jueves, 27 de agosto de 2015

¿Qué es el cine moderno?

por Adrian Martin

“Había un montón de energía de posguerra. Mucho del sentimiento, tanto en la TV en vivo como en esas primeras películas, era: ‘No vas a decirme cómo tengo que hacerlo, nada de eso. Lo haré a mi modo. Sobreviví a la guerra, lo haré a mi modo’. Sabíamos que nos vendrían con lo convencional, ¡y nosotros queríamos hacerlo de otra manera!” –Arthur Penn, 2008[i]

“¿Qué es moderno en función de su narrativa? Prefiero decir que es su mayor libertad”. –Jean-Luc Godard, 1965[ii]

“Se puede decir que los críticos quedan casi invariablemente desconcertados por una nueva obra, y por eso tan a menudo no saben qué decir”. –François Truffaut, 1962[iii]



Una de las más bellas piezas de crítica fílmica del siglo XX es el tributo del teórico literario Roland Barthes al director italiano Michelangelo Antonioni (1912-2007), compuesto y entregado en 1979 con ocasión del premio especial de la ciudad de Bolonia al cineasta[iv]. Barthes comienza su carta, Caro Antonioni, haciendo una distinción (vía Nietzsche) entre la figura del sacerdote (“tenemos más que suficientes de ellos”) y la del artista. “Al revés del sacerdote”, escribe, “el artista se asombra y admira. La mirada del artista puede ser crítica, pero no es nunca acusatoria ni resentida”.

Esto puede no ser así en cada artista o cineasta, pero ciertamente es verdad en el artista Antonioni. Barthes alude al famoso diálogo entre él y el joven Jean-Luc Godard. Era 1964, el año de El desierto rojo (II deserto rosso), una obra crucial para el cine contemporáneo en muchos sentidos. Dos años después, su colega italiano Pier Paolo Pasolini usaría este filme como evidencia de la tendencia creciente de un cine de poesía, en el cual el estado de perturbación mental del personaje central ofrece el pretexto para un estado liberado de cine. ¿Qué es lo que realmente importa aquí, el contenido (historia y personajes) o la forma, el juego con la composición, la forma, el color, el ritmo, el sonido? El desierto rojo plantea esta cuestión de una manera frontal, desde que su heroína, Giuliana (Monica Vitti), está perdida en un mundo que es entregado por el cineasta de maneras palpablemente artificiales e irreales: los árboles y la hierba, por ejemplo, son reflejados en colores impactantes, antinaturales. Podría llamarse –en referencia al cine alemán de los 20– expresionista, salvo que Giuliana no es un Doctor Caligari o Nosferatu, y el extraño nuevo mundo a su alrededor, que refleja su estado mental, también parece autónomo, desligado de subjetividad personal. Respondiendo a esta inusual mutación del expresionismo en el cine, Godard, el estudiante respetuoso, planteó a Antonioni esta proposición: “El drama ya no es psicológico, sino plástico”, a lo cual Antonioni, el maestro radical, respondió: “Es lo mismo”.

Para Barthes, esta conjunción o fusión de la psicología y la plástica corresponde al sentimiento tierno y curioso de Antonioni por el Nuevo Mundo de los 60, en el que él mismo se sitúa como un observador paciente: “Su aprehensión de esta era no es la del historiador, el político o el moralista, sino la del utopista que quiere percibir el nuevo mundo en detalle, porque quiere ese mundo y quiere ser parte de él. Su vigilancia como artista es una vigilancia amorosa, una vigilancia de deseo”.

Barthes va aun más lejos en este breve pero gran texto: “Es debido a que usted es un artista que su trabajo es receptivo a lo moderno. Muchos ven lo moderno como una bandera de combate contra el viejo mundo y sus valores comprometidos, pero en su caso no es el término estático de una oposición fácil –lo moderno es la dificultad activa de seguir los estragos del tiempo, no solo a nivel de la Gran Historia, sino también dentro de esa pequeña historia por la cual se mide la existencia de cada uno de nosotros. Su trabajo, iniciado poco después de la guerra, se ha desarrollado paso a paso sobre un doble curso de vigilancia, hacia el mundo contemporáneo y hacia su propio ser”.

