por Ricardo Bartís
Mi relación con el
teatro tiene que ver básicamente con la actuación, y es una relación un tanto
azarosa. Nunca me consideré un profesional ni aspiro a tener una relación
profesional con el teatro, que, para mí, es un espacio de expresión y de juego.
Comencé a estudiar actuación y me relacioné con ese raro fenómeno que son las
escuelas privadas de teatro ya grande. No tenía ningún vínculo con ninguna
expresión artística: pero tenía una mirada prejuiciosa sobre el teatro en
particular. Para mí el fútbol era importante y me daba mucho placer jugarlo.
Comencé mi formación
en teatro a través de técnicas que son perversas, siniestras, reaccionarias...
Básicamente reaccionarias, porque ponen de manifiesto una mirada sobre el
hombre y una hipótesis sobre el arte retrógradas, que nos informan sobre el
infantilismo del teatro si se lo compara con otras disciplinas. El teatro no
tiene memoria conceptual de lo que sucedió en este siglo. Stanislavsky, y no
Meyerhold, es conocido aquí porque, en primer lugar, los textos de Meyerhold no
pudieron salir de la Unión Soviética en la época de Stalin, pero también por el
pragmatismo y la preocupación por el “ser” de la formulación stanislavskiana,
que se diferencia de la idea del “estar” en el espacio, que plantea un director
como Meyerhold.
Mi relación, entonces,
era con un juego donde el valor del juego aparecía cuando se afirmaba el
carácter del jugador. El fútbol deja de ser una ingenuidad cuando es jugado de
manera pasional, vibrante y profunda. Se activan fuerzas que elevan el juego a
través de la afirmación del jugador. Cualquiera que juega o que le gusta mirar
un deporte entiende esto: la importancia de la afirmación del jugador por
encima del juego.
Me resultaba extraño
que en el juego del teatro, un juego profundo y complejo, más viejo que el
catolicismo o que el judaísmo, más viejo que ninguna filosofía, todo estuviera
regido por la idea de afirmar el juego. Durante mi período de formación en
teatro, en vez de afirmamos los actores como jugadores, tratábamos todo el
tiempo de afirmar el juego: hacer la obra, hacer personajes.
Cualquier persona
sensible y medianamente inteligente acepta desde hace años que la noción misma
de personaje implica la idea de que alguien es siempre igual a sí mismo, y que
el teatro debe, en ese intento banal de reproducción naturalista, tratar de
crear ese tipo de personajes tal como se cree que existen en la vida. Eso nos
obliga a los actores a ser meros instrumentos del texto. En consecuencia la
formación de ese tipo de actor es por imitación y reproducción. Pero quien es
portavoz de un mandato que no es propio, lo cumple a medias. Por eso todo lo
que se conoce como teatro profesional en relación a la actuación, es un trabajo
a medias. No se investiga el elemento más importante, desde el punto de vista
artístico y existencial, que es el actor.
El actor produce el
acontecimiento único. El actor tiene que afirmar su discurso de actuación y
adueñarse de la idea de que él es la materia teatral, y que lo literario, las
artes visuales, la arquitectura, la música, la danza son sólo elementos. La
materia absolutamente primitiva es el cuerpo del actor.
El debate en los años
ochenta giró sobre el eje teatro de texto o teatro de imagen. Creo que ese eje
ocultaba la discusión principal. Habíamos pasado por una dictadura que
estigmatizó y obligó al repliegue absoluto de todo pensamiento que cuestionara
el orden político y el orden moral. A mi entender la actuación cuestiona todo
orden moral, todo orden establecido, y produce una fractura. Actuar significa
tener una voluntad de forma, una voluntad existencial de cuestionar el orden de
la realidad.
Actuar introduce de manera
activa el tema de la muerte. El que actúa sabe que se muere cuando termina de
actuar. Y esto no es una situación metafórica, es algo concreto: los actores
intentan dilatar el momento final de la función, meten morcillas y cosas por el
estilo. Esto no sucede por puro narcisismo. Los actores están movidos por la
idea de anularse o de tensar la personalidad hasta un extremo donde se afirma
la voluntad de ser otra cosa. Es una actividad extraña que produce fascinación,
porque alguien tan parecido a todos puede llegar a ser tan ajeno, como si
viniera de otro mundo.
Cuando vamos al
teatro, la identificación no es con los personajes sino con los actores Nadie
dice “qué lindo era Ricardo III” o “qué mala era Lady Macbeth”. Hablan del
actor, de la actriz. Es sobre el cuerpo del actor que hay fantasías. Es sobre
el cuerpo del actor que hay proyecciones imaginarias. Y por eso, quizás, tantos
actores se suicidan. Son cuerpos atravesados por una fantasía permanente.
Los actores son cuando
actúan, cuando no actúan no son. Es una actividad rara. Tiene algo de ilegal,
de sacrílega. Son en la medida en que mienten y en el momento en que mienten,
son. Esta situación siempre ha sido para mí sorprendente.
