viernes, 21 de agosto de 2015

La presión del tiempo en el plano

por Andrei Tarkovsky

(ACERCA DE LA FIGURA CINEMATOGRÁFICA)

“Digámoslo así: un fenómeno espiritual, es decir significativo, es significativo justamente porque sale de sus propios límites, expresa y simboliza algo más vasto y más general espiritualmente hablando, todo un mundo de sentimientos y de pensamientos que, con mayor o menor perfección, han encarnado en él: es precisamente eso lo que determina el nivel de su significación...”
Thomas Mann, La montaña mágica



Dado que vamos a hablar aquí de la noción de figura, advierto de inmediato que no quiero ni voy a formularla de modo preciso. Eso me es imposible y, además, no lo deseo por varias razones. Prefiero tratar de reflexionar sobre los límites del sistema que en lo que me concierne llamo “figurativo”, sistema en cuyo seno me siento libre y con el cual estoy en simbiosis.
Por lo tanto no intentaré insertar mi noción de figura en una fórmula rígida. Y eso también por otra razón: basta lanzar un vistazo, incluso furtivo, hacia atrás, recordar simplemente los minutos más impactantes del pasado para quedar pasmados ante la diversidad de las propiedades de los acontecimientos en los que participamos, por el carácter excepcional de las personalidades que conocimos. Uno queda pasmado ante el acento de unicidad que expresa el principio básico de nuestro comportamiento emocional hacia la vida. El artista no deja de buscar la reproducción del colorido de tal unicidad, esforzándose vanamente por captar la imagen de la Verdad... La belleza de la verdad de la vida en el arte reside en la verdad en sí. En la veracidad visible incluso a simple vista. Un hombre suficientemente sensible distinguirá siempre la verdad de la mentira, la sinceridad de la falsedad, lo natural del manierismo en el comportamiento de las personas más diversas que conoce en todas partes y cada día. Existe en nosotros un filtro particular que se alza en el camino de la percepción del mundo que nos rodea. Los motivos de su aparición están estrechamente ligados a nuestra experiencia de la vida, que ayuda a educar nuestra desconfianza ante fenómenos cuya estructura relacional está quebrada. Quebrada a sabiendas o involuntariamente, por ineptitud.
Hay personas incapaces de mentir. Otras mienten con inspiración y convicción, las hay que no pueden no mentir y, por último, las hay que no pueden mentir y, sin embargo, mienten sin arte ni gusto. Tal vez por eso en las circunstancias propuestas,  inventadas por la propia vida, ante la necesidad de seguir escrupulosamente la lógica de la vida, sólo los mentirosos inspirados son convincentes, sólo ellos perciben el pulso de la verdad y son capaces de adherirse, gracias a sus fantasías, a los meandros caprichosos de la vida con una precisión casi geométrica. Para decirlo con otras palabras, una figura inventada será verídica si deja percibir vínculos que, por una parte, la hagan ser semejante a la vida y, por otra parte –lo que parece contradictorio– la vuelven única e inimitable, como es única e inimitable cada observación.
La poesía japonesa de la Edad Media siempre me ha maravillado por el rechazo categórico a la menor alusión al sentido último de la figura que, como una charada, sólo es descifrable al final. Los haikus y los tankas japoneses cultivan sus figuras de tal modo que al fin de cuentas pierden su sentido último. No significan nada fuera de sí mismos y, al mismo tiempo, significan tanto que al fin del largo camino que conduce a la comprensión de su sentido, uno se da cuenta de la imposibilidad de percibir su significación final. En otras palabras, cuanto más corresponde una figura a su destino, más difícil es incrustarla en una fórmula nocional, especulativa.
El lector de un haiku debe fundirse en él como en la naturaleza, zozobrar allí, perderse en su profundidad, ahogarse en él como en el cosmos donde no existe abajo ni arriba. La figura en un haiku es hasta tal punto profunda que se vuelve lisa y llanamente insondable. Tales figuras sólo pueden provenir de una observación inmediata y directa de la vida.
He aquí, por ejemplo, un haiku de Basho:

La vieja charca:
Una rana se zambulle:
¡Oh! el ruido del agua.

O:
Las cañas se cortaron para el techo.
Sobre los tallos olvidados
Cae una pequeña nieve tenue.

Y otro:

¿De donde viene tan súbita pereza?
Hoy les costó despertarme...
Murmura una lluvia primaveral.

