miércoles, 5 de agosto de 2015

Un insumiso

por Guy Scarpetta


Dentro del panorama intelectual francés Guy Debord ocupa una situación paradójica: por un lado, todos lo citan, hacen referencia a él, hasta los mismos agentes del espectáculo al que durante toda su vida se opuso; por otro lado, no puede dejar de extrañar la insólita discreción de la prensa respecto a la aparición en libro del conjunto de sus obras[i]. No obstante, una publicación de esta naturaleza, que reúne, además de sus libros ya publicados, toda una valiosísima recopilación de cartas, directivas, intervenciones, artículos publicados en revistas, notas inéditas, es indudablemente un acontecimiento, que permite al mismo tiempo echar luz sobre el camino seguido por este pensamiento, año a año, y percibir su impresionante coherencia. Pero todo sucede como si Debord debiera quedar definitivamente reducido a unos pocos lugares comunes, a unas fórmulas estereotipadas e insípidas sobre “la sociedad del espectáculo”; y esto en detrimento de la posición indefectiblemente revolucionaria de quien no tuvo, ni en sus textos ni en su vida, más propósito que contrariar el orden establecido, o al menos no hacerle ninguna concesión.

A principios de los años 50, Debord ocupa el centro de un pequeño grupo de jóvenes que, herederos de ciertas vanguardias de principios de siglo, se empeñan en sostener que el arte ha muerto en tanto entidad “separada”, que en adelante la poesía debe formar parte de la vida. Piensan que Dadá quiso suprimir el arte sin realizarlo, que el surrealismo quiso realizar el arte sin suprimirlo, y que se trata, precisamente, de superar este antagonismo. Hay que inventar cada vida, no padecerla; la ciudad (para el caso, París) es el ámbito natural de estos “movimientos exploratorios”, de estas aventuras (de ahí el revuelo promovido por ejemplo contra Le Corbusier, culpable según ellos de defender una concepción del urbanismo que apunta a “destruir la calle”). El objetivo es “generar situaciones”, lo cual implica un declarado desdén hacia todo el arte existente, y en términos más generales, hacia toda cultura “alienada”, disociada de la experiencia directa. A lo sumo cabe tomar conciencia de la “descomposición” de esta cultura, y pergeñar (siguiendo a Lautréamont) técnicas que permitan “revirarla”...

En una segunda etapa (que corresponde, en grandes líneas, al pasaje desde la “Internacional letrista” hacia la “Internacional situacionista”, Debord ampliará inequívocamente el campo de acción, es decir, lo politizará. El cuestionamiento de la cultura desemboca por lógica en el de la sociedad. El encuentro con Marx era inevitable, aunque se trata, en este caso, de un marxismo heterodoxo, en las antípodas del comunismo oficial (para Debord y sus amigos, cuando el Estado totalitario sustituyó en Rusia al poder de los soviets, o cuando la burocracia estalinista aplastó las sublevaciones libertarias de la guerra civil española, lo que triunfó en el siglo XX fue la “contrarrevolución”).


Necesidades ficticias

La percepción fundamental de Debord es que la lógica de la “mercancía”, cuya relación con el sistema de producción había analizado Marx, se ha extendido ya a todos los aspectos de la vida cotidiana; el “ocio” resultante del progreso técnico, lejos de suscitar libertades suplementarias, desemboca en la expansión del espectáculo, que promueve necesidades ficticias incesantemente renovadas, y somete nuestras vidas a representaciones manipuladas y falseadas, que se convierten en nuestra relación con el mundo. Es ésta una etapa de nuevas complicidades internacionales para Debord, de alianzas tácticas escandidas por “manifiestos” (el grupo se recompone continuamente), y también de una elaboración teórica intensa (que desembocará, en 1967, en ese libro decisivo que es La sociedad del espectáculo[ii], implacable conjunto de tesis impecablemente cinceladas).

“El espectáculo -escribe Debord- no es un conjunto de imágenes, sino un vínculo social entre personas, mediatizado por imágenes”; la “sociedad del espectáculo” no es tan sólo la hegemonía del modelo mediático o publicitario, sino, más allá de eso, el “reinado autocrático de la autonomía mercantil -que ha conseguido un estatuto de soberanía irresponsable- y el conjunto de las nuevas técnicas de gobierno que acompañan a este reinado”. Sabemos cómo siguió la historia: la propagación subterránea de estas tesis, su ramificación dentro del ambiente estudiantil, desde Estrasburgo hasta Nanterre, y como corolario, el estallido de Mayo del '68, cuyo núcleo secreto, ardiente, irradiante es este espíritu situacionista, tal vez menos por su influencia directa  (especialmente en la Sorbona, sobre el “Comité para el mantenimiento de las ocupaciones”) que por su inspiración difusa. Es este espíritu lo que vibra en ese momento en las consignas, los carteles, las inscripciones que invaden las calles.

