sábado, 4 de septiembre de 2021

Arbitraria

 

por Leila Guerriero

 No tienen por qué saberlo: soy periodista y, a veces, otros periodistas me llaman para conversar. Y, a veces, me preguntan si podría dar algún consejo para colegas que recién empiezan. Y yo, cada vez, me siento tentada de citar la primera frase de un relato de la escritora estadounidense Lorrie Moore, llamado “Cómo convertirse en escritora”, incluido en su libro Autoayuda: “Primero, trata de ser algo, cualquier cosa pero otra cosa. Estrella de cine/astronauta. Estrella de cine/misionera. Estrella de cine/maestra jardinera. Presidente del mundo. Es mejor si fracasas cuando eres joven –digamos, a los catorce.» Pero no lo hago porque no es eso lo que verdaderamente pienso y porque, en el fondo, dar consejos es oficio de soberbios. Entonces, cuando me preguntan, digo: no, ninguno, nada.

Pero hoy es abril y ha sido un buen día. Hice una entrevista con una mujer a quien voy a volver a ver en dos semanas y varios llamados telefónicos que dieron buenos resultados. Compré frutas, conseguí un estupendo curry en polvo. Hay nardos en los floreros de la cocina. Corrí al atardecer. Me siento leve, un poco feroz, arbitraria. De modo que, si hoy me preguntaran, les diría: corran.

Les diría: sientan los huesos mientras corren como sentirán después las catástrofes ajenas: sin acusar el golpe. Aguanten, les diría. Pasen por las historias sin hacerles daño (sin hacerse daño). Sean suaves como un ala, igual de peligrosos. Y respeten: recuerden que trabajan con vidas humanas. Respeten.

Escuchen a Pearl Jam, a Bach, a Calexico. Canten a gritos canciones que no cantarían en público: Shakira, Julieta Venegas, Raphael. Vayan a las iglesias en las que se casan otros, sumérjanse en avemarías que no les interesan: expónganse a chorros de emoción ajena.

Sean invisibles: escuchen lo que la gente tiene para decir. Y no interrumpan. Frente a una taza de té o un vaso de agua, sientan la incomodidad atragantada del silencio. Y respeten.

Sean curiosos: miren donde nadie mira, hurguen donde nadie ve. No permitan que la miseria del mundo les llene el corazón de ñoñería y de piedad.

Sepan cómo limpiar su propia mugre, hacer un hoyo en la tierra, trabajar con las manos, construir alguna cosa. Sean simples, pero no se pretendan inocentes. Conserven un lugar al que puedan llamar “casa”.

Tengan paciencia porque todo está ahí: sólo necesitan la complicidad del tiempo. Aprendan a no estar cansados, a no perder la fe, a soportar el agobio de los largos días en los que no sucede nada.

Maten alguna cosa viva: sean responsables de la muerte. Viajen. Vean películas de Werner Herzog. Quieran ser Werner Herzog. Sepan que no lo serán nunca.

Pierdan algo que les importe. Ejercítense en el arte de perder. Sepan quién es Elizabeth Bishop.

Equivóquense. Sean tozudos. Créanse geniales. Después aprendan.

Tengan una enfermedad. Repónganse. Sobrevivan. Quédense hasta el final en los velorios. Tomen una foto del muerto. Tengan memoria, conserven los objetos. Resístanse al deseo de olvidar.

Cuando pregunten, cuando entrevisten, cuando escriban: prodíguense. Después, desaparezcan.

Acepten trabajos que estén seguros de no poder hacer, y háganlos bien. Escriban sobre lo que les interesa, escriban sobre lo que ignoran, escriban sobre lo que jamás escribirían. No se quejen.

Contemplen la música de las estrellas y de los carteles de neón.

Conozcan esta línea de Marosa di Giorgio, uruguaya: “Los jazmines eran grandes y brillantes como hechos con huevos y con lágrimas.”

Vivan en una ciudad enorme.

No se lastimen.

Tengan algo para decir.

Tengan algo para decir.

Tengan algo para decir.

 

Revista “Sábado”, El Mercurio, Chile, abril 2011

sábado, 30 de enero de 2021

Cosas serias


[De] de todos los grandes momentos de [Fred] Astaire, éste [de Follow the Fleet, 1936] quizá sea el que tenga el motivo más extraño. Como preludio a la danza, asistimos al breve drama en que, tras perder mucho dinero en el juego, sale del casino y mientras camina con una pistola en la mano, con la que planea volarse los sesos, ve a una mujer con un vestido de noche subiendo a un parapeto; la agarra antes de que llegue a saltar, arroja su pistola y entonces comienza el número de canto y baile. Así descrito ese momento, desprendido de nuestra experiencia de él, podemos preguntarnos cómo pueden hacer todo eso sin morirse de risa. Sin embargo, cuando vivimos la experiencia de ese momento, o cuando recordamos momentos similares, sabemos que Astaire ha reflexionado como nadie en aquello que constituye la motivación de la danza, en aquello que proporciona sus ocasiones; por eso, quizá lo mejor sea que reflexionemos un poco más sobre el presente caso.