¡Qué sencillez y qué exactitud en la observación! ¡Qué disciplina del espíritu y que nobleza de la imaginación! Esas líneas son bellas como la vida misma.
Los japoneses sabían expresar su conducta respecto al mundo en tres líneas. No se limitaban a observar la realidad, sino que, al hacerlo, expresaban su sentido. Cuanto más exacta es una observación, más se acerca a la figura. Ya Dostoievski afirmaba que la vida es más fantástica que cualquier cosa inventada. La observación es la base primordial de la figura cinematográfica, que, como sabemos, está ligada, siempre al fijamiento fotográfico, es decir, a la forma de observación más evidente. En una palabra, la figura cinematográfica es la figura de la vida misma. Pero una instantánea que fija con exactitud un objeto determinado está lejos aún de ser una figura. El fijamiento de los acontecimientos reales no basta para que veamos allí una sucesión de figuras cinematográficas. La figura en el cine no es la reproducción fría y documental de un objeto sobre la película.  ¡No! La figura en el cine se edifica sobre el arte de hacer pasar por una observación la propia percepción del objeto.
En lo que tiene que ver con la polisemia de la figura, también podemos volvernos hacia la prosa. El final de La muerte de Iván Ilitch muestra a un hombre malvado, de pocas entendederas, dotado de una mala esposa y de una mala hija[1], que va a morir de cáncer y que quiere pedirles perdón antes de morir. De pronto, siente en él una bondad tan grande que su familia, que sólo se preocupa por trapos y bailes, se le aparece profundamente desdichada, digna de piedad y conmiseración. Se ve arrastrándose en el interior de un largo tubo negro, húmedo, semejante a un intestino... Cree ver una luz a lo lejos, y se arrastra, se arrastra hacia esa luz, pero no llega a impulsarse hacia ella, a franquear esa última barrera que separa la vida de la muerte. Junto al lecho están la mujer y la hija. Quiere decirles: “perdonen”, pero en vez de eso pronuncia: “permitan”...
¿Es posible tratar esta figura apabullante de modo monosémico? Está ligada a sensaciones de profundidad tan indecible que sólo puede apabullar. Aquí todo se parece tanto a la vida, a la realidad, que puede competir con las situaciones y las circunstancias que hemos vivido realmente o imaginado íntimamente. Es el reconocimiento de algo que ya sabíamos, lo cual, según la concepción de Aristóteles, constituye justamente la prerrogativa esencial del genio.


La dualidad antagónica

Tomemos como ejemplo el Retrato de Ginevra Benci de Leonardo da Vinci  (empleado en mi film El espejo durante la secuencia en que el padre regresa al hogar   con permiso durante la guerra). Las figuras creadas por Leonardo impactan siempre por dos particularidades. En primer término, por la facultad asombrosa del artista para examinar el objeto desde afuera, desde el exterior, con una mirada al parecer “extra-mundana”, facultad propia de los creadores del tipo de Bach y Tolstoi. Y en segundo lugar, por la particularidad de ser percibidas simultáneamente en su dualidad antagónica. Parece imposible describir la impresión que nos deja ese retrato de Leonardo. Incluso es imposible distinguir si la mujer nos gusta o no, si es simpática o desagradable. Atrae y rechaza al mismo tiempo. Tiene algo de inexpresablemente bello y también de repulsivo, de “diabólico”. Pero ese aspecto “diabólico” no tiene nada de fascinante ni de romántico. Sencillamente la mujer tiene algo que está más allá del bien y del mal. Es el encanto precedido por el signo “menos”. Cuando estudiamos el retrato,  surge en nuestra percepción cierto latido imperceptible de emociones, que van de la admiración a la repulsión. Ojos demasiado, apartados, rostro un poco fláccido... Posee incluso algo de degenerado y... bello. En El espejo tuvimos que recurrir a ese retrato para compararlo con la heroína, para subrayar tanto en ella como en la actriz Margarita Terekjova, que interpreta a la protagonista, esa misma facultad de ser a la vez encantadora y repulsiva.
Pero intenten descomponer el retrato de Leonardo en sus elementos constitutivos, y no llegarán a nada. En todos los casos, tal descomposición de la impresión en elementos no explicará nada. Más aún, la fuerza del impacto emocional que ejerce sobre nosotros la imagen de Ginevra Benci descansa justamente en la imposibilidad de preferir tal o cual detalle arrancado del contexto, la imposibilidad de preferir una impresión instantánea a otra, es decir de adquirir un equilibrio en relación a la figura que contemplamos. Ante nosotros se abre la posibilidad de una relación con el infinito. Es en ese infinito donde se precipitan –con una prisa gozosa, cautivante– nuestra razón y nuestros sentimientos.
Tal impresión es provocada ante todo por la integridad de la figura, actuando ésta sobre nosotros precisamente por su carácter indivisible. Tomado aparte, aislado, cada componente de la figura de Ginevra Benci está muerto. O tal vez ocurre lo contrario: cada componente, por mínimo que sea, manifiesta las mismas propiedades que la obra cabal. En cuanto a la naturaleza de tales propiedades, proviene de la acción recíproca de principios opuestos que se encuentran en equilibrio inestable. El rostro de la joven pintada por Leonardo se inspira en un pensamiento elevado; al mismo tiempo, parece pérfida, sujeta a bajas pasiones. El retrato nos da la posibilidad de ver una multitud infinita de cosas: al aprehender su sentido, erramos por laberintos interminables sin encontrar salida. Y por último experimentamos un auténtico deleite cuando llegamos a comprender que somos incapaces de percibir la figura, de sondear su sentido hasta el fin. Una figura realmente artística suscita siempre en quien la contempla sentimientos contradictorios, que se excluyen entre sí, inscriptos en ella y que determinan su sentido y su magia seudometafísica. “Seudo” porque nos encontramos ante un reflejo vivo de la vida misma y no ante abstracciones filosóficas.
Es imposible captar el momento en que una emoción positiva se transforma en su contrario y en que lo negativo se precipita hacia lo positivo. El infinito es inmanentemente propio de la estructura misma de la figura, es decir que está relacionado con la estética. En la vida, el hombre da su preferencia a una sola cosa en detrimento de todo lo demás; en otras palabras, afirma, al hacerlo, su libre arbitrio. En definitiva, al percibir la figura, elige, busca allí lo que está en él, instala la obra en el contexto de su experiencia social personal. Porque, en todas sus actividades, cada ser humano es inevitablemente tendencioso: lucha por su propia verdad tanto en las grandes cosas como en las pequeñas. El hombre conserva también ese carácter tendencioso cuando evalúa una obra de arte; adaptándola a sus necesidades cotidianas, se pone a interpretar la obra en cuestión de acuerdo a su “interés”. La reubica en los contextos de vida adecuados, la mancomuna con fórmulas de significado que le agradan, sirviéndose inconscientemente del hecho de que los grandes ejemplos del arte son a priori ambivalentes y ofrecen la libertad de tratarlos de todos los modos imaginables.


