sábado, 19 de diciembre de 2015
viernes, 13 de noviembre de 2015
El jardín de los Oé
por Juan Forn
En 1994, Martha Argerich tenía que dar un concierto en Japón a dúo con
Rostropovich y le propuso tocar, entre la primera y la segunda parte del
concierto, una pieza muy breve, de menos de cinco minutos, obra de un
compositor japonés desconocido. La extrema levedad y sencillez de la pieza dejó
perplejo al exigente público japonés. Argerich explicó después que para ella
era “música pura” y que la había descubierto a través de su discípula y
protegida Akiko Ebi, quien acababa de grabar un disco entero con las breves
piezas de ese compositor desconocido. Ebi había grabado aquel disco por
influencia de su primera profesora de piano, Kumiko Tamura. La señorita Tamura
había dejado de dar clases a niños virtuosos para dedicarse por entero a un
único alumno, con el cual venía trabajando hacía más de quince años. El alumno
en cuestión era autista, epiléptico y tenía serias dificultades motrices. Su
nombre era Hikari Oé y los lectores de Japón estaban bastante familiarizados
con él porque aparecía en todos los libros de su padre, el flamante Premio
Nobel Kenzaburo Oé.
Hikari había nacido en 1963 con una hidrocefalia tan tremenda que
parecía tener dos cabezas. Su única posibilidad de vida dependía de una
operación muy riesgosa y complicada que, en el mejor de los casos, lo dejaría
con daños cerebrales irreversibles. Los médicos preferían no operar y el propio
Kenzaburo era de la misma opinión, pero su esposa le dijo que prefería
suicidarse antes que dejar morir a su único hijo. Kenzaburo debía partir a
Hiroshima, para escribir un artículo sobre los médicos que trataban a las
víctimas de la radiación. Muchos de ellos padecían los mismos síntomas que sus
pacientes. Tenían, según Oé, más motivos que nadie para dejarse morir y sin
embargo perseveraban, logrando en algunos casos resultados asombrosos.
Kenzaburo volvió y le dijo a su mujer que apoyaba su decisión. Hikari
sobrevivió a la operación pero quedó con lesiones cerebrales permanentes,
epilepsia, problemas de visión y limitaciones severas de movimiento y
coordinación. Su autismo era total hasta que la madre notó que su atención
respondía al canto de los pájaros. Kenzaburo consiguió un disco en que se oían
diversos cantos de aves y una voz masculina que los identificaba. Un año
después, mientras llevaba a su hijo en bicicleta por un parque cercano, Hikari
pronunció su primera palabra: “Avutarda”, dijo al oír el canto de un pájaro.
Había memorizado los setenta cantos distintos de aquel disco. Lo mismo le
pasaba con la música: cuando oía un fragmento de Mozart (la música favorita de
su madre) era capaz de identificarla al instante por su número Kochel.
Así hace su entrada la profesora Tamura en la vida de Hikari. Al
principio se limitaba a mostrarle melodías sencillas en el piano, que él
pudiera repetir con un dedo, pero el interés de Hikari por esas lecciones
(esperaba a su maestra en la puerta de la casa con un reloj despertador en la
mano) y sus sorprendentes progresos hicieron que la señorita Tamura fuese
abandonando sus otros alumnos y se dedicara por completo a él. De a poco logró
que cada uno de los dedos de Hikari trabajara en forma separada y pudiera
encarar progresiones armónicas. Luego le enseñó solfeo y notación musical. Pero
Hikari mostraba menos interés en practicar piezas de Chopin o Bach que en sus
propias improvisaciones.
La señorita Tamura decidió entonces empezar a explorar junto a Hikari
ese mundo de sonidos que éI tenía adentro. Las sesiones frente al piano se
hicieron diarias y ocupaban toda la tarde, luego de que Hikari volviera de la
escuela especial donde hacía manualidades. Rara vez apelaba a la palabra para
comunicarse pero con un mero tarareo era capaz de expresar lo que quería a sus
padres y sus dos hermanos. Hikari y la señorita Tamura trabajaron en ese
lenguaje, con proverbial templanza japonesa, durante diecisiete años. Hikari
fue componiendo breves piezas en ese lenguaje, que pulía y pulía con obsesión
autista hasta lograr poner en ellas su relación emocional y sensorial con el
mundo, desde la muerte de un maestro querido hasta un día en el campo con sus
hermanos (así eran los títulos de las composiciones). Un día, la señorita
Tamura recibió en su casa la visita de una ex alumna, la ya célebre Akiko Ebi.
Cuando ésta le preguntó a qué había dedicado todos esos años, la anciana la
sentó al piano y le mostró las piezas de Hikari, y el resto ya ha sido dicho.