El breve drama de apertura, donde las acciones musicalizadas no son ni habladas ni cantadas ni bailadas, evoca la condición del mimo, aquello que los isabelinos llamaban “pantomima” o “espectáculo mudo” (dumb-show), como aquel al cual recurren los actores en la obra dentro de la obra de Hamlet, quienes interpretan su escena en silencio antes de recitar sus papeles. Si consideramos este preludio o esta invitación a la danza no danzada como una suerte de profecía o parábola de la comprensión que tiene Astaire de su manera de bailar, es posible concebir que de tal modo proclama que el objetivo de la danza es sustraernos, no a la vida, sino a la muerte. Aunque la idea de sustraerse a la vida sea una concepción de la danza y de la comedia, y presumo que del arte en general, más corriente que la idea expresada por Astaire en la que la danza salva de la muerte, no es por ello menos metafísica. La concepción de Astaire, según la cual la danza consiste en entrar en pista, como respuesta a esa vida de consecuencias inexorables que resultan ser las consecuencias de placeres desesperados, esa concepción sería, pues, la traducción concreta de aquello que quería decir un pensador como Nietzsche cuando habla de la danza (por ejemplo, cuando Zaratustra nos conjura con estas palabras: “Levantad vuestros corazones, hermanos míos, ¡arriba!, ¡más arriba! ¡Y no me olvidéis tampoco las piernas! Levantad también vuestras piernas, vosotros buenos bailarines”), algo que debe de haber aprendido, creo yo, entre otras cosas, de Emerson, en un pasaje como el que sigue (extraído de otro ensayo de la primera serie de los Ensayos de Emerson): “Todo cuanto creíamos bien establecido tiembla y se estremece; y las literaturas, las ciudades, los climas, las religiones abandonan sus fundamentos y bailan ante nuestros ojos”. ¿Acaso un número de baile de Fred Astaire y Ginger Rogers proyectado en una pantalla puede tener tal calidad? Hablamos aquí de cosas serias. Stanley Cavell, El cine ¿puede hacernos mejores?

jueves, 28 de enero de 2021

La mentira

Los políticos no mienten porque no están obligados a decir la verdad. Su misión no se basa en la sinceridad. Hasta les es lícito traicionar. La política es así, a quien no le gusta debería dedicarse a otra cosa. Los que mienten son los intelectuales, los académicos, la gente de la cultura, que tienen una relación "con la verdad". No es que poseen la verdad como una perla en una ostra, sino que deberían decir lo que piensan, lo que ven, no esconder el bulto, ni disimular, sino que, por el contrario, por definición de su oficio buscar la confrontación, el desafío de lo inesperado, la batalla que proponen los enigmas, auscultar el silencio que se custodia, proponerse la superación que impone el obstáculo. Hablamos de una palabra "auténtica". Por eso los intelectuales son muy ambiciosos, y necesarios en toda sociedad sometida al proceso de sacralización custodiado por la casta sacerdotal y los comisarios culturales. —Tomás Abraham, La lechuza y el caracol

Postsexo

Cuando ibas a una librería o una tienda de discos o un cine o un quiosco, te tomabas cierto tiempo y dedicabas una mayor cantidad de esfuerzo y atención a las diversas expediciones de la que invertirías en presionar unas cuantas teclas, esfuerzo y atención que iban ligados a un empeño más profundo de conectar con el LP, el libro, la película, la pornografía. Albergabas un hondo interés por disfrutar de la experiencia porque habías invertido en ella y, por lo mismo, tenías más probabilidades de encontrarla gratificante. La idea de dejar un libro después de leer cinco páginas en el Kindle, apagar una película a los diez minutos de comprarla en Apple o no escuchar entera una canción en Spotify era impensable: ¿por qué abandonar después de haber conducido hasta el Sherman Theater de Ventura Boulevard, la Crown Books en Studio City, Tower Records en Sunsent o el kiosco de Laurel Canyon? Pero ¿qué pasa cuando las cosas están disponibles casi automáticamente, cuando una novela o una canción o una película o cinco mujeres desnudas o una mujer desnuda en plena orgía con cinco tipos bien dotados están solo a un clic de distancia? Cuando el desnudo y la idea de gratificación sexual devienen tan rutinarios que puedes ligarte a alguien al instante y ver fotos de esa próxima pareja sexual desnuda en cuestión de segundos, un intercambio tan trivial como pedir un libro por Amazon o descargarte un nuevo lanzamiento en Apple, entonces esa ausencia de inversión convierte todo en lo mismo. Si todo está disponible sin esfuerzo ni cierto dramatismo, ¿a quién le importa si te gusta o no? Y la excitación trepidante, el suspense, del esfuerzo que una vez dedicaste a encontrar imaginería erótica ahora se ha perdido por la facilidad de acceso, que de hecho ha modificado nuestra vivencia de la expectación. Aquella era analógica poseía un romanticismo, un ardor, una otredad del que carece la era digital postimperial cuando en última instancia todo parece de usar y tirar. —Bret Easton Ellis, Blanco

 (gracias G.A.)