El procedimiento invisible
           
Un crítico no debe olvidar jamás que los procedimientos de un artista no deben ser visibles en la obra, e incluso, si es posible, para un crítico. En todo caso, considero esto un imperativo para mí. Y a veces lamento mucho ciertas escenas y ciertos planos que no responden a tal principio, dejados sin embargo en mis films por una razón u otra. Por ejemplo, eliminaría de buena gana en El espejo, en la escena con el gallo, el primer plano en cámara lenta de la heroína (rodado a 90 imágenes por segundo) bajo una iluminación deformada, y que es completamente artificial. Debido a ese tipo de reproducción, la vida de la figura sobre la pantalla se ve enlentecida, los espectadores experimentan incluso la sensación de que los límites temporales se ven rechazados. Es como si hundiéramos al espectador en el estado anímico de la heroína, como si fijáramos un instante preciso de tal estado, acentuándolo adrede. Ahora pienso que todo eso es muy malo. Malo, porque debido a semejante tratamiento la escena adquiere un sentido puramente literario. Deformamos el rostro de la actriz como si actuáramos en su lugar. Nos apoyamos sobre el pedal que corresponde a la emoción que buscamos y así nace la impresión de que la actriz interpreta el episodio con afectación, que sobreactúa. Sin embargo, ella no tiene nada que ver; la impresión que describí surgió únicamente por culpa del realizador. Su estado se revela demasiado “masticado”, demasiado legible para el espectador, cuando, por el contrario, había que hundirlo en una cierta atmósfera de misterio.
Para establecer una comparación, puedo citar un ejemplo de empleo más feliz de un procedimiento de dirección, tomado también de El espejo: en la escena de la imprenta, cuando la heroína, enloquecida por no haber corregido en las pruebas una falta gravísima, se precipita al taller. Los pasajes en la imprenta también están en cámara lenta, pero ésta es apenas perceptible. Tratamos de rodar tales pasajes lo más delicadamente posible, en ese sentido, con prudencia, para que el espectador, una vez que percibe la tensión, no advierta los procedimientos que la provocan. Para que surja en primer lugar en el espectador una sensación vaga del carácter extraño de lo que ocurre, y que sólo después el estado anímico de la heroína se abra a él. Lo repito de un modo un poco distinto: al rodar esa escena en cámara lenta, no nos esforzamos por subrayar especialmente un pensamiento bien determinado. Queríamos expresar su estado anímico sin recurrir a sus medios de actriz.
Cuando el espectador no se pregunta por qué el realizador ha empleado tal o cual procedimiento, se inclina entonces a creer en la realidad de los hechos sobre la pantalla, a creer en la vida que “observa” el artista. Si, por el contrario, el espectador sorprende al director con las manos en la masa, si comprende exactamente por qué y con qué fin éste ha agregado un artefacto “expresivo”, deja de participar entonces en lo que pasa sobre la pantalla y se pone, de manera distanciada, a juzgar la idea y su realización.
La figura está destinada a expresar la vida misma y no las nociones y conceptos del autor sobre la vida. Ella no define ni simboliza la vida, sino que la expresa. La figura refleja la vida, fijando su carácter único. ¿Pero qué es lo típico, entonces? ¿Cómo poner en correlación, en ese caso, lo único, lo inimitable y lo típico en el arte? El nacimiento de una figura equivale al nacimiento de algo único. Lo típico, perdonen la paradoja, depende directamente de todo lo que no se parece a nada, de lo que es único, individual, incluso en la figura. Lo típico está lejos de crearse allí donde están fijadas la generalidad y la similitud de los fenómenos, pero aparece allí donde se descubren las desemejanzas, las particularidades, los rasgos específicos. Cuando se insiste en el aspecto individual, lo general parece zozobrar y permanecer más allá de los límites de una reproducción didáctica. De ese modo, lo general se presenta como la razón de ser de cierto fenómeno único.
A primera vista, esto puede parecer extraño, pero no hay que olvidar que la figura artística no debe provocar ninguna asociación, sino sólo recordar la verdad al espectador. Al afirmar esto, no hablo ni siquiera del espectador que contempla una obra de arte, sino del artista que la crea. Al poner manos a la obra, el artista debe creer que es el primero en encarnar tal o cual fenómeno en una figura. El primero y el único en haberlo sentido y comprendido de ese modo. La figura artística siempre es un fenómeno único e inimitable, contrariamente a tal o cual acontecimiento de la vida que podamos agregar a una serie de fenómenos semejantes. Como en el haiku del poeta Ranran: “¡Lluvia de otoño en la oscuridad! No, no es en casa, es en lo del vecino donde se oyó el roce de la seda de un paraguas”. Un transeúnte con paraguas que hayamos visto en la vida, aislado, no significa estrictamente nada. Pero en el contexto de la figura artística, trasmite con una perfección y una sencillez apabullantes un instante de la vida, único e inimitable. A partir de las dos líneas podemos imaginar con facilidad el humor que reinaba en casa del poeta, su melancolía y soledad, y el clima gris, lluvioso, tras la ventana, y la vana espera de que alguien venga por milagro a la casa solitaria. Aquí la amplitud y la profundidad asombrosas de la expresión artística sólo se alcanzan gracias a la fijación exacta de la situación y del humor.
Bajmatchkine en “El capote” de Gogol, o el Onieguin de Pushkin acumulan como tipos artísticos analogías sociales determinadas que condicionaron su aparición. Es un aspecto del asunto. Pero queda otro: llevan en sí ciertas motivaciones intemporales y propias a toda la humanidad. Porque un personaje de la literatura realista es típico dado que expresa todo un grupo de fenómenos que resultan de ciertas analogías generales y que les son afines. Por eso, como tipos, tanto Bajmatchkine como Onieguin tienen muchos análogos en la vida. ¡Como tipos, sí! Pero como figuras artísticas son absolutamente únicos e inimitables. Están demasiado dibujados, son observados desde demasiado cerca por artistas, llevan en ellos de modo demasiado ostensible la mirada del autor como para que podamos decir que Onieguin y un vecino nuestro se parecen como dos gotas de agua... Entendámonos: el nihilismo de Raskolnikov definido por parámetros históricos y sociológicos es típico; definido por sus parámetros personales, individuales, figurativos, es inimitable. Es innegable que Hamlet también es un tipo, pero, hablando groseramente, “¿dónde ha encontrado usted a alguien como Hamlet?”. Se crea una situación paradójica: una figura es la más integral expresión de lo típico, pero cuanto más trata de expresarlo plenamente, más individual y única debe volverse.  ¡Qué fantástica es la figura! En cierto sentido es mucho más rica que la vida, tal vez en el sentido de que expresa la idea de la Verdad absoluta.
¿Leonardo da Vinci y Bach significan algo en sentido funcional? No, no significan nada, sino lo que significan por sí mismos, hasta tal punto son independientes. Es como si viesen el mundo por vez primera, sin el peso de ninguna experiencia, como si tratasen de reproducirlo con una precisión máxima. Su mirada se parece a la de extraterrestres.


