viernes, 13 de noviembre de 2015

El jardín de los Oé


por Juan Forn

En 1994, Martha Argerich tenía que dar un concierto en Japón a dúo con Rostropovich y le propuso tocar, entre la primera y la segunda parte del concierto, una pieza muy breve, de menos de cinco minutos, obra de un compositor japonés desconocido. La extrema levedad y sencillez de la pieza dejó perplejo al exigente público japonés. Argerich explicó después que para ella era “música pura” y que la había descubierto a través de su discípula y protegida Akiko Ebi, quien acababa de grabar un disco entero con las breves piezas de ese compositor desconocido. Ebi había grabado aquel disco por influencia de su primera profesora de piano, Kumiko Tamura. La señorita Tamura había dejado de dar clases a niños virtuosos para dedicarse por entero a un único alumno, con el cual venía trabajando hacía más de quince años. El alumno en cuestión era autista, epiléptico y tenía serias dificultades motrices. Su nombre era Hikari Oé y los lectores de Japón estaban bastante familiarizados con él porque aparecía en todos los libros de su padre, el flamante Premio Nobel Kenzaburo Oé.

Hikari había nacido en 1963 con una hidrocefalia tan tremenda que parecía tener dos cabezas. Su única posibilidad de vida dependía de una operación muy riesgosa y complicada que, en el mejor de los casos, lo dejaría con daños cerebrales irreversibles. Los médicos preferían no operar y el propio Kenzaburo era de la misma opinión, pero su esposa le dijo que prefería suicidarse antes que dejar morir a su único hijo. Kenzaburo debía partir a Hiroshima, para escribir un artículo sobre los médicos que trataban a las víctimas de la radiación. Muchos de ellos padecían los mismos síntomas que sus pacientes. Tenían, según Oé, más motivos que nadie para dejarse morir y sin embargo perseveraban, logrando en algunos casos resultados asombrosos. Kenzaburo volvió y le dijo a su mujer que apoyaba su decisión. Hikari sobrevivió a la operación pero quedó con lesiones cerebrales permanentes, epilepsia, problemas de visión y limitaciones severas de movimiento y coordinación. Su autismo era total hasta que la madre notó que su atención respondía al canto de los pájaros. Kenzaburo consiguió un disco en que se oían diversos cantos de aves y una voz masculina que los identificaba. Un año después, mientras llevaba a su hijo en bicicleta por un parque cercano, Hikari pronunció su primera palabra: “Avutarda”, dijo al oír el canto de un pájaro. Había memorizado los setenta cantos distintos de aquel disco. Lo mismo le pasaba con la música: cuando oía un fragmento de Mozart (la música favorita de su madre) era capaz de identificarla al instante por su número Kochel.

Así hace su entrada la profesora Tamura en la vida de Hikari. Al principio se limitaba a mostrarle melodías sencillas en el piano, que él pudiera repetir con un dedo, pero el interés de Hikari por esas lecciones (esperaba a su maestra en la puerta de la casa con un reloj despertador en la mano) y sus sorprendentes progresos hicieron que la señorita Tamura fuese abandonando sus otros alumnos y se dedicara por completo a él. De a poco logró que cada uno de los dedos de Hikari trabajara en forma separada y pudiera encarar progresiones armónicas. Luego le enseñó solfeo y notación musical. Pero Hikari mostraba menos interés en practicar piezas de Chopin o Bach que en sus propias improvisaciones.

La señorita Tamura decidió entonces empezar a explorar junto a Hikari ese mundo de sonidos que éI tenía adentro. Las sesiones frente al piano se hicieron diarias y ocupaban toda la tarde, luego de que Hikari volviera de la escuela especial donde hacía manualidades. Rara vez apelaba a la palabra para comunicarse pero con un mero tarareo era capaz de expresar lo que quería a sus padres y sus dos hermanos. Hikari y la señorita Tamura trabajaron en ese lenguaje, con proverbial templanza japonesa, durante diecisiete años. Hikari fue componiendo breves piezas en ese lenguaje, que pulía y pulía con obsesión autista hasta lograr poner en ellas su relación emocional y sensorial con el mundo, desde la muerte de un maestro querido hasta un día en el campo con sus hermanos (así eran los títulos de las composiciones). Un día, la señorita Tamura recibió en su casa la visita de una ex alumna, la ya célebre Akiko Ebi. Cuando ésta le preguntó a qué había dedicado todos esos años, la anciana la sentó al piano y le mostró las piezas de Hikari, y el resto ya ha sido dicho.