Así es como debemos proceder al escribir la historia del cine moderno y definir sus principales líneas de búsqueda estética e intelectual: como esta “activa dificultad de seguir los estragos del tiempo” –estragos marcados en el mundo por las dos guerras mundiales; y en aquellos individuos que, de un modo u otro, luchan para definir sus identidades en relación con los tiempos y sensibilidades cambiantes. De nuevo, como Barthes dice de Antonioni: “Cada uno de sus filmes ha sido, a nivel personal, una experiencia histórica: la superación de un viejo problema y la formulación de una nueva pregunta”.

Pero permítanme ir un poco más atrás. En cierto sentido, el cine siempre ha sido moderno: una “bandera de lucha en contra del viejo mundo”. Hijo del siglo XX, es a la vez la cabeza de playa de la tecnología industrial de las comunicaciones y el heredero de una presión particular del romanticismo en el arte y el pensamiento. Esto se ha convertido en una potente combinación: como medio de masas, el cine representa la nueva Edad de la Máquina, con toda su creencia en el progreso y la eficiencia en la manufactura; y como cultura popular, toca el humor, la energía, el ritmo y la vitalidad del entretenimiento de clase baja, desde el circo al comic, pasando por todas las formas del teatro callejero y la música de Tin Pan Alley. Por sobre todo, el cine vino a llenar el sueño operático de Wagner del Gesamtkunstzwerk u obra de arte total: se engulló a toda forma de arte anterior y las mezcló en un continente super-expresivo, psicológica y plásticamente.

Lo que esto significa es que el cine versa, desde el comienzo, como lo dice inmortalmente Samuel Fuller en Pierrot el loco (Pierrot le fou, 1965), acerca de la emoción. No solo las emociones familiares y novelísticas de las historias y sus personajes, sino las emociones únicas generadas por el medio cinemático (o el cinématographe, como lo llaman los franceses): velocidad, delirio, sensaciones de todo tipo que emergen del intercambio entre movimiento y quietud, o (más tarde en su historia) entre silencio y sonido.

Como quiera que se autodenomine expresionista (como en Alemania) o impresionista (como en Francia), el cine siempre ha tratado de extraer la emoción de su continente tradicional, la historia, y proyectarla en grande, desplegándola a todo lo ancho de una pantalla: tiemblan por igual los grandes paisajes y las pequeñas gotas de lluvia; rostros y cuerpos son disueltos en los mundos que contemplan y a través de los cuales se mueven; trenes o animales, clavándose en el cuadro, distraen nuestra atención de la línea de la intriga. Esto es lo que el filósofo Jacques Rancière ha descrito como el rango de las emociones –humanas y no humanas, más allá de lo humano, post-humanas– asociadas con la edad estética a la que el cine pertenece[v]. Y virtualmente todos los más excitantes teóricos iniciales del cine –Vachel Lindsay, Béla Balazs, Jean Epstein– se convirtieron en visionarios con su disposición a ser testigos de estas transformaciones de la realidad por la máquina cinemática.

Esta tendencia a lo excesivo, lo abstracto, lo pura e irracionalmente emocional, explica por qué, incluso en su apariencia más realista, el cine parece tan esencialmente surrealista. Todo lo que se ve en la pantalla, o se oye a través de ella, es más grande y monumental que sí mismo, más intenso, más deliberado, relacionado con una clase diferente de gravedad: en su momento, cada detalle parece fantásticamente importante, y mientras ese momento se está yendo –el celuloide sigue rodando en el proyector–, el detalle se vuelve liviano, un puro recuerdo. “Eso real irreal que llamamos cine”, dijo el teórico Raymond Bellour –una realidad impresa fotoquímicamente que es también una alucinación mental y sensorial[vi].

