por Gonzalo Curbelo
Las
primeras luchas intestinas en el feminismo (o al menos las primeras
documentadas) datan de hace ya más de un siglo, cuando las suffragates británicas se dividieron amargamente entre quienes
consideraban que había que interrumpir su campaña de desobediencia civil y
atentados moderados para colaborar con el esfuerzo nacional en la Primera Guerra
Mundial -lo que hicieron sumándose a la campaña de las plumas blancas, con la
que se buscaba humillar públicamente a los hombres que por motivos ideológicos o
conveniencia no se sumaban al frente- y quienes sostenían que su lucha era más
importante que un conflicto entre naciones y que no se la podía interrumpir estando
tan cerca de sus objetivos. En rigor no hay por qué atribuirle al feminismo un
espíritu más divisivo que el de cualquier otro movimiento ideológico
progresista -alcanza con confrontar la historia del socialismo desde sus
primeros pasos-, pero lo cierto es que dista muchísimo de la hegemonía que suponen
sus observadores externos, impresión en la que se basan muchas generalizaciones
que ni remotamente comprenden a la mayor parte del feminismo.
Estas
divisiones se profundizaron durante la llamada Segunda Ola del feminismo, que
comprende un período que puede establecerse entre la re-emergencia del movimiento
a mediados de los años 60 y el fracaso de la aprobación de la Enmienda de
Igualdad de Derechos en 1982 (Equal
Rights Amendment, también conocida como ERA), que significó un duro golpe
para el feminismo radicalizado de la década anterior, que la había tenido como
objetivo principal en momentos en que el movimiento comenzaba a agrietarse
entre las facciones que remarcaban las diferencias entre las feministas de distinta
raza, procedencia social u orientación sexual, y entre las que consideraban al
movimiento como uno de características reformistas y para quienes era una
fuerza revolucionaria.
Por
agrias que fueran estas disputas no se alcanzó el antagonismo directo hasta la
llegada en los 80 y 90 del posfeminismo de Christina Hoff-Sommers o Camille
Paglia, quienes reivindicaban muchas de las características de la femineidad de
modelo patriarcal, considerándolas rasgos propios y no impuestos por los
hombres, a la vez que estimaban como ya logrados los principales objetivos
originales del feminismo, del que se declaraban parte -bajo la denominación de “feminismo
igualitario” (en contraposición al feminismo de género)- para gran incordio y
molestia del ala más radical subsistente del feminismo revolucionario y el
Movimiento de Liberación Femenina.
Pero ni
aun así el discurso feminista, por más radical y confrontativo que fuera, había
adquirido el carácter censor y autoritario -incluso hacia el interior del
movimiento- como el que está asomando en algunos ámbitos actuales, cuando,
paradójicamente, parecería haber ampliado su base representativa para incluir
una mayor diversidad de pensamiento. Una tendencia centrada en la directa supresión
o indiferencia hacia cualquier disenso y que amenaza crear una amarga brecha
entre el feminismo actual y la generación que llevó adelante la revolución de los
años 60-70.
Suele
mencionarse como un elemento diferenciador entre el feminismo de Segunda Ola y
el de Tercera Ola -denominado por algunos “feminismo de género” por la decisiva
influencia del pensamiento sobre el género como un constructo social de la filósofa y teórica cultural Judith Butler
en el seno de éste, pero al que también se le ha denominado como feminismo
posgiro lingüístico, en relación a la importancia que le da al lenguaje y a los
códigos de lo que conocemos como políticamente correcto- que el primero era notoriamente
intelectual y académico, mientras que el segundo ha tenido más bien un rol
difusor en las capas más populares de la cultura.
Sin
embargo, es en las usinas del pensamiento académico anglosajón, aún dominadas
por la herencia del posestructuralismo y el relativismo cultural, donde el feminismo
de la Tercera Ola parece haber hecho sus trincheras más profundas y estar
preparando su artillería. El problema, para el resto del feminismo, es hacia
dónde están apuntando sus cañones.