En 1994 Kenzaburo ganó el Premio Nobel y en su discurso en Estocolmo anunció que ya no escribiría más novelas, que no hacía falta. Porque desde 1963, desde el regreso de aquel viaje a Hiroshima y de la operación a su hijo, Kenzaburo había instalado a Hikari en el centro de su literatura: había decidido darle una voz, ya que su hijo no podía tenerla. Hasta entonces su escritura estaba orientada a las catástrofes de la historia japonesa reciente: la guerra, la bomba atómica, el culto al emperador, al militarismo, y sus consecuencias. A partir de entonces, el foco pasó a la paternidad y su vínculo con Hikari. En 1964, luego de la operación de su hijo, publicó Una cuestión personal. En 1966 fue aun más áspero: Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura. A los que siguieron El grito silencioso y luego Las aguas han invadido mi alma. La irrupción de la música y de la profesora Tamura en la vida de Hikari se puede adivinar en los títulos siguientes (Despertad, oh jóvenes de la nueva era, o Una familia tranquila, o Carta a los años de nostalgia), pero casi no se la menciona en sus páginas; es como si no tuviera lugar en la áspera escritura de Kenzaburo: Hikari es sólo esa presencia constante en casa de los Oé. Hasta que salió el disco de Akiko Ebi y Japón primero y el mundo después descubrieron que Hikari tenía una voz propia: ya no necesitaba que su padre hablara por él.

Para Kenzaburo, darle una voz a Hikari consistió en realidad en cargar él con el tormento, alivianarle las espaldas a su hijo. Cualquiera que haya leído sus libros sabe lo duro e insobornable que ha sido siempre consigo mismo, así como con su país. Cualquiera que escuche la música de Hikari después de leer los libros de Kenzaburo entenderá al instante que, lo que hizo el padre, efectivamente liberó las espaldas del hijo. Nabokov decía que no se lee con la cabeza y tampoco se lee con el corazón: se lee con la espalda, más precisamente con ese lugar entre los omóplatos donde alguna vez tuvimos alas. La música de Hikari es así: entra por la espalda. Apenas empieza, termina. Pero mientras dura es posible imaginar esos otros momentos en casa de los Oé, esos que Kenzaburo no retrató en sus libros, esos que hicieron posible que los Oé pudieran sobrevivir a su locura, al grito silencioso (“Me horroriza pensar lo que hubiese sido la vida de Hikari y la de su familia sin la música”, ha dicho el padre).

Kenzaburo no cumplió su promesa de no escribir más novelas; ya publicó tres. Hikari sigue componiendo sus piezas breves; ya le hicieron tres discos. En casa de los Oé, todos los días se parecen: en un rincón del living está Kenzaburo escribiendo, en otro rincón está Hikari frente al piano y, en el jardín, poblado de comederos de pájaros, se ve a la señora Oé rellenando los cuencos con un sobrecito de semillas.

(Publicado en Página/12, octubre 30, 2015)

viernes, 16 de octubre de 2015

Lo infraordinario

por Georges Perec

Lo que realmente ocurre, lo que vivimos, lo demás, todo lo demás, ¿dónde está? Lo que ocurre cada día y vuelve cada día, lo trivial, lo cotidiano, lo evidente, lo común, lo ordinario, lo infraordinario, el ruido de fondo, lo habitual, ¿cómo dar cuenta de ello, cómo interrogarlo, cómo describirlo?

Interrogar a lo habitual. Pero si es justamente a lo que estamos habituados. No lo interrogamos, no nos interroga, no plantea problemas, lo vivimos sin pensar en él, como si no vehiculase ni preguntas ni respuestas, como si no fuese portador de información. Esto no es ni siquiera condicionamiento: es anestesia. Dormimos nuestra vida en un letargo sin sueños. Pero nuestra vida, ¿dónde está? ¿Dónde está nuestro cuerpo? ¿Dónde nuestro espacio?

Cómo hablar de esas “cosas comunes”, más bien cómo acorralarlas, cómo hacerlas salir, arrancarlas del caparazón al que permanecen pegadas, cómo darles un sentido, un idioma: que hablen por fin de lo que existe, de lo que somos.

Quizá se trate finalmente de fundar nuestra propia antropología: la que hablará de nosotros, la que buscará en nosotros lo que durante tanto tiempo hemos copiado de los demás. Ya no lo exótico sino lo endótico.

Interrogar a lo que parece ir tan por su cuenta que nos hemos olvidado de su origen. Recuperar algo del asombro que experimentaron Julio Verne o sus lectores frente a un aparato capaz de reproducir y transportar el sonido. Porque existió ese asombro, y otros miles, y fueron ellos los que nos modelaron.

De lo que se trata es de interrogar al ladrillo, al cemento, al vidrio, a nuestros modales en la mesa, a nuestros utensilios, a nuestras herramientas, a nuestras agendas, a nuestros ritmos. Interrogar a lo que parecería habernos dejado de sorprender para siempre. Vivimos, por supuesto, respiramos, por supuesto, caminamos, abrimos puertas, bajamos escaleras, nos sentamos a la mesa para comer, nos acostamos en una cama para dormir. ¿Cómo? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Por qué?