Así que el filme –cualquier filme– es una instancia o ilustración de la modernidad: esa nueva forma de producción cultural que trae al mundo un nuevo tipo de objeto artístico, y un nuevo tipo de percepción para el espectador que es sumergido en una oscuridad comunitaria asombrosamente cargada. Pero ¿es todo filme un ejemplo deliberado de modernismo artístico? Obviamente no; los movimientos de vanguardia explícitos, con todo lo gloriosos que pudiesen ser (como en la experimentación soviética de Sergei Eisenstein y DzigaVertov o el surrealismo de Luis Buñuel y Salvador Dalí), siempre han sido marginales en el mundo del cine. La mayor parte del cine –y por cierto el que se produce con fines comerciales– tiende a cierta forma de contención regulada, una especie de disciplina, que lo empuja hacia el clasicismo: el filme bien balanceado, bien armado, la historia bien contada, las reglas establecidas de la artesanía profesional.

El cine nació bastante después del establecimiento de la mayoría de las artes clásicas: la pintura académica, la novela del siglo XIX, el soneto poético, la obra de tres actos, la canción de verso y coro, y así por delante. El clasicismo describe el estilo invisible, la forma tan perfectamente elegante y no obstrusiva que puede pasar inadvertida si los espectadores estamos suficientemente concentrados en la ilusión del mundo ficticio y sus habitantes, en el contenido narrativo. Donde el cine es inescapablemente moderno es en la atención que nos obliga a poner en la forma per se, esta fusión de lo psicológico y lo plástico: ¿cómo podríamos ver un filme de Louis Feuillade en los 10, de Fritz Lang o Ernst Lubitsch en los 20, de King Vidor en los 30 o de Edgar Neville en los 40, sin darnos cuenta (y disfrutar) del dinamismo de la composición, el patrón de motivos repetidos, la intrusión expresiva de los efectos sonoros, las oleadas rítmicas impuestas por el montaje?

Sin embargo, poderosas fuerzas sociales y culturales metieron a la mayor parte del cine, durante sus primeras cuatro décadas, en la camisa de fuerza del clasicismo: algunos cineastas (como Howard Hawks o Clint Eastwood hoy) prosperaron allí, encontrando la invisibilidad artística altamente apropiada para su temperamento y sensibilidad; otros simplemente desaparecieron en el anonimato y la mundanidad. El clasicismo se convirtió en una norma de trabajo para la mayor parte de las industrias del cine (y más tarde, la televisión) alrededor del mundo, legitimando la etiqueta, puesta muchos años después de los hechos, de narrativa clásica de Hollywood, un término impreciso que no puede agrupar a una plétora de filmes excepcionales hechos en cada punto de la historia del cine, pero que también apunta válidamente a algo sólido, estólido, aunque a menudo aburrido, que ha afectado a todas las industrias fílmicas dentro y alrededor de Estados Unidos.

En el campo de la teoría fílmica, la tendencia a validar el clasicismo estuvo curiosamente entrelazada con la actitud de esos teóricos que se alejaban del romanticismo radical, del surrealismo y re-investigaban, en cambio, el paciente y humilde registro de la realidad fenomenológica: el documentalista John Grierson, el espiritual André Bazin (autor de ¿Qué es el cine?), y el filósofo materialista dedicado a la redención de la existencia cotidiana del mundo, Siegfried Kracauer. Solo hoy estamos empezando a leer a estos realistas de manera diferente, separándolos del conservadurismo clásico que los rodeaba y los secuestraba de otros desarrollos más tumultuosos del cine y el pensamiento.