La continuación es más sombría. Debord comprende bastante rápido que lo que impulsó corre el riesgo, por extensión, de hundirse en el lugar común, es decir, de diluirse en una “protesta” trivializada, conformista. De ahí la disolución de su “Internacional” (que en su apogeo contó con unos quince miembros), repliegue, exilios voluntarios (especialmente en Italia, oportunidad de demostrar la verdadera naturaleza del “compromiso histórico” reclamado por los comunistas, y de indicar, con lucidez imparable, la manipulación e infiltración de las “brigadas rojas” por el poder estatal).

Luego vino el encuentro con un mecenas, Gérard Lebovici, cuya editorial publicaría los autores predilectos de Debord (de Gracián a Orwell), y que consagraría una sala a la difusión exclusiva de sus películas (porque toda esta aventura estuvo puntuada por una singular actividad cinematográfica, que apunta a destruir el espectáculo desde adentro, con sus propias armas vueltas en contra). Un día, Lebovici fue asesinado en circunstancias nunca esclarecidas. Por su parte Debord, cada vez más irreductible, cada vez más aislado en su radicalidad en momentos en que la mayor parte de los protagonistas de Mayo del 68 se aliaban al orden liberal establecido, consagró sus últimos esfuerzos a refutar las imágenes (la mayoría de las veces calumniosas) que se transmitían de él, y de sus obras.

Se comprometió con una escritura a la vez clásica, subversiva, soberana, condensada, desencantada, sin vacilar ya en la evocación en primera persona de su propia experiencia (lo cual culmina en el prodigioso Panegírico), no por narcisismo (ya que el narcisismo es también uno de los ingredientes de lo espectacular), sino más bien para sugerir que la resistencia al mundo completamente mercantilizado pasa también por afirmar, hacia y contra todo, que es posible vivir de un modo distinto del que nos imponen.

El libro más importante de este último período son los Comentarios sobre la sociedad del espectáculo[iii], de 1988, donde Debord amplía y profundiza sus análisis de 1967, y nos entrega un diagnóstico insuperablemente agudo del mundo contemporáneo, y las claves principales para comprenderlo. Un año antes de la caída del Muro de Berlín, presiente que la oposición entre la forma “concentrada” del espectáculo (los regímenes comunistas) y su forma “difusa” (el capitalismo occidental) está a punto de superarse, de fundirse en lo “espectacular integrado” que impera ya sin restricciones a nivel planetario. ¿Sus rasgos característicos? La “incesante renovación tecnológica” (por ejemplo, la imposición de la mercancía informática, que transforma a todo usuario en cliente cautivo); la “fusión económico-estatal” (la absorción del Estado por el mercado); el “secreto generalizado” (las verdaderas decisiones son inaccesibles, triunfa en la instancia política el modelo mafioso): lo “falso sin réplica” (por primera vez, los dueños del mundo son también los de sus representaciones); el “presente perpetuo” (abolición de toda conciencia histórica).

De donde surge un universo de servidumbre voluntaria sin precedentes (según Debord, la verdadera novedad del espectáculo es “que haya podido educar a una generación plegada a sus leyes”): “Quien sigue mirando, para saber cómo sigue la cosa, no va a actuar nunca, y así debe ser el espectador”. Evidentemente, no es tiempo ya de grandes utopías colectivas, el espectáculo ha invadido todo, absorbido todo, hasta las críticas parciales, localizadas, de su sistema, que apuntan tan sólo a los efectos periféricos. Pero esto no significa que sea imposible rechazar radicalmente el sistema. Lo cual en el fondo no excluye, en Debord, un cierto tono de nostalgia: la regresión es ya tan grande, que puede ser revolucionario añorar ciertos aspectos superados del pasado: precisamente los que el espectáculo ha aniquilado...

