"Si buscas la verdad,
prepárate para lo inesperado,
pues es difícil de encontrar y sorprendente
cuando la encuentras."
Heráclito
Un día hay vida. Por
ejemplo, un hombre de excelente salud, ni siquiera viejo, sin ninguna
enfermedad previa. Todo es como era, como será siempre. Pasa un día y otro,
ocupándose sólo de sus asuntos y soñando con la vida que le queda por delante.
Y entonces, de repente, aparece la muerte. El hombre deja escapar un pequeño
suspiro, se desploma en un sillón y muere. Sucede de una forma tan repentina
que no hay lugar para la reflexión; la mente no tiene tiempo de encontrar una
palabra de consuelo. No nos queda otra cosa, la irreductible certeza de nuestra
mortalidad. Podemos aceptar con resignación la muerte que sobreviene después de
una larga enfermedad, e incluso la accidental podemos achacarla al destino;
pero cuando un hombre muere sin causa aparente, cuando un hombre muere
simplemente porque es un hombre, nos acerca tanto a la frontera invisible entre
la vida y la muerte que no sabemos de qué lado nos encontramos. La vida se
convierte en muerte, y es como si la muerte hubiese sido dueña de la vida
durante toda su existencia.
Muerte sin previo aviso, o sea, la vida que se detiene. Y puede detenerse
en cualquier momento.
Recibí la noticia de la muerte de mi padre hace tres semanas. Fue un
domingo por la mañana mientras yo le preparaba el desayuno a Daniel, mi hijito.
Arriba, mi mujer todavía estaba en la cama, arropada entre las mantas,
disfrutando de unas horas más de sueño. Invierno en el campo: un mundo de
silencio, leños humeantes, nieve. No podía dejar de pensar en las líneas que
había escrito la noche anterior y esperaba con impaciencia la tarde para volver
al trabajo. Entonces sonó el teléfono y supe en el acto que habría problemas.
Nadie llama un domingo a las ocho de la mañana si no es para dar una noticia
que no puede esperar, y una noticia que no puede esperar es siempre una mala
noticia.
No se me ocurrió un solo pensamiento noble.
Incluso antes de hacer las maletas para emprender las tres horas de
viaje hacia Nueva Jersey, supe que tendría que escribir sobre mi padre. No
tenía un plan ni una idea precisa de lo que eso significaba; ni siquiera
recuerdo haber tomado una decisión consciente al respecto. Pero la idea estaba
allí, como una certeza, una obligación que comenzó a imponerse a sí misma en el
preciso instante en que recibí la noticia de su muerte. Pensé: mi padre ya no
está, y si no hago algo de prisa, su vida entera se desvanecerá con él.
Al mirar hacia atrás, incluso ahora que sólo han pasado tres semanas, me
parece una reacción muy extraña.
Siempre había imaginado que la muerte me atontaría, que el dolor me
inmovilizaría por completo. Pero cuando por fin ocurrió, no derramé ni una
lágrima ni sentí como si el mundo se desmoronara a mi alrededor. En cierto
modo, y a pesar de su carácter repentino, parecía asombrosamente preparado para
aceptar esta muerte. Lo que me preocupaba era otra cosa, algo que no tenía que
ver con la muerte ni con mi reacción ante ella: la certeza de que mi padre se
había marchado sin dejar ningún rastro.
No tenía esposa ni familia que dependiera de él, nadie cuya vida fuera a
verse alterada por su ausencia. Tal vez provocara un breve instante de sorpresa
en alguno de sus escasos amigos, tan impresionados por la idea de los caprichos
de la muerte como por la pérdida de un camarada, después de corto período de
duelo, y luego nada. Con el tiempo sería como si nunca hubiera existido.
Había estado ausente incluso antes de su muerte y hacía tiempo que la
gente que lo rodeaba había aprendido a aceptar su ausencia, a tomarla como una
cualidad inherente a su personalidad. Ahora que se había ido, no sería difícil
hacerse a la idea de que su ausencia sería definitiva. La naturaleza de su vida
había preparado al mundo para su muerte –una especie de muerte prevista–, y
cuando lo recordaran, si es que alguien lo hacía, sería de una forma imprecisa,
sólo imprecisa.
