George Orwell
La sala era pequeña y
bastante lúgubre. Ya conocen ustedes estos sitios. Paredes de madera de pino,
techo de hierro ondulado y la suficiente corriente de aire como para dejarse el
abrigo puesto. Los pocos asistentes estábamos sentados en la zona iluminada alrededor
del estrado, con unas treinta filas de sillas vacías detrás de nosotros. Y los
asientos de todas las sillas estaban llenos de polvo. En el estrado, detrás del
conferenciante, había una gran cosa cuadrada, envuelta en un paño, que podía
haber sido un enorme ataúd bajo un paño mortuorio, y que en realidad era un
piano. Al principio, yo no escuchaba con mucha atención. El conferenciante
parecía un don nadie, pero era un buen orador. Tenía la cara pálida, los labios
móviles y la voz cascada de las personas que hablan mucho. Como es lógico,
hablaba de Hitler y de los nazis. Yo no tenía demasiadas ganas de escucharle
—el News Chronicle traía las mismas
cosas cada mañana—, pero su voz me llegaba como una especie de br-br-br, y de
vez en cuando una frase aislada captaba mi atención.
—… bestiales atrocidades… odiosas
manifestaciones de sadismo… porras de goma… campos de concentración… vergonzosa
persecución de los judíos… oscurantismo… civilización europea… actuar antes de
que sea demasiado tarde… indignación de todos los pueblos civilizados… alianza
de las naciones democráticas… actitud firme… defensa de la democracia…
democracia… fascismo… democracia… fascismo… democracia…
Ya conocen ustedes el disco. Estos tipos
pueden hacerlo durar horas y horas. Es igual que un gramófono. Se da vuelta a
la manivela, se aprieta el botón y se pone en marcha: democracia, fascismo,
democracia… Pero en cierta manera me interesaba observarle. Un hombrecito de
aspecto insignificante, de cara pálida y cabeza calva, sentado en un estrado
soltando consignas. ¿Qué está haciendo? De manera totalmente abierta y
deliberada, está suscitando odio. Está haciendo todo lo que puede para hacernos
odiar a unos extranjeros llamados fascistas. Qué raro, pensé, ser conocido como
«el señor Fulano, el conocido antifascista». Extraña profesión, el
antifascismo. Me imagino que este hombre se gana la vida escribiendo libros
contra Hitler. Pero ¿qué hacía antes de que Hitler subiese al poder? ¿Y qué
hará si Hitler desaparece algún día? Claro que la misma pregunta se puede hacer
hablando de los médicos, los detectives, los cazarratas, etcétera. La voz
cascada seguía sonando, y me di cuenta de una cosa. Hablaba con convencimiento.
No estaba fingiendo en absoluto; sentía cada una de las palabras que
pronunciaba. Estaba tratando de despertar odio en el auditorio, pero aquello no
era nada comparado con el odio que sentía él mismo. Cada consigna era el
evangelio para él. Si se le abría en canal, todo lo que se le encontraría
dentro sería democracia-fascismo-democracia. Debe de ser interesante conocer a
un individuo así en la vida privada. Pero ¿tiene vida privada? ¿O se dedica
sólo a ir de estrado en estrado levantando odio? Quizá incluso sueña con
consignas.
en Subir a por aire