lunes, 3 de agosto de 2015

El cuerpo de los actores

por Ricardo Bartís

Mi relación con el teatro tiene que ver básicamente con la actuación, y es una relación un tanto azarosa. Nunca me consideré un profesional ni aspiro a tener una relación profesional con el teatro, que, para mí, es un espacio de expresión y de juego. Comencé a estudiar actuación y me relacioné con ese raro fenómeno que son las escuelas privadas de teatro ya grande. No tenía ningún vínculo con ninguna expresión artística: pero tenía una mirada prejuiciosa sobre el teatro en particular. Para mí el fútbol era importante y me daba mucho placer jugarlo.

Comencé mi formación en teatro a través de técnicas que son perversas, siniestras, reaccionarias... Básicamente reaccionarias, porque ponen de manifiesto una mirada sobre el hombre y una hipótesis sobre el arte retrógradas, que nos informan sobre el infantilismo del teatro si se lo compara con otras disciplinas. El teatro no tiene memoria conceptual de lo que sucedió en este siglo. Stanislavsky, y no Meyerhold, es conocido aquí porque, en primer lugar, los textos de Meyerhold no pudieron salir de la Unión Soviética en la época de Stalin, pero también por el pragmatismo y la preocupación por el “ser” de la formulación stanislavskiana, que se diferencia de la idea del “estar” en el espacio, que plantea un director como Meyerhold.

Mi relación, entonces, era con un juego donde el valor del juego aparecía cuando se afirmaba el carácter del jugador. El fútbol deja de ser una ingenuidad cuando es jugado de manera pasional, vibrante y profunda. Se activan fuerzas que elevan el juego a través de la afirmación del jugador. Cualquiera que juega o que le gusta mirar un deporte entiende esto: la importancia de la afirmación del jugador por encima del juego.

Me resultaba extraño que en el juego del teatro, un juego profundo y complejo, más viejo que el catolicismo o que el judaísmo, más viejo que ninguna filosofía, todo estuviera regido por la idea de afirmar el juego. Durante mi período de formación en teatro, en vez de afirmamos los actores como jugadores, tratábamos todo el tiempo de afirmar el juego: hacer la obra, hacer personajes.

Cualquier persona sensible y medianamente inteligente acepta desde hace años que la noción misma de personaje implica la idea de que alguien es siempre igual a sí mismo, y que el teatro debe, en ese intento banal de reproducción naturalista, tratar de crear ese tipo de personajes tal como se cree que existen en la vida. Eso nos obliga a los actores a ser meros instrumentos del texto. En consecuencia la formación de ese tipo de actor es por imitación y reproducción. Pero quien es portavoz de un mandato que no es propio, lo cumple a medias. Por eso todo lo que se conoce como teatro profesional en relación a la actuación, es un trabajo a medias. No se investiga el elemento más importante, desde el punto de vista artístico y existencial, que es el actor.

El actor produce el acontecimiento único. El actor tiene que afirmar su discurso de actuación y adueñarse de la idea de que él es la materia teatral, y que lo literario, las artes visuales, la arquitectura, la música, la danza son sólo elementos. La materia absolutamente primitiva es el cuerpo del actor.

El debate en los años ochenta giró sobre el eje teatro de texto o teatro de imagen. Creo que ese eje ocultaba la discusión principal. Habíamos pasado por una dictadura que estigmatizó y obligó al repliegue absoluto de todo pensamiento que cuestionara el orden político y el orden moral. A mi entender la actuación cuestiona todo orden moral, todo orden establecido, y produce una fractura. Actuar significa tener una voluntad de forma, una voluntad existencial de cuestionar el orden de la realidad.

Actuar introduce de manera activa el tema de la muerte. El que actúa sabe que se muere cuando termina de actuar. Y esto no es una situación metafórica, es algo concreto: los actores intentan dilatar el momento final de la función, meten morcillas y cosas por el estilo. Esto no sucede por puro narcisismo. Los actores están movidos por la idea de anularse o de tensar la personalidad hasta un extremo donde se afirma la voluntad de ser otra cosa. Es una actividad extraña que produce fascinación, porque alguien tan parecido a todos puede llegar a ser tan ajeno, como si viniera de otro mundo.

Cuando vamos al teatro, la identificación no es con los personajes sino con los actores Nadie dice “qué lindo era Ricardo III” o “qué mala era Lady Macbeth”. Hablan del actor, de la actriz. Es sobre el cuerpo del actor que hay fantasías. Es sobre el cuerpo del actor que hay proyecciones imaginarias. Y por eso, quizás, tantos actores se suicidan. Son cuerpos atravesados por una fantasía permanente.

Los actores son cuando actúan, cuando no actúan no son. Es una actividad rara. Tiene algo de ilegal, de sacrílega. Son en la medida en que mienten y en el momento en que mienten, son. Esta situación siempre ha sido para mí sorprendente.