En 1994 Kenzaburo ganó el Premio Nobel y en su discurso en Estocolmo
anunció que ya no escribiría más novelas, que no hacía falta. Porque desde
1963, desde el regreso de aquel viaje a Hiroshima y de la operación a su hijo,
Kenzaburo había instalado a Hikari en el centro de su literatura: había
decidido darle una voz, ya que su hijo no podía tenerla. Hasta entonces su
escritura estaba orientada a las catástrofes de la historia japonesa reciente:
la guerra, la bomba atómica, el culto al emperador, al militarismo, y sus
consecuencias. A partir de entonces, el foco pasó a la paternidad y su vínculo
con Hikari. En 1964, luego de la operación de su hijo, publicó Una cuestión personal. En 1966 fue aun
más áspero: Dinos cómo sobrevivir a
nuestra locura. A los que siguieron El
grito silencioso y luego Las aguas
han invadido mi alma. La irrupción de la música y de la profesora Tamura en
la vida de Hikari se puede adivinar en los títulos siguientes (Despertad, oh jóvenes de la nueva era, o
Una familia tranquila, o Carta a los años de nostalgia), pero
casi no se la menciona en sus páginas; es como si no tuviera lugar en la áspera
escritura de Kenzaburo: Hikari es sólo esa presencia constante en casa de los
Oé. Hasta que salió el disco de Akiko Ebi y Japón primero y el mundo después
descubrieron que Hikari tenía una voz propia: ya no necesitaba que su padre
hablara por él.
Para Kenzaburo, darle una voz a Hikari consistió en realidad en cargar
él con el tormento, alivianarle las espaldas a su hijo. Cualquiera que haya
leído sus libros sabe lo duro e insobornable que ha sido siempre consigo mismo,
así como con su país. Cualquiera que escuche la música de Hikari después de
leer los libros de Kenzaburo entenderá al instante que, lo que hizo el padre,
efectivamente liberó las espaldas del hijo. Nabokov decía que no se lee con la
cabeza y tampoco se lee con el corazón: se lee con la espalda, más precisamente
con ese lugar entre los omóplatos donde alguna vez tuvimos alas. La música de
Hikari es así: entra por la espalda. Apenas empieza, termina. Pero mientras
dura es posible imaginar esos otros momentos en casa de los Oé, esos que
Kenzaburo no retrató en sus libros, esos que hicieron posible que los Oé
pudieran sobrevivir a su locura, al grito silencioso (“Me horroriza pensar lo
que hubiese sido la vida de Hikari y la de su familia sin la música”, ha dicho
el padre).
Kenzaburo no cumplió su promesa de no escribir más novelas; ya publicó
tres. Hikari sigue componiendo sus piezas breves; ya le hicieron tres discos.
En casa de los Oé, todos los días se parecen: en un rincón del living está
Kenzaburo escribiendo, en otro rincón está Hikari frente al piano y, en el
jardín, poblado de comederos de pájaros, se ve a la señora Oé rellenando los
cuencos con un sobrecito de semillas.
(Publicado en Página/12, octubre 30, 2015)
viernes, 6 de noviembre de 2015
lunes, 26 de octubre de 2015
viernes, 16 de octubre de 2015
Lo infraordinario
por Georges Perec
Lo que
realmente ocurre, lo que vivimos, lo demás, todo lo demás, ¿dónde está? Lo que
ocurre cada día y vuelve cada día, lo trivial, lo cotidiano, lo evidente, lo
común, lo ordinario, lo infraordinario, el ruido de fondo, lo habitual, ¿cómo
dar cuenta de ello, cómo interrogarlo, cómo describirlo?
Interrogar
a lo habitual. Pero si es justamente a lo que estamos habituados. No lo
interrogamos, no nos interroga, no plantea problemas, lo vivimos sin pensar en
él, como si no vehiculase ni preguntas ni respuestas, como si no fuese portador
de información. Esto no es ni siquiera condicionamiento: es anestesia. Dormimos
nuestra vida en un letargo sin sueños. Pero nuestra vida, ¿dónde está? ¿Dónde
está nuestro cuerpo? ¿Dónde nuestro espacio?
Cómo
hablar de esas “cosas comunes”, más bien cómo acorralarlas, cómo hacerlas
salir, arrancarlas del caparazón al que permanecen pegadas, cómo darles un
sentido, un idioma: que hablen por fin de lo que existe, de lo que somos.
Quizá se
trate finalmente de fundar nuestra propia antropología: la que hablará de
nosotros, la que buscará en nosotros lo que durante tanto tiempo hemos copiado
de los demás. Ya no lo exótico sino lo endótico.
Interrogar
a lo que parece ir tan por su cuenta que nos hemos olvidado de su origen.
Recuperar algo del asombro que experimentaron Julio Verne o sus lectores frente
a un aparato capaz de reproducir y transportar el sonido. Porque existió ese
asombro, y otros miles, y fueron ellos los que nos modelaron.
De lo que
se trata es de interrogar al ladrillo, al cemento, al vidrio, a nuestros
modales en la mesa, a nuestros utensilios, a nuestras herramientas, a nuestras
agendas, a nuestros ritmos. Interrogar a lo que parecería habernos dejado de
sorprender para siempre. Vivimos, por supuesto, respiramos, por supuesto,
caminamos, abrimos puertas, bajamos escaleras, nos sentamos a la mesa para
comer, nos acostamos en una cama para dormir. ¿Cómo? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Por qué?
