por Andrei Tarkovsky
(ACERCA DE LA FIGURA CINEMATOGRÁFICA )
“Digámoslo así: un fenómeno espiritual,
es decir significativo, es significativo justamente porque sale de sus propios
límites, expresa y simboliza algo más vasto y más general espiritualmente
hablando, todo un mundo de sentimientos y de pensamientos que, con mayor o
menor perfección, han encarnado en él: es precisamente eso lo que determina el
nivel de su significación...”
Thomas Mann, La montaña mágica
Dado que vamos a hablar aquí de
la noción de figura, advierto de
inmediato que no quiero ni voy a formularla de modo preciso. Eso me es
imposible y, además, no lo deseo por varias razones. Prefiero tratar de
reflexionar sobre los límites del sistema que en lo que me concierne llamo “figurativo”,
sistema en cuyo seno me siento libre y con el cual estoy en simbiosis.
Por lo tanto no intentaré insertar
mi noción de figura en una fórmula rígida. Y eso también por otra razón: basta
lanzar un vistazo, incluso furtivo, hacia atrás, recordar simplemente los minutos
más impactantes del pasado para quedar pasmados ante la diversidad de las
propiedades de los acontecimientos en los que participamos, por el carácter
excepcional de las personalidades que conocimos. Uno queda pasmado ante el acento de unicidad que expresa el
principio básico de nuestro comportamiento emocional hacia la vida. El artista
no deja de buscar la reproducción del colorido de tal unicidad, esforzándose
vanamente por captar la imagen de la Verdad... La belleza de la verdad de la vida en
el arte reside en la verdad en sí. En la veracidad visible incluso a simple
vista. Un hombre suficientemente sensible distinguirá siempre la verdad de la
mentira, la sinceridad de la falsedad, lo natural del manierismo en el
comportamiento de las personas más diversas que conoce en todas partes y cada
día. Existe en nosotros un filtro particular que se alza en el camino de la
percepción del mundo que nos rodea. Los motivos de su aparición están
estrechamente ligados a nuestra experiencia de la vida, que ayuda a educar
nuestra desconfianza ante fenómenos cuya estructura relacional está quebrada.
Quebrada a sabiendas o involuntariamente, por ineptitud.
Hay personas incapaces de mentir.
Otras mienten con inspiración y convicción, las hay que no pueden no mentir y,
por último, las hay que no pueden mentir y, sin embargo, mienten sin arte ni
gusto. Tal vez por eso en las circunstancias propuestas, inventadas por la propia vida, ante la
necesidad de seguir escrupulosamente la lógica de la vida, sólo los mentirosos
inspirados son convincentes, sólo ellos perciben el pulso de la verdad y son
capaces de adherirse, gracias a sus fantasías, a los meandros caprichosos de la
vida con una precisión casi geométrica. Para decirlo con otras palabras, una
figura inventada será verídica si deja percibir vínculos que, por una parte, la
hagan ser semejante a la vida y, por otra parte –lo que parece contradictorio–
la vuelven única e inimitable, como es única e inimitable cada observación.
La poesía japonesa de la Edad Media siempre me ha
maravillado por el rechazo categórico a la menor alusión al sentido último de
la figura que, como una charada, sólo es descifrable al final. Los haikus y los tankas japoneses cultivan sus figuras de tal modo que al fin de
cuentas pierden su sentido último. No significan nada fuera de sí mismos y, al
mismo tiempo, significan tanto que al fin del largo camino que conduce a la
comprensión de su sentido, uno se da cuenta de la imposibilidad de percibir su
significación final. En otras palabras, cuanto más corresponde una figura a su
destino, más difícil es incrustarla en una fórmula nocional, especulativa.
El lector de un haiku debe fundirse en él como en la
naturaleza, zozobrar allí, perderse en su profundidad, ahogarse en él como en
el cosmos donde no existe abajo ni arriba. La figura en un haiku es hasta tal punto profunda que se vuelve lisa y llanamente
insondable. Tales figuras sólo pueden provenir de una observación inmediata y
directa de la vida.
He aquí, por ejemplo, un haiku de Basho:
La vieja charca:
Una rana se zambulle:
¡Oh! el ruido del agua.
O:
Las cañas se cortaron para el techo.
Sobre los tallos olvidados
Cae una pequeña nieve tenue.
Y otro:
¿De donde viene tan súbita pereza?
Hoy les costó despertarme...
Murmura una lluvia primaveral.
¡Qué sencillez y qué exactitud en
la observación! ¡Qué disciplina del espíritu y que nobleza de la imaginación!
Esas líneas son bellas como la vida misma.
Los japoneses sabían expresar su conducta
respecto al mundo en tres líneas. No se limitaban a observar la realidad, sino
que, al hacerlo, expresaban su sentido. Cuanto más exacta es una observación,
más se acerca a la figura. Ya Dostoievski afirmaba que la vida es más
fantástica que cualquier cosa inventada. La observación es la base primordial
de la figura cinematográfica, que, como sabemos, está ligada, siempre al fijamiento
fotográfico, es decir, a la forma de observación más evidente. En una palabra, la figura cinematográfica es
la figura de la vida misma. Pero una instantánea que fija con exactitud un
objeto determinado está lejos aún de ser una figura. El fijamiento de los
acontecimientos reales no basta para que veamos allí una sucesión de figuras
cinematográficas. La figura en el cine no es la reproducción fría y documental
de un objeto sobre la película. ¡No! La
figura en el cine se edifica sobre el arte de hacer pasar por una observación
la propia percepción del objeto.