Incapaz de cualquier sentimiento de pasión, ya fuera por una cosa, una
idea o una persona, no había podido o no había querido mostrarse a sí mismo
bajo ninguna circunstancia y se las había ingeniado para mantenerse a cierta
distancia de la vida, para evitar sumergirse en el torbellino de las cosas.
Comía, iba a trabajar, tenía amigos, jugaba al tenis; pero a pesar de todo no
estaba allí.
Era un hombre invisible, en el sentido más profundo e inexorable de la
palabra. Invisible para los demás, y muy probablemente para sí mismo. Si cuando
estaba vivo no hice otra cosa que buscarlo, intentar encontrar al padre que no
estaba, ahora que está muerto siento que debo seguir con esa búsqueda. Su
muerte no ha cambiado nada; la única diferencia es que me he quedado sin
tiempo.
Había vivido solo durante quince años, una vida tenaz y opaca, como si
fuera inmune al mundo. No parecía un hombre que ocupaba un espacio, sino más
bien un bloque impenetrable de espacio en forma de hombre. El mundo rebotaba
contra él, se estrellaba en él y a veces se adhería a él; pero nunca logró atravesarlo.
Durante quince años vivió como un fantasma, absolutamente solo, en una casa
enorme, la misma casa donde murió.
Allí habíamos vivido una breve temporada como una familia, mi padre, mi
madre, mi hermana y yo; pero después del divorcio de mis padres, todos nos
dispersamos: mi madre comenzó una nueva vida, yo me fui a la universidad, y mi
hermana se quedó con mi madre hasta que también a ella le llegó la hora de
marcharse a estudiar. Sólo mi padre permaneció allí, tal vez porque una
cláusula de la sentencia de divorcio estipulaba que a mi madre le correspondía
una parte de la casa y que recibiría la mitad de las ganancias cuando ésta se
vendiera (lo que hacía que él se resistiera a vender), o bien por una secreta
repulsa a cambiar de vida (para demostrar al mundo que el divorcio no había
alterado su vida hasta el grado de hacerle perder su control sobre ella) o
simplemente por inercia, un letargo emocional que lo incapacitaba para
cualquier forma de acción. Lo cierto es que siguió allí, solo en una casa en la
que podrían haber vivido siete u ocho personas.
Era un lugar impresionante: viejo, de una arquitectura maciza de estilo
Tudor, con vidrieras emplomadas, techo de pizarra y habitaciones de magníficas
proporciones. Su compra había significado un gran paso para mis padres, un
signo de prosperidad. Era el mejor barrio de la ciudad, y a pesar de que no era
muy divertido vivir allí (en especial para los niños), el prestigio de la zona
superaba su mortífero aburrimiento. Resulta extraño pensar que al principio mi
padre se resistía a mudarse, teniendo en cuenta que acabaría pasando el resto
de su vida allí. Se quejaba de su precio (un tema constante), y cuando por fin
cedió, lo hizo con evidente malhumor. Sin embargo pagó al contado, todo de una
vez; nada de hipoteca ni de plazos mensuales. Corría el año 1959 y los negocios
le iban bien.