Describan
su calle. Describan otra.
Comparen.
Hagan el
inventario de sus bolsillos, de su bolso. Interróguense acerca de la
procedencia, el uso y el devenir de cada uno de los objetos que van sacando.
Pregúntenle
a sus cucharillas.
¿Qué hay
bajo su papel de la pared?
¿Cuántos
gestos hacen falta para marcar un número de teléfono? ¿Por qué?
¿Por qué
no se encuentran cigarrillos en las tiendas de alimentación? ¿Por qué no?
Me
importa poco que estas preguntas sean, aquí, fragmentarias, apenas indicativas
de un método, como mucho de un proyecto. Me importa mucho que parezcan
triviales e insignificantes: es precisamente lo que las hace tan esenciales o
más que muchas otras a través de las cuales tratamos en vano de captar nuestra
verdad.
(En “Approches
de quoi?”, pubicado en Cause commune,
nº 5, febrero de 1973.
Traducido por Mercedes Cebrián y publicado en Lo infraordinario,
Editorial Impedimenta,
Madrid, octubre de 2008.)
sábado, 10 de octubre de 2015
lunes, 5 de octubre de 2015
domingo, 4 de octubre de 2015
jueves, 1 de octubre de 2015
lunes, 28 de septiembre de 2015
sábado, 26 de septiembre de 2015
Lista sin título nº 15
- OBSESIÓN, Elfriede Jelinek, 2000
- AUSTERLITZ, W.G. Sebald, 2001
- EL DESBARRANCADERO, Fernando Vallejo, 2001
- ESTO NO ES UNA NOVELA, David Markson, 2001
- CUERPOS DEL REY, Pierre Michon, 2002
- 2666, Roberto Bolaño, 2004
- LA GRANDE, Juan José Saer, 2005
- EL MAR, John Banville, 2005
- LA NOVELA LUMINOSA, Mario Levrero, 2005
- LA CARRETERA, Cormac McCarthy, 2006
- TU ROSTRO MAÑANA, Javier Marías, 2002-2007
- LA VIDA NUEVA, César Aira, 2007
- APRENDER A REZAR EN LA ERA DE LA TÉCNICA, Gonçalo M. Tavares, 2007
- JAMÁS EL FUEGO NUNCA, Diamela Eltit, 2007
- Y SEIOBO DESCENDIÓ A LA TIERRA, László Krasznahorkai, 2008
- ASÁN, Vladímir Makanin, 2008
- EL PROYECTO LÁZARO, Aleksandar Hemon, 2008
- TODO LO QUE TENGO LO LLEVO CONMIGO, Herta Müller, 2009
- MI LUCHA, Karl Ove Knausgård, 2009-2011
- LIMÓNOV, Emmanuel Carrère, 2011
- EL LIBRO URUGUAYO DE LOS MUERTOS, Mario Bellatin, 2012
martes, 22 de septiembre de 2015
sábado, 19 de septiembre de 2015
lunes, 14 de septiembre de 2015
domingo, 13 de septiembre de 2015
sábado, 12 de septiembre de 2015
miércoles, 9 de septiembre de 2015
lunes, 7 de septiembre de 2015
La muerte del autor
por Estrella De Diego
En 1965, Joseph Kosuth
exhibía una obra que iba a cambiar el desarrollo de los acontecimientos: Uno y tres martillos —o Una y tres sillas— mostraba la foto, el
martillo físico y su definición en el diccionario, dejando claro el final de
las jerarquías y la idea de cómo junto a los productos —las típicas obras de
arte tradicionales que se exponen imperturbables en los museos— iban
apareciendo los procesos, piezas que se transformaban en el acto mismo de
existir; trabajos inestables, cambiantes. Mutantes, incluso, como la
instalación. Eran trabajos que debían inventarse cada vez, igual que ocurre con
esa cama de Tracey Emin que ha festejado su aniversario —15 años desde que se
expuso y saltó a la fama— en la Tate de Londres.
Las cosas han cambiado
mucho desde entonces: la crisis sentimental a la cual aludía la cama rodeada de
botellas de vodka, colillas y un test de embarazo es ya parte de su pasado,
reconoce la artista inglesa. No obstante, Mi
cama sigue manteniendo la actualidad —o más bien la atemporalidad— de toda
obra de arte. Y, pese a todo, la pregunta surge insidiosa: ¿se puede
reconstruir el caos? ¿Es lícito reconstruir estéticamente lo que surge como
desecho? ¿Qué se debe custodiar en los almacenes del museo en el caso de este
tipo de obras que a veces se degradan o hasta se pudren?