Oídos sordos
La
expresión no platform o no platforming juega con el doble sentido
de la palabra platform (“plataforma”
o “tarima”, también usada como “programa político”) para denominar una política
de la izquierda estudiantil inglesa, promovida por la National Union of Students
(NUS, la federación de gremios universitarios de Gran Bretaña), que consiste en
no colaborar en forma alguna con la difusión de cualquier discurso político que
nos parezca aberrante. De esta forma, a quienes se aplique esta política se les
debe demostrar rechazo en cada una de sus intervenciones públicas, y ni
siquiera se les debe dar la oportunidad de mantener un debate, ya que se
considera que sus ideas son tan negativas que no hay nada que ganar en el
intercambio y que, al contrario, la mera expresión y expansión de éstas produce
un daño superior al del eventual entorpecimiento o anulación de la libertad de
expresión.
Un
recurso muy discutido ante el cual las alas más liberales de la izquierda se
han resistido siempre, pero que tuvo su origen en una circunstancia política
muy especial, cuando en los años 80 el ascenso vertiginoso del fascistoide Partido
Nacional Británico se convirtió en tema de alarma entre los estudiantes que,
además, eran regularmente hostilizados por sus integrantes. Actualmente, hay
seis organizaciones -de corte fascista o fundamentalista- vetadas por la NUS,
que plantea el boicot inmediato a la presencia de cualquiera de sus integrantes
en los ámbitos universitarios. En el último lustro esta política ha comenzado a
ser utilizada para impedir los discursos de figuras individuales, como el ex
director del Fondo Monetario Internacional Dominique Strauss-Khan y la líder de
la ultraderecha francesa Martine Le Pen, pero también se ha ampliado para
abarcar figuras polémicas del campo de la izquierda, como el director de WikiLeaks,
Julian Assange, y, últimamente, disidentes en general que sostengan un punto de
vista divergente con el de la línea mayoritaria. Es el caso del histórico activista
y símbolo de los derechos LGBT Peter Tatchell, vetado justamente por oponerse a
esta política de ostracismo, o el militante radical antirracista Nick Lowles –fundador
del movimiento Hope Not Hate (esperanza no odio)-, quien, en un gran ejemplo de
“rizar el rizo”, fue calificado de “islamófobo” por haber sido muy duro en sus críticas
a los grupos antiislamofobia que se comportaban en forma excesivamente pasiva.
Pero
donde la política de no platform
(actualmente centro de grandes polémicas en el seno de la militancia
estudiantil, que ha comenzado a rechazarla en masa por sus excesos, no obstante
se sigue aplicando) ha generado las mayores discusiones y ha sido aplicada en
forma más confrontativa y polémica ha sido en el campo del feminismo,
especialmente desde la adopción en Inglaterra de la política de safe places (lugares seguros). Ésta es una
creación de allende el Atlántico (de las universidades de Estados Unidos), en
donde cada vez más se extiende la idea de que los campus universitarios no son
lugares donde intercambiar ideas opuestas, sino exactamente lo contrario. La
teoría de los safe places sostiene
que la universidad en general debe ser una suerte de santuario en el que los
estudiantes estén a salvo de ideas o discursos que, por motivos muchas veces individuales,
les resulten perturbadores u ofensivos. Si bien en un principio los safe places eran apenas espacios
específicamente delimitados en los que se prohibía cualquier expresión grosera y
radical (ambientados, además, con una mezcla letal de infantilismo y decoración
new age), la tendencia creciente es
que los estudiantes consideren safe place
a la totalidad de los ámbitos semipúblicos de los campus universitarios, incluyendo
sus aulas, parques y salas de conferencia. Esto ha llevado a excesos risibles (para
quien no los haya sufrido), como el caso de un estudiante de una escuela de
artes de Oregon, a quien a principios de 2015 se le prohibió la entrada a
varias áreas del centro educativo porque se parecía al abusador sexual de otra estudiante,
a la que se le quería evitar el trauma de ver a alguien similar a su agresor.