En la puesta en
escena, un director corre siempre el peligro de hacer algo ilustrativo que
mantenga una relación decorativa con la obra. Pero también puede luchar y
avanzar sobre un territorio de creación, neto y nítido, dejar allí su marca y
estar autorizado a decir: yo tengo esta mirada sobre este texto, yo opino así sobre
este texto. En general, la dirección ha aprendido esto de la actuación. Stanislavsky,
Meyerhold, Chejov, Shakespeare, Molière, eran actores. No digo que sea privativo de los actores, pero
sí que sucede en la actuación. Lo teatral se produce cuando se produce acontecimiento. Uno no sabe exactamente
qué es el acontecimiento, pero sí sabe que algunas veces en la vida, dicho de
manera ingenua, “entra la chica de mis sueños” y, entonces, el tiempo se
dilata. Situaciones en el fútbol hay muchas, pero sólo en el gol el tiempo se
extiende, se vuelve puro acontecimiento: sólo en el gol se sale de lo
individual y el cuerpo queda expandido y afectado por otros cuerpos.
La afectación: ¿quién
narra la afectación en el teatro? El actor. Y es la calidad de la afectación la
que indica la intensidad de la existencia. Aun en la realidad, se podría decir
que cuanta mayor capacidad de afectación uno tenga, más vivo está.
La discusión sobre texto,
imagen, autor, puesta en escena, inhibe pensar profundamente que el teatro no
debe tener ninguna relación con las estructuras profesionales, porque las
estructuras profesionales anulan sus posibilidades de reflexión.
El teatro debe
horizontalizar los vínculos: el texto no puede funcionar como una especie de
padre a quien todos debemos seguir, sino que tiene que ser acribillado por las
opiniones, opiniones de sentido y, en la actuación, opiniones de textura.
Velocidad, tensión, energía, ideas moleculares vinculadas al espacio como
experiencia única en el trabajo del actor.
También hay que
horizontalizar los vínculos en la puesta en escena. Liberados de la égida del
texto, los actores tampoco deben ser sometidos a la égida de la puesta en
escena. Los procedimientos no deben imponerse sobre los elementos. Hay un
teatro donde lo que se piensa es: veamos si podemos cambiar las secuencias
narrativas, veamos si metemos mucho o poco texto, veamos si en vez de trabajar
de manera circular trabajamos por el aire, colgados de arneses, todo muy
chiche, todo muy grande, con hielo, sin hielo... Siempre van a ser modas.
Y como este es un país
(sobre todo la ciudad en la que vivo, Buenos Aires) contento de su cholulaje,
de su estupidez y de su sometimiento en relación a los centros de poder y de
producción estética, un director de teatro, que dirigió hace poco el Festival
de Teatro de Buenos Aires, Alberto Félix Alberto, pudo declarar que los
directores europeos que nos visitaban se iban a escandalizar al ver nuestras
puestas tan antiguas y tan aburridas. Esa declaración es desgraciada e injusta
para con nosotros y complaciente con los directores extranjeros.
No voy a plantear una
competencia veleidosa, pero es por lo menos discutible que los europeos y los
americanos tengan un buen teatro. Hay pocas líneas teatrales en el mundo que
rescaten un teatro del actor. Esta preocupación existe en grupos pero no es la
línea principal más visible. Prevalecen ideas monumentalistas como la que
acabamos de ver, por ejemplo, en la puesta de Lavelli[i],
que a mí personalmente no me interesa desde el punto de vista teatral. Es una
cuestión de gusto, de sensación, de contacto: yo quiero ver el cuerpo del
actor.
En el teatro que estoy
tratando de definir, el cuerpo del actor va a apoyarse en el texto, para
desplegar, para combinar. No va a decir otro texto, va a producir otros
relatos. El relato principal y extraordinario es que el actor está en
movimiento todo el tiempo. Y no me refiero a un movimiento de orden físico,
sino existencial. Todo el tiempo se está quemando.
La realidad social
anula este concepto y el actor se convierte en un digno profesional que muestra
su calidad de intérprete y se somete a ese encuadre, o hace el ridículo... Hay
mucho para pensar en las malas actuaciones. En ellas se ve cómo el teatro destroza
un cuerpo. La persona es idiota, no hay la menor duda, hay algo revelado de lo
personal, no de lo biográfico, sino de la capacidad de imaginar.
El otro tema es la
técnica. Debemos depurar nuestra técnica, debemos tener una técnica propia, de
los actores. Porque es la imaginación técnica, no la imaginación imaginaria, la
que produce alternativas de lenguajes. No es la imaginación de grandes escenas
lo que produce una escena interesante. Es la técnica asociada al sistema
nervioso de un actor, que tiene que mostrar todo en un instante, tener conciencia
de lo que está en juego cuando se actúa, aceptar que hay un pasado de la
actuación. La técnica debe permitir pensar que la actuación es una forma de
colocarse ante la realidad, y un cuestionamiento de los poderes, de los
profesores, de las instituciones.
Que la técnica
traduzca ese momento en acontecimiento. Quizás por eso, en la actualidad, en
Buenos Aires, los espectáculos más interesantes y más renovadores están
empezando a venir de actores formados en una producción global de los
espectáculos. Es decir actores que son dramaturgos y, a su vez, directores.
y publicada
en la revista Punto de Vista nº 60,
Abril 1998]
[i] Se refiere a la puesta de Macbeth hecha por Jorge Lavelli en el Teatro San Martín, registrada
en el film Retrato de Jorge Lavelli,
dirigido por Rafael Filippelli y proyectado antes de la ponencia de Bartís.
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