Sobre todo, ¿qué
pasará cuando Emin ya no esté aquí para decir a los conservadores si ésas son
las colillas y los desechos adecuados para su instalación? ¿Basta con las
instrucciones, por muy precisas que sean? ¿Es lícito reconstruir, por ejemplo,
una pieza del belga Broodthaers —a veces con objetos degradables que hay que
reponer en cada nueva instalación— cuando él no está para precisar las
instrucciones y dar el visto bueno? ¿Basta con la mirada hegemónica del
comisario, el conservador o el director de museo que dictan cómo volver a
contar el relato de cada obra mutante? ¿Aspiraba de verdad el autor a su
desaparición? Es un tema crucial, me parece, que pocas veces se plantea en
serio: ¿es lícito recomponer una pieza instalada y creada para un espacio en
otro diferente cuando el autor no está ahí para dirigir el proceso? ¿No forma
acaso parte de las trampas del arte contemporáneo? ¿Dónde ha ido a parar la
autoría en todo este proceso, además?
Bien es cierto que
después de Foucault y Barthes, la autoría como se entendió en otros tiempos
forma parte de las historias del pasado. No en vano, en ¿Qué es un autor?, Foucault dice que no quiere que le pregunten
quién es, ni que le pidan que sea siempre el mismo, pues escribe para perder su
identidad, para ser otro en el acto mismo de estar escribiendo: “En la
escritura, la cuestión no es manifestar o exaltar el acto mismo de escribir, no
es tampoco apresar al sujeto dentro del lenguaje; se trata, más bien, de crear
un espacio en el cual el sujeto que escribe está desapareciendo sin tregua”.
Es un poco el
maravilloso juego propuesto por Sol LeWitt, quien pensó sus obras para ser
ejecutadas por otros, ya que para él lo importante no era la realización
física. El artista debía desaparecer como autor en la propia ejecución, y la
autoría tradicional se quebraba, se fracturaba, se cancelaba. Pese a todo, las
instrucciones de los bellos dibujos en la pared —frágiles y evanescentes— de
Sol LeWitt son tan precisas que no hay margen de error: es el autor que se
cancela como parte del proceso creativo. Sus preciosos dibujos se pueden ver en
la Fundación Botín de Santander, una muestra que en los momentos más delicados,
dibujos sobre las paredes hechos por artistas locales, nos hace reflexionar
sobre el artista que aspira a dejar de ser autor.
(Publicado en El País de Madrid, setiembre 4, 2015)
domingo, 6 de septiembre de 2015
sábado, 5 de septiembre de 2015
miércoles, 2 de septiembre de 2015
domingo, 30 de agosto de 2015
De mi propia vida
por Oliver Sacks*
Hace un mes me
encontraba bien de salud, incluso francamente bien. A mis 81 años, seguía
nadando un kilómetro y medio cada día. Pero mi suerte tenía un límite: poco
después me enteré de que tengo metástasis múltiples en el hígado. Hace nueve
años me descubrieron en el ojo un tumor poco frecuente, un melanoma ocular.
Aunque la radiación y el tratamiento de láser a los que me sometí para
eliminarlo acabaron por dejarme ciego de ese ojo, es muy raro que ese tipo de
tumor se reproduzca. Pues bien, yo pertenezco al desafortunado 2%.
Doy gracias por haber
disfrutado de nueve años de buena salud y productividad desde el diagnóstico
inicial, pero ha llegado el momento de enfrentarme de cerca a la muerte. Las
metástasis ocupan un tercio de mi hígado, y, aunque se puede retrasar su avance,
son un tipo de cáncer que no puede detenerse. De modo que debo decidir cómo
vivir los meses que me quedan. Tengo que vivirlos de la manera más rica,
intensa y productiva que pueda. Me sirven de estímulo las palabras de uno de
mis filósofos favoritos, David Hume, que, al saber que estaba mortalmente
enfermo, a los 65 años, escribió una breve autobiografía, en un solo día de
abril de 1776. La tituló De mi propia
vida.
“Imagino un rápido
deterioro”, escribió. “Mi trastorno me ha producido muy poco dolor; y, lo que
es aún más raro, a pesar de mi gran empeoramiento, mi ánimo no ha decaído ni
por un instante. Poseo la misma pasión de siempre por el estudio y gozo igual
de la compañía de otros”.
He tenido la inmensa
suerte de vivir más allá de los 80 años, y esos 15 años más que los que vivió
Hume han sido tan ricos en el trabajo como en el amor. En ese tiempo he
publicado cinco libros y he terminado una autobiografía (bastante más larga que
las breves páginas de Hume) que se publicará esta primavera; y tengo unos
cuantos libros más casi terminados.
Hume continuaba:
“Soy... un hombre de temperamento dócil, de genio controlado, de carácter
abierto, sociable y alegre, capaz de sentir afecto pero poco dado al odio, y de
gran moderación en todas mis pasiones”.
En este aspecto soy
distinto de Hume. Si bien he tenido relaciones amorosas y amistades, y no tengo
auténticos enemigos, no puedo decir (ni podría decirlo nadie que me conozca)
que soy un hombre de temperamento dócil. Al contrario, soy una persona
vehemente, de violentos entusiasmos y una absoluta falta de contención en todas
mis pasiones.