Por muchas razones, el fin de la Segunda Guerra Mundial marca la innegable emergencia de una división real entre lo clásico y lo moderno en el cine. Sobrevivir a la guerra como ciudadano y soldado, y especialmente sobrevivir al Holocausto como judío, era realmente un triunfo, como lo atestigua Arthur Penn en la cita inicial de esta introducción. Más aún, la guerra dejó a gran parte del mundo (Italia, Alemania, Japón, Gran Bretaña ...) literalmente en ruinas; así, la reconstrucción de posguerra significó mucho más que una simple limpieza; era un borrado total, una sensación de empezar desde cero en todos los niveles de la ética, la moral, la formación social y la estética. En este contexto, el cine también luchó para levantarse desde las cenizas. Y las identidades modernas literalmente estaban naciendo en ese momento, gente (como Antonioni) que internalizaba el destino de ser un artista-ciudadano de la última mitad del siglo XX. Por ejemplo, Thomas Elsaesser comenta a la figura del Nuevo Cine Alemán de los 70, Rainer Werner Fassbinder, como alguien que internalizó en su persona y proyectó en su arte la “activa dificultad de seguir los estragos del tiempo”. “En cierto sentido”, escribe Elsaesser, “no hay nada más misterioso en la ventaja ‘teórica’ de Fassbinder en Alemania que el hecho de que mayo de 1945 puede ser entendido como una tabula rasa, un momento ‘originario’ (siendo mayo de 1945 el año y el mes de su propio nacimiento) en el que todos los valores pueden ser reorganizados”[vii].

Así, después de 1945, hasta los modos más regulados y conformistas de producción fílmica comenzaron a reflejar –a menudo a pesar de sí mismos– nuevas formas de expresión artística. Y entonces, por fin, en 1960, el verdadero modernismo se desplazó desde el margen vanguardista hacia el terreno iluminado de un circuito internacional de “cine de arte”, anunciado por todos los movimientos de nueva ola de Francia, Italia, Brasil, Japón...

Roberto Rossellini es, en este período, uno de los primeros directores que anunciaron que algo radicalmente nuevo y extraño, militantemente desconocido, había entrado en el mundo del cine. Pero lo que es más moderno de Rossellini, en retrospectiva, no fue tan fácilmente percibido en su momento, a través de la niebla mistificadora de ese movimiento que conocemos como neorrealismo, y que relevaba la naturalidad (localizaciones reales, actores no profesionales, inspiración en los periódicos) sobre cualquier clase de artificio. Cuando leemos hoy a Bazin y Kracauer sobre estos filmes, la trilogía histórica de Roma, ciudad abierta (Roma, città aperta, 1945), Paisà (1946) y Alemania, año cero (Germania anno zero, 1948) –y si dejamos de lado los clichés del neorrealismo histórico–, vemos que estos críticos elogiaban exactamente lo mismo que responderíamos hoy, retrospectivamente: una nueva manera de filmar a la gente y al mundo en que se vive, una nueva forma de contar (o negarse a contar) una historia. Después de todo, Rossellini partía consciente y literalmente de una tabula rasa, el año cero, como atestiguan en sus películas las ruinas y los lazos rotos entre individuos, familias e instituciones sociales (escuela, hospital, ejército, prisión...).

Y había algo desconcertantemente no clásico, o deliberadamente anti-clásico, en la manera en que Rossellini abordaba su oficio de cineasta: este era un cine de bordes ásperos, de sketches y viñetas, de rupturas brutales del ritmo, de yuxtaposiciones y mezclas de tonos dramáticos y cómicos. Un cine de la espontaneidad y la improvisación (incluso cuando ese efecto de espontaneidad era cuidadosamente elaborado): un cine del riesgo, no del dominio o el control que caracterizaban a la institución del cine clásico. Fue este elemento de suerte y riesgo el que llevó a Jacques Rivette, en un Cahiers du Cinéma de 1955, a elogiar a Te querré siempre (Viaggio in Italia, 1953) –el tránsito de Rossellini desde los asuntos sociopolíticos a la esfera doméstica y personal– como “la ruptura que todo cine, con dolor mortal, debe atravesar” [viii]. Por lo menos, todo cine orgullosa y desafiantemente moderno.