El precio de la radicalidad

Se trata pues, en suma, de un volumen apasionante, donde puede seguirse el itinerario de Debord en cada una de sus etapas (ninguna de las cuales reniega de las precedentes). Cabe señalar el fulgor de algunos de los textos publicados, inéditos hasta el momento, o inhallables. Por ejemplo, la “Petición a los revolucionarios de Argelia”, de 1965, cuando el alzamiento militar de Huari Bumedienne derrocó a Ahmed Ben Bella; o el asombroso artículo de 1967 sobre la Revolución Cultural china, analizada en todas sus contradicciones; o aun, más cerca de nosotros, las “Notas inéditas sobre la cuestión de los inmigrantes” (diciembre de 1985), donde Debord plantea la pregunta, incómoda si las hay, sobre exactamente a qué son conminados a integrarse los inmigrantes, cuando el espectáculo está a punto de americanizar por completo lo que queda de Francia...

En todos los casos, se trata de análisis precisos, visionarios, anticipadores, que no ceden a ningún lugar común (en las antípodas, en particular, de los estereotipos y cegueras de la izquierda conformista). No se trata aquí solamente de señalar que Debord nunca manifestó la menor complacencia hacia el “campo socialista”, o las dictaduras del Tercer Mundo, sino más bien de preguntarse por qué, en él, la búsqueda de un punto de vista revolucionario al máximo genera, sobre todos estos temas, el máximo de lucidez e inteligencia.

Cabe señalar también el extraordinario interés de sus textos cinematográficos. Porque aun cuando se trataba para él de destruir el código desde adentro (quebrando toda fascinación espectadora, disociando sistemáticamente la imagen y el sonido, afirmando la primacía del pensamiento sobre lo “visual”, mayoritariamente reducido a imágenes documentales o planos indirectos) sus filmes (y por sobre todas las cosas la obra maestra In girum imus nocte et consumimur igni) son un intento inaudito de proyectar del lado de la conciencia (histórica y subjetiva) un arte dedicado en principio a vaciarla. De ahí sus películas, al mismo tiempo ensayísticas, confesionales, reflexivas, que buscan comprender el mundo a través de las imágenes, y que no pueden compararse con ninguna otra cosa salvo, tal vez, con las últimas realizaciones de Jean-Luc Godard (y es de lamentar que nunca haya podido establecerse un diálogo entre estos dos gigantes, que se detestaban cordialmente)[iv]...

Por supuesto, es lícito no adherir ciegamente a todo lo que ha escrito o sostenido Debord. Encontrar excesivo e injusto, por ejemplo, su repudio casi sistemático por todo el arte y toda la literatura de su tiempo –ahora que se ha vuelto evidente que es precisamente toda la efervescencia creadora del siglo XX lo que el espectáculo tiende a destruir, o a tornar “ilegible” –. O aun: no es ilícito encontrar algo sospechosa la tendencia de Debord a operar, en los grupos de los que se rodeó, secuencias regulares de rupturas, exclusiones, depuraciones, que apuntaban a veces a las personas que tenía más cerca, reduciendo así el alcance colectivo (y por ende político) de sus posiciones. Pero tal vez todo eso no fuera otra cosa, en el fondo, que el precio obligatorio de su intransigencia, de su exigencia casi absoluta de radicalidad, consciente de que todo grupo subversivo debe estar preparado a ser en algún momento “descaminado, provocado, infiltrado, manipulado, usurpado, dado vuelta”.

Es esta radicalidad, en suma, lo que hace que el pensamiento de Debord sea hoy el único capaz de dar cuenta críticamente de todos los aspectos de la mercantilización del mundo, y de la “falsa conciencia” que ha logrado propagar. En definitiva, es por eso mismo que, pese a todos los efectos de moda destinados a volver inofensivo su pensamiento, Debord sigue siendo imposible de cooptar. “Es bastante notorio –escribió Debord– que en ningún caso he hecho concesiones a las ideas dominantes de mi época.” Esa es, efectivamente, la gran lección que él nos lega. Y que al igual que él, debemos saber dejar entrar en nuestras vidas.

(Publicado en el nº 86 de Le Monde Diplomatique, agosto de 2006.
Trad.: Patricia Minarrieta)



[i] Guy Debord, Œuvres, Gallimard, colección “Quarto”, París, 2006 ; edición establecida y anotada por Jean-Louis Rançon, en colaboración con Alice Debord, 1.904 páginas. Guy Debord había nacido en Francia en 1931 y se suicidó en 1994.
[ii] Guy Debord, La sociedad del espectáculo, Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 1974.
[iii] Guy Debord, Comentarios sobre la sociedad del espectáculo, Barcelona, Anagrama, 2006.
[iv] Cécile Guilbert puntualizó muy bien esta proximidad contradictoria entre Debord y Godard en uno de los mejores ensayos que se le han dedicado: Pour Guy Debord, Gallimard, Paris, 1996.

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