En lo que tiene que ver con la
polisemia de la figura, también podemos volvernos hacia la prosa. El final de La muerte de Iván Ilitch muestra a un
hombre malvado, de pocas entendederas, dotado de una mala esposa y de una mala
hija[1], que
va a morir de cáncer y que quiere pedirles perdón antes de morir. De pronto,
siente en él una bondad tan grande que su familia, que sólo se preocupa por
trapos y bailes, se le aparece profundamente desdichada, digna de piedad y
conmiseración. Se ve arrastrándose en el interior de un largo tubo negro,
húmedo, semejante a un intestino... Cree ver una luz a lo lejos, y se arrastra,
se arrastra hacia esa luz, pero no llega a impulsarse hacia ella, a franquear
esa última barrera que separa la vida de la muerte. Junto al lecho están la
mujer y la hija. Quiere decirles: “perdonen”, pero en vez de eso pronuncia: “permitan”...
¿Es posible tratar esta figura
apabullante de modo monosémico? Está ligada a sensaciones de profundidad tan
indecible que sólo puede apabullar. Aquí todo se parece tanto a la vida, a la
realidad, que puede competir con las situaciones y las circunstancias que hemos
vivido realmente o imaginado íntimamente. Es el reconocimiento de algo que ya
sabíamos, lo cual, según la concepción de Aristóteles, constituye justamente la
prerrogativa esencial del genio.
La dualidad antagónica
Tomemos como ejemplo el Retrato de Ginevra Benci de Leonardo da
Vinci (empleado en mi film El espejo durante la secuencia en que el
padre regresa al hogar con permiso
durante la guerra). Las figuras creadas por Leonardo impactan siempre por dos
particularidades. En primer término, por la facultad asombrosa del artista para
examinar el objeto desde afuera, desde el exterior, con una mirada al parecer “extra-mundana”,
facultad propia de los creadores del tipo de Bach y Tolstoi. Y en segundo lugar,
por la particularidad de ser percibidas simultáneamente en su dualidad
antagónica. Parece imposible describir la impresión que nos deja ese retrato de
Leonardo. Incluso es imposible distinguir si la mujer nos gusta o no, si es
simpática o desagradable. Atrae y rechaza al mismo tiempo. Tiene algo de
inexpresablemente bello y también de repulsivo, de “diabólico”. Pero ese
aspecto “diabólico” no tiene nada de fascinante ni de romántico. Sencillamente
la mujer tiene algo que está más allá del bien y del mal. Es el encanto
precedido por el signo “menos”. Cuando estudiamos el retrato, surge en nuestra percepción cierto latido
imperceptible de emociones, que van de la admiración a la repulsión. Ojos
demasiado, apartados, rostro un poco fláccido... Posee incluso algo de
degenerado y... bello. En El espejo tuvimos
que recurrir a ese retrato para compararlo con la heroína, para subrayar tanto
en ella como en la actriz Margarita Terekjova, que interpreta a la
protagonista, esa misma facultad de ser a la vez encantadora y repulsiva.
Pero intenten descomponer el
retrato de Leonardo en sus elementos constitutivos, y no llegarán a nada. En todos
los casos, tal descomposición de la impresión en elementos no explicará nada.
Más aún, la fuerza del impacto emocional que ejerce sobre nosotros la imagen de
Ginevra Benci descansa justamente en la imposibilidad de preferir tal o cual
detalle arrancado del contexto, la imposibilidad de preferir una impresión
instantánea a otra, es decir de adquirir un equilibrio en relación a la figura
que contemplamos. Ante nosotros se abre la posibilidad de una relación con el
infinito. Es en ese infinito donde se precipitan –con una prisa gozosa,
cautivante– nuestra razón y nuestros sentimientos.
Tal impresión es provocada ante
todo por la integridad de la figura, actuando ésta sobre nosotros precisamente
por su carácter indivisible. Tomado aparte, aislado, cada componente de la
figura de Ginevra Benci está muerto. O tal vez ocurre lo contrario: cada
componente, por mínimo que sea, manifiesta las mismas propiedades que la obra
cabal. En cuanto a la naturaleza de tales propiedades, proviene de la acción
recíproca de principios opuestos que se encuentran en equilibrio inestable. El
rostro de la joven pintada por Leonardo se inspira en un pensamiento elevado;
al mismo tiempo, parece pérfida, sujeta a bajas pasiones. El retrato nos da la
posibilidad de ver una multitud infinita de cosas: al aprehender su sentido,
erramos por laberintos interminables sin encontrar salida. Y por último
experimentamos un auténtico deleite cuando llegamos a comprender que somos
incapaces de percibir la figura, de sondear su sentido hasta el fin. Una figura
realmente artística suscita siempre en quien la contempla sentimientos
contradictorios, que se excluyen entre sí, inscriptos en ella y que determinan
su sentido y su magia seudometafísica. “Seudo” porque nos encontramos ante un
reflejo vivo de la vida misma y no ante abstracciones filosóficas.
Es imposible captar el momento en
que una emoción positiva se transforma en su contrario y en que lo negativo se
precipita hacia lo positivo. El infinito es inmanentemente propio de la
estructura misma de la figura, es decir que está relacionado con la estética.