Sencillez y sufrimiento

Toda creación está vinculada a la aspiración de ser sencillo, de expresarse con la mayor sencillez posible. Buscar la sencillez significa buscar la profundidad de la reproducción de la vida. Pero justamente eso es lo más doloroso de la creación: la sed de adquirir la forma de expresión más sencilla, es decir, adecuada a la Verdad buscada. Uno tiene tantas ganas de obtener mucho con poco gasto, sin sangrar hasta quedar blanco. Pero, ay, la relación es inversamente proporcional: obtener la sencillez significa llegar al límite último del agotamiento. Además, hay que temer continuamente la caída en tal o cual estilo cinematográfico. Parecería que para un artista se trata de cosas extrañas por completo. Pero los estilos asimilados por los demás, formados sobre otra base individual, impiden la libre autorrevelación profesional. No sin razón lo que denominan total maestría profesional en la forma con frecuencia se revela sólo como una variedad de la artesanía y, en el fondo, como algo muy alejado de la auténtica creación.
La búsqueda de la perfección empuja al artista a realizar descubrimientos espirituales, a obligarse constantemente a ejecutar un esfuerzo moral máximo. No es inútil repetirlo: el artista expresa la Verdad a través de la figura de la realidad. La búsqueda del absoluto es la tendencia motriz de la evolución de la humanidad, y por lo tanto del arte. Para mí, la noción de realismo está también vinculada a esa tendencia principal. El arte se vuelve realista cuando busca expresar una idea moral. El realismo es la búsqueda de la Verdad y la Verdad es siempre bella. En ese sentido, la categoría estética se corresponde con la categoría ética.
Como toda otra figura, la figura cinematográfica es, ante todo, íntegra. Por eso parece absolutamente absurdo hablar de su sentido sintético. Por más que se hable sin cesar del sentido sintético del cinematógrafo.
La dominante soberana de la figura cinematográfica es el ritmo que expresa el transcurso del tiempo en el interior del plano. Pero aunque el paso del tiempo se manifieste, se deja descubrir tanto en el comportamiento de los personajes como en los tratamientos figurativos y en el sonido, no son estos más que elementos de acompañamiento que, en teoría, pueden ser presentados, pero también pueden estar ausentes... Se puede imaginar un film sin actores, sin música, sin decorados y sin montaje, sólo con la sensación del tiempo que transcurre en el plano. Y se trataría de verdadero cine. Como lo fue, hace mucho tiempo, el film Llegada del tren a la estación de La Ciotat de los hermanos Lumière. O el film de uno de los representantes del cine underground norteamericano donde vemos durante largo tiempo a un hombre durmiendo, hasta el instante del despertar, instante cargado de un efecto cinematográfico inesperado e impactante.
Entendámonos: todo esto no es más que un intento de revelar la idea cinematográfica pura, por así decirlo. Y es innegable que tal modo de plantear el problema tiene sus ventajas. Ayuda a comprender algo que tiene importancia no sólo teórica, sino también práctica, creadora. Más precisamente, el hecho de que ningún componente del film puede tener un sentido o un significado independiente. Sólo el film es una obra de arte. En cuanto a sus componentes, no podemos hablar de ellos sino bajo la condición de que comencemos a desmembrarlo artificialmente en elementos. Por eso pienso que la naturaleza sintética del film es muy relativa.
La figura no es una construcción, ni un símbolo, como acabamos de determinarlo, sino algo imposible de descomponer, unicelular, amorfo. Es precisamente eso lo que nos ha permitido hablar del carácter insondable de la figura, de su propiedad fundamental de ser informulable.
En cuanto al montaje, es difícil dejarse llevar al error muy difundido según el cual el montaje es el principal elemento constitutivo del film. Admitir, como se pretende, que el film es creado en la mesa de montaje. Todo arte necesita el montaje, la unión, el ajuste de partes, de pedazos. Sin embargo, no hablamos de factores que acercan el cine a las otras artes, sino de aquellos que lo diferencian. Queremos comprender el carácter específico del cinematógrafo y de su figura. La figura cinematográfica se crea durante el rodaje y no existe sino en el interior del plano.