En la puesta en escena, un director corre siempre el peligro de hacer algo ilustrativo que mantenga una relación decorativa con la obra. Pero también puede luchar y avanzar sobre un territorio de creación, neto y nítido, dejar allí su marca y estar autorizado a decir: yo tengo esta mirada sobre este texto, yo opino así sobre este texto. En general, la dirección ha aprendido esto de la actuación. Stanislavsky, Meyerhold, Chejov, Shakespeare, Molière, eran actores. No digo que sea privativo de los actores, pero sí que sucede en la actuación. Lo teatral se produce cuando se produce acontecimiento. Uno no sabe exactamente qué es el acontecimiento, pero sí sabe que algunas veces en la vida, dicho de manera ingenua, “entra la chica de mis sueños” y, entonces, el tiempo se dilata. Situaciones en el fútbol hay muchas, pero sólo en el gol el tiempo se extiende, se vuelve puro acontecimiento: sólo en el gol se sale de lo individual y el cuerpo queda expandido y afectado por otros cuerpos.

La afectación: ¿quién narra la afectación en el teatro? El actor. Y es la calidad de la afectación la que indica la intensidad de la existencia. Aun en la realidad, se podría decir que cuanta mayor capacidad de afectación uno tenga, más vivo está.

La discusión sobre texto, imagen, autor, puesta en escena, inhibe pensar profundamente que el teatro no debe tener ninguna relación con las estructuras profesionales, porque las estructuras profesionales anulan sus posibilidades de reflexión.

El teatro debe horizontalizar los vínculos: el texto no puede funcionar como una especie de padre a quien todos debemos seguir, sino que tiene que ser acribillado por las opiniones, opiniones de sentido y, en la actuación, opiniones de textura. Velocidad, tensión, energía, ideas moleculares vinculadas al espacio como experiencia única en el trabajo del actor.

También hay que horizontalizar los vínculos en la puesta en escena. Liberados de la égida del texto, los actores tampoco deben ser sometidos a la égida de la puesta en escena. Los procedimientos no deben imponerse sobre los elementos. Hay un teatro donde lo que se piensa es: veamos si podemos cambiar las secuencias narrativas, veamos si metemos mucho o poco texto, veamos si en vez de trabajar de manera circular trabajamos por el aire, colgados de arneses, todo muy chiche, todo muy grande, con hielo, sin hielo... Siempre van a ser modas.

Y como este es un país (sobre todo la ciudad en la que vivo, Buenos Aires) contento de su cholulaje, de su estupidez y de su sometimiento en relación a los centros de poder y de producción estética, un director de teatro, que dirigió hace poco el Festival de Teatro de Buenos Aires, Alberto Félix Alberto, pudo declarar que los directores europeos que nos visitaban se iban a escandalizar al ver nuestras puestas tan antiguas y tan aburridas. Esa declaración es desgraciada e injusta para con nosotros y complaciente con los directores extranjeros.

No voy a plantear una competencia veleidosa, pero es por lo menos discutible que los europeos y los americanos tengan un buen teatro. Hay pocas líneas teatrales en el mundo que rescaten un teatro del actor. Esta preocupación existe en grupos pero no es la línea principal más visible. Prevalecen ideas monumentalistas como la que acabamos de ver, por ejemplo, en la puesta de Lavelli[i], que a mí personalmente no me interesa desde el punto de vista teatral. Es una cuestión de gusto, de sensación, de contacto: yo quiero ver el cuerpo del actor.

En el teatro que estoy tratando de definir, el cuerpo del actor va a apoyarse en el texto, para desplegar, para combinar. No va a decir otro texto, va a producir otros relatos. El relato principal y extraordinario es que el actor está en movimiento todo el tiempo. Y no me refiero a un movimiento de orden físico, sino existencial. Todo el tiempo se está quemando.

La realidad social anula este concepto y el actor se convierte en un digno profesional que muestra su calidad de intérprete y se somete a ese encuadre, o hace el ridículo... Hay mucho para pensar en las malas actuaciones. En ellas se ve cómo el teatro destroza un cuerpo. La persona es idiota, no hay la menor duda, hay algo revelado de lo personal, no de lo biográfico, sino de la capacidad de imaginar.

El otro tema es la técnica. Debemos depurar nuestra técnica, debemos tener una técnica propia, de los actores. Porque es la imaginación técnica, no la imaginación imaginaria, la que produce alternativas de lenguajes. No es la imaginación de grandes escenas lo que produce una escena interesante. Es la técnica asociada al sistema nervioso de un actor, que tiene que mostrar todo en un instante, tener conciencia de lo que está en juego cuando se actúa, aceptar que hay un pasado de la actuación. La técnica debe permitir pensar que la actuación es una forma de colocarse ante la realidad, y un cuestionamiento de los poderes, de los profesores, de las instituciones.

Que la técnica traduzca ese momento en acontecimiento. Quizás por eso, en la actualidad, en Buenos Aires, los espectáculos más interesantes y más renovadores están empezando a venir de actores formados en una producción global de los espectáculos. Es decir actores que son dramaturgos y, a su vez, directores.

 [Charla brindada en octubre de 1997 
y publicada en la revista Punto de Vista nº 60,
Abril 1998] 


[i] Se refiere a la puesta de Macbeth hecha por Jorge Lavelli en el Teatro San Martín, registrada en el film Retrato de Jorge Lavelli, dirigido por Rafael Filippelli y proyectado antes de la ponencia de Bartís.

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