En la vida, el hombre da su preferencia a una sola cosa en detrimento de todo
lo demás; en otras palabras, afirma, al hacerlo, su libre arbitrio. En
definitiva, al percibir la figura, elige, busca allí lo que está en él, instala
la obra en el contexto de su experiencia social personal. Porque, en todas sus
actividades, cada ser humano es inevitablemente tendencioso: lucha por su
propia verdad tanto en las grandes cosas como en las pequeñas. El hombre
conserva también ese carácter tendencioso cuando evalúa una obra de arte; adaptándola
a sus necesidades cotidianas, se pone a interpretar la obra en cuestión de
acuerdo a su “interés”. La reubica en los contextos de vida adecuados, la
mancomuna con fórmulas de significado que le agradan, sirviéndose
inconscientemente del hecho de que los grandes ejemplos del arte son a priori ambivalentes y ofrecen la
libertad de tratarlos de todos los modos imaginables.
El procedimiento
invisible
Un crítico no debe olvidar jamás
que los procedimientos de un artista no deben ser visibles en la obra, e
incluso, si es posible, para un crítico. En todo caso, considero esto un
imperativo para mí. Y a veces lamento mucho ciertas escenas y ciertos planos
que no responden a tal principio, dejados sin embargo en mis films por una
razón u otra. Por ejemplo, eliminaría de buena gana en El espejo, en la escena con el gallo, el primer plano en cámara
lenta de la heroína (rodado a 90 imágenes por segundo) bajo una iluminación
deformada, y que es completamente artificial. Debido a ese tipo de
reproducción, la vida de la figura sobre la pantalla se ve enlentecida, los
espectadores experimentan incluso la sensación de que los límites temporales se
ven rechazados. Es como si hundiéramos al espectador en el estado anímico de la
heroína, como si fijáramos un instante preciso de tal estado, acentuándolo
adrede. Ahora pienso que todo eso es muy malo. Malo, porque debido a semejante
tratamiento la escena adquiere un sentido puramente literario. Deformamos el
rostro de la actriz como si actuáramos en su lugar. Nos apoyamos sobre el pedal
que corresponde a la emoción que buscamos y así nace la impresión de que la
actriz interpreta el episodio con afectación, que sobreactúa. Sin embargo, ella
no tiene nada que ver; la impresión que describí surgió únicamente por culpa del
realizador. Su estado se revela demasiado “masticado”, demasiado legible para
el espectador, cuando, por el contrario, había que hundirlo en una cierta
atmósfera de misterio.
Para establecer una comparación,
puedo citar un ejemplo de empleo más feliz de un procedimiento de dirección,
tomado también de El espejo: en la
escena de la imprenta, cuando la heroína, enloquecida por no haber corregido en
las pruebas una falta gravísima, se precipita al taller. Los pasajes en la
imprenta también están en cámara lenta, pero ésta es apenas perceptible.
Tratamos de rodar tales pasajes lo más delicadamente posible, en ese sentido,
con prudencia, para que el espectador, una vez que percibe la tensión, no
advierta los procedimientos que la provocan. Para que surja en primer lugar en
el espectador una sensación vaga del carácter extraño de lo que ocurre, y que
sólo después el estado anímico de la heroína se abra a él. Lo repito de un modo
un poco distinto: al rodar esa escena en cámara lenta, no nos esforzamos por
subrayar especialmente un pensamiento bien determinado. Queríamos expresar su
estado anímico sin recurrir a sus medios de actriz.
Cuando el espectador no se
pregunta por qué el realizador ha
empleado tal o cual procedimiento, se inclina entonces a creer en la realidad
de los hechos sobre la pantalla, a creer en la vida que “observa” el artista.
Si, por el contrario, el espectador sorprende al director con las manos en la
masa, si comprende exactamente por qué y con qué fin éste ha agregado un
artefacto “expresivo”, deja de participar entonces en lo que pasa sobre la
pantalla y se pone, de manera distanciada, a juzgar la idea y su realización.
La figura está destinada a
expresar la vida misma y no las nociones y conceptos del autor sobre la vida.
Ella no define ni simboliza la vida, sino que la expresa. La figura refleja la vida, fijando su carácter único. ¿Pero qué es lo típico, entonces? ¿Cómo poner en
correlación, en ese caso, lo único, lo inimitable y lo típico en el arte? El nacimiento
de una figura equivale al nacimiento de algo único. Lo típico, perdonen la
paradoja, depende directamente de todo lo que no se parece a nada, de lo que es
único, individual, incluso en la figura. Lo típico está lejos de crearse allí
donde están fijadas la generalidad y la similitud de los fenómenos, pero
aparece allí donde se descubren las desemejanzas, las particularidades, los rasgos
específicos. Cuando se insiste en el aspecto individual, lo general parece
zozobrar y permanecer más allá de los límites de una reproducción didáctica. De
ese modo, lo general se presenta como la razón de ser de cierto fenómeno único.