Es por eso que, durante el rodaje, trato de vigilar con atención el transcurso del tiempo en los planos, trato de reproducirlo ¿Pero en qué consiste entonces el papel del montaje? El montaje une planos llenos de tiempo, pero no de ideas, como lo proclaman con frecuencia los partidarios de lo que denominan “cine de montaje”. El juego con ideas está lejos de ser prerrogativa del cinematógrafo. Por lo tanto, el sentido de la figura cinematográfica consiste en la ausencia de lenguaje, de ideas, de símbolos. Todo cine está incluido en el interior de un plan, a tal extremo que me parece que puede medirse con certeza, después de ver un solo plano, el talento del hombre que lo ha filmado.
Al fin de cuentas el montaje no es más que la variante ideal del “pegado” de los planos. Pero tal variante se encuentra ya en el interior del material cinematográfico. Montar un film correctamente, sin defectos, encontrar la variante ideal del montaje significa no impedir la reunión de las escenas separadas, porque todo pasa como si ellas se montasen por sí solas por adelantado. En el interior de las escenas vive una ley que hay que sentir para efectuar, adaptándose a ella, el “pegado” y los cortes de tales y cuales planos. Esa ley de correlación, de vínculo de los planos es a veces muy difícil de sentir (sobre todo cuando una escena está filmada de un modo impreciso); entonces, en la mesa de montaje, tiene lugar no una simple reunión mecánica de pedazos, sino un proceso doloroso para buscar el principio de reunión de los planos, proceso durante el cual, progresivamente, paso a paso, se manifiesta con cada vez mayor evidencia el sentido de unidad incluido en el material desde el momento del rodaje.
Aquí existe una relación invertida particular: la construcción incluida en el plano toma conciencia de sí misma durante el montaje gracias a las propiedades del material incluidas en el plano durante el rodaje. En el montaje el material expresa su sentido, que se devela en el carácter mismo de los “pegados”, en su lógica espontánea e inmanente.
El espejo fue montado con dificultades enormes: existían más de veinte variantes del montaje del film. No hablo del cambio de ciertos “pegados”, sino de modificaciones radicales de la construcción, de la continuidad misma de los episodios. A veces se tenía la impresión de que el film no podría ser montado, lo que significaba que durante el rodaje se habían cometido errores imperdonables. El film no se mantenía en pie, no quería mantenerse en pie, se caía a pedazos a ojos vista, no poseía ninguna unidad, ningún vínculo interior, ninguna implicación, ninguna lógica. Y de pronto, un buen día, cuando encontramos la posibilidad de hacer aún una última inversión desesperada, el film nació. El material se volvió vivo, las partes del film comenzaron a funcionar en correlación, como si estuviesen unidas por el mismo sistema sanguíneo; el film llegaba al mundo bajo nuestros ojos durante la proyección de esta última, y definitiva, variante del montaje. Pasó mucho tiempo aún sin que yo llegara a creer que el milagro se había cumplido, que el film había quedado al fin montado. Había allí una verificación seria de la justeza de lo que habíamos hecho en el rodaje. Quedaba claro que el ensamblado de las partes dependía del estado interior del material. Y si tal estado se había creado en el material desde el momento del rodaje, si no nos equivocábamos sobre el hecho de que había surgido, si había aparecido de una vez por todas, el film no podía no montarse: eso habría sido anormal. Pero para que eso se produjese, era necesario captar el sentido, el principio de la vida interior de los trozos filmados. Y cuando, gracias a Dios, eso se produjo, cuando al fin empezó a tenerse en pie, ¡qué alivio experimentamos todos!
Son los fragmentos de tiempo que transcurren en los planos los que se unen durante el montaje. Por ejemplo, en El espejo hay en total alrededor de doscientos planos. Es muy poco, si se tiene en cuenta el hecho de que por lo común un film del mismo metraje contiene alrededor de quinientos. Es la longitud de los planos de El espejo lo que determina su pequeña cantidad. En cuanto al montaje (pegado) de los planos, organiza la estructura del film, pero no crea, como se acostumbra pensarlo, el ritmo del film.


