por Adrian Martin
“Había
un montón de energía de posguerra. Mucho del sentimiento, tanto en la TV en
vivo como en esas primeras películas, era: ‘No vas a decirme cómo tengo que
hacerlo, nada de eso. Lo haré a mi modo. Sobreviví a la guerra, lo haré a mi
modo’. Sabíamos que nos vendrían con lo convencional, ¡y nosotros queríamos
hacerlo de otra manera!” –Arthur Penn, 2008[i]
“¿Qué
es moderno en función de su narrativa? Prefiero decir que es su mayor libertad”. –Jean-Luc
Godard, 1965[ii]
“Se
puede decir que los críticos quedan casi invariablemente desconcertados por una
nueva obra, y por eso tan a menudo no saben qué decir”. –François Truffaut,
1962[iii]
Una de las más bellas piezas de
crítica fílmica del siglo XX es el tributo del teórico literario Roland Barthes
al director italiano Michelangelo Antonioni (1912-2007), compuesto y entregado
en 1979 con ocasión del premio especial de la ciudad de Bolonia al cineasta[iv].
Barthes comienza su carta, Caro Antonioni,
haciendo una distinción (vía Nietzsche) entre la figura del sacerdote (“tenemos
más que suficientes de ellos”) y la del artista. “Al revés del sacerdote”,
escribe, “el artista se asombra y admira. La mirada del artista puede ser
crítica, pero no es nunca acusatoria ni resentida”.
Esto puede no ser así en cada
artista o cineasta, pero ciertamente es verdad en el artista Antonioni. Barthes
alude al famoso diálogo entre él y el joven Jean-Luc Godard. Era 1964, el año
de El desierto rojo (II deserto rosso), una obra crucial para
el cine contemporáneo en muchos sentidos. Dos años después, su colega italiano
Pier Paolo Pasolini usaría este filme como evidencia de la tendencia creciente
de un cine de poesía, en el cual el estado de perturbación mental del personaje
central ofrece el pretexto para un estado liberado de cine. ¿Qué es lo que
realmente importa aquí, el contenido (historia y personajes) o la forma, el
juego con la composición, la forma, el color, el ritmo, el sonido? El desierto rojo plantea esta cuestión
de una manera frontal, desde que su heroína, Giuliana (Monica Vitti), está
perdida en un mundo que es entregado por el cineasta de maneras palpablemente
artificiales e irreales: los árboles y la hierba, por ejemplo, son reflejados
en colores impactantes, antinaturales. Podría llamarse –en referencia al cine
alemán de los 20– expresionista, salvo que Giuliana no es un Doctor Caligari o
Nosferatu, y el extraño nuevo mundo a su alrededor, que refleja su estado
mental, también parece autónomo, desligado de subjetividad personal.
Respondiendo a esta inusual mutación del expresionismo en el cine, Godard, el
estudiante respetuoso, planteó a Antonioni esta proposición: “El drama ya no es
psicológico, sino plástico”, a lo cual Antonioni, el maestro radical,
respondió: “Es lo mismo”.
Para Barthes, esta conjunción o
fusión de la psicología y la plástica corresponde al sentimiento tierno y
curioso de Antonioni por el Nuevo Mundo de los 60, en el que él mismo se sitúa
como un observador paciente: “Su aprehensión de esta era no es la del
historiador, el político o el moralista, sino la del utopista que quiere
percibir el nuevo mundo en detalle, porque quiere ese mundo y quiere ser parte
de él. Su vigilancia como artista es una vigilancia amorosa, una vigilancia de
deseo”.
Así es como debemos proceder al
escribir la historia del cine moderno y definir sus principales líneas de
búsqueda estética e intelectual: como esta “activa dificultad de seguir los
estragos del tiempo” –estragos marcados en el mundo por las dos guerras
mundiales; y en aquellos individuos que, de un modo u otro, luchan para definir
sus identidades en relación con los tiempos y sensibilidades cambiantes. De
nuevo, como Barthes dice de Antonioni: “Cada uno de sus filmes ha sido, a nivel
personal, una experiencia histórica: la superación de un viejo problema y la formulación
de una nueva pregunta”.