A primera vista, esto puede
parecer extraño, pero no hay que olvidar que la figura artística no debe
provocar ninguna asociación, sino sólo recordar la verdad al espectador. Al
afirmar esto, no hablo ni siquiera del espectador que contempla una obra de
arte, sino del artista que la crea. Al poner manos a la obra, el artista debe
creer que es el primero en encarnar
tal o cual fenómeno en una figura. El primero y el único en haberlo sentido y
comprendido de ese modo. La figura
artística siempre es un fenómeno único e inimitable, contrariamente a tal o
cual acontecimiento de la vida que podamos agregar a una serie de fenómenos
semejantes. Como en el haiku del
poeta Ranran: “¡Lluvia de otoño en la
oscuridad! No, no es en casa, es en lo del vecino donde se oyó el roce de la
seda de un paraguas”. Un transeúnte con paraguas que hayamos visto en la
vida, aislado, no significa estrictamente nada. Pero en el contexto de la
figura artística, trasmite con una perfección y una sencillez apabullantes un instante
de la vida, único e inimitable. A partir de las dos líneas podemos imaginar con
facilidad el humor que reinaba en casa del poeta, su melancolía y soledad, y el
clima gris, lluvioso, tras la ventana, y la vana espera de que alguien venga
por milagro a la casa solitaria. Aquí la amplitud y la profundidad asombrosas
de la expresión artística sólo se alcanzan gracias a la fijación exacta de la situación
y del humor.
Bajmatchkine en “El capote” de
Gogol, o el Onieguin de Pushkin acumulan como tipos artísticos analogías sociales
determinadas que condicionaron su aparición. Es un aspecto del asunto. Pero
queda otro: llevan en sí ciertas motivaciones intemporales y propias a toda la
humanidad. Porque un personaje de la literatura realista es típico dado que
expresa todo un grupo de fenómenos que resultan de ciertas analogías generales
y que les son afines. Por eso, como tipos, tanto Bajmatchkine como Onieguin
tienen muchos análogos en la vida. ¡Como tipos, sí! Pero como figuras
artísticas son absolutamente únicos e inimitables.
Están demasiado dibujados, son observados desde demasiado cerca por artistas, llevan
en ellos de modo demasiado ostensible la mirada del autor como para que podamos
decir que Onieguin y un vecino nuestro se parecen como dos gotas de agua...
Entendámonos: el nihilismo de Raskolnikov definido por parámetros históricos y
sociológicos es típico; definido por sus parámetros personales, individuales,
figurativos, es inimitable. Es innegable que Hamlet también es un tipo, pero,
hablando groseramente, “¿dónde ha encontrado usted a alguien como Hamlet?”. Se
crea una situación paradójica: una figura es la más integral expresión de lo
típico, pero cuanto más trata de expresarlo plenamente, más individual y única
debe volverse. ¡Qué fantástica es la
figura! En cierto sentido es mucho más rica que la vida, tal vez en el sentido
de que expresa la idea de la
Verdad absoluta.
¿Leonardo da Vinci y Bach
significan algo en sentido funcional? No, no significan nada, sino lo que
significan por sí mismos, hasta tal punto son independientes. Es como si viesen
el mundo por vez primera, sin el peso de ninguna experiencia, como si tratasen
de reproducirlo con una precisión máxima. Su mirada se parece a la de
extraterrestres.
Sencillez y
sufrimiento
Toda creación está vinculada a la
aspiración de ser sencillo, de expresarse con la mayor sencillez posible.
Buscar la sencillez significa buscar la profundidad de la reproducción de la
vida. Pero justamente eso es lo más doloroso de la creación: la sed de adquirir
la forma de expresión más sencilla, es decir, adecuada a la Verdad buscada. Uno tiene
tantas ganas de obtener mucho con poco gasto, sin sangrar hasta quedar blanco.
Pero, ay, la relación es inversamente proporcional: obtener la sencillez
significa llegar al límite último del agotamiento. Además, hay que temer
continuamente la caída en tal o cual estilo cinematográfico. Parecería que para
un artista se trata de cosas extrañas por completo. Pero los estilos asimilados
por los demás, formados sobre otra base individual, impiden la libre autorrevelación
profesional. No sin razón lo que denominan total maestría profesional en la
forma con frecuencia se revela sólo como una variedad de la artesanía y, en el
fondo, como algo muy alejado de la auténtica creación.
La búsqueda de la perfección
empuja al artista a realizar descubrimientos espirituales, a obligarse
constantemente a ejecutar un esfuerzo moral máximo. No es inútil repetirlo: el
artista expresa la Verdad
a través de la figura de la realidad.
La búsqueda del absoluto es la tendencia motriz de la evolución de la
humanidad, y por lo tanto del arte. Para mí, la noción de realismo está también
vinculada a esa tendencia principal. El arte se vuelve realista cuando busca
expresar una idea moral. El realismo es la búsqueda de la Verdad y la Verdad es siempre bella. En
ese sentido, la categoría estética se corresponde con la categoría ética.
Como toda otra figura, la figura
cinematográfica es, ante todo, íntegra. Por eso parece absolutamente absurdo
hablar de su sentido sintético. Por más que se hable sin cesar del sentido
sintético del cinematógrafo.
La dominante soberana de la
figura cinematográfica es el ritmo que expresa el transcurso del tiempo en el
interior del plano. Pero aunque el paso del tiempo se manifieste, se deja
descubrir tanto en el comportamiento de los personajes como en los tratamientos
figurativos y en el sonido, no son estos más que elementos de acompañamiento
que, en teoría, pueden ser presentados, pero también pueden estar ausentes...
Se puede imaginar un film sin actores, sin música, sin decorados y sin montaje,
sólo con la sensación del tiempo que transcurre en el plano. Y se trataría de
verdadero cine. Como lo fue, hace mucho tiempo, el film Llegada del tren a la estación de La Ciotat de los hermanos Lumière. O el film de
uno de los representantes del cine underground
norteamericano donde vemos durante largo tiempo a un hombre durmiendo, hasta el
instante del despertar, instante cargado de un efecto cinematográfico
inesperado e impactante.