En todo
caso fue el respeto a estos lugares seguros lo que se esgrimió para sugerirle a
la comediante de stand up Kate
Smurtwhaite que era mejor que no realizara el show que tenía previsto para
febrero del año pasado en la universidad de Goldsmiths (Londres), ya que estaba
planeado un piquete organizado por feministas de la institución, protestando
por su presencia. Desde hace algunos años (aunque no tanto, ya que el fenómeno
ha tenido una explosión notoria en los dos últimos) los comediantes de stand up -incluyendo a figuras tan
identificadas con la antidiscriminación como Chris Rock- se quejan de lo imposible
que se ha hecho hacer humor en las universidades, donde cada chiste parece
tener que pasar por el rasero de lo políticamente correcto y justificarse o
explicarse ante el riesgo de que quien lo realizó pueda ser rotulado como racista,
sexista u homofóbico. Pero Smurtwhaite se consideraba a salvo de todo esto; la
comediante ha adquirido renombre en los últimos tiempos más que por la
efectividad de su humor por su carácter de militante feminista radical,
participando habitualmente como tal en programas de debate televisivo y
utilizando su show como soporte habitual de su discurso de activista de género.
Sin
embargo, una de sus rutinas humorísticas, que trataba acerca del comercio
sexual, desató la ira de las feministas de Goldsmiths, quienes aparentemente no
coincidían con su idea de que sólo el consumo sexual debe ser penado y no así
la oferta, y programaron el mencionado piquete que terminó con la cancelación
del show. Irónicamente, el espectáculo preparado por Smurtwhaite no iba a
tratar en absoluto sobre prostitución, sino sobre libertad de expresión. La
noticia se conoció al mismo tiempo que un informe de la revista Spiked reveló que 80% de las
universidades inglesas había instrumentado en los últimos tiempos restricciones
a la libertad de expresión que superaban las requeridas legalmente. Y muchas de
estas restricciones se habían instaurado a solicitud de los propios
estudiantes.
El caso
de Smurtwhaite no es el único ni el más escandaloso de esta clase de
canibalismo. Julie Bindel es una de las columnistas estrella del diario The Guardian y una de las más famosas y
controvertidas feministas radicales (así como activista lesbiana), cofundadora
de Justice for Women, una organización que presta ayuda legal a las mujeres
acusadas de haber matado a sus parejas violentas. Pero Bindel, dueña de una
pluma vitriólica, escribió en 2004 un artículo en el que protestaba por el caso
de una persona trans que había sido designada como consejera en un grupo de apoyo
a mujeres violadas, argumentando que la experiencia de esa persona como mujer
era mínima y concluyendo con la frase: “No tengo problemas con los hombres que
descartan sus genitales, pero eso no los hace mujeres”. El artículo causó
controversias y las actividades públicas de Bindel fueron sujeto de protestas
por parte de la comunidad gay, haciendo que ella escribiera una nota en 2011
pidiendo disculpas en forma “irrestricta” por el contenido y tono de la
anterior. Sin embargo, la periodista siguió siendo sujeto de una campaña de no platform constante, que llegó a su
clímax cuando en 2014 su presencia en un debate con el antifeminista Milo
Yannopoulos en la Universidad de Manchester fue rechazada por las sociedades feministas
de esa universidad. Paradójicamente, la protesta fue exclusivamente contra su
presencia, y no la de Yannopoulos.
Pero el
caso que marcó un auténtico quiebre entre las representantes y epígonas de la
Segunda Ola y sus más jóvenes contrapartidas de la Tercera fue uno muy similar
al de Bindel pero que tuvo como sujeto a un personaje más notorio y con un
legajo de mayor peso histórico: la conocida feminista australiana Germaine
Greer. La legendaria autora de The Female
Eunuch (1970) ha sido una de las figuras clave del feminismo radical desde
hace más de 40 años, y de sus voceras más intransigentes, pero siempre ha sido
muy enfática en explicitar su concepción eminentemente biológica del género, y
a pesar de declararse a favor de los derechos de las personas trans y decirse
“fascinada con la intersexualidad”, ha negado desde hace años que el cambio de
género convierta a un hombre en una mujer. Invitada a dar una charla en la
universidad de Cardiff sobre “mujeres y poder”, Greer -de 76 años- se refirió
de manera irónica en una entrevista a que la millonaria Catlyn Jenner, quien
vivió 65 de sus 66 como Bruce Jenner, conocido deportista de los años 70 y
padre de seis hijos, fuera nombrado por la revista Glamour como “la mujer del año”, y volvió a reafirmar en forma tajante
sus ideas, declarando: “No creo que una mujer sea un hombre sin una pija.