Pero permítanme ir un poco más
atrás. En cierto sentido, el cine siempre ha sido moderno: una “bandera de
lucha en contra del viejo mundo”. Hijo del siglo XX, es a la vez la cabeza de
playa de la tecnología industrial de las comunicaciones y el heredero de una
presión particular del romanticismo en el arte y el pensamiento. Esto se ha
convertido en una potente combinación: como medio de masas, el cine representa
la nueva Edad de la Máquina, con toda su creencia en el progreso y la
eficiencia en la manufactura; y como cultura popular, toca el humor, la
energía, el ritmo y la vitalidad del entretenimiento de clase baja, desde el
circo al comic, pasando por todas las formas del teatro callejero y la música
de Tin Pan Alley. Por sobre todo, el cine vino a llenar el sueño operático de
Wagner del Gesamtkunstzwerk u obra de
arte total: se engulló a toda forma de arte anterior y las mezcló en un
continente super-expresivo, psicológica y plásticamente.
Lo que esto significa es que el
cine versa, desde el comienzo, como lo dice inmortalmente Samuel Fuller en Pierrot el loco (Pierrot le fou, 1965), acerca de la emoción. No solo las emociones
familiares y novelísticas de las historias y sus personajes, sino las emociones
únicas generadas por el medio cinemático (o el cinématographe, como lo llaman los franceses): velocidad, delirio,
sensaciones de todo tipo que emergen del intercambio entre movimiento y
quietud, o (más tarde en su historia) entre silencio y sonido.
Como quiera que se autodenomine
expresionista (como en Alemania) o impresionista (como en Francia), el cine
siempre ha tratado de extraer la emoción de su continente tradicional, la
historia, y proyectarla en grande, desplegándola a todo lo ancho de una
pantalla: tiemblan por igual los grandes paisajes y las pequeñas gotas de
lluvia; rostros y cuerpos son disueltos en los mundos que contemplan y a través
de los cuales se mueven; trenes o animales, clavándose en el cuadro, distraen nuestra
atención de la línea de la intriga. Esto es lo que el filósofo Jacques Rancière
ha descrito como el rango de las emociones –humanas y no humanas, más allá de
lo humano, post-humanas– asociadas con la edad estética a la que el cine
pertenece[v]. Y
virtualmente todos los más excitantes teóricos iniciales del cine –Vachel Lindsay,
Béla Balazs, Jean Epstein– se convirtieron en visionarios con su disposición a
ser testigos de estas transformaciones de la realidad por la máquina
cinemática.
Esta tendencia a lo excesivo, lo
abstracto, lo pura e irracionalmente emocional, explica por qué, incluso en su
apariencia más realista, el cine parece tan esencialmente surrealista. Todo lo
que se ve en la pantalla, o se oye a través de ella, es más grande y monumental
que sí mismo, más intenso, más deliberado, relacionado con una clase diferente
de gravedad: en su momento, cada detalle parece fantásticamente importante, y
mientras ese momento se está yendo –el celuloide sigue rodando en el proyector–,
el detalle se vuelve liviano, un puro recuerdo. “Eso real irreal que llamamos
cine”, dijo el teórico Raymond Bellour –una realidad impresa fotoquímicamente
que es también una alucinación mental y sensorial[vi].
Así que el filme –cualquier filme–
es una instancia o ilustración de la modernidad: esa nueva forma de producción
cultural que trae al mundo un nuevo tipo de objeto artístico, y un nuevo tipo
de percepción para el espectador que es sumergido en una oscuridad comunitaria
asombrosamente cargada. Pero ¿es todo filme un ejemplo deliberado de modernismo
artístico? Obviamente no; los movimientos de vanguardia explícitos, con todo lo
gloriosos que pudiesen ser (como en la experimentación soviética de Sergei Eisenstein
y DzigaVertov o el surrealismo de Luis Buñuel y Salvador Dalí), siempre han
sido marginales en el mundo del cine. La mayor parte del cine –y por cierto el
que se produce con fines comerciales– tiende a cierta forma de contención
regulada, una especie de disciplina, que lo empuja hacia el clasicismo: el
filme bien balanceado, bien armado, la historia bien contada, las reglas
establecidas de la artesanía profesional.