Siempre fue un hombre de rutina. Se iba a la mañana temprano, trabajaba
duro todo el día y luego, cuando volvía a casa (los días que no trabajaba hasta
tarde) hacía una breve siesta antes de la cena. Una vez, durante nuestra
primera semana en la casa nueva, antes de que nos estableciéramos del todo,
cometió un curioso error. En lugar de conducir hacia la casa nueva a la salida
del trabajo, se dirigió a la vieja tal como había hecho durante años; aparcó su
coche en el camino, entró en la casa por la puerta trasera, subió las
escaleras, se metió en el dormitorio y se acostó a dormir. Durmió durante una
hora, y como es obvio, cuando la nueva dueña de la casa volvió y se encontró a
un extraño durmiendo en su cama, se sorprendió mucho. Pero a diferencia de
Rizos de Oro, mi padre no dio un salto y salió corriendo. Al final la confusión
se aclaró y todo el mundo rió de buena gana. El recuerdo de aquel incidente
todavía me hace gracia, y sin embargo, no puedo dejar de considerar esta
historia como un hecho patético. Una cosa es que un hombre vuelva por error a
su antigua casa, pero otra muy distinta es que no note que todo ha cambiado en
su interior. Hasta a la mente más cansada o distraída le queda un resabio de
instinto animal que confiere al cuerpo una ligera idea de su situación. Era
necesario estar casi inconsciente para no ver, ni siquiera intuir, que la casa
ya no era la misma. Como dice uno de los personajes de Becket, “el hábito es el
mayor insensibilizador”. Y si la mente no es capaz de responder a la evidencia
material, ¿cómo reaccionará ante la evidencia emocional?
En los últimos quince años no hizo prácticamente ninguna reforma en la
casa. No agregó ni quitó muebles, no cambió el color de las paredes, no renovó
la vajilla; ni siquiera se deshizo de los vestidos de mi madre, sólo se limitó
a guardarlos en un armario del desván. La magnitud de la casa lo absolvía de
tomar decisiones sobre su contenido. No era que se aferrara al pasado e
intentara conservar la casa como un museo; por el contrario, parecía
inconsciente de lo que hacía. Era la negligencia lo que lo movía, no el
recuerdo, y a pesar de que siguió viviendo en la casa durante mucho tiempo, lo
hizo como si fuera un extraño. A medida que pasaban los años, pasaba menos y
menos tiempo allí. Casi siempre comía en restaurantes, arreglaba sus encuentros
sociales como para tener todas las noches ocupadas y usaba la casa sólo como un
sitio adonde ir a dormir. Una vez, hace varios años, le comenté cuánto había
ganado por mis traducciones y mis publicaciones el año anterior (en realidad no
era mucho, pero sí más de lo que había ganado los años anteriores) y me
respondió divertido que él gastaba una suma mayor sólo en comer afuera. Lo
cierto es que su vida no se centraba en el lugar donde vivía; su casa era sólo
uno de los tantos lugares de parada en su inquieta y desarraigada existencia y
esta falta de raíces lo convertía en un perpetuo forastero, un turista en su
propia vida. Daba la impresión de que siempre estaba ilocalizable. Sin embargo,
creo que la casa es importante, quizás porque su estado de desidia resulta un
reflejo sintomático de una personalidad inaccesible por cualquier otro camino,
que sólo alcanzaba a manifestarse a través de imágenes concretas de conducta
inconsciente. La casa se convirtió en una metáfora de la vida de mi padre, la
representación auténtica y fidedigna de su mundo interior, porque a pesar de
que conservó la casa ordenada y más o menos en su estado anterior, ésta sufrió
un proceso gradual e inevitable de desintegración. Era ordenado, siempre
colocaba las cosas en su sitio, pero no cuidaba nada, ni siquiera limpiaba. Los
muebles, sobre todo los de las habitaciones en que no entraba casi nunca,
estaban cubiertos de polvo y telas de araña, signos de un desinterés absoluto;
el horno de la cocina estaba tan lleno de restos de comida pegada que era
prácticamente inservible, y en los armarios permanecían –a veces durante años–
paquetes de harina llenos de bichos, galletas rancias, bolsas de azúcar que se
habían convertido en bloques sólidos, frascos de sirope que ya no podían
abrirse. Cuando se preparaba una comida, inmediatamente se preocupaba de lavar
los platos… pero sólo con agua, nunca usaba jabón, de modo que todas las tazas,
los platillos y los platos estaban cubiertos de una opaca partícula de grasa.