La presión del tiempo

El ritmo de film se crea en función del carácter del tiempo que transcurre en el plano; no es la longitud de los trozos montados lo que lo determina, sino el grado de tensión del tiempo que sigue su curso en esos pedazos. El “pegado” no puede determinar el ritmo; aquí, el montaje, en el mejor de los casos, no es más que un indicio de estilo. Más aún: el tiempo transcurre en un film no gracias a los “pegados” sino a pesar de ellos. Con la condición, desde luego, de que el realizador haya captado correctamente, en los trozos separados, el carácter del transcurso del tiempo fijado en los planos no reunidos que se encuentran ante él sobre la mesa de montaje.
Es el tiempo fijado en el plano quien dicta al realizador un determinado principio de montaje. Por eso no se montan juntos planos donde están fijados caracteres del transcurso del tiempo fundamentalmente distintos. Así, el tiempo real no puede ser montado con el tiempo convencional, como no se pueden unir tubos de plomería de distinto diámetro. Tal consistencia del tiempo que transcurre en un plano, su tensión o, por el contrario, su “rarefacción” puede ser llamada presión del tiempo en el plano. En consecuencia, el montaje es un medio de reunir los trozos teniendo en cuenta la presión del tiempo que es presentado en cada uno de ellos.
La unidad de la percepción –en relación a distintos planos– puede ser provocada por la unidad de la presión, del grado de la tensión que determina el ritmo del film.
¿Cómo percibimos el tiempo en un plano? Esa sensación particular se crea cuando a través de los acontecimientos se siente una significación particular, lo que equivale a la presencia de la verdad en el plano. Cuando se siente con nitidez absoluta que lo que se ve en el plano no es sólo visual, sino que deja comprender algo que se propaga fuera de él, algo que permite abandonarlo para salir a la vida. De modo que también aquí se manifiesta la faz ilimitada de la figura de la que ya hablamos. Un film es más rico que lo que nos entrega directamente, empíricamente. (Si es un auténtico film, desde luego.) Se revela más rico en pensamientos e ideas de lo que su autor había puesto a sabiendas. Com la vida, siempre fluida y cambiante, que da a cada cual la posibilidad de interpretar y de sentir todo instante a su modo, un auténtico film, con el tiempo fijado correctamente sobre la película, sale de los límites del plano y vive en el tiempo así como el tiempo vive en él. Creo que hay que buscar el carácter específico del cine en las particularidades de tal proceso dual.
El film se convierte entonces en algo más grande que la película cubierta de imágenes y montada, algo más grande que el relato, que el tema de partida. Es como si el film se independizara de la voluntad del autor, es decir, como si se asimilara a la vida misma. Se desprende del autor y empieza a vivir su propia vida, cambiando de forma y sentido al entrar en contacto con el espectador.
Rechazo la concepción que ve en el cine el arte del montaje por una razón más: la misma no da al film la posibilidad de durar más allá de la pantalla; dicho de otro modo, no toma en cuenta el derecho que tiene el espectador a conectar su experiencia personal con lo que ve ante él sobre la tela blanca. El cine de montaje deposita ante el espectador retruécanos y adivinanzas, lo obliga a descifrar símbolos, a deleitarse con alegorías que apelan a su experiencia intelectual. Pero, ay, cada una de las adivinanzas       tiene la solución formulada con exactitud. Cuando Eisenstein compara en Octubre a Kerenski con un ganso, su método se convierte en fin. El realizador priva a los espectadores de la posibilidad de emplear en los sentimientos su propia actitud hacia lo que han visto. Lo que significa que el medio de la construcción de la figura se convierte aquí en un fin en sí; en cuanto al autor, lanza un ataque masivo contra el espectador, imponiéndole su propia actitud ante los acontecimientos.
Es sabido que la comparación del cine con artes también temporales como, digamos, el ballet o la música, demuestra que su particularidad distintiva consiste en el hecho de que el tiempo fijado sobre la película adquiere la forma visible de lo real. Un fenómeno fijado sobre la película será siempre infaliblemente percibido en su integridad inmutable.
La misma obra musical puede ser interpretada de modo distinto, puede tomar más o menos tiempo; dicho de otro modo, en la música el tiempo ostenta un carácter filosófico abstracto. En cuanto al cinematógrafo, llega a fijar el tiempo en sus indicios externos, perceptibles por los sentidos. Por eso el tiempo en el cine se convierte en la base de las bases, como el sonido en la música, el color en la pintura o el personaje en el drama. Un film de Pascal Aubier, donde el movimiento del tiempo en un espacio “cerrado” se revela como el típico elemento constitutivo del film, confirma lo que digo, al revelar aquello que para mí es esencial en la comprensión del carácter específico del arte cinematográfico.