El cine nació bastante después
del establecimiento de la mayoría de las artes clásicas: la pintura académica,
la novela del siglo XIX, el soneto poético, la obra de tres actos, la canción
de verso y coro, y así por delante. El clasicismo describe el estilo invisible,
la forma tan perfectamente elegante y no obstrusiva que puede pasar inadvertida
si los espectadores estamos suficientemente concentrados en la ilusión del
mundo ficticio y sus habitantes, en el contenido narrativo. Donde el cine es
inescapablemente moderno es en la atención que nos obliga a poner en la forma per se, esta fusión de lo psicológico y
lo plástico: ¿cómo podríamos ver un filme de Louis Feuillade en los 10, de
Fritz Lang o Ernst Lubitsch en los 20, de King Vidor en los 30 o de Edgar
Neville en los 40, sin darnos cuenta (y disfrutar) del dinamismo de la
composición, el patrón de motivos repetidos, la intrusión expresiva de los
efectos sonoros, las oleadas rítmicas impuestas por el montaje?
Sin embargo, poderosas fuerzas
sociales y culturales metieron a la mayor parte del cine, durante sus primeras
cuatro décadas, en la camisa de fuerza del clasicismo: algunos cineastas (como
Howard Hawks o Clint Eastwood hoy) prosperaron allí, encontrando la
invisibilidad artística altamente apropiada para su temperamento y
sensibilidad; otros simplemente desaparecieron en el anonimato y la mundanidad.
El clasicismo se convirtió en una norma de trabajo para la mayor parte de las
industrias del cine (y más tarde, la televisión) alrededor del mundo,
legitimando la etiqueta, puesta muchos años después de los hechos, de narrativa
clásica de Hollywood, un término impreciso que no puede agrupar a una plétora
de filmes excepcionales hechos en cada punto de la historia del cine, pero que
también apunta válidamente a algo sólido, estólido, aunque a menudo aburrido,
que ha afectado a todas las industrias fílmicas dentro y alrededor de Estados
Unidos.
En el campo de la teoría fílmica,
la tendencia a validar el clasicismo estuvo curiosamente entrelazada con la
actitud de esos teóricos que se alejaban del romanticismo radical, del
surrealismo y re-investigaban, en cambio, el paciente y humilde registro de la
realidad fenomenológica: el documentalista John Grierson, el espiritual André
Bazin (autor de ¿Qué es el cine?), y
el filósofo materialista dedicado a la redención de la existencia cotidiana del
mundo, Siegfried Kracauer. Solo hoy estamos empezando a leer a estos realistas
de manera diferente, separándolos del conservadurismo clásico que los rodeaba y
los secuestraba de otros desarrollos más tumultuosos del cine y el pensamiento.
Por muchas razones, el fin de la
Segunda Guerra Mundial marca la innegable emergencia de una división real entre
lo clásico y lo moderno en el cine. Sobrevivir a la guerra como ciudadano y
soldado, y especialmente sobrevivir al Holocausto como judío, era realmente un
triunfo, como lo atestigua Arthur Penn en la cita inicial de esta introducción.
