por Estrella De Diego
En 1965, Joseph Kosuth
exhibía una obra que iba a cambiar el desarrollo de los acontecimientos: Uno y tres martillos —o Una y tres sillas— mostraba la foto, el
martillo físico y su definición en el diccionario, dejando claro el final de
las jerarquías y la idea de cómo junto a los productos —las típicas obras de
arte tradicionales que se exponen imperturbables en los museos— iban
apareciendo los procesos, piezas que se transformaban en el acto mismo de
existir; trabajos inestables, cambiantes. Mutantes, incluso, como la
instalación. Eran trabajos que debían inventarse cada vez, igual que ocurre con
esa cama de Tracey Emin que ha festejado su aniversario —15 años desde que se
expuso y saltó a la fama— en la Tate de Londres.
Las cosas han cambiado
mucho desde entonces: la crisis sentimental a la cual aludía la cama rodeada de
botellas de vodka, colillas y un test de embarazo es ya parte de su pasado,
reconoce la artista inglesa. No obstante, Mi
cama sigue manteniendo la actualidad —o más bien la atemporalidad— de toda
obra de arte. Y, pese a todo, la pregunta surge insidiosa: ¿se puede
reconstruir el caos? ¿Es lícito reconstruir estéticamente lo que surge como
desecho? ¿Qué se debe custodiar en los almacenes del museo en el caso de este
tipo de obras que a veces se degradan o hasta se pudren?
Sobre todo, ¿qué
pasará cuando Emin ya no esté aquí para decir a los conservadores si ésas son
las colillas y los desechos adecuados para su instalación? ¿Basta con las
instrucciones, por muy precisas que sean? ¿Es lícito reconstruir, por ejemplo,
una pieza del belga Broodthaers —a veces con objetos degradables que hay que
reponer en cada nueva instalación— cuando él no está para precisar las
instrucciones y dar el visto bueno? ¿Basta con la mirada hegemónica del
comisario, el conservador o el director de museo que dictan cómo volver a
contar el relato de cada obra mutante? ¿Aspiraba de verdad el autor a su
desaparición? Es un tema crucial, me parece, que pocas veces se plantea en
serio: ¿es lícito recomponer una pieza instalada y creada para un espacio en
otro diferente cuando el autor no está ahí para dirigir el proceso? ¿No forma
acaso parte de las trampas del arte contemporáneo? ¿Dónde ha ido a parar la
autoría en todo este proceso, además?
Bien es cierto que
después de Foucault y Barthes, la autoría como se entendió en otros tiempos
forma parte de las historias del pasado. No en vano, en ¿Qué es un autor?, Foucault dice que no quiere que le pregunten
quién es, ni que le pidan que sea siempre el mismo, pues escribe para perder su
identidad, para ser otro en el acto mismo de estar escribiendo: “En la
escritura, la cuestión no es manifestar o exaltar el acto mismo de escribir, no
es tampoco apresar al sujeto dentro del lenguaje; se trata, más bien, de crear
un espacio en el cual el sujeto que escribe está desapareciendo sin tregua”.
Es un poco el
maravilloso juego propuesto por Sol LeWitt, quien pensó sus obras para ser
ejecutadas por otros, ya que para él lo importante no era la realización
física. El artista debía desaparecer como autor en la propia ejecución, y la
autoría tradicional se quebraba, se fracturaba, se cancelaba. Pese a todo, las
instrucciones de los bellos dibujos en la pared —frágiles y evanescentes— de
Sol LeWitt son tan precisas que no hay margen de error: es el autor que se
cancela como parte del proceso creativo. Sus preciosos dibujos se pueden ver en
la Fundación Botín de Santander, una muestra que en los momentos más delicados,
dibujos sobre las paredes hechos por artistas locales, nos hace reflexionar
sobre el artista que aspira a dejar de ser autor.
(Publicado en El País de Madrid, setiembre 4, 2015)
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