Entendámonos: todo esto no es más
que un intento de revelar la idea cinematográfica pura, por así decirlo. Y es
innegable que tal modo de plantear el problema tiene sus ventajas. Ayuda a
comprender algo que tiene importancia no sólo teórica, sino también práctica,
creadora. Más precisamente, el hecho de que ningún componente del film puede
tener un sentido o un significado independiente. Sólo el film es una obra de arte. En cuanto a sus componentes, no
podemos hablar de ellos sino bajo la condición de que comencemos a desmembrarlo
artificialmente en elementos. Por eso pienso que la naturaleza sintética del
film es muy relativa.
La figura no es una construcción,
ni un símbolo, como acabamos de determinarlo, sino algo imposible de
descomponer, unicelular, amorfo. Es precisamente eso lo que nos ha permitido
hablar del carácter insondable de la figura, de su propiedad fundamental de ser
informulable.
En cuanto al montaje, es difícil dejarse
llevar al error muy difundido según el cual el montaje es el principal elemento
constitutivo del film. Admitir, como se pretende, que el film es creado en la
mesa de montaje. Todo arte necesita el montaje, la unión, el ajuste de partes,
de pedazos. Sin embargo, no hablamos de factores que acercan el cine a las
otras artes, sino de aquellos que lo diferencian. Queremos comprender el
carácter específico del cinematógrafo y de su figura. La figura cinematográfica
se crea durante el rodaje y no existe sino en el interior del plano.
Es por eso que, durante el
rodaje, trato de vigilar con atención el transcurso del tiempo en los planos,
trato de reproducirlo ¿Pero en qué consiste entonces el papel del montaje? El
montaje une planos llenos de tiempo, pero no de ideas, como lo proclaman con
frecuencia los partidarios de lo que denominan “cine de montaje”. El juego con
ideas está lejos de ser prerrogativa del cinematógrafo. Por lo tanto, el sentido
de la figura cinematográfica consiste en la ausencia de lenguaje, de ideas, de
símbolos. Todo cine está incluido en el interior de un plan, a tal extremo que
me parece que puede medirse con certeza, después de ver un solo plano, el talento del hombre que lo ha filmado.
Al fin de cuentas el montaje no
es más que la variante ideal del “pegado” de los planos. Pero tal variante se
encuentra ya en el interior del material cinematográfico. Montar un film
correctamente, sin defectos, encontrar la variante ideal del montaje significa
no impedir la reunión de las escenas separadas, porque todo pasa como si ellas
se montasen por sí solas por adelantado. En el interior de las escenas vive una
ley que hay que sentir para efectuar, adaptándose a ella, el “pegado” y los
cortes de tales y cuales planos. Esa ley de correlación, de vínculo de los
planos es a veces muy difícil de sentir (sobre todo cuando una escena está
filmada de un modo impreciso); entonces, en la mesa de montaje, tiene lugar no
una simple reunión mecánica de pedazos, sino un proceso doloroso para buscar el principio de reunión de los planos,
proceso durante el cual, progresivamente, paso a paso, se manifiesta con cada
vez mayor evidencia el sentido de unidad incluido en el material desde el
momento del rodaje.
Aquí existe una relación
invertida particular: la construcción incluida en el plano toma conciencia de
sí misma durante el montaje gracias a las propiedades del material incluidas en
el plano durante el rodaje. En el montaje el material expresa su sentido, que
se devela en el carácter mismo de los “pegados”, en su lógica espontánea e
inmanente.
El espejo fue montado con dificultades enormes: existían más de
veinte variantes del montaje del film. No hablo del cambio de ciertos “pegados”,
sino de modificaciones radicales de la construcción, de la continuidad misma de
los episodios. A veces se tenía la impresión de que el film no podría ser
montado, lo que significaba que durante el rodaje se habían cometido errores
imperdonables. El film no se mantenía en pie, no quería mantenerse en pie, se
caía a pedazos a ojos vista, no poseía ninguna unidad, ningún vínculo interior,
ninguna implicación, ninguna lógica. Y de pronto, un buen día, cuando
encontramos la posibilidad de hacer aún una última inversión desesperada, el
film nació. El material se volvió vivo, las partes del film comenzaron a
funcionar en correlación, como si estuviesen unidas por el mismo sistema
sanguíneo; el film llegaba al mundo bajo nuestros ojos durante la proyección de
esta última, y definitiva, variante del montaje. Pasó mucho tiempo aún sin que yo
llegara a creer que el milagro se había cumplido, que el film había quedado al
fin montado. Había allí una verificación seria de la justeza de lo que habíamos
hecho en el rodaje. Quedaba claro que el ensamblado de las partes dependía del estado interior del material. Y si tal
estado se había creado en el material desde el momento del rodaje, si no nos
equivocábamos sobre el hecho de que había surgido, si había aparecido de una
vez por todas, el film no podía no
montarse: eso habría sido anormal. Pero para que eso se produjese, era
necesario captar el sentido, el
principio de la vida interior de los trozos filmados. Y cuando, gracias a Dios,
eso se produjo, cuando al fin empezó a tenerse en pie, ¡qué alivio
experimentamos todos!