Más aún, la guerra dejó a gran parte del mundo (Italia, Alemania, Japón, Gran
Bretaña ...) literalmente en ruinas; así, la reconstrucción de posguerra
significó mucho más que una simple limpieza; era un borrado total, una
sensación de empezar desde cero en todos los niveles de la ética, la moral, la
formación social y la estética. En este contexto, el cine también luchó para
levantarse desde las cenizas. Y las identidades modernas literalmente estaban
naciendo en ese momento, gente (como Antonioni) que internalizaba el destino de
ser un artista-ciudadano de la última mitad del siglo XX. Por ejemplo, Thomas
Elsaesser comenta a la figura del Nuevo Cine Alemán de los 70, Rainer Werner
Fassbinder, como alguien que internalizó en su persona y proyectó en su arte la
“activa dificultad de seguir los estragos del tiempo”. “En cierto sentido”,
escribe Elsaesser, “no hay nada más misterioso en la ventaja ‘teórica’ de
Fassbinder en Alemania que el hecho de que mayo de 1945 puede ser entendido
como una tabula rasa, un momento ‘originario’ (siendo mayo de 1945 el año y el
mes de su propio nacimiento) en el que todos los valores pueden ser
reorganizados”[vii].
Así, después de 1945, hasta los
modos más regulados y conformistas de producción fílmica comenzaron a reflejar –a
menudo a pesar de sí mismos– nuevas formas de expresión artística. Y entonces,
por fin, en 1960, el verdadero modernismo se desplazó desde el margen vanguardista
hacia el terreno iluminado de un circuito internacional de “cine de arte”,
anunciado por todos los movimientos de nueva ola de Francia, Italia, Brasil,
Japón...
Roberto Rossellini es, en este
período, uno de los primeros directores que anunciaron que algo radicalmente
nuevo y extraño, militantemente desconocido, había entrado en el mundo del
cine. Pero lo que es más moderno de Rossellini, en retrospectiva, no fue tan
fácilmente percibido en su momento, a través de la niebla mistificadora de ese
movimiento que conocemos como neorrealismo, y que relevaba la naturalidad
(localizaciones reales, actores no profesionales, inspiración en los
periódicos) sobre cualquier clase de artificio. Cuando leemos hoy a Bazin y
Kracauer sobre estos filmes, la trilogía histórica de Roma, ciudad abierta (Roma,
città aperta, 1945), Paisà (1946)
y Alemania, año cero (Germania anno zero, 1948) –y si dejamos
de lado los clichés del neorrealismo histórico–, vemos que estos críticos
elogiaban exactamente lo mismo que responderíamos hoy, retrospectivamente: una
nueva manera de filmar a la gente y al mundo en que se vive, una nueva forma de
contar (o negarse a contar) una historia. Después de todo, Rossellini partía
consciente y literalmente de una tabula rasa, el año cero, como atestiguan en
sus películas las ruinas y los lazos rotos entre individuos, familias e
instituciones sociales (escuela, hospital, ejército, prisión...).
Y había algo desconcertantemente
no clásico, o deliberadamente anti-clásico, en la manera en que Rossellini abordaba
su oficio de cineasta: este era un cine de bordes ásperos, de sketches y
viñetas, de rupturas brutales del ritmo, de yuxtaposiciones y mezclas de tonos
dramáticos y cómicos. Un cine de la espontaneidad y la improvisación (incluso
cuando ese efecto de espontaneidad era cuidadosamente elaborado): un cine del
riesgo, no del dominio o el control que caracterizaban a la institución del
cine clásico. Fue este elemento de suerte y riesgo el que llevó a Jacques
Rivette, en un Cahiers du Cinéma de
1955, a elogiar a Te querré siempre (Viaggio in Italia, 1953) –el tránsito de
Rossellini desde los asuntos sociopolíticos a la esfera doméstica y personal–
como “la ruptura que todo cine, con dolor mortal, debe atravesar” [viii].
Por lo menos, todo cine orgullosa y desafiantemente moderno.
Pero lo que Rossellini estaba
haciendo de un modo muy potente y concentrado era algo que se venía filtrando
en muchos lugares durante la segunda mitad de los 40. En las producciones
norteamericanas de Jean Renoir (especialmente Diario de una camarera [Diary
of a chambermaid, 1946] y Una mujer
en la playa [The woman on the beach,
1947]) –como en los thrillers de bajo
presupuesto de Otto Preminger, ultra-atmosféricos, melancólicos, los films blanc que respondían al ordenado film noir–, se empezaba a dibujar un
nuevo tipo de psicología de personajes. Los personajes ya no eran individuos
bien delineados, tridimensionales o coherentes; ahora existían en el momento,
encarnando ciertos estados y emociones, y cambiando rápidamente de un momento
al siguiente. François Truffaut lo describió bien en 1962: “La psicología de
los personajes ya no interesa. Era... completamente poético en vez de
psicológico”[ix].
