Cuando ibas a una librería o una tienda de discos o un cine o un quiosco, te tomabas cierto tiempo y dedicabas una mayor cantidad de esfuerzo y atención a las diversas expediciones de la que invertirías en presionar unas cuantas teclas, esfuerzo y atención que iban ligados a un empeño más profundo de conectar con el LP, el libro, la película, la pornografía. Albergabas un hondo interés por disfrutar de la experiencia porque habías invertido en ella y, por lo mismo, tenías más probabilidades de encontrarla gratificante. La idea de dejar un libro después de leer cinco páginas en el Kindle, apagar una película a los diez minutos de comprarla en Apple o no escuchar entera una canción en Spotify era impensable: ¿por qué abandonar después de haber conducido hasta el Sherman Theater de Ventura Boulevard, la Crown Books en Studio City, Tower Records en Sunsent o el kiosco de Laurel Canyon? Pero ¿qué pasa cuando las cosas están disponibles casi automáticamente, cuando una novela o una canción o una película o cinco mujeres desnudas o una mujer desnuda en plena orgía con cinco tipos bien dotados están solo a un clic de distancia? Cuando el desnudo y la idea de gratificación sexual devienen tan rutinarios que puedes ligarte a alguien al instante y ver fotos de esa próxima pareja sexual desnuda en cuestión de segundos, un intercambio tan trivial como pedir un libro por Amazon o descargarte un nuevo lanzamiento en Apple, entonces esa ausencia de inversión convierte todo en lo mismo. Si todo está disponible sin esfuerzo ni cierto dramatismo, ¿a quién le importa si te gusta o no? Y la excitación trepidante, el suspense, del esfuerzo que una vez dedicaste a encontrar imaginería erótica ahora se ha perdido por la facilidad de acceso, que de hecho ha modificado nuestra vivencia de la expectación. Aquella era analógica poseía un romanticismo, un ardor, una otredad del que carece la era digital postimperial cuando en última instancia todo parece de usar y tirar. —Bret Easton Ellis, Blanco
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