El ritmo no es por lo tanto una sucesión métrica de trozos. El ritmo está compuesto por la tensión temporal en el interior de los planos. Y en mi opinión es precisamente el ritmo el elemento constitutivo principal en el cine, y no el montaje como se cree por lo común.
Lo repito, el montaje existe en cada arte como prueba de la elección realizada por el artista, de la elección y de la unión sin las cuales no existe ningún arte. En cuanto a la singularidad del montaje en el cine, consiste en ensamblar el tiempo fijado en los trozos filmados. El montaje es el “pegado” de los trozos y de pequeños trozos portadores de un tiempo de la misma consistencia y de consistencia distinta. La unión da una nueva sensación de su transcurso, sensación que resulta del rechazo de los planos que se cortan, que se eliminan durante el “pegado”. Pero las particularidades de los “pegados” cinematográficos, del montaje, como ya lo dijimos antes, se encuentran ya en los trozos por montar; el montaje está lejos de dar una nueva cualidad, sólo hace evidente lo que existía ya en los planos que deben ensamblarse. Es como si el montaje hubiese sido previsto en el rodaje, como si hubiese sido programado en el carácter de lo que se rodaba. Por eso sólo las longitudes temporales pueden ser sometidas al montaje, sólo la intensidad de su existencia fijada por la cámara, y de ningún modo los símbolos especulativos, las realidades de la pintura figurativa, las composiciones inorgánicas distribuidas con mayor o menos sofisticación en una secuencia. Y tampoco dos nociones monosémicas que, una vez reunidas, deben, según se pretende, dar luz a no sabemos qué famoso “tercer sentido”. Lo que se somete al montaje es entonces toda la diversidad de la vida percibida por el objetivo e incluida en un plano.
Es la experiencia de Eisenstein en persona lo que mejor confirma la justeza de mi juicio. Al hacer depender el ritmo directamente de la longitud del plano, es decir, de los “pegados”, mostraba la inconsistencia de sus premisas teóricas en el caso donde su intuición lo había llevado al error o en que no había llenado los trozos a montar con la tensión temporal exigida por un “pegado” preciso. Tomemos, a título de ejemplo, la batalla del lago Chuskoie en Alexander Nevski. Sin pensar en la necesidad de llenar planos distintos con un tiempo de un grado de tensión correspondiente, buscaba transmitir el dinamismo interior del combate gracias a la sucesión de planos cortos, a veces demasiado cortos. Sin embargo, a pesar de la sucesión fulgurante de los planos, una sensación de blandura y de falta de naturalidad no abandona al espectador. Eso se produce porque ciertos planos están desprovistos de autenticidad temporal. Son estáticos y anémicos. Aparece entonces naturalmente una contradicción entre el contenido interior de los planos, que no habían registrado ningún proceso temporal, y se habían vuelto por ello totalmente artificiales, y los “pegados” puramente mecánicos, indiferentes, a tales planos. De ello resulta que el espectador no recibe la impresión con la que cuenta el artista, que no había vigilado hasta llenar sus planos, en el episodio de la batalla legendaria que nos interesa, con la sensación del transcurso del tiempo.
El ritmo en el cine es transmitido por la vida, fijada en el plano, del objeto visible. Así, el temblor de las cañas permite determinar el carácter de la corriente del río, su fuerza. Del mismo modo exactamente, somos informados sobre el transcurso del tiempo por el proceso de la vida misma, por el carácter de su transcurso fijado en el plano.
En el cine el realizador hace descubrir su personalidad ante todo por la sensación del tiempo, por el ritmo. El ritmo colorea una obra de indicios estilísticos determinados. No se inventa, no se construye mediante medios especulativos. El ritmo en un film debe crearse de un modo orgánico, conforme a la sensación de la vida que es propia del realizador de modo inmanente, de acuerdo a su búsqueda del tiempo. Creo que el tiempo en un plano debe transcurrir independientemente y, si podemos decirlo, a su gusto; las ideas se ubican entonces sin agitación, sin parloteo ni apoyo retórico. Para, mí, la sensación del ritmo en un plano se asemeja a la sensación de la palabra justa en literatura. Una palabra imprecisa en literatura y un ritmo impreciso en cine destruyen del mismo modo la autenticidad de la obra.


