo extraño, anticuado, snob. Porque la cinefilia implica que las
películas son experiencias únicas, irrepetibles, mágicas. La cinefilia nos dice
que la remake hollywoodense de Sin aliento, de Godard, no puede ser tan
buena como la original. La cinefilia no tiene lugar en la era de las películas
hiperindustriales. Porque la cinefilia no puede, por el amplio rango y
eclecticismo de sus pasiones, dejar de patrocinar la idea de que una película
es, antes que nada, un objeto poético; y no puede dejar de incitar a aquellos
que se encuentran fuera de la industria cinematográfica, como pintores y
escritores, para que también hagan películas. Es precisamente esta noción la
que fue derrotada.
Si la
cinefilia está muerta, entonces las películas también lo están… no importa
cuántas películas, incluso muy buenas, se sigan haciendo. Si el cine puede ser
resucitado, sólo será a través del nacimiento de un nuevo tipo de amor por él.
Publicado originalmente en The New York Times, 25 de febrero, 1996
Trad.: Álvaro Bretal
Foto: Naked (Mike Leigh, 1993)
Foto: Naked (Mike Leigh, 1993)
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