Sin embargo, hay una
frase en el ensayo de Hume con la que estoy especialmente de acuerdo: “Es
difícil”, escribió, “sentir más desapego por la vida del que siento ahora”.
En los últimos días he
podido ver mi vida igual que si la observara desde una gran altura, como una
especie de paisaje, y con una percepción cada vez más profunda de la relación
entre todas sus partes. Ahora bien, ello no significa que la dé por terminada.
Por el contrario, me
siento increíblemente vivo, y deseo y espero, en el tiempo que me queda,
estrechar mis amistades, despedirme de las personas a las que quiero, escribir
más, viajar si tengo fuerza suficiente, adquirir nuevos niveles de comprensión
y conocimiento.
Eso quiere decir que
tendré que ser audaz, claro y directo, y tratar de arreglar mis cuentas con el
mundo. Pero también dispondré de tiempo para divertirme (e incluso para hacer
el tonto).
De pronto me siento
centrado y clarividente. No tengo tiempo para nada que sea superfluo. Debo dar
prioridad a mi trabajo, a mis amigos y a mí mismo. Voy a dejar de ver el
informativo de televisión todas las noches. Voy a dejar de prestar atención a
la política y los debates sobre el calentamiento global.
No es indiferencia
sino distanciamiento; sigo estando muy preocupado por Oriente Próximo, el
calentamiento global, las desigualdades crecientes, pero ya no son asunto mío;
son cosa del futuro. Me alegro cuando conozco a jóvenes de talento, incluso al
que me hizo la biopsia y diagnosticó mis metástasis. Tengo la sensación de que
el futuro está en buenas manos.
Soy cada vez más consciente,
desde hace unos 10 años, de las muertes que se producen entre mis
contemporáneos. Mi generación está ya de salida, y cada fallecimiento lo he
sentido como un desprendimiento, un desgarro de parte de mí mismo. Cuando
hayamos desaparecido no habrá nadie como nosotros, pero, por supuesto, nunca
hay nadie igual a otros. Cuando una persona muere, es imposible reemplazarla.
Deja un agujero que no se puede llenar, porque el destino de cada ser humano
—el destino genético y neural— es ser un individuo único, trazar su propio
camino, vivir su propia vida, morir su propia muerte.
No puedo fingir que no
tengo miedo. Pero el sentimiento que predomina en mí es la gratitud. He amado y
he sido amado; he recibido mucho y he dado algo a cambio; he leído, y viajado, y
pensado, y escrito. He tenido relación con el mundo, la especial relación de
los escritores y los lectores.
Y, sobre todo, he sido
un ser sensible, un animal pensante en este hermoso planeta, y eso, por sí
solo, ha sido un enorme privilegio y una aventura.
(Publicado en El País
de Madrid, febrero 21, 2015;
original en The New York Times)
original en The New York Times)
* Ver artículo acá.
sábado, 29 de agosto de 2015
No mires atrás
por Simon
Reynolds
La
nostalgia, como palabra y como concepto, fue inventada en el siglo XVII por el
médico Johannes Hofer para describir una condición que afligía a los
mercenarios suizos en sus largas travesías de deber militar. Nostalgia era
literalmente añoranza del hogar, el anhelo de retornar a la tierra natal. Los
síntomas incluían melancolía, anorexia, incluso suicidio. Hasta los últimos
años del siglo XIX, esta enfermedad (en retrospectiva obviamente psicosomática)
continuó preocupando a los médicos militares, porque mantener alta la moral de
las tropas era crucial para triunfar en la guerra.
De modo que
la nostalgia refería inicialmente al anhelo de regresar en el espacio, no en el
tiempo; era el dolor del desplazamiento. Poco a poco se despojó de estas asociaciones
geográficas y se transformó en una condición temporal: ya no una añoranza
angustiosa de la madre patria perdida sino un melancólico languidecer por un
tiempo idílico perdido de la propia vida. A medida que dejaba de ser
considerada una afección médica, la nostalgia comenzó a ser vista no sólo como
una emoción individual sino también como el anhelo colectivo de una época más
feliz, más simple, más inocente. La nostalgia original había sido una emoción
plausible, en el sentido de que tenía remedio (subirse al primer barco de
guerra o embarcación mercantil que viajara de regreso a casa y retornar al
cálido refugio de los parientes y amigos, a un mundo que era familiar). La nostalgia, en el sentido
moderno, es una emoción imposible o por lo menos incurable: el único remedio
sería viajar en el tiempo.
Este cambio
de sentido indudablemente se produjo porque la movilidad se volvió más común y
corriente gracias a la migración masiva al Nuevo Mundo y al movimiento de
pobladores y pioneros en las Américas; al servicio colonial o militar de los
europeos en sus varios imperios; y al aumento en la cantidad de individuos que
se desplazaban en busca de oportunidades laborales o para progresar en sus
carreras. La nostalgia del pasado también se intensificó porque el mundo estaba
cambiando más rápido. Las transformaciones económicas, las innovaciones
ideológicas y los cambios socioculturales hicieron que por primera vez hubiese
diferencias contrastantes entre el mundo donde se había crecido y el mundo
donde se envejecía. Desde los paisajes dramáticamente alterados por el
desarrollo (“Cuando yo era chico, todo esto estaba rodeado de campos”) hasta
las nuevas tecnologías que afectan la sensación y el ritmo de la vida
cotidiana, el mundo donde uno se sentía en casa desapareció gradualmente. El
presente se transformó en un país extranjero.
