Hay muchas personas que se instalan ahí. Que convierten su
vida, el resto de sus vidas, en eso. En hablar de cine, en ver cine, en leer
sobre cine, en escribir sobre cine, incluso en hacer cine. De hecho, es
probable que para ser una eminencia, en eso o en cualquier cosa, sea
imprescindible esa dedicación absoluta con un punto obsesivo. Y estoy seguro de
que muchas de esas personas son inmensamente felices así. Yo no pude. Llegó un
momento en que comencé a sentir que me estaba perdiendo personas maravillosas
solo porque eran ajenas a ese entorno; que todas aquellas ficciones
extraordinarias y fascinantes estaban construyendo en torno mío una especie de
muro asfixiante que me alejaba de la realidad que vivía el 99% del resto del
mundo; que comenzaba a hablar un lenguaje, incluso, que solo un círculo muy
cerrado de personas entendía; que la acumulación de imágenes y lecturas sobre
las películas comenzaba a estragar la frescura de las propias películas,
convirtiéndolas en mero objeto de disección, en una especie de materia muerta
esperando la autopsia; que la endogamia propia de quien recibe estímulos de
fuentes muy limitadas (un grupo reducido de personas, un grupo reducido de
contextos) estaba empobreciendo no solo mi capacidad de análisis de la
realidad, sino también mi capacidad de análisis del propio cine, muchas veces
afectada ya por tediosos lugares comunes; que, en fin, lo que empezó siendo una
fuente de placer inmenso y un cielo abierto a un nuevo mundo, estaba corriendo
el riesgo de convertirse en una pequeña cárcel que me aislaba de ese mismo mundo. -Enrique Pérez Romero
(texto completo acá)
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