Describan su calle. Describan otra.

Comparen.

Hagan el inventario de sus bolsillos, de su bolso. Interróguense acerca de la procedencia, el uso y el devenir de cada uno de los objetos que van sacando.

Pregúntenle a sus cucharillas.

¿Qué hay bajo su papel de la pared?

¿Cuántos gestos hacen falta para marcar un número de teléfono? ¿Por qué?

¿Por qué no se encuentran cigarrillos en las tiendas de alimentación? ¿Por qué no?

Me importa poco que estas preguntas sean, aquí, fragmentarias, apenas indicativas de un método, como mucho de un proyecto. Me importa mucho que parezcan triviales e insignificantes: es precisamente lo que las hace tan esenciales o más que muchas otras a través de las cuales tratamos en vano de captar nuestra verdad.


(En “Approches de quoi?”, pubicado en Cause commune, nº 5, febrero de 1973. 
Traducido por Mercedes Cebrián y publicado en Lo infraordinario,
Editorial Impedimenta, Madrid, octubre de 2008.)

sábado, 26 de septiembre de 2015

Lista sin título nº 15

  • OBSESIÓN, Elfriede Jelinek, 2000
  • AUSTERLITZ, W.G. Sebald, 2001
  • EL DESBARRANCADERO, Fernando Vallejo, 2001
  • ESTO NO ES UNA NOVELA, David Markson, 2001
  • CUERPOS DEL REY, Pierre Michon, 2002
  • 2666, Roberto Bolaño, 2004
  • LA GRANDE, Juan José Saer, 2005
  • EL MAR, John Banville, 2005
  • LA NOVELA LUMINOSA, Mario Levrero, 2005
  • LA CARRETERA, Cormac McCarthy, 2006
  • TU ROSTRO MAÑANA, Javier Marías, 2002-2007
  • LA VIDA NUEVA, César Aira, 2007
  • APRENDER A REZAR EN LA ERA DE LA TÉCNICA, Gonçalo M. Tavares, 2007
  • JAMÁS EL FUEGO NUNCA, Diamela Eltit, 2007
  • Y SEIOBO DESCENDIÓ A LA TIERRA, László Krasznahorkai, 2008
  • ASÁN, Vladímir Makanin, 2008
  • EL PROYECTO LÁZARO, Aleksandar Hemon, 2008
  • TODO LO QUE TENGO LO LLEVO CONMIGO, Herta Müller, 2009
  • MI LUCHA, Karl Ove Knausgård, 2009-2011
  • LIMÓNOV, Emmanuel Carrère, 2011
  • EL LIBRO URUGUAYO DE LOS MUERTOS, Mario Bellatin, 2012

lunes, 7 de septiembre de 2015

La muerte del autor

por Estrella De Diego


En 1965, Joseph Kosuth exhibía una obra que iba a cambiar el desarrollo de los acontecimientos: Uno y tres martillos —o Una y tres sillas— mostraba la foto, el martillo físico y su definición en el diccionario, dejando claro el final de las jerarquías y la idea de cómo junto a los productos —las típicas obras de arte tradicionales que se exponen imperturbables en los museos— iban apareciendo los procesos, piezas que se transformaban en el acto mismo de existir; trabajos inestables, cambiantes. Mutantes, incluso, como la instalación. Eran trabajos que debían inventarse cada vez, igual que ocurre con esa cama de Tracey Emin que ha festejado su aniversario —15 años desde que se expuso y saltó a la fama— en la Tate de Londres.

Las cosas han cambiado mucho desde entonces: la crisis sentimental a la cual aludía la cama rodeada de botellas de vodka, colillas y un test de embarazo es ya parte de su pasado, reconoce la artista inglesa. No obstante, Mi cama sigue manteniendo la actualidad —o más bien la atemporalidad— de toda obra de arte. Y, pese a todo, la pregunta surge insidiosa: ¿se puede reconstruir el caos? ¿Es lícito reconstruir estéticamente lo que surge como desecho? ¿Qué se debe custodiar en los almacenes del museo en el caso de este tipo de obras que a veces se degradan o hasta se pudren?

Sobre todo, ¿qué pasará cuando Emin ya no esté aquí para decir a los conservadores si ésas son las colillas y los desechos adecuados para su instalación? ¿Basta con las instrucciones, por muy precisas que sean? ¿Es lícito reconstruir, por ejemplo, una pieza del belga Broodthaers —a veces con objetos degradables que hay que reponer en cada nueva instalación— cuando él no está para precisar las instrucciones y dar el visto bueno? ¿Basta con la mirada hegemónica del comisario, el conservador o el director de museo que dictan cómo volver a contar el relato de cada obra mutante? ¿Aspiraba de verdad el autor a su desaparición? Es un tema crucial, me parece, que pocas veces se plantea en serio: ¿es lícito recomponer una pieza instalada y creada para un espacio en otro diferente cuando el autor no está ahí para dirigir el proceso? ¿No forma acaso parte de las trampas del arte contemporáneo? ¿Dónde ha ido a parar la autoría en todo este proceso, además?