Son los fragmentos de tiempo que
transcurren en los planos los que se unen durante el montaje. Por ejemplo, en El espejo hay en total alrededor de
doscientos planos. Es muy poco, si se tiene en cuenta el hecho de que por lo
común un film del mismo metraje contiene alrededor de quinientos. Es la
longitud de los planos de El espejo
lo que determina su pequeña cantidad. En cuanto al montaje (pegado) de los
planos, organiza la estructura del film, pero no crea, como se acostumbra
pensarlo, el ritmo del film.
La presión del tiempo
El ritmo de film se crea en función del carácter del tiempo que
transcurre en el plano; no es la longitud de los trozos montados lo que lo
determina, sino el grado de tensión del tiempo que sigue su curso en esos
pedazos. El “pegado” no puede determinar el ritmo; aquí, el montaje, en el
mejor de los casos, no es más que un indicio de estilo. Más aún: el tiempo
transcurre en un film no gracias a los “pegados” sino a pesar de ellos. Con la
condición, desde luego, de que el realizador haya captado correctamente, en los
trozos separados, el carácter del transcurso del tiempo fijado en los planos no
reunidos que se encuentran ante él sobre la mesa de montaje.
Es el tiempo fijado en el plano
quien dicta al realizador un determinado principio de montaje. Por eso no se
montan juntos planos donde están fijados caracteres del transcurso del tiempo fundamentalmente distintos. Así, el
tiempo real no puede ser montado con el tiempo convencional, como no se pueden
unir tubos de plomería de distinto diámetro. Tal consistencia del tiempo que
transcurre en un plano, su tensión o, por el contrario, su “rarefacción” puede
ser llamada presión del tiempo en el
plano. En consecuencia, el montaje es un
medio de reunir los trozos teniendo en cuenta la presión del tiempo que es
presentado en cada uno de ellos.
La unidad de la percepción –en
relación a distintos planos– puede ser provocada por la unidad de la presión,
del grado de la tensión que determina el ritmo del film.
¿Cómo percibimos el tiempo en un
plano? Esa sensación particular se crea cuando a través de los acontecimientos
se siente una significación particular,
lo que equivale a la presencia de la verdad en el plano. Cuando se siente
con nitidez absoluta que lo que se ve en el plano no es sólo visual, sino que
deja comprender algo que se propaga fuera
de él, algo que permite abandonarlo para salir a la vida. De modo que también aquí se manifiesta la faz ilimitada de
la figura de la que ya hablamos. Un film es más rico que lo que nos entrega
directamente, empíricamente. (Si es un auténtico film, desde luego.) Se revela
más rico en pensamientos e ideas de lo que su autor había puesto a sabiendas. Com
la vida, siempre fluida y cambiante, que da a cada cual la posibilidad de
interpretar y de sentir todo instante a su modo, un auténtico film, con el
tiempo fijado correctamente sobre la película, sale de los límites del plano y
vive en el tiempo así como el tiempo vive en él. Creo que hay que buscar el
carácter específico del cine en las particularidades de tal proceso dual.
El film se convierte entonces en
algo más grande que la película cubierta de imágenes y montada, algo más grande
que el relato, que el tema de partida. Es como si el film se independizara de
la voluntad del autor, es decir, como si se asimilara a la vida misma. Se
desprende del autor y empieza a vivir su propia vida, cambiando de forma y
sentido al entrar en contacto con el espectador.
Rechazo la concepción que ve en
el cine el arte del montaje por una razón más: la misma no da al film la
posibilidad de durar más allá de la pantalla; dicho de otro modo, no toma en
cuenta el derecho que tiene el espectador a conectar su experiencia personal
con lo que ve ante él sobre la tela blanca. El cine de montaje deposita ante el
espectador retruécanos y adivinanzas, lo obliga a descifrar símbolos, a
deleitarse con alegorías que apelan a su experiencia intelectual. Pero, ay,
cada una de las adivinanzas tiene la
solución formulada con exactitud. Cuando Eisenstein compara en Octubre a Kerenski con un ganso, su
método se convierte en fin. El realizador priva a los espectadores de la
posibilidad de emplear en los sentimientos su propia actitud hacia lo que han
visto. Lo que significa que el medio de la construcción de la figura se
convierte aquí en un fin en sí; en cuanto al autor, lanza un ataque masivo
contra el espectador, imponiéndole su
propia actitud ante los acontecimientos.
Es sabido que la comparación del
cine con artes también temporales como, digamos, el ballet o la música,
demuestra que su particularidad distintiva consiste en el hecho de que el
tiempo fijado sobre la película adquiere la forma visible de lo real. Un fenómeno
fijado sobre la película será siempre infaliblemente percibido en su integridad
inmutable.
La misma obra musical puede ser
interpretada de modo distinto, puede tomar más o menos tiempo; dicho de otro
modo, en la música el tiempo ostenta un carácter filosófico abstracto. En cuanto
al cinematógrafo, llega a fijar el tiempo en sus indicios externos,
perceptibles por los sentidos. Por eso el tiempo en el cine se convierte en la
base de las bases, como el sonido en la música, el color en la pintura o el
personaje en el drama. Un film de Pascal Aubier, donde el movimiento del tiempo
en un espacio “cerrado” se revela como el típico elemento constitutivo del
film, confirma lo que digo, al revelar aquello que para mí es esencial en la
comprensión del carácter específico del arte cinematográfico.