Pero lo que Rossellini estaba haciendo de un modo muy potente y concentrado era algo que se venía filtrando en muchos lugares durante la segunda mitad de los 40. En las producciones norteamericanas de Jean Renoir (especialmente Diario de una camarera [Diary of a chambermaid, 1946] y Una mujer en la playa [The woman on the beach, 1947]) –como en los thrillers de bajo presupuesto de Otto Preminger, ultra-atmosféricos, melancólicos, los films blanc que respondían al ordenado film noir–, se empezaba a dibujar un nuevo tipo de psicología de personajes. Los personajes ya no eran individuos bien delineados, tridimensionales o coherentes; ahora existían en el momento, encarnando ciertos estados y emociones, y cambiando rápidamente de un momento al siguiente. François Truffaut lo describió bien en 1962: “La psicología de los personajes ya no interesa. Era... completamente poético en vez de psicológico”[ix]. Y Bazin, hablando como crítico sintonizado con lo nuevo, más que como teórico de la realidad esencial, lo identificó apropiadamente como un modo psicológico intersubjetivo, que ocurre en los espacios entre los personajes, no dentro de cada uno; el deseo, por ejemplo, no pertenece a nadie, pero se mueve entre los cuerpos como “una misteriosa bola de fuego”.

Mientras tanto, los cineastas norteamericanos de posguerra –figuras como Elia Kazan y Nicholas Ray, que bebían del método post-Stanislavsky de Lee Strasberg– exploraban un nuevo estilo de interpretación para recoger las concepciones contemporáneas de la psicología de personajes: ocupado, inquieto, nervioso, neurótico, con un manierismo corporal y facial lleno de detalles de superficie. El método puede haber sido asociado en su tiempo con el código del realismo, pero rompió el código de la invisibilidad, de la proporción y la elegancia clásicas: aquí, actuar era mostrarse; el intérprete ya no desaparecía dentro o debajo del personaje (si es que alguna vez lo hizo). Incluso en la obra de directores que comenzaron en un período más clásico vemos el efecto de estos cambios: Ha nacido una estrella (A star is born, 1954), de George Cukor, es un ejemplo inmortal, con estrellas veteranas como Judy Garland y James Mason trabajando las nuevas concepciones de actuación en el cine, mientras la vieja narrativa del showbiz comenzaba a romperse, aplastada por otro tipo de espectáculo intensamente emocional.

Tal estilo de actuación necesariamente tenía que impactar, y hasta deformar completamente, la práctica estándar de mise en scène para la cámara: ya no se podía confiar en que los actores permanecieran congelados para un plano-contraplano; ahora los cuerpos iban el uno hacia el otro, entrelazados en formas y configuraciones impredecibles... que fue exactamente la revolución (a veces confundida como una simple aspereza de cinéma-vérité) que más tarde, a fines de los 50, lanzó John Cassavetes, como el sistema estilístico situado en el corazón de sus filmes –y solo unos años más tarde, Maurice Pialat en Francia, partiendo con L'enfance nue (1968).

Pero el incipiente modernismo de fines de los 40 y comienzos de los 50 no siempre significaba histeria, delirio o paroxismo. En una clave aún más baja que el ciclo de filmes de Rossellini con su mujer Ingrid Bergman, estaba la obra de Yasujiro Ozu, Kenji Mizoguchi y Mikio Naruse en Japón: ciertamente había trazas del melodrama y de algunos géneros populares, pero sobre todo había una reinvención sorprendentemente contemporánea del mundo cotidiano visto por el cine: una nueva atención a la geometría de los espacios corrientes y del gesto y la postura física.

Dos personas que se convertirían en grandes maestros del cine de arte también comenzaron en este período: Antonioni en Italia e Ingmar Bergman (1918-2007) en Suecia. Unos días antes de la muerte de Bergman, el 30 de julio de 2007, mostré a mis estudiantes universitarios su notable película Un verano con Monica (Sommaren med Monika, 1952), una apasionada historia de amor juvenil crudamente confrontada con la melancolía deprimente y forzosa de la vida adulta. Leímos las inspiradas palabras de Godard en 1958 y de Alain Bergala hoy, tratando de entender su enorme significación para estos críticos como la erupción de algo nuevo, singular y moderno en el cine. Como ha notado Bergala, fue filmada (en su sección central y extática) en una pequeña isla, liderando la excitante ruptura de las reglas de rodaje en estudio y las diplomáticas barreras entre reparto y equipo[x].