Bien es cierto que después de Foucault y Barthes, la autoría como se entendió en otros tiempos forma parte de las historias del pasado. No en vano, en ¿Qué es un autor?, Foucault dice que no quiere que le pregunten quién es, ni que le pidan que sea siempre el mismo, pues escribe para perder su identidad, para ser otro en el acto mismo de estar escribiendo: “En la escritura, la cuestión no es manifestar o exaltar el acto mismo de escribir, no es tampoco apresar al sujeto dentro del lenguaje; se trata, más bien, de crear un espacio en el cual el sujeto que escribe está desapareciendo sin tregua”.

Es un poco el maravilloso juego propuesto por Sol LeWitt, quien pensó sus obras para ser ejecutadas por otros, ya que para él lo importante no era la realización física. El artista debía desaparecer como autor en la propia ejecución, y la autoría tradicional se quebraba, se fracturaba, se cancelaba. Pese a todo, las instrucciones de los bellos dibujos en la pared —frágiles y evanescentes— de Sol LeWitt son tan precisas que no hay margen de error: es el autor que se cancela como parte del proceso creativo. Sus preciosos dibujos se pueden ver en la Fundación Botín de Santander, una muestra que en los momentos más delicados, dibujos sobre las paredes hechos por artistas locales, nos hace reflexionar sobre el artista que aspira a dejar de ser autor.

(Publicado en El País de Madrid, setiembre 4, 2015)

domingo, 30 de agosto de 2015

De mi propia vida

por Oliver Sacks*


Hace un mes me encontraba bien de salud, incluso francamente bien. A mis 81 años, seguía nadando un kilómetro y medio cada día. Pero mi suerte tenía un límite: poco después me enteré de que tengo metástasis múltiples en el hígado. Hace nueve años me descubrieron en el ojo un tumor poco frecuente, un melanoma ocular. Aunque la radiación y el tratamiento de láser a los que me sometí para eliminarlo acabaron por dejarme ciego de ese ojo, es muy raro que ese tipo de tumor se reproduzca. Pues bien, yo pertenezco al desafortunado 2%.

Doy gracias por haber disfrutado de nueve años de buena salud y productividad desde el diagnóstico inicial, pero ha llegado el momento de enfrentarme de cerca a la muerte. Las metástasis ocupan un tercio de mi hígado, y, aunque se puede retrasar su avance, son un tipo de cáncer que no puede detenerse. De modo que debo decidir cómo vivir los meses que me quedan. Tengo que vivirlos de la manera más rica, intensa y productiva que pueda. Me sirven de estímulo las palabras de uno de mis filósofos favoritos, David Hume, que, al saber que estaba mortalmente enfermo, a los 65 años, escribió una breve autobiografía, en un solo día de abril de 1776. La tituló De mi propia vida.

“Imagino un rápido deterioro”, escribió. “Mi trastorno me ha producido muy poco dolor; y, lo que es aún más raro, a pesar de mi gran empeoramiento, mi ánimo no ha decaído ni por un instante. Poseo la misma pasión de siempre por el estudio y gozo igual de la compañía de otros”.

He tenido la inmensa suerte de vivir más allá de los 80 años, y esos 15 años más que los que vivió Hume han sido tan ricos en el trabajo como en el amor. En ese tiempo he publicado cinco libros y he terminado una autobiografía (bastante más larga que las breves páginas de Hume) que se publicará esta primavera; y tengo unos cuantos libros más casi terminados.

Hume continuaba: “Soy... un hombre de temperamento dócil, de genio controlado, de carácter abierto, sociable y alegre, capaz de sentir afecto pero poco dado al odio, y de gran moderación en todas mis pasiones”.

En este aspecto soy distinto de Hume. Si bien he tenido relaciones amorosas y amistades, y no tengo auténticos enemigos, no puedo decir (ni podría decirlo nadie que me conozca) que soy un hombre de temperamento dócil. Al contrario, soy una persona vehemente, de violentos entusiasmos y una absoluta falta de contención en todas mis pasiones.

Sin embargo, hay una frase en el ensayo de Hume con la que estoy especialmente de acuerdo: “Es difícil”, escribió, “sentir más desapego por la vida del que siento ahora”.

En los últimos días he podido ver mi vida igual que si la observara desde una gran altura, como una especie de paisaje, y con una percepción cada vez más profunda de la relación entre todas sus partes. Ahora bien, ello no significa que la dé por terminada.