Y Bazin, hablando como crítico sintonizado con lo nuevo, más que como teórico
de la realidad esencial, lo identificó apropiadamente como un modo psicológico
intersubjetivo, que ocurre en los espacios entre los personajes, no dentro de
cada uno; el deseo, por ejemplo, no pertenece a nadie, pero se mueve entre los
cuerpos como “una misteriosa bola de fuego”.
Mientras tanto, los cineastas
norteamericanos de posguerra –figuras como Elia Kazan y Nicholas Ray, que
bebían del método post-Stanislavsky de Lee Strasberg– exploraban un nuevo
estilo de interpretación para recoger las concepciones contemporáneas de la
psicología de personajes: ocupado, inquieto, nervioso, neurótico, con un
manierismo corporal y facial lleno de detalles de superficie. El método puede
haber sido asociado en su tiempo con el código del realismo, pero rompió el
código de la invisibilidad, de la proporción y la elegancia clásicas: aquí,
actuar era mostrarse; el intérprete ya no desaparecía dentro o debajo del
personaje (si es que alguna vez lo hizo). Incluso en la obra de directores que
comenzaron en un período más clásico vemos el efecto de estos cambios: Ha nacido una estrella (A star is born, 1954), de George Cukor,
es un ejemplo inmortal, con estrellas veteranas como Judy Garland y James Mason
trabajando las nuevas concepciones de actuación en el cine, mientras la vieja
narrativa del showbiz comenzaba a
romperse, aplastada por otro tipo de espectáculo intensamente emocional.
Tal estilo de actuación
necesariamente tenía que impactar, y hasta deformar completamente, la práctica
estándar de mise en scène para la
cámara: ya no se podía confiar en que los actores permanecieran congelados para
un plano-contraplano; ahora los cuerpos iban el uno hacia el otro, entrelazados
en formas y configuraciones impredecibles... que fue exactamente la revolución
(a veces confundida como una simple aspereza de cinéma-vérité) que más tarde, a fines de los 50, lanzó John
Cassavetes, como el sistema estilístico situado en el corazón de sus filmes –y solo
unos años más tarde, Maurice Pialat en Francia, partiendo con L'enfance nue (1968).
Pero el incipiente modernismo de
fines de los 40 y comienzos de los 50 no siempre significaba histeria, delirio
o paroxismo. En una clave aún más baja que el ciclo de filmes de Rossellini con
su mujer Ingrid Bergman, estaba la obra de Yasujiro Ozu, Kenji Mizoguchi y
Mikio Naruse en Japón: ciertamente había trazas del melodrama y de algunos
géneros populares, pero sobre todo había una reinvención sorprendentemente
contemporánea del mundo cotidiano visto por el cine: una nueva atención a la
geometría de los espacios corrientes y del gesto y la postura física.
Dos personas que se convertirían
en grandes maestros del cine de arte también comenzaron en este período:
Antonioni en Italia e Ingmar Bergman (1918-2007) en Suecia. Unos días antes de
la muerte de Bergman, el 30 de julio de 2007, mostré a mis estudiantes
universitarios su notable película Un
verano con Monica (Sommaren med
Monika, 1952), una apasionada historia de amor juvenil crudamente
confrontada con la melancolía deprimente y forzosa de la vida adulta. Leímos
las inspiradas palabras de Godard en 1958 y de Alain Bergala hoy, tratando de
entender su enorme significación para estos críticos como la erupción de algo
nuevo, singular y moderno en el cine. Como ha notado Bergala, fue filmada (en
su sección central y extática) en una pequeña isla, liderando la excitante
ruptura de las reglas de rodaje en estudio y las diplomáticas barreras entre
reparto y equipo[x].