Pegarme en la cabeza no me va a hacer cambiar de forma de pensar... Si no
encontrás tu ropa interior llena de sangre a los 13 años, entonces no entendés lo
que es ser una mujer”.
El tono
áspero de Greer -y seguramente haberse metido con una figura entonces intocable
e icónica como Catlyn Jenner (en los últimos meses ha caído un poco en
desgracia a causa de su apoyo a Donald Trump)- provocó que Rachael Melhuish -la
representante femenina en el gremio estudiantil de Cardiff- lanzara una
petición en Change.org requiriendo
que se cancelara la charla de la intelectual australiana en la universidad a
causa de que habría “demostrado tener visiones misóginas en relación a las
mujeres trans”, petición que fue firmada por 3.000 alumnos de la institución.
Pero en
este caso, a diferencia de Smurtwhaite y Bindel, figuras de menor relevancia
popular, la desproporción pareció evidente hasta para quienes no simpatizan con
las ideas de Greer, a quien se le pueden aplicar muchos adjetivos pero
difícilmente el de “misógina”, y a pesar del petitorio, la veterana militante
realizó su charla y repitió su punto de vista sobre la identidad genérica de
las personas trans a quien se lo preguntara.
Todos
estos casos se desarollaron en el mundo académico de Gran Bretaña, pero del
otro lado del Atlántico los puntos de vista no eran muy distintos. En enero de 2015
la compañía de teatro –dirigida por las estudiantes- del colegio de artes
femenino de Mount Holyoke (South Hadley) canceló una representación de la
emblemática obra feminista de Eve Ensler Los
monólogos de la vagina, aduciendo que la pieza, ya desde el nombre, no era
lo bastante inclusiva ni respetuosa de las mujeres trans.
El velo ilustrado
No es
éste el único tema que ha hecho colisionar -y excluir puntos de vista- en el
feminismo actual de las altas esferas educativas. Desde las tiendas del
conservadurismo o el escepticismo, se ha señalado con sorpresa y algo de sorna
lo que parece ser el más improbable de los pactos de no-agresión (más que una
alianza, como a veces se la acusa de ser), que parte del feminismo actual
parece mantener con el Islam y sus voceros. Siendo una buena parte de los
regímenes islámicos notorios por su opresión a los derechos de la mujer y a
cualquier forma de equidad de género, muchas de las actitudes y declaraciones provenientes
especialmente de las organizaciones feministas universitarias han causado
perplejidad entre muchas y muchos adherentes al movimiento y sarcasmos por
parte de sus detractores.
La base
de esta aparente tolerancia y en ocasiones colaboración con los intereses
islámicos parece ser multicausal y provenir de una cierta solidaridad entre parte
del feminismo con la cultura de sociedades a las que se considera igualmente
oprimidas por el patriarcado capitalista por motivos culturales y raciales. La proximidad
histórica entre las cátedras de estudios de género y las de estudios
poscoloniales –y sus bases teóricas comunes que combinan teoría
antiimperialista con un cierto relativismo cultural posmoderno-, así como la
coexistencia y colaboración entre los movimientos universitarios feministas con
los que combaten lo que perciben como islamofobia (estructurados en el mundo
anglosajón bajo la estricta normativa discursiva de la corrección política y
denominados -en ocasiones por voluntad propia- como social justice warriors), han generado algunos boicots y reacciones
difíciles de comprender desde tiendas propias o ajenas.