El ritmo no es por lo tanto una sucesión métrica de trozos. El ritmo
está compuesto por la tensión temporal en el interior de los planos. Y en
mi opinión es precisamente el ritmo el
elemento constitutivo principal en el cine, y no el montaje como se cree
por lo común.
Lo repito, el montaje existe en
cada arte como prueba de la elección realizada por el artista, de la elección y
de la unión sin las cuales no existe ningún arte. En cuanto a la singularidad
del montaje en el cine, consiste en ensamblar
el tiempo fijado en los trozos filmados. El montaje es el “pegado” de los
trozos y de pequeños trozos portadores de un tiempo de la misma consistencia y
de consistencia distinta. La unión da una nueva sensación de su transcurso,
sensación que resulta del rechazo de los planos que se cortan, que se eliminan
durante el “pegado”. Pero las particularidades de los “pegados”
cinematográficos, del montaje, como ya lo dijimos antes, se encuentran ya en
los trozos por montar; el montaje está lejos de dar una nueva cualidad, sólo
hace evidente lo que existía ya en los planos que deben ensamblarse. Es como si
el montaje hubiese sido previsto en el rodaje, como si hubiese sido programado
en el carácter de lo que se rodaba. Por eso sólo las longitudes temporales
pueden ser sometidas al montaje, sólo la intensidad de su existencia fijada por
la cámara, y de ningún modo los símbolos especulativos, las realidades de la
pintura figurativa, las composiciones inorgánicas distribuidas con mayor o
menos sofisticación en una secuencia. Y tampoco dos nociones monosémicas que,
una vez reunidas, deben, según se pretende, dar luz a no sabemos qué famoso “tercer
sentido”. Lo que se somete al montaje es entonces toda la diversidad de la vida
percibida por el objetivo e incluida en un plano.
Es la experiencia de Eisenstein
en persona lo que mejor confirma la justeza de mi juicio. Al hacer depender el
ritmo directamente de la longitud del plano, es decir, de los “pegados”,
mostraba la inconsistencia de sus premisas teóricas en el caso donde su
intuición lo había llevado al error o en que no había llenado los trozos a
montar con la tensión temporal exigida por un “pegado” preciso. Tomemos, a
título de ejemplo, la batalla del lago Chuskoie en Alexander Nevski. Sin pensar en la necesidad de llenar planos
distintos con un tiempo de un grado de tensión correspondiente, buscaba
transmitir el dinamismo interior del combate gracias a la sucesión de planos
cortos, a veces demasiado cortos. Sin embargo, a pesar de la sucesión
fulgurante de los planos, una sensación de blandura y de falta de naturalidad
no abandona al espectador. Eso se produce porque ciertos planos están
desprovistos de autenticidad temporal. Son estáticos y anémicos. Aparece
entonces naturalmente una contradicción entre el contenido interior de los
planos, que no habían registrado ningún proceso temporal, y se habían vuelto
por ello totalmente artificiales, y los “pegados” puramente mecánicos,
indiferentes, a tales planos. De ello resulta que el espectador no recibe la
impresión con la que cuenta el artista, que no había vigilado hasta llenar sus
planos, en el episodio de la batalla legendaria que nos interesa, con la
sensación del transcurso del tiempo.
El ritmo en el cine es
transmitido por la vida, fijada en el plano, del objeto visible. Así, el
temblor de las cañas permite determinar el carácter de la corriente del río, su
fuerza. Del mismo modo exactamente, somos informados sobre el transcurso del
tiempo por el proceso de la vida misma, por el carácter de su transcurso fijado
en el plano.
En el cine el realizador hace
descubrir su personalidad ante todo por la sensación del tiempo, por el ritmo. El ritmo colorea una obra de
indicios estilísticos determinados. No se inventa, no se construye mediante
medios especulativos. El ritmo en un film debe crearse de un modo orgánico,
conforme a la sensación de la vida que es propia del realizador de modo
inmanente, de acuerdo a su búsqueda del tiempo. Creo que el tiempo en un plano
debe transcurrir independientemente y, si podemos decirlo, a su gusto; las
ideas se ubican entonces sin agitación, sin parloteo ni apoyo retórico. Para,
mí, la sensación del ritmo en un plano se asemeja a la sensación de la palabra
justa en literatura. Una palabra imprecisa en literatura y un ritmo impreciso
en cine destruyen del mismo modo la autenticidad de la obra.
Un público propio
Aquí surge una dificultad
natural. Supongamos que deseo que el tiempo transcurra en el plano con dignidad
e independencia, para que el espectador no experimente ninguna violencia sobre
su percepción, para que “se rinda” de buen grado al realizador, para que
empiece a sentir el material del film como su propia experiencia, para que lo
asimile y se adueñe de él como lo haría con una nueva experiencia personal.
¡Pero allí reside la paradoja! A
pesar de todo, la percepción del tiempo del realizador se manifiesta siempre
como una forma de violencia en relación al espectador. O bien el espectador “cae”
en el ritmo del realizador, y entonces se transforma en su partidario, o bien
no “cae” en él, y entonces el contacto no tiene lugar. De aquí proviene el
término “mi público” en un realizador, lo que me parece del todo natural e
inevitable.
Veo entonces mi fin en la creación de una corriente de tiempo mía,
individual, en la transmisión en el interior de un plano de mi sensación de su
movimiento, de su curso.