Por el contrario, me siento increíblemente vivo, y deseo y espero, en el tiempo que me queda, estrechar mis amistades, despedirme de las personas a las que quiero, escribir más, viajar si tengo fuerza suficiente, adquirir nuevos niveles de comprensión y conocimiento.

Eso quiere decir que tendré que ser audaz, claro y directo, y tratar de arreglar mis cuentas con el mundo. Pero también dispondré de tiempo para divertirme (e incluso para hacer el tonto).

De pronto me siento centrado y clarividente. No tengo tiempo para nada que sea superfluo. Debo dar prioridad a mi trabajo, a mis amigos y a mí mismo. Voy a dejar de ver el informativo de televisión todas las noches. Voy a dejar de prestar atención a la política y los debates sobre el calentamiento global.

No es indiferencia sino distanciamiento; sigo estando muy preocupado por Oriente Próximo, el calentamiento global, las desigualdades crecientes, pero ya no son asunto mío; son cosa del futuro. Me alegro cuando conozco a jóvenes de talento, incluso al que me hizo la biopsia y diagnosticó mis metástasis. Tengo la sensación de que el futuro está en buenas manos.

Soy cada vez más consciente, desde hace unos 10 años, de las muertes que se producen entre mis contemporáneos. Mi generación está ya de salida, y cada fallecimiento lo he sentido como un desprendimiento, un desgarro de parte de mí mismo. Cuando hayamos desaparecido no habrá nadie como nosotros, pero, por supuesto, nunca hay nadie igual a otros. Cuando una persona muere, es imposible reemplazarla. Deja un agujero que no se puede llenar, porque el destino de cada ser humano —el destino genético y neural— es ser un individuo único, trazar su propio camino, vivir su propia vida, morir su propia muerte.

No puedo fingir que no tengo miedo. Pero el sentimiento que predomina en mí es la gratitud. He amado y he sido amado; he recibido mucho y he dado algo a cambio; he leído, y viajado, y pensado, y escrito. He tenido relación con el mundo, la especial relación de los escritores y los lectores.

Y, sobre todo, he sido un ser sensible, un animal pensante en este hermoso planeta, y eso, por sí solo, ha sido un enorme privilegio y una aventura.

(Publicado en El País de Madrid, febrero 21, 2015;
original en The New York Times)

* Ver artículo acá.

sábado, 29 de agosto de 2015

No mires atrás

por Simon Reynolds

La nostalgia, como palabra y como concepto, fue inventada en el siglo XVII por el médico Johannes Hofer para describir una condición que afligía a los mercenarios suizos en sus largas travesías de deber militar. Nostalgia era literalmente añoranza del hogar, el anhelo de retornar a la tierra natal. Los síntomas incluían melancolía, anorexia, incluso suicidio. Hasta los últimos años del siglo XIX, esta enfermedad (en retrospectiva obviamente psicosomática) continuó preocupando a los médicos militares, porque mantener alta la moral de las tropas era crucial para triunfar en la guerra.

De modo que la nostalgia refería inicialmente al anhelo de regresar en el espacio, no en el tiempo; era el dolor del desplazamiento. Poco a poco se despojó de estas asociaciones geográficas y se transformó en una condición temporal: ya no una añoranza angustiosa de la madre patria perdida sino un melancólico languidecer por un tiempo idílico perdido de la propia vida. A medida que dejaba de ser considerada una afección médica, la nostalgia comenzó a ser vista no sólo como una emoción individual sino también como el anhelo colectivo de una época más feliz, más simple, más inocente. La nostalgia original había sido una emoción plausible, en el sentido de que tenía remedio (subirse al primer barco de guerra o embarcación mercantil que viajara de regreso a casa y retornar al cálido refugio de los parientes y amigos, a un mundo que era familiar). La nostalgia, en el sentido moderno, es una emoción imposible o por lo menos incurable: el único remedio sería viajar en el tiempo.

Este cambio de sentido indudablemente se produjo porque la movilidad se volvió más común y corriente gracias a la migración masiva al Nuevo Mundo y al movimiento de pobladores y pioneros en las Américas; al servicio colonial o militar de los europeos en sus varios imperios; y al aumento en la cantidad de individuos que se desplazaban en busca de oportunidades laborales o para progresar en sus carreras. La nostalgia del pasado también se intensificó porque el mundo estaba cambiando más rápido. Las transformaciones económicas, las innovaciones ideológicas y los cambios socioculturales hicieron que por primera vez hubiese diferencias contrastantes entre el mundo donde se había crecido y el mundo donde se envejecía. Desde los paisajes dramáticamente alterados por el desarrollo (“Cuando yo era chico, todo esto estaba rodeado de campos”) hasta las nuevas tecnologías que afectan la sensación y el ritmo de la vida cotidiana, el mundo donde uno se sentía en casa desapareció gradualmente. El presente se transformó en un país extranjero.