Para Godard estaba en juego algo aún más fundamental. En su inmortal texto Bergmanorama de Cahiers du Cinéma, escribió: “Un filme de Ingmar Bergman es, si se quiere, la vigésima cuarta parte de un segundo metamorforseado y expandido por más de una hora y media. Es el mundo entre dos parpadeos, la tristeza entre dos latidos, la alegría entre dos aplausos”[xi]. En otras palabras, el cine como la conjugación de un presente eterno –una idea y un gesto especialmente conmovedores después de la desolación del pasado por la guerra.

Así, a finales de los 50 todas las exploraciones y experimentos que definen al cine moderno ya estaban cartografiados en embrión: en rechazo al clasicismo, había nuevas aproximaciones a la narrativa; a la actuación y la caracterización y, por tanto, al cuerpo y al gesto; al despliegue de relaciones temporales y de lugar o espacio; y, en último término, a la misma representación: el acto de mostrar o imaginar el mundo. En la historia siguiente del cine moderno, algunos de estos aspectos fueron obliterados del todo –no historias, no cuerpos, no tiempo lineal, no mundo real discernible–, pero siempre seguidos por una nueva reagrupación, una nueva aproximación a las preguntas y problemas perennes del cine. Y todo bajo la bandera de una cierta libertad, una liberación de los límites clásicos.

La historia siguió: los 60 fueron indudablemente la gran era del cine moderno. Desde Agnés Varda y Alain Resnais (Francia) a Jerzy Skolimowski (Polonia) y Nagisa Oshima (Japón), desde Federico Fellini y Marco Bellocchio (Italia) a Glauber Rocha (Brasil) y André Delvaux (Bélgica), desde Arthur Penn y Jerry Lewis (Estados Unidos) a Raúl Ruiz (Chile) y Vera Chytilová (Checoslovaquia), desde Peter Whitehead y Ken Loach (Reino Unido) a Miklós Jancsó (Hungría), aparecieron nuevos directores, en unos pocos meses, de naciones antes desconocidas o ignoradas, para sobrepasar las convenciones y ensayar nuevos experimentos en el estilo fílmico. En este contexto hicieron los grandes clásicos sus obras finales y testamentarias: Hawks con El Dorado (1967), John Ford con Siete mujeres (Seven women, 1966), e incluso Alfred Hitchcock golpeó en direcciones desconcertantemente modernas, casi antonionescas, con Los pájaros (The birds, 1963) y Marnie la ladrona (Marnie, 1964), mientras Buñuel alcanzaba la apoteosis de su carrera, renaciendo con una serie de obras maestras tales como El ángel exterminador (1962) y Bella de día (Belle de jour, 1967).

Los 70 fueron años de intensificación de estos logros, menos eclécticos y glamourosos, más focalizados. Desde Fassbinder y Wim Wenders en Alemania hasta Monte Hellman y Elaine May en Estados Unidos, desde Jean Eustache y Philippe Garrel en Francia a Sohrab Shahid Saless en Irán, desde Chantal Akerman en Bélgica y Víctor Erice en España al expreso transeuropeo de Jean-Marie Straub y Danièle Huillet, emergió un nuevo espíritu vanguardista, especialmente sintonizado con el minimalismo: alejándose del montaje soviético rápido y complejo de los 20, Dusan Makavejev en la Yugoslavia de los 60 y Chris Marker desde los 50, o Chytilová con la construcción de grandes partes (reemergida en los 90), el cine moderno descubrió su amorío de largo plazo con las tomas largas, las duraciones exquisitamente expandidas, las posiciones de cámara distantes y a menudo estáticas... y, en una señal de que vendrían más transformaciones después de los 70, Godard se reinventó a sí mismo, no una, sino dos veces: primero en los crudos ensayos políticos de su asociación con Jean-Pierre Gorin y el grupo Dziga Vertov (que culminó en 1972 con Tout va bien), y luego en la exploración de la nueva tecnología de video, tanto en televisión como en cine.