Un público propio

Aquí surge una dificultad natural. Supongamos que deseo que el tiempo transcurra en el plano con dignidad e independencia, para que el espectador no experimente ninguna violencia sobre su percepción, para que “se rinda” de buen grado al realizador, para que empiece a sentir el material del film como su propia experiencia, para que lo asimile y se adueñe de él como lo haría con una nueva experiencia personal.
¡Pero allí reside la paradoja! A pesar de todo, la percepción del tiempo del realizador se manifiesta siempre como una forma de violencia en relación al espectador. O bien el espectador “cae” en el ritmo del realizador, y entonces se transforma en su partidario, o bien no “cae” en él, y entonces el contacto no tiene lugar. De aquí proviene el término “mi público” en un realizador, lo que me parece del todo natural e inevitable.
Veo entonces mi fin en la creación de una corriente de tiempo mía, individual, en la transmisión en el interior de un plano de mi sensación de su movimiento, de su curso.
El medio de unión, el montaje, quiebra el movimiento del tiempo, lo interrumpe y, simultáneamente, le da una nueva cualidad. La alteración del tiempo es el medio de su experiencia rítmica. Escultura, con el tiempo como material: eso es el montaje, eso es la figura cinematográfica.
Por el mismo motivo, la unión de planos de tensión temporal distinta debe ser provocada, no por la arbitrariedad del artista, sino por la necesidad interior, debe ser orgánica para la totalidad del material. Si el carácter orgánico de estos encadenamientos es, por uno u otro motivo, voluntaria o involuntariamente quebrado, mostrarán la nariz, saldrán a la superficie, se volverán visibles sin tardanza los acentos del montaje imputables al azar, y que el realizador no debiera haber permitido pasar. Todo freno –o toda aceleración– artificial del tiempo que no ha madurado en el interior del plano, toda imprecisión en el cambio del ritmo interior desembocan en un “pegado” falso, declarativo.
La unión de trozos desiguales desde el punto de vista temporal conduce inevitablemente a la pérdida del ritmo. Pero esta pérdida, si es preparada por la vida interior de los planos reunidos, puede volverse indispensable para trazar un dibujo rítmico necesario. Comparemos las distintas tensiones temporales en planos con un arroyo, un río, una caída de agua. Su unión puede crear un dibujo rítmico único que, como nueva formación orgánica, se convertirá en una forma de manifestación de la percepción por parte del autor.
Y dado que la percepción del tiempo es la percepción de la vida orgánicamente propia del realizador, y dado que la tensión temporal en los trozos a montar, como ya lo subrayé, no hace más que dictar un “pegado” determinado, es el montaje el que revela, más que cualquier otra cosa, la escritura del realizador. A través del montaje se expresa la actitud del realizador hacia su idea, en el montaje se encarna definitivamente la concepción del mundo del artista. Pienso que un realizador que sabe montar sus films con facilidad y de modos distintos es un realizador superficial, poco profundo. Uno siempre reconocerá el montaje de Bergman, de Bresson, de Fellini. Nunca se los confundirá con nadie. Porque el principio del montaje que realizan es inmutable.
Desde luego, hay que conocer las leyes de la profesión, así como hay que conocer las leyes del montaje, pero la creación comienza a partir del momento en que se violan, en que se alteran tales leyes. El hecho de que León Tolstoi no haya sido un estilista tan irreprochable como Bunín, de que sus novelas disten de estar bien construidas y acabadas –lo que impresiona en cualquier relato de Bunín– no nos permite afirmar que Bunín es mejor de Tolstoi. No sólo perdonamos a Tolstoi frases pesadas cuya longitud no siempre se justifica, frases torpes, tan abundantes en su prosa, sino que, por el contrario, llegamos a amarlas como particularidades, componentes de la personalidad de Tolstoi. Cuando uno se encuentra ante una personalidad de real valor, se la acepta con todas sus “debilidades” que, por lo demás, se transforman en seguida en singularidades de su estética. Si se sacan del contexto de las obras de Dostoievski las descripciones de sus héroes, uno se siente involuntariamente incómodo: siempre son bellos, siempre tienen los labios rojos, el rostro pálido, etc., etc. Pero todo eso no tiene ninguna importancia, porque en este caso no se trata del profesional o del virtuoso, sino del artista y del filósofo. Aunque estimaba infinitamente a Tolstoi, Bunín consideraba que Ana Karenina estaba execrablemente escrita y, como se sabe, había intentado reescribirla; pero en vano. Las obras de ese tipo son como organismos vivientes, dotados de su propio sistema sanguíneo, que no puede violarse sin arriesgar quitarles la vida.
Lo mismo ocurre con el montaje. No se trata de dominarlo con virtuosismo,  sino de sentir una necesidad orgánica de expresar la vida a través de él de un modo aparte, muy personal. Y evidentemente para eso hay que saber lo que se quiere decir utilizando la poética particular del cine. Todo lo demás no es nada: se puede aprender todo, salvo a reflexionar. Es imposible obligarse a cargar sobre los hombros un peso que no se puede levantar. Y sin embargo es el único camino. Sean cuales fueren las dificultades, no hay que contar con el oficio. Es imposible aprender a ser artista, así como es absurdo asimilar simplemente las leyes del montaje: cada cineasta creador las descubre por su parte otra vez.
Por eso toda escritura cinematográfica lleva obligatoriamente en sí cierto sentido espiritual. El hombre que ha robado la escritura de otro para no robar nunca más sigue siendo un criminal. Así como el hombre que ya ha traicionado sus principios no podrá conservar más una actitud pura hacia la vida.
Cuando un realizador dice que rueda un film “pasable” para rodar en seguida aquel con el que sueña, nos engaña. Y, lo que es peor, se engaña a sí mismo.
No rodará nunca su film.
¡No existen milagros! O, más bien, el tiempo de los milagros ya ha pasado para él.

Título del original ruso: O Kinoobraze
© Andrei Tarkovski, 1979.
Traducción del francés: Elvio E. Gandolfo



[1] En realidad, se trata del hijo y no de la hija de Iván Ilitch, y por otra parte sólo se dirige a la madre al decir: perdona (prosti); permite (propousti). (N. del Traductor francés.)

No hay comentarios:

Publicar un comentario