Hacia mediados del siglo XX, la nostalgia ya no era considerada una patología sino una emoción universal. Podía afectar a los individuos (bajo la forma de un mórbido remontarse al pasado) o a la sociedad en su conjunto. Con frecuencia esta última modalidad adquirió la forma del anhelo reaccionario de un viejo-orden-social –considerado más estable debido a sus estructuras de clases definidas más claramente– en el que “todos sabían cuál era su lugar”. Pero la nostalgia no siempre ha servido a las fuerzas del conservadurismo. A lo largo de la historia, los movimientos radicales muchas veces han vislumbrado sus metas no como revolucionarias sino como resurreccionarias: restaurar las cosas como solían ser, regresar a una edad dorada de equilibrio y justicia social que había sido interrumpida por el trauma histórico o por las maquinaciones de la clase gobernante. En la Guerra Civil inglesa, por ejemplo, los parlamentarios se consideraban conservadores y pensaban que el rey Carlos I era un innovador que expandía los poderes de la corona. Incluso los Levellers [Niveladores], una de las facciones más radicales activas durante el interregno de Oliver Cromwell tras la ejecución del rey, creían estar simplemente defendiendo la Carta Magna y los “derechos naturales”.

Soñar despierto

La flauta mágica

jueves, 27 de agosto de 2015

¿Qué es el cine moderno?

por Adrian Martin

“Había un montón de energía de posguerra. Mucho del sentimiento, tanto en la TV en vivo como en esas primeras películas, era: ‘No vas a decirme cómo tengo que hacerlo, nada de eso. Lo haré a mi modo. Sobreviví a la guerra, lo haré a mi modo’. Sabíamos que nos vendrían con lo convencional, ¡y nosotros queríamos hacerlo de otra manera!” –Arthur Penn, 2008[i]

“¿Qué es moderno en función de su narrativa? Prefiero decir que es su mayor libertad”. –Jean-Luc Godard, 1965[ii]

“Se puede decir que los críticos quedan casi invariablemente desconcertados por una nueva obra, y por eso tan a menudo no saben qué decir”. –François Truffaut, 1962[iii]



Una de las más bellas piezas de crítica fílmica del siglo XX es el tributo del teórico literario Roland Barthes al director italiano Michelangelo Antonioni (1912-2007), compuesto y entregado en 1979 con ocasión del premio especial de la ciudad de Bolonia al cineasta[iv]. Barthes comienza su carta, Caro Antonioni, haciendo una distinción (vía Nietzsche) entre la figura del sacerdote (“tenemos más que suficientes de ellos”) y la del artista. “Al revés del sacerdote”, escribe, “el artista se asombra y admira. La mirada del artista puede ser crítica, pero no es nunca acusatoria ni resentida”.

Esto puede no ser así en cada artista o cineasta, pero ciertamente es verdad en el artista Antonioni. Barthes alude al famoso diálogo entre él y el joven Jean-Luc Godard. Era 1964, el año de El desierto rojo (II deserto rosso), una obra crucial para el cine contemporáneo en muchos sentidos. Dos años después, su colega italiano Pier Paolo Pasolini usaría este filme como evidencia de la tendencia creciente de un cine de poesía, en el cual el estado de perturbación mental del personaje central ofrece el pretexto para un estado liberado de cine. ¿Qué es lo que realmente importa aquí, el contenido (historia y personajes) o la forma, el juego con la composición, la forma, el color, el ritmo, el sonido? El desierto rojo plantea esta cuestión de una manera frontal, desde que su heroína, Giuliana (Monica Vitti), está perdida en un mundo que es entregado por el cineasta de maneras palpablemente artificiales e irreales: los árboles y la hierba, por ejemplo, son reflejados en colores impactantes, antinaturales. Podría llamarse –en referencia al cine alemán de los 20– expresionista, salvo que Giuliana no es un Doctor Caligari o Nosferatu, y el extraño nuevo mundo a su alrededor, que refleja su estado mental, también parece autónomo, desligado de subjetividad personal. Respondiendo a esta inusual mutación del expresionismo en el cine, Godard, el estudiante respetuoso, planteó a Antonioni esta proposición: “El drama ya no es psicológico, sino plástico”, a lo cual Antonioni, el maestro radical, respondió: “Es lo mismo”.

Para Barthes, esta conjunción o fusión de la psicología y la plástica corresponde al sentimiento tierno y curioso de Antonioni por el Nuevo Mundo de los 60, en el que él mismo se sitúa como un observador paciente: “Su aprehensión de esta era no es la del historiador, el político o el moralista, sino la del utopista que quiere percibir el nuevo mundo en detalle, porque quiere ese mundo y quiere ser parte de él. Su vigilancia como artista es una vigilancia amorosa, una vigilancia de deseo”.