Las persianas de la casa, que permanecían siempre bajas, estaban tan
desgastadas que el más mínimo tirón podía hacerlas pedazos. La humedad se
filtraba por todas partes y manchaba los muebles, la caldera no daba suficiente
calor, la ducha no funcionaba. La casa se había convertido en una ruina y
resultaba deprimente entrar en ella. Uno tenía la sensación de que se
encontraba en la vivienda de un ciego.
Los amigos y la familia, al tanto de su extravagante forma de vida,
insistían en que vendiera y se mudara a otro lado. Pero él siempre lograba
disuadirlos con un indiferente: “Aquí estoy a gusto” o “la casa está bien para
mí”. Sin embargo, por fin decidió vender. Al final, en la última conversación
telefónica que tuvimos diez días antes de su muerte, me dijo que la casa había
sido vendida y que el trato se cerraría el primero de febrero, unas tres
semanas más tarde. Quería saber si había algo en la casa que me sirviera y
quedé en ir a visitarlo con mi esposa y Daniel el primer día libre que tuviera.
Murió antes de que tuviéramos oportunidad de hacerlo.
Descubrí que no hay nada tan terrible como tener que enfrentarse a las
pertenencias de un hombre muerto. Los objetos son inertes y sólo tienen
significado en función de la vida que los emplea. Cuando esa vida se termina,
las cosas cambian, aunque permanezcan iguales. Están y no están allí, como
fantasmas tangibles, condenados a sobrevivir en un mundo al que ya no pertenecen.
¿Qué puede decirnos, por ejemplo, un armario lleno de ropa que espera en
silencio ser usada otra vez por un hombre que no volverá a abrir la puerta? ¿Y
los paquetes de preservativos en cajones llenos de ropa interior y calcetines?
¿Y la afeitadora eléctrica que está en el baño, todavía llena de la pelusa del
último afeitado? ¿O una docena de frascos vacíos de tinte para el pelo
escondidos en un maletín de piel? De repente se revelan cosas que uno no quiere
ver, no quiere saber. Producen un efecto conmovedor, pero al mismo tiempo
horrible. Por sí mismas, las cosas no significan nada, como los utensilios de
cocina de una civilización antigua; pero sin embargo nos dicen algo, siguen
allí no como simples objetos, sino como vestigios de pensamientos, de conciencia;
emblemas de la soledad en que un hombre toma las decisiones sobre su propia
vida: teñirse el pelo, usar una camisa u otra, vivir o morir. Y una vez que ha
llegado la muerte, todo es absolutamente inútil.
Cada vez que abría un cajón o metía la cabeza en uno de sus armarios, me
sentía como un intruso, un ladrón saqueando los lugares secretos de la mente de
un hombre. Tenía la sensación de que mi padre entraría en cualquier momento, me
miraría con incredulidad y me preguntaría qué demonios estaba haciendo. No
parecía justo que no pudiera protestar; yo no tenía derecho a invadir su vida
privada.
Un número de teléfono garabateado de prisa al dorso de una tarjeta de
visita decía: “H. Limeburg. Todo tipo de cubos de basura”. Fotografías de la
luna de miel de mis padres en las cataratas del Niágara, en 1946: mi madre
sentada con nerviosismo sobre un toro, posando para una de esas fotos cómicas
que nunca resultan cómicas. Una súbita sensación de qué irreal que había sido
la vida, incluso en su prehistoria. Un cajón lleno de martillos, clavos y más
de veinte destornilladores. Un archivador lleno de cheques cancelados de 1953 y
las tarjetas de felicitación que recibí para mi sexto cumpleaños. Y luego,
enterrado en el fondo de un cajón del baño, un cepillo de dientes con iniciales
grabadas que había pertenecido a mi madre y que nadie había tocado o mirado en
más de quince años.
La lista es interminable.