Hacia
mediados del siglo XX, la nostalgia ya no era considerada una patología sino
una emoción universal. Podía afectar a los individuos (bajo la forma de un
mórbido remontarse al pasado) o a la sociedad en su conjunto. Con frecuencia
esta última modalidad adquirió la forma del anhelo reaccionario de un
viejo-orden-social –considerado más estable debido a sus estructuras de clases
definidas más claramente– en el que “todos sabían cuál era su lugar”. Pero la
nostalgia no siempre ha servido a las fuerzas del conservadurismo. A lo largo
de la historia, los movimientos radicales muchas veces han vislumbrado sus
metas no como revolucionarias sino como resurreccionarias: restaurar las cosas
como solían ser, regresar a una edad dorada de equilibrio y justicia social que
había sido interrumpida por el trauma histórico o por las maquinaciones de la
clase gobernante. En la Guerra Civil inglesa, por ejemplo, los parlamentarios
se consideraban conservadores y pensaban que el rey Carlos I era un innovador
que expandía los poderes de la corona. Incluso los Levellers [Niveladores], una
de las facciones más radicales activas durante el interregno de Oliver Cromwell
tras la ejecución del rey, creían estar simplemente defendiendo la Carta Magna
y los “derechos naturales”.
jueves, 27 de agosto de 2015
¿Qué es el cine moderno?
por Adrian Martin
“Había
un montón de energía de posguerra. Mucho del sentimiento, tanto en la TV en
vivo como en esas primeras películas, era: ‘No vas a decirme cómo tengo que
hacerlo, nada de eso. Lo haré a mi modo. Sobreviví a la guerra, lo haré a mi
modo’. Sabíamos que nos vendrían con lo convencional, ¡y nosotros queríamos
hacerlo de otra manera!” –Arthur Penn, 2008[i]
“¿Qué
es moderno en función de su narrativa? Prefiero decir que es su mayor libertad”. –Jean-Luc
Godard, 1965[ii]
“Se
puede decir que los críticos quedan casi invariablemente desconcertados por una
nueva obra, y por eso tan a menudo no saben qué decir”. –François Truffaut,
1962[iii]
Una de las más bellas piezas de
crítica fílmica del siglo XX es el tributo del teórico literario Roland Barthes
al director italiano Michelangelo Antonioni (1912-2007), compuesto y entregado
en 1979 con ocasión del premio especial de la ciudad de Bolonia al cineasta[iv].
Barthes comienza su carta, Caro Antonioni,
haciendo una distinción (vía Nietzsche) entre la figura del sacerdote (“tenemos
más que suficientes de ellos”) y la del artista. “Al revés del sacerdote”,
escribe, “el artista se asombra y admira. La mirada del artista puede ser
crítica, pero no es nunca acusatoria ni resentida”.
Esto puede no ser así en cada
artista o cineasta, pero ciertamente es verdad en el artista Antonioni. Barthes
alude al famoso diálogo entre él y el joven Jean-Luc Godard. Era 1964, el año
de El desierto rojo (II deserto rosso), una obra crucial para
el cine contemporáneo en muchos sentidos. Dos años después, su colega italiano
Pier Paolo Pasolini usaría este filme como evidencia de la tendencia creciente
de un cine de poesía, en el cual el estado de perturbación mental del personaje
central ofrece el pretexto para un estado liberado de cine. ¿Qué es lo que
realmente importa aquí, el contenido (historia y personajes) o la forma, el
juego con la composición, la forma, el color, el ritmo, el sonido? El desierto rojo plantea esta cuestión
de una manera frontal, desde que su heroína, Giuliana (Monica Vitti), está
perdida en un mundo que es entregado por el cineasta de maneras palpablemente
artificiales e irreales: los árboles y la hierba, por ejemplo, son reflejados
en colores impactantes, antinaturales. Podría llamarse –en referencia al cine
alemán de los 20– expresionista, salvo que Giuliana no es un Doctor Caligari o
Nosferatu, y el extraño nuevo mundo a su alrededor, que refleja su estado
mental, también parece autónomo, desligado de subjetividad personal.
Respondiendo a esta inusual mutación del expresionismo en el cine, Godard, el
estudiante respetuoso, planteó a Antonioni esta proposición: “El drama ya no es
psicológico, sino plástico”, a lo cual Antonioni, el maestro radical,
respondió: “Es lo mismo”.