¿Qué hora es ahí?


miércoles, 26 de agosto de 2015

Prólogo

por Oscar Wilde

El artista es creador de belleza.

Revelar el arte y ocultar al artista es la finalidad del arte.

Quienes descubren significados ruines en cosas hermosas están corrompidos sin ser elegantes, lo que es un defecto. Quienes encuentran significados bellos en cosas hermosas son espíritus cultivados. Para ellos hay esperanza. Son los elegidos, y en su caso las cosas hermosas sólo significan belleza.

No existen libros morales o inmorales.

Los libros están bien o mal escritos. Eso es todo.

La vida moral del hombre forma parte de los temas del artista, pero la moralidad del arte consiste en hacer un uso perfecto de un medio imperfecto. Ningún artista desea probar nada.

El artista no tiene preferencias morales. Una preferencia moral en un artista es un imperdonable amaneramiento de estilo.

Ningún artista es morboso.

El artista está capacitado para expresarlo todo.

Pensamiento y lenguaje son los instrumentos de su arte. El vicio y la virtud son los materiales del artista. Desde el punto de vista de la forma, el modelo de todas las artes es el arte del músico. Desde el punto de vista del sentimiento, el modelo es el talento del actor.

Todo arte es a la vez superficie y símbolo.

Quienes profundizan, sin contentarse con la superficie, se exponen a las consecuencias. Quienes penetran en el símbolo se exponen a las consecuencias.

Lo que en realidad refleja el arte es al espectador y no la vida.

La diversidad de opiniones sobre una obra de arte muestra que esa obra es nueva, compleja y que está viva. Cuando los críticos disienten, el artista está de acuerdo consigo mismo.

A un hombre le podemos perdonar que haga algo útil siempre que no lo admire. La única excusa para hacer una cosa inútil es admirarla infinitamente.

Todo arte es completamente inútil. 

Prólogo de El retrato de Dorian Gray (1891)

sábado, 22 de agosto de 2015

Lista sin título nº 14

  1. Out of the Past (1947)
  2. Touch of Evil (1958)
  3. Double Indemnity (1944)
  4. The Big Heat (1953)
  5. Pickup on South Street (1953)
  6. Laura (1944)
  7. The Big Sleep (1946)
  8. Kiss Me Deadly (1955)
  9. They Live by Night (1948)
  10. Criss Cross (1949)
  11. In a Lonely Place (1950)
  12. Force of Evil (1948)
  13. Kiss of Death (1947)
  14. Crossfire (1947)
  15. The Killers (1946)
  16. Detour (1945)
  17. Gun Crazy (1950)
  18. The Asphalt Jungle (1950)
  19. Murder My Sweet (1944)
  20. D.O.A. (1949)

viernes, 21 de agosto de 2015

La presión del tiempo en el plano

por Andrei Tarkovsky

(ACERCA DE LA FIGURA CINEMATOGRÁFICA)

“Digámoslo así: un fenómeno espiritual, es decir significativo, es significativo justamente porque sale de sus propios límites, expresa y simboliza algo más vasto y más general espiritualmente hablando, todo un mundo de sentimientos y de pensamientos que, con mayor o menor perfección, han encarnado en él: es precisamente eso lo que determina el nivel de su significación...”
Thomas Mann, La montaña mágica