Para Godard estaba en juego algo
aún más fundamental. En su inmortal texto Bergmanorama
de Cahiers du Cinéma, escribió: “Un
filme de Ingmar Bergman es, si se quiere, la vigésima cuarta parte de un
segundo metamorforseado y expandido por más de una hora y media. Es el mundo
entre dos parpadeos, la tristeza entre dos latidos, la alegría entre dos
aplausos”[xi].
En otras palabras, el cine como la conjugación de un presente eterno –una idea
y un gesto especialmente conmovedores después de la desolación del pasado por
la guerra.
Así, a finales de los 50 todas
las exploraciones y experimentos que definen al cine moderno ya estaban cartografiados
en embrión: en rechazo al clasicismo, había nuevas aproximaciones a la
narrativa; a la actuación y la caracterización y, por tanto, al cuerpo y al
gesto; al despliegue de relaciones temporales y de lugar o espacio; y, en último
término, a la misma representación: el acto de mostrar o imaginar el mundo. En
la historia siguiente del cine moderno, algunos de estos aspectos fueron
obliterados del todo –no historias, no cuerpos, no tiempo lineal, no mundo real
discernible–, pero siempre seguidos por una nueva reagrupación, una nueva
aproximación a las preguntas y problemas perennes del cine. Y todo bajo la
bandera de una cierta libertad, una liberación de los límites clásicos.
La historia siguió: los 60 fueron
indudablemente la gran era del cine moderno. Desde Agnés Varda y Alain Resnais
(Francia) a Jerzy Skolimowski (Polonia) y Nagisa Oshima (Japón), desde Federico
Fellini y Marco Bellocchio (Italia) a Glauber Rocha (Brasil) y André Delvaux (Bélgica),
desde Arthur Penn y Jerry Lewis (Estados Unidos) a Raúl Ruiz (Chile) y Vera
Chytilová (Checoslovaquia), desde Peter Whitehead y Ken Loach (Reino Unido) a
Miklós Jancsó (Hungría), aparecieron nuevos directores, en unos pocos meses, de
naciones antes desconocidas o ignoradas, para sobrepasar las convenciones y
ensayar nuevos experimentos en el estilo fílmico. En este contexto hicieron los
grandes clásicos sus obras finales y testamentarias: Hawks con El Dorado (1967), John Ford con Siete mujeres (Seven women, 1966), e incluso Alfred Hitchcock golpeó en
direcciones desconcertantemente modernas, casi antonionescas, con Los pájaros (The birds, 1963) y Marnie la ladrona (Marnie,
1964), mientras Buñuel alcanzaba la apoteosis de su carrera, renaciendo con una
serie de obras maestras tales como El ángel
exterminador (1962) y Bella de día
(Belle de jour, 1967).
Los 70 fueron años de
intensificación de estos logros, menos eclécticos y glamourosos, más
focalizados. Desde Fassbinder y Wim Wenders en Alemania hasta Monte Hellman y
Elaine May en Estados Unidos, desde Jean Eustache y Philippe Garrel en Francia
a Sohrab Shahid Saless en Irán, desde Chantal Akerman en Bélgica y Víctor Erice
en España al expreso transeuropeo de Jean-Marie Straub y Danièle Huillet,
emergió un nuevo espíritu vanguardista, especialmente sintonizado con el
minimalismo: alejándose del montaje soviético rápido y complejo de los 20,
Dusan Makavejev en la Yugoslavia de los 60 y Chris Marker desde los 50, o
Chytilová con la construcción de grandes partes (reemergida en los 90), el cine
moderno descubrió su amorío de largo plazo con las tomas largas, las duraciones
exquisitamente expandidas, las posiciones de cámara distantes y a menudo
estáticas... y, en una señal de que vendrían más transformaciones después de
los 70, Godard se reinventó a sí mismo, no una, sino dos veces: primero en los
crudos ensayos políticos de su asociación con Jean-Pierre Gorin y el grupo
Dziga Vertov (que culminó en 1972 con Tout
va bien), y luego en la exploración de la nueva tecnología de video, tanto
en televisión como en cine.