Para Barthes, esta conjunción o
fusión de la psicología y la plástica corresponde al sentimiento tierno y
curioso de Antonioni por el Nuevo Mundo de los 60, en el que él mismo se sitúa
como un observador paciente: “Su aprehensión de esta era no es la del
historiador, el político o el moralista, sino la del utopista que quiere
percibir el nuevo mundo en detalle, porque quiere ese mundo y quiere ser parte
de él. Su vigilancia como artista es una vigilancia amorosa, una vigilancia de
deseo”.
miércoles, 26 de agosto de 2015
Prólogo
por Oscar Wilde
El artista es creador de belleza.
Revelar el arte y ocultar al artista es la
finalidad del arte.
Quienes descubren significados ruines en
cosas hermosas están corrompidos sin ser elegantes, lo que es un defecto.
Quienes encuentran significados bellos en cosas hermosas son espíritus cultivados.
Para ellos hay esperanza. Son los elegidos, y en su caso las cosas hermosas
sólo significan belleza.
No existen libros morales o inmorales.
Los libros están bien o mal escritos. Eso es
todo.
La vida moral del hombre forma parte de los
temas del artista, pero la moralidad del arte consiste en hacer un uso perfecto
de un medio imperfecto. Ningún artista desea probar nada.
El artista no tiene preferencias morales. Una
preferencia moral en un artista es un imperdonable amaneramiento de estilo.
Ningún artista es morboso.
El artista está capacitado para expresarlo
todo.
Pensamiento y lenguaje son los instrumentos
de su arte. El vicio y la virtud son los materiales del artista. Desde el punto
de vista de la forma, el modelo de todas las artes es el arte del músico. Desde
el punto de vista del sentimiento, el modelo es el talento del actor.
Todo arte es a la vez superficie y símbolo.
Quienes profundizan, sin contentarse con la
superficie, se exponen a las consecuencias. Quienes penetran en el símbolo se
exponen a las consecuencias.
Lo que en realidad refleja el arte es al
espectador y no la vida.
La diversidad de opiniones sobre una obra de
arte muestra que esa obra es nueva, compleja y que está viva. Cuando los
críticos disienten, el artista está de acuerdo consigo mismo.
A un hombre le podemos perdonar que haga algo
útil siempre que no lo admire. La única excusa para hacer una cosa inútil es
admirarla infinitamente.
Todo arte es completamente inútil.
Prólogo de El retrato de Dorian Gray (1891)
lunes, 24 de agosto de 2015
sábado, 22 de agosto de 2015
Lista sin título nº 14
- Out of the Past (1947)
- Touch of Evil (1958)
- Double Indemnity (1944)
- The Big Heat (1953)
- Pickup on South Street (1953)
- Laura (1944)
- The Big Sleep (1946)
- Kiss Me Deadly (1955)
- They Live by Night (1948)
- Criss Cross (1949)
- In a Lonely Place (1950)
- Force of Evil (1948)
- Kiss of Death (1947)
- Crossfire (1947)
- The Killers (1946)
- Detour (1945)
- Gun Crazy (1950)
- The Asphalt Jungle (1950)
- Murder My Sweet (1944)
- D.O.A. (1949)
viernes, 21 de agosto de 2015
La presión del tiempo en el plano
por Andrei Tarkovsky
(ACERCA DE LA FIGURA CINEMATOGRÁFICA )
“Digámoslo así: un fenómeno espiritual,
es decir significativo, es significativo justamente porque sale de sus propios
límites, expresa y simboliza algo más vasto y más general espiritualmente
hablando, todo un mundo de sentimientos y de pensamientos que, con mayor o
menor perfección, han encarnado en él: es precisamente eso lo que determina el
nivel de su significación...”
Thomas Mann, La montaña mágica
Dado que vamos a hablar aquí de
la noción de figura, advierto de
inmediato que no quiero ni voy a formularla de modo preciso. Eso me es
imposible y, además, no lo deseo por varias razones. Prefiero tratar de
reflexionar sobre los límites del sistema que en lo que me concierne llamo “figurativo”,
sistema en cuyo seno me siento libre y con el cual estoy en simbiosis.
Por lo tanto no intentaré insertar
mi noción de figura en una fórmula rígida. Y eso también por otra razón: basta
lanzar un vistazo, incluso furtivo, hacia atrás, recordar simplemente los minutos
más impactantes del pasado para quedar pasmados ante la diversidad de las
propiedades de los acontecimientos en los que participamos, por el carácter
excepcional de las personalidades que conocimos. Uno queda pasmado ante el acento de unicidad que expresa el
principio básico de nuestro comportamiento emocional hacia la vida. El artista
no deja de buscar la reproducción del colorido de tal unicidad, esforzándose
vanamente por captar la imagen de la Verdad... La belleza de la verdad de la vida en
el arte reside en la verdad en sí. En la veracidad visible incluso a simple
vista. Un hombre suficientemente sensible distinguirá siempre la verdad de la
mentira, la sinceridad de la falsedad, lo natural del manierismo en el
comportamiento de las personas más diversas que conoce en todas partes y cada
día. Existe en nosotros un filtro particular que se alza en el camino de la
percepción del mundo que nos rodea. Los motivos de su aparición están
estrechamente ligados a nuestra experiencia de la vida, que ayuda a educar
nuestra desconfianza ante fenómenos cuya estructura relacional está quebrada.