Dado que vamos a hablar aquí de la noción de figura, advierto de inmediato que no quiero ni voy a formularla de modo preciso. Eso me es imposible y, además, no lo deseo por varias razones. Prefiero tratar de reflexionar sobre los límites del sistema que en lo que me concierne llamo “figurativo”, sistema en cuyo seno me siento libre y con el cual estoy en simbiosis.
Por lo tanto no intentaré insertar mi noción de figura en una fórmula rígida. Y eso también por otra razón: basta lanzar un vistazo, incluso furtivo, hacia atrás, recordar simplemente los minutos más impactantes del pasado para quedar pasmados ante la diversidad de las propiedades de los acontecimientos en los que participamos, por el carácter excepcional de las personalidades que conocimos. Uno queda pasmado ante el acento de unicidad que expresa el principio básico de nuestro comportamiento emocional hacia la vida. El artista no deja de buscar la reproducción del colorido de tal unicidad, esforzándose vanamente por captar la imagen de la Verdad... La belleza de la verdad de la vida en el arte reside en la verdad en sí. En la veracidad visible incluso a simple vista. Un hombre suficientemente sensible distinguirá siempre la verdad de la mentira, la sinceridad de la falsedad, lo natural del manierismo en el comportamiento de las personas más diversas que conoce en todas partes y cada día. Existe en nosotros un filtro particular que se alza en el camino de la percepción del mundo que nos rodea. Los motivos de su aparición están estrechamente ligados a nuestra experiencia de la vida, que ayuda a educar nuestra desconfianza ante fenómenos cuya estructura relacional está quebrada. Quebrada a sabiendas o involuntariamente, por ineptitud.
Hay personas incapaces de mentir. Otras mienten con inspiración y convicción, las hay que no pueden no mentir y, por último, las hay que no pueden mentir y, sin embargo, mienten sin arte ni gusto. Tal vez por eso en las circunstancias propuestas,  inventadas por la propia vida, ante la necesidad de seguir escrupulosamente la lógica de la vida, sólo los mentirosos inspirados son convincentes, sólo ellos perciben el pulso de la verdad y son capaces de adherirse, gracias a sus fantasías, a los meandros caprichosos de la vida con una precisión casi geométrica. Para decirlo con otras palabras, una figura inventada será verídica si deja percibir vínculos que, por una parte, la hagan ser semejante a la vida y, por otra parte –lo que parece contradictorio– la vuelven única e inimitable, como es única e inimitable cada observación.
La poesía japonesa de la Edad Media siempre me ha maravillado por el rechazo categórico a la menor alusión al sentido último de la figura que, como una charada, sólo es descifrable al final. Los haikus y los tankas japoneses cultivan sus figuras de tal modo que al fin de cuentas pierden su sentido último. No significan nada fuera de sí mismos y, al mismo tiempo, significan tanto que al fin del largo camino que conduce a la comprensión de su sentido, uno se da cuenta de la imposibilidad de percibir su significación final. En otras palabras, cuanto más corresponde una figura a su destino, más difícil es incrustarla en una fórmula nocional, especulativa.
El lector de un haiku debe fundirse en él como en la naturaleza, zozobrar allí, perderse en su profundidad, ahogarse en él como en el cosmos donde no existe abajo ni arriba. La figura en un haiku es hasta tal punto profunda que se vuelve lisa y llanamente insondable. Tales figuras sólo pueden provenir de una observación inmediata y directa de la vida.
He aquí, por ejemplo, un haiku de Basho:

La vieja charca:
Una rana se zambulle:
¡Oh! el ruido del agua.

O:
Las cañas se cortaron para el techo.
Sobre los tallos olvidados
Cae una pequeña nieve tenue.

Y otro:

¿De donde viene tan súbita pereza?
Hoy les costó despertarme...
Murmura una lluvia primaveral.

¡Qué sencillez y qué exactitud en la observación! ¡Qué disciplina del espíritu y que nobleza de la imaginación! Esas líneas son bellas como la vida misma.
Los japoneses sabían expresar su conducta respecto al mundo en tres líneas. No se limitaban a observar la realidad, sino que, al hacerlo, expresaban su sentido. Cuanto más exacta es una observación, más se acerca a la figura. Ya Dostoievski afirmaba que la vida es más fantástica que cualquier cosa inventada. La observación es la base primordial de la figura cinematográfica, que, como sabemos, está ligada, siempre al fijamiento fotográfico, es decir, a la forma de observación más evidente. En una palabra, la figura cinematográfica es la figura de la vida misma. Pero una instantánea que fija con exactitud un objeto determinado está lejos aún de ser una figura. El fijamiento de los acontecimientos reales no basta para que veamos allí una sucesión de figuras cinematográficas. La figura en el cine no es la reproducción fría y documental de un objeto sobre la película.  ¡No! La figura en el cine se edifica sobre el arte de hacer pasar por una observación la propia percepción del objeto.
En lo que tiene que ver con la polisemia de la figura, también podemos volvernos hacia la prosa. El final de La muerte de Iván Ilitch muestra a un hombre malvado, de pocas entendederas, dotado de una mala esposa y de una mala hija[1], que va a morir de cáncer y que quiere pedirles perdón antes de morir. De pronto, siente en él una bondad tan grande que su familia, que sólo se preocupa por trapos y bailes, se le aparece profundamente desdichada, digna de piedad y conmiseración. Se ve arrastrándose en el interior de un largo tubo negro, húmedo, semejante a un intestino... Cree ver una luz a lo lejos, y se arrastra, se arrastra hacia esa luz, pero no llega a impulsarse hacia ella, a franquear esa última barrera que separa la vida de la muerte. Junto al lecho están la mujer y la hija. Quiere decirles: “perdonen”, pero en vez de eso pronuncia: “permitan”...
¿Es posible tratar esta figura apabullante de modo monosémico? Está ligada a sensaciones de profundidad tan indecible que sólo puede apabullar. Aquí todo se parece tanto a la vida, a la realidad, que puede competir con las situaciones y las circunstancias que hemos vivido realmente o imaginado íntimamente. Es el reconocimiento de algo que ya sabíamos, lo cual, según la concepción de Aristóteles, constituye justamente la prerrogativa esencial del genio.