Los 80 representaron una fase
inusual y dificultosa en la aventura del cine moderno. El radicalismo político,
las polémicas asombrosas y los audaces experimentos formales de las décadas
anteriores parecían haberse consumido; o quizá habían sido exitosamente
apagados por las fuerzas del mercado en todo el mundo. En los campos de la
crítica y la teoría, y especialmente el área floreciente de los estudios
culturales, la atención se volvió, como en los 50, a las modas y géneros
populares: el filme de acción (renovado en Hong Kong), el musical
(orgullosamente continuado por Bollywood), la comedia adolescente (facilitando
el resurgimiento en Norteamérica de lo que Manny Farber llamó el arte termita,
astutas e intrigantes obras conseguidas, sin ruido, dentro de las fórmulas
comerciales) y especialmente el horror (campo para un nuevo auteurismo, con
David Cronenerg, Wes Craven y George A. Romero tendiendo un puente entre las
formas populares viscerales y las tradiciones de cine de arte de
Bergman-Fellini... y toda esta obra (en cine y en crítica) es sin duda
importante, pero merece otro libro, diferente del que usted está por leer.
Si hay una película de los 80 que
haya mostrado cómo se iba a desarrollar el cine moderno en las décadas
siguientes, es Sin sol (Sans soleil, 1982), de Marker:
reflexiva, seductora, como una especie de puzzle literario-cinemático (¿qué
historia de vida es, exactamente?), pero también un panorama elíptico de la
experiencia política vivida y experimentada en muchos lugares desde los 50. Sobre
todo, en su estatuto incierto e intrigante como nuevo tipo de práctica –el filme-ensayo–,
redibuja las barreras entre el documental y la ficción, entre el reportaje
objetivo y la especulación imaginativa, entre el análisis y la fantasía. Sin sol también fue profética al usar la
tecnología de video digital: no sólo el registro crudo de la realidad, sino
también su transformación visual y auditiva a través del circuito de una nueva
sensibilidad surrealista, y una indicación de cómo las imágenes y sonidos
serán, en el siglo XXI, accesorios ubicuos en nuestros teléfonos y pantallas
personalizadas: no más un místico mundo aparte, sino algo tan cercano como
nuestra piel, una especie de segunda naturaleza...
Aunque este libro examina a
algunos de los innovadores de posguerra claves para el cine moderno –Cassavetes,
Marker, Godard, Robert Bresson y Roman Polanski–, su foco principal son los
innovadores que emergen en los 80 y 90, de Hou Hsiao-hsien y Tsai Ming-liang en
Taiwán a Abbas Kiarostami en Irán, de los viajeros incansables como Akerman y
Robert Kramer (que comenzaron en los 60) a los artistas desafiantemente locales
y parroquiales como Pedro Costa en Portugal y Naomi Kawase en Japón. De hecho,
¿tiene todavía algún sentido hablar de cines nacionales en el caso de estos
cineastas (los Dardenne en Bélgica, Ulrich Seidel en Austria o Mercedes Álvarez
en España ofrecen otros ejemplos) que habitan en una región, un pueblo o una
comunidad, un pedazo de tierra con su propia infinita peculiaridad y riqueza de
carácter? El cine moderno, más que nunca, se define en la tensión entre la
tendencia al veloz cosmopolitismo –como la estilizada fantasía fronteriza de
Wong Kar-wai en 2046 (2004) o el
pequeño vuelo poético de José Luis Guerín a Estrasburgo para En la ciudad de Sylvia (2007)– y una
voluntad regionalista, un deseo de asentarse en un lugar y observar cómo se
hunden allí las fuerzas y las trazas de la historia.