Pronto me di cuenta de que mi padre no había hecho casi ningún
preparativo para marcharse. Los únicos signos de su inminente mudanza que
encontré en toda la casa fueron unas pocas cajas de libros, todos triviales (un
atlas desactualizado, una introducción a la electrónica de hacía cincuenta
años, una gramática de latín del bachillerato, viejos compendios de leyes). Eso
era todo. No había cajas vacías aguardando que las llenaran, ni muebles para
regalar o vender; ningún acuerdo con una compañía de mudanzas. Era como si no
hubiera podido enfrentarse a ello. Había decidido morir, antes que vaciar la
casa. La muerte era una evasión, la única huida legítima. Sin embargo, yo no
podía escapar; había que ocuparse de todo y nadie más que yo podía hacerse
cargo. Durante diez días ordené sus cosas, desocupé la casa y la dejé lista
para la llegada de sus nuevos dueños. Fueron unos días horribles, aunque con
momentos curiosamente cómicos; unos días de decisiones atolondradas y absurdas
sobre qué vender, qué tirar y qué regalar. Mi esposa y yo compramos un gran
tobogán de madera para Daniel, nuestro hijo de dieciocho meses, y lo montamos
en la sala. Él disfrutaba del caos: lo revolvía todo, se ponía pantallas de
lámparas como sombrero, desparramaba fichas de póquer de plástico por toda la
casa y corría por los amplios espacios de las habitaciones cada vez más vacías.
Por la noche, mi esposa y yo nos echábamos bajo colchas monolíticas a ver
malísimas películas por televisión, hasta que también se llevaron el televisor.
La caldera no funcionaba bien, y si olvidaba llenarla de agua podía estropearse
del todo.
Una mañana nos despertamos y descubrimos que la temperatura de la casa
había bajado a menos de cinco grados. El teléfono sonaba veinte veces al día y
veinte veces al día tenía que informar a alguien de la muerte de mi padre. Me
había convertido en un vendedor de muebles, un peón de mudanzas y un mensajero
de malas noticias.
La casa parecía el escenario de una vulgar comedia de costumbres. Los
parientes venían a pedir un mueble o un artículo de la vajilla, se probaban los
trajes de mi padre y vaciaban las cajas mientras hablaban sin cesar como
cotorras. Los subastadores venían a examinar la mercancía (“Nada tapizado, no
valen un céntimo”), fruncían la nariz y se marchaban. Los basureros entraban
con sus pesadas botas y sacaban montañas de basura. El hombre del agua vino a
leer el contador del agua; el del gas, el contador del gas; el del petróleo, el
contador del petróleo. Uno de ellos, no recuerdo cuál, había tenido problemas
con mi padre hacía años y me dijo con un aire de brutal complicidad:
–No me gusta decir esto –en realidad le encantaba–, pero su padre era un
asqueroso cabrón.
La encargada de la inmobiliaria vino a comprar algunos muebles para los
nuevos dueños y acabó llevándose un espejo para ella. La dueña de una tienda de
objetos exóticos compró los sombreros antiguos de mi madre. Un trapero vino con
cuatro ayudantes (cuatro negros llamados Luther, Ulysses, Tommy Pride y Joe
Sapp) y cargaron en sus autos desde un juego de pesas a una tostadora rota.
Cuando acabaron, ya no quedaba nada. Ni siquiera una postal. Ni siquiera un
pensamiento.
Sin duda el peor momento de aquellos días fue cuando salí al jardín bajo
una lluvia torrencial a cargar un montón de corbatas de mi padre en la
camioneta de una institución benéfica. Debía de haber más de cien corbatas y yo
recordaba varias de mi infancia: los dibujos, los colores y las formas habían
quedado grabadas en mi conciencia temprana con la misma claridad que la cara de
mi padre. Verme a mí mismo deshaciéndome de ellas como del resto de la basura
se me hizo intolerable y fue entonces, en el preciso momento en que las
deposité en la camioneta, cuando estuve más cerca de las lágrimas. El acto de
desprenderme de las corbatas parecía simbolizar para mí el verdadero funeral,
más que la visión del ataúd al ser colocado en el foso. Por fin comprendí que
mi padre estaba muerto.
Fragmento de La invención de la soledad. Anagrama. Barcelona, 1982.
Trad.: María Eugenia Ciocchini.
Ilustración: René
Magritte, “The Thought Which Sees” (1965)
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