Los 80 representaron una fase inusual y dificultosa en la aventura del cine moderno. El radicalismo político, las polémicas asombrosas y los audaces experimentos formales de las décadas anteriores parecían haberse consumido; o quizá habían sido exitosamente apagados por las fuerzas del mercado en todo el mundo. En los campos de la crítica y la teoría, y especialmente el área floreciente de los estudios culturales, la atención se volvió, como en los 50, a las modas y géneros populares: el filme de acción (renovado en Hong Kong), el musical (orgullosamente continuado por Bollywood), la comedia adolescente (facilitando el resurgimiento en Norteamérica de lo que Manny Farber llamó el arte termita, astutas e intrigantes obras conseguidas, sin ruido, dentro de las fórmulas comerciales) y especialmente el horror (campo para un nuevo auteurismo, con David Cronenerg, Wes Craven y George A. Romero tendiendo un puente entre las formas populares viscerales y las tradiciones de cine de arte de Bergman-Fellini... y toda esta obra (en cine y en crítica) es sin duda importante, pero merece otro libro, diferente del que usted está por leer.

Si hay una película de los 80 que haya mostrado cómo se iba a desarrollar el cine moderno en las décadas siguientes, es Sin sol (Sans soleil, 1982), de Marker: reflexiva, seductora, como una especie de puzzle literario-cinemático (¿qué historia de vida es, exactamente?), pero también un panorama elíptico de la experiencia política vivida y experimentada en muchos lugares desde los 50. Sobre todo, en su estatuto incierto e intrigante como nuevo tipo de práctica –el filme-ensayo–, redibuja las barreras entre el documental y la ficción, entre el reportaje objetivo y la especulación imaginativa, entre el análisis y la fantasía. Sin sol también fue profética al usar la tecnología de video digital: no sólo el registro crudo de la realidad, sino también su transformación visual y auditiva a través del circuito de una nueva sensibilidad surrealista, y una indicación de cómo las imágenes y sonidos serán, en el siglo XXI, accesorios ubicuos en nuestros teléfonos y pantallas personalizadas: no más un místico mundo aparte, sino algo tan cercano como nuestra piel, una especie de segunda naturaleza...

Aunque este libro examina a algunos de los innovadores de pos­guerra claves para el cine moderno –Cassavetes, Marker, Godard, Robert Bresson y Roman Polanski–, su foco principal son los innovadores que emergen en los 80 y 90, de Hou Hsiao-hsien y Tsai Ming-liang en Taiwán a Abbas Kiarostami en Irán, de los viajeros incansables como Akerman y Robert Kramer (que comenzaron en los 60) a los artistas desafiantemente locales y parroquiales como Pedro Costa en Portugal y Naomi Kawase en Japón. De hecho, ¿tiene todavía algún sentido hablar de cines nacionales en el caso de estos cineastas (los Dardenne en Bélgica, Ulrich Seidel en Austria o Mercedes Álvarez en España ofrecen otros ejemplos) que habitan en una región, un pueblo o una comunidad, un pedazo de tierra con su propia infinita peculiaridad y riqueza de carácter? El cine moderno, más que nunca, se define en la tensión entre la tendencia al veloz cosmopolitismo –como la estilizada fantasía fronteriza de Wong Kar-wai en 2046 (2004) o el pequeño vuelo poético de José Luis Guerín a Estrasburgo para En la ciudad de Sylvia (2007)– y una voluntad regionalista, un deseo de asentarse en un lugar y observar cómo se hunden allí las fuerzas y las trazas de la historia.