Quebrada a sabiendas o involuntariamente, por ineptitud.
Hay personas incapaces de mentir.
Otras mienten con inspiración y convicción, las hay que no pueden no mentir y,
por último, las hay que no pueden mentir y, sin embargo, mienten sin arte ni
gusto. Tal vez por eso en las circunstancias propuestas, inventadas por la propia vida, ante la
necesidad de seguir escrupulosamente la lógica de la vida, sólo los mentirosos
inspirados son convincentes, sólo ellos perciben el pulso de la verdad y son
capaces de adherirse, gracias a sus fantasías, a los meandros caprichosos de la
vida con una precisión casi geométrica. Para decirlo con otras palabras, una
figura inventada será verídica si deja percibir vínculos que, por una parte, la
hagan ser semejante a la vida y, por otra parte –lo que parece contradictorio–
la vuelven única e inimitable, como es única e inimitable cada observación.
La poesía japonesa de la Edad Media siempre me ha
maravillado por el rechazo categórico a la menor alusión al sentido último de
la figura que, como una charada, sólo es descifrable al final. Los haikus y los tankas japoneses cultivan sus figuras de tal modo que al fin de
cuentas pierden su sentido último. No significan nada fuera de sí mismos y, al
mismo tiempo, significan tanto que al fin del largo camino que conduce a la
comprensión de su sentido, uno se da cuenta de la imposibilidad de percibir su
significación final. En otras palabras, cuanto más corresponde una figura a su
destino, más difícil es incrustarla en una fórmula nocional, especulativa.
El lector de un haiku debe fundirse en él como en la
naturaleza, zozobrar allí, perderse en su profundidad, ahogarse en él como en
el cosmos donde no existe abajo ni arriba. La figura en un haiku es hasta tal punto profunda que se vuelve lisa y llanamente
insondable. Tales figuras sólo pueden provenir de una observación inmediata y
directa de la vida.
He aquí, por ejemplo, un haiku de Basho:
La vieja charca:
Una rana se zambulle:
¡Oh! el ruido del agua.
O:
Las cañas se cortaron para el techo.
Sobre los tallos olvidados
Cae una pequeña nieve tenue.
Y otro:
¿De donde viene tan súbita pereza?
Hoy les costó despertarme...
Murmura una lluvia primaveral.
¡Qué sencillez y qué exactitud en
la observación! ¡Qué disciplina del espíritu y que nobleza de la imaginación!
Esas líneas son bellas como la vida misma.
Los japoneses sabían expresar su conducta
respecto al mundo en tres líneas. No se limitaban a observar la realidad, sino
que, al hacerlo, expresaban su sentido. Cuanto más exacta es una observación,
más se acerca a la figura. Ya Dostoievski afirmaba que la vida es más
fantástica que cualquier cosa inventada. La observación es la base primordial
de la figura cinematográfica, que, como sabemos, está ligada, siempre al fijamiento
fotográfico, es decir, a la forma de observación más evidente. En una palabra, la figura cinematográfica es
la figura de la vida misma. Pero una instantánea que fija con exactitud un
objeto determinado está lejos aún de ser una figura. El fijamiento de los
acontecimientos reales no basta para que veamos allí una sucesión de figuras
cinematográficas. La figura en el cine no es la reproducción fría y documental
de un objeto sobre la película. ¡No! La
figura en el cine se edifica sobre el arte de hacer pasar por una observación
la propia percepción del objeto.
En lo que tiene que ver con la
polisemia de la figura, también podemos volvernos hacia la prosa. El final de La muerte de Iván Ilitch muestra a un
hombre malvado, de pocas entendederas, dotado de una mala esposa y de una mala
hija[1], que
va a morir de cáncer y que quiere pedirles perdón antes de morir. De pronto,
siente en él una bondad tan grande que su familia, que sólo se preocupa por
trapos y bailes, se le aparece profundamente desdichada, digna de piedad y
conmiseración. Se ve arrastrándose en el interior de un largo tubo negro,
húmedo, semejante a un intestino... Cree ver una luz a lo lejos, y se arrastra,
se arrastra hacia esa luz, pero no llega a impulsarse hacia ella, a franquear
esa última barrera que separa la vida de la muerte. Junto al lecho están la
mujer y la hija. Quiere decirles: “perdonen”, pero en vez de eso pronuncia: “permitan”...
¿Es posible tratar esta figura
apabullante de modo monosémico? Está ligada a sensaciones de profundidad tan
indecible que sólo puede apabullar. Aquí todo se parece tanto a la vida, a la
realidad, que puede competir con las situaciones y las circunstancias que hemos
vivido realmente o imaginado íntimamente. Es el reconocimiento de algo que ya
sabíamos, lo cual, según la concepción de Aristóteles, constituye justamente la
prerrogativa esencial del genio.
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