El caso
más estridente es el de Ayaan Hirsi Alí, escritora y activista somalí de origen
holandés, notoria por haber guionado el corto Sumisión (2004), película que criticaba en forma metafórica la condición
de las mujeres bajo el Islam, y por la que su director Theo Van Gogh fue
asesinado mientras que Hirsi Alí fue condenada a muerte por varias
organizaciones islámicas (incluyendo un grupo de rap), lo que la ha forzado a
vivir en la semiclandestinidad hasta el día de hoy. Negra, proveniente de uno de
los países más pobres de África, víctima de la mutilación genital religiosa y
de un matrimonio pactado entre familias, editora de una de las principales
revistas feministas de Holanda, perseguida política, defensora de la
legalización del aborto y la libertad sexual y fervorosa activista contra la
opresión femenina, se supondría que Hirsi Alí sería considerada como una
heroína del movimiento. Sin embargo, cuando la prestigiosa Universidad Brandeis
(Boston) decidió concederle un título honorario e invitarla a dar una
conferencia, se encontró no sólo con alguna previsible oposición de las organizaciones
musulmanas del colegio sino también con la de un número muy significantivo de profesores
encabezados por Karen Hansen y Dian Fox, ambas pertenecientes a la cátedra de
Estudios de Mujer y Género. Finalmente, la universidad se echó atrás,
argumentando que algunas de las pasadas declaraciones de Hirsi Alí iban a
contramano de los “valores centrales” de Brandeis y la activista no recibió ni
el título honorario ni la posibilidad de hablar en el recinto.
Similar
fue el caso de la activista de derechos humanos y feminista secular iraní
Maryam Namazie, una de las principales dirigentes en el exterior del proscripto
Partido Comunista de los Trabajadores iraní. Namazie, antigua musulmana
convertida al ateísmo e impulsora de numerosas iniciativas contra la violencia de
género, es -a diferencia de Hirsi Alí, quien siempre ha sido próxima a los
partidos de centro-derecha holandesa- una clara militante de izquierda, enemiga
simultánea del patriarcado islámico y de los grupos antiinmigratorios europeos ligados
con las ultraderechas.
En
setiembre de 2015, Namazie fue vetada por el gremio de estudiantes de la
Universidad de Warwick (Coventry), negándole la participación en una charla
sobre religión a la que había sido especialmente invitada, bajo el pretexto de
que su charla “instigaría el odio religioso”. Ante el escándalo público por la
censura, el gremio echó marcha atrás y la activista pudo realizar su
conferencia unos días más tarde sin que hubiera problemas de ninguna entidad. Pero
al ser invitada a dar una charla sobre blasfemia en la Universidad de
Goldsmiths (la misma donde la humorista Kate Smurtwhaite había sido considerada
indeseable), su exposición fue interrumpida en forma bastante violenta por un grupo
de estudiantes musulmanes (todos ellos hombres), quienes hicieron todo lo
posible para evitar la conferencia de Namazie, generando todo tipo de ruidos,
desconectando los equipos, tratándola a la iraní de “islamófoba”, insultándola y,
según algunos testigos, haciéndole gestos amenazadores, como si le apuntaran
con armas. Al otro día la organización de estudiantes feministas de Goldsmiths emitió
un comunicado acerca de los incidentes, pero en lugar de solidarizarse con la
conferencista agredida, lo hizo con los estudiantes musulmanes, argumentando que
dejar hablar a “conocidos islamófobos” sólo podía contribuir a crear un “clima
de odio”.
Los
evidentes conflictos de intereses de fondo y protocolos superficiales han
puesto en el centro del debate público tanto las políticas de no platform como la de los safe places, sirviendo incluso de excusa
a los políticos de la derecha reaccionaria que alegan que el mundo de la
enseñanza terciaria ha sido cooptado por el extremismo de la corrección
política, filosofía que parece haberse aliado con el feminismo tardío hasta
hacerse por momentos indistinguible.
En todo
caso, lo que parece estar emergiendo son dos formas de ver el mundo muy
diferentes, a pesar de compartir en teoría los mismos objetivos, y al menos una
de ellas no parece creer en que sea posible su coexistencia con la otra.
(Publicado en Incorrecta
Nº 7 / La Diaria, Marzo 31, 2016)
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