El medio de unión, el montaje,
quiebra el movimiento del tiempo, lo interrumpe y, simultáneamente, le da una
nueva cualidad. La alteración del tiempo es el medio de su experiencia rítmica.
Escultura, con el tiempo como material:
eso es el montaje, eso es la figura cinematográfica.
Por el mismo motivo, la unión de planos
de tensión temporal distinta debe ser provocada, no por la arbitrariedad del
artista, sino por la necesidad interior, debe ser orgánica para la totalidad
del material. Si el carácter orgánico de estos encadenamientos es, por uno u
otro motivo, voluntaria o involuntariamente quebrado, mostrarán la nariz,
saldrán a la superficie, se volverán visibles sin tardanza los acentos del
montaje imputables al azar, y que el realizador no debiera haber permitido
pasar. Todo freno –o toda aceleración– artificial del tiempo que no ha madurado
en el interior del plano, toda imprecisión en el cambio del ritmo interior
desembocan en un “pegado” falso, declarativo.
La unión de trozos desiguales
desde el punto de vista temporal conduce inevitablemente a la pérdida del
ritmo. Pero esta pérdida, si es preparada por la vida interior de los planos
reunidos, puede volverse indispensable para trazar un dibujo rítmico necesario.
Comparemos las distintas tensiones temporales en planos con un arroyo, un río,
una caída de agua. Su unión puede crear un dibujo rítmico único que, como nueva
formación orgánica, se convertirá en una forma de manifestación de la
percepción por parte del autor.
Y dado que la percepción del
tiempo es la percepción de la vida orgánicamente propia del realizador, y dado
que la tensión temporal en los trozos a montar, como ya lo subrayé, no hace más
que dictar un “pegado” determinado, es el montaje el que revela, más que
cualquier otra cosa, la escritura del realizador. A través del montaje se
expresa la actitud del realizador hacia su idea, en el montaje se encarna
definitivamente la concepción del mundo del artista. Pienso que un realizador
que sabe montar sus films con facilidad y de modos distintos es un realizador
superficial, poco profundo. Uno siempre reconocerá el montaje de Bergman, de Bresson,
de Fellini. Nunca se los confundirá con nadie. Porque el principio del montaje
que realizan es inmutable.
Desde luego, hay que conocer las
leyes de la profesión, así como hay que conocer las leyes del montaje, pero la
creación comienza a partir del momento en que se violan, en que se alteran
tales leyes. El hecho de que León Tolstoi no haya sido un estilista tan
irreprochable como Bunín, de que sus novelas disten de estar bien construidas y
acabadas –lo que impresiona en cualquier relato de Bunín– no nos permite
afirmar que Bunín es mejor de Tolstoi. No sólo perdonamos a Tolstoi frases
pesadas cuya longitud no siempre se justifica, frases torpes, tan abundantes en
su prosa, sino que, por el contrario, llegamos a amarlas como particularidades,
componentes de la personalidad de Tolstoi. Cuando uno se encuentra ante una
personalidad de real valor, se la acepta con todas sus “debilidades” que, por
lo demás, se transforman en seguida en singularidades
de su estética. Si se sacan del contexto de las obras de Dostoievski las
descripciones de sus héroes, uno se siente involuntariamente incómodo: siempre
son bellos, siempre tienen los labios rojos, el rostro pálido, etc., etc. Pero
todo eso no tiene ninguna importancia, porque en este caso no se trata del
profesional o del virtuoso, sino del artista y del filósofo. Aunque estimaba
infinitamente a Tolstoi, Bunín consideraba que Ana Karenina estaba execrablemente escrita y, como se sabe, había
intentado reescribirla; pero en vano. Las obras de ese tipo son como organismos
vivientes, dotados de su propio sistema sanguíneo, que no puede violarse sin
arriesgar quitarles la vida.
Lo mismo ocurre con el montaje.
No se trata de dominarlo con virtuosismo,
sino de sentir una necesidad orgánica de expresar la vida a través de él
de un modo aparte, muy personal. Y evidentemente para eso hay que saber lo que
se quiere decir utilizando la poética particular del cine. Todo lo demás no es
nada: se puede aprender todo, salvo a reflexionar. Es imposible obligarse a
cargar sobre los hombros un peso que no se puede levantar. Y sin embargo es el
único camino. Sean cuales fueren las dificultades, no hay que contar con el
oficio. Es imposible aprender a ser artista, así como es absurdo asimilar
simplemente las leyes del montaje: cada cineasta creador las descubre por su
parte otra vez.
Por eso toda escritura cinematográfica
lleva obligatoriamente en sí cierto sentido espiritual. El hombre que ha robado
la escritura de otro para no robar nunca más sigue siendo un criminal. Así como
el hombre que ya ha traicionado sus principios no podrá conservar más una
actitud pura hacia la vida.
Cuando un realizador dice que
rueda un film “pasable” para rodar en seguida aquel con el que sueña, nos
engaña. Y, lo que es peor, se engaña a sí mismo.
No rodará nunca su film.
¡No existen milagros! O, más
bien, el tiempo de los milagros ya ha pasado para él.
Título del original ruso: O Kinoobraze.
© Andrei Tarkovski, 1979.
Traducción del francés:
Elvio E. Gandolfo
[1] En realidad, se trata del
hijo y no de la hija de Iván Ilitch, y por otra parte sólo se dirige a la madre
al decir: perdona (prosti); permite (propousti). (N. del Traductor francés.)
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