En el cine moderno más reciente
vemos nuevos intercambios –especialmente entre documental y ficción– que están
redibujando las líneas divisorias entre lo espectacular y lo cotidiano, o lo
psicológico y lo plástico. La tecnología digital ha adelantado su última
mutación, tal como lo ha hecho el firme avance del trabajo audiovisual en las
galerías de arte y los museos (Varda, Costa, Akerman, Erice, Kiarostami,
Guerín, Marker, Ruiz ya han dado este paso), y también en la cultura online de Internet (donde florecen David
Lynch y otros).
Unos pocos puntos finales acerca
de la aproximación y el estilo de este libro, que, de un modo algo inmodesto,
pero respetuosa y afectuosamente, se llama ¿Qué
es el cine moderno?, como una secuela del texto clásico de Bazin. Es fácil,
hablando de cine moderno, ponerse nostálgico, lamentar la pérdida del
radicalismo de los 60 y 70, y cerrar el libro de la aventura de lo moderno.
Pero, para citar por última vez el Caro
Antonioni de Barthes, el cine moderno no termina cuando un período
brillante y demostrativo de la modernidad social parece acabado; al revés,
“como un instrumento muy sensible”, el artista “sigue las sucesiones de lo nuevo
como le son presentadas por su historia; su obra no es una reflexión fija...”.
Lo mismo para el cine como forma de arte.
Este libro –después de unos pocos
ensayos generales– esencialmente discute el cine moderno a través de sus
artistas, sus directores. No voy a repetir los viejos argumentos inventados
para convencer a los lectores de la existencia del auteur, de hecho, he incluido algunas reservas puntuales sobre el auteurismo, cuando la sola devoción a
los filmes de autor (en el circuito del cine-arte o del festival) bloquea
nuestra sensibilidad para ver otras cosas que están pasando en el cine actual.
Pero adopto el método que el crítico y cineasta francés Jean-Claude Biette ha
llamado una poétique des auteurs
(mejor que la clásica politique des
auteurs de los 50[xii]).
¿Qué es esta poética de autores?
Supone hallar en la obra de un artista el complejo total, la gestalt de estilo y contenido,
sensibilidad y gesto poético, el modo de probar, aplicar y extender ese
instrumento muy sensible formado por la visión del mundo de un cineasta, una regard (en el doble sentido de mirada y
actitud) que es crítica y amante. Y mi esperanza es que escribir sobre cine
pueda, a su manera, portar también la vigilancia amorosa de esa doble mirada
que es tan propia del cine.
Agosto, 2008
Este texto es el prefacio a
"¿Qué es el cine moderno?", editado por Uqbar Editores y el Festival
Internacional de Cine de Valdivia.
Reproducido en Détour.
Traducción de Ascanio Cavallo.
[i] BECK, Henry Cabot: Close-ups
on the outcasts. New York: True West, mayo de 2008.
[ii] MILNE, Tom (ed): Godard
on Godard. London:
Secker & Warburg, 1972, p. 221. Entrevista original en Cahiers du Cinéma, N° 171, octubre de 1965.
[iii] SARRIS, Andrew (ed.): Interviews with Film Directors. New York: Avon, 1967, p. 525.
[iv] BARTHES, Roland: Caro
Antonioni. New York: Art &Text, N° 17, abril de 1985, pp. 43-46.
[v] RANCIÈRE, Jacques: Film fables.
London: Berg, 2006.
[vi] BELLOUR, RAYMOND: The
analysis of film. Bloomington: Indiana University Press, 2000.
[vii] ELSAESSER, Thomas: Fassbinder's
Germany: History Identity Subject. Amsterdam: Amsterdam University Press,
1996, p. 241.
[viii] RIVETTE, Jacques: Lettre
sur Rossellini. Paris: Cahiers
du Cinéma, N° 46, mayo de 1955.
[ix] SARRIS, Andrew (ed.): Op. Cit.
Página página 525.
[x] BERGALA, Alain: Monika
de Ingmar Bergman. Belgium: Editions Yellow Now, 2005.
[xi] MILNE, Tom
(ed): Op. Cit. Página 77.
[xii] BIETTE, Jean-Claude: Poétique des auteurs. Paris: Cahiers du Cinéma, 1989.
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