En el cine moderno más reciente vemos nuevos intercambios –especialmente entre documental y ficción– que están redibujando las líneas divisorias entre lo espectacular y lo cotidiano, o lo psicológico y lo plástico. La tecnología digital ha adelantado su última mutación, tal como lo ha hecho el firme avance del trabajo audiovisual en las galerías de arte y los museos (Varda, Costa, Akerman, Erice, Kiarostami, Guerín, Marker, Ruiz ya han dado este paso), y también en la cultura online de Internet (donde florecen David Lynch y otros).

Unos pocos puntos finales acerca de la aproximación y el estilo de este libro, que, de un modo algo inmodesto, pero respetuosa y afectuosamente, se llama ¿Qué es el cine moderno?, como una secuela del texto clásico de Bazin. Es fácil, hablando de cine moderno, ponerse nostálgico, lamentar la pérdida del radicalismo de los 60 y 70, y cerrar el libro de la aventura de lo moderno. Pero, para citar por última vez el Caro Antonioni de Barthes, el cine moderno no termina cuando un período brillante y demostrativo de la modernidad social parece acabado; al revés, “como un instrumento muy sensible”, el artista “sigue las sucesiones de lo nuevo como le son presentadas por su historia; su obra no es una reflexión fija...”. Lo mismo para el cine como forma de arte.

Este libro –después de unos pocos ensayos generales– esencialmente discute el cine moderno a través de sus artistas, sus directores. No voy a repetir los viejos argumentos inventados para convencer a los lectores de la existencia del auteur, de hecho, he incluido algunas reservas puntuales sobre el auteurismo, cuando la sola devoción a los filmes de autor (en el circuito del cine-arte o del festival) bloquea nuestra sensibilidad para ver otras cosas que están pasando en el cine actual. Pero adopto el método que el crítico y cineasta francés Jean-Claude Biette ha llamado una poétique des auteurs (mejor que la clásica politique des auteurs de los 50[xii]).

¿Qué es esta poética de autores? Supone hallar en la obra de un artista el complejo total, la gestalt de estilo y contenido, sensibilidad y gesto poético, el modo de probar, aplicar y extender ese instrumento muy sensible formado por la visión del mundo de un cineasta, una regard (en el doble sentido de mirada y actitud) que es crítica y amante. Y mi esperanza es que escribir sobre cine pueda, a su manera, portar también la vigilancia amorosa de esa doble mirada que es tan propia del cine.

Agosto, 2008

Este texto es el prefacio a "¿Qué es el cine moderno?", editado por Uqbar Editores y el Festival Internacional de Cine de Valdivia. 
Reproducido en Détour.
Traducción de Ascanio Cavallo.


[i] BECK, Henry Cabot: Close-ups on the outcasts. New York: True West, mayo de 2008.

[ii] MILNE, Tom (ed): Godard on Godard. London: Secker & Warburg, 1972, p. 221. Entrevista original en Cahiers du Cinéma, N° 171, octubre de 1965.

[iii] SARRIS, Andrew (ed.): Interviews with Film Directors. New York: Avon, 1967, p. 525.

[iv] BARTHES, Roland: Caro Antonioni. New York: Art &Text, N° 17, abril de 1985, pp. 43-46.

[v] RANCIÈRE, Jacques: Film fables. London: Berg, 2006.

[vi] BELLOUR, RAYMOND: The analysis of film. Bloomington: Indiana University Press, 2000.

[vii] ELSAESSER, Thomas: Fassbinder's Germany: History Identity Subject. Amsterdam: Amsterdam University Press, 1996, p. 241.

[viii] RIVETTE, Jacques: Lettre sur Rossellini. Paris: Cahiers du Cinéma, N° 46, mayo de 1955.

[ix] SARRIS, Andrew (ed.): Op. Cit. Página página 525.

[x] BERGALA, Alain: Monika de Ingmar Bergman. Belgium: Editions Yellow Now, 2005.

[xi] MILNE, Tom (ed): Op. Cit. Página 77.

[xii] BIETTE, Jean-Claude: Poétique des auteurs. Paris: Cahiers du Cinéma, 1989.

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