por Guy Scarpetta
Dentro del panorama
intelectual francés Guy Debord ocupa una situación paradójica: por un lado,
todos lo citan, hacen referencia a él, hasta los mismos agentes del espectáculo
al que durante toda su vida se opuso; por otro lado, no puede dejar de extrañar
la insólita discreción de la prensa respecto a la aparición en libro del
conjunto de sus obras[i].
No obstante, una publicación de esta naturaleza, que reúne, además de sus
libros ya publicados, toda una valiosísima recopilación de cartas, directivas,
intervenciones, artículos publicados en revistas, notas inéditas, es
indudablemente un acontecimiento, que permite al mismo tiempo echar luz sobre
el camino seguido por este pensamiento, año a año, y percibir su impresionante
coherencia. Pero todo sucede como si Debord debiera quedar definitivamente
reducido a unos pocos lugares comunes, a unas fórmulas estereotipadas e
insípidas sobre “la sociedad del espectáculo”; y esto en detrimento de la
posición indefectiblemente revolucionaria de quien no tuvo, ni en sus textos ni
en su vida, más propósito que contrariar el orden establecido, o al menos no
hacerle ninguna concesión.
A principios de los
años 50, Debord ocupa el centro de un pequeño grupo de jóvenes que, herederos
de ciertas vanguardias de principios de siglo, se empeñan en sostener que el
arte ha muerto en tanto entidad “separada”, que en adelante la poesía debe
formar parte de la vida. Piensan que Dadá quiso suprimir el arte sin
realizarlo, que el surrealismo quiso realizar el arte sin suprimirlo, y que se
trata, precisamente, de superar este antagonismo. Hay que inventar cada vida,
no padecerla; la ciudad (para el caso, París) es el ámbito natural de estos “movimientos
exploratorios”, de estas aventuras (de ahí el revuelo promovido por ejemplo
contra Le Corbusier, culpable según ellos de defender una concepción del
urbanismo que apunta a “destruir la calle”). El objetivo es “generar
situaciones”, lo cual implica un declarado desdén hacia todo el arte existente,
y en términos más generales, hacia toda cultura “alienada”, disociada de la
experiencia directa. A lo sumo cabe tomar conciencia de la “descomposición” de
esta cultura, y pergeñar (siguiendo a Lautréamont) técnicas que permitan “revirarla”...
En una segunda etapa
(que corresponde, en grandes líneas, al pasaje desde la “Internacional letrista”
hacia la “Internacional situacionista”, Debord ampliará inequívocamente el
campo de acción, es decir, lo politizará. El cuestionamiento de la cultura
desemboca por lógica en el de la sociedad. El encuentro con Marx era
inevitable, aunque se trata, en este caso, de un marxismo heterodoxo, en las
antípodas del comunismo oficial (para Debord y sus amigos, cuando el Estado
totalitario sustituyó en Rusia al poder de los soviets, o cuando la burocracia
estalinista aplastó las sublevaciones libertarias de la guerra civil española,
lo que triunfó en el siglo XX fue la “contrarrevolución”).
Necesidades ficticias
La percepción
fundamental de Debord es que la lógica de la “mercancía”, cuya relación con el
sistema de producción había analizado Marx, se ha extendido ya a todos los
aspectos de la vida cotidiana; el “ocio” resultante del progreso técnico, lejos
de suscitar libertades suplementarias, desemboca en la expansión del
espectáculo, que promueve necesidades ficticias incesantemente renovadas, y
somete nuestras vidas a representaciones manipuladas y falseadas, que se
convierten en nuestra relación con el mundo. Es ésta una etapa de nuevas
complicidades internacionales para Debord, de alianzas tácticas escandidas por “manifiestos”
(el grupo se recompone continuamente), y también de una elaboración teórica
intensa (que desembocará, en 1967, en ese libro decisivo que es La sociedad del espectáculo[ii],
implacable conjunto de tesis impecablemente cinceladas).
“El espectáculo
-escribe Debord- no es un conjunto de imágenes, sino un vínculo social entre
personas, mediatizado por imágenes”; la “sociedad del espectáculo” no es tan
sólo la hegemonía del modelo mediático o publicitario, sino, más allá de eso,
el “reinado autocrático de la autonomía mercantil -que ha conseguido un
estatuto de soberanía irresponsable- y el conjunto de las nuevas técnicas de
gobierno que acompañan a este reinado”. Sabemos cómo siguió la historia: la
propagación subterránea de estas tesis, su ramificación dentro del ambiente
estudiantil, desde Estrasburgo hasta Nanterre, y como corolario, el estallido
de Mayo del '68, cuyo núcleo secreto, ardiente, irradiante es este espíritu
situacionista, tal vez menos por su influencia directa (especialmente en la Sorbona, sobre el “Comité
para el mantenimiento de las ocupaciones”) que por su inspiración difusa. Es
este espíritu lo que vibra en ese momento en las consignas, los carteles, las
inscripciones que invaden las calles.
La continuación es más
sombría. Debord comprende bastante rápido que lo que impulsó corre el riesgo,
por extensión, de hundirse en el lugar común, es decir, de diluirse en una “protesta”
trivializada, conformista. De ahí la disolución de su “Internacional” (que en
su apogeo contó con unos quince miembros), repliegue, exilios voluntarios
(especialmente en Italia, oportunidad de demostrar la verdadera naturaleza del “compromiso
histórico” reclamado por los comunistas, y de indicar, con lucidez imparable,
la manipulación e infiltración de las “brigadas rojas” por el poder estatal).
Luego vino el
encuentro con un mecenas, Gérard Lebovici, cuya editorial publicaría los
autores predilectos de Debord (de Gracián a Orwell), y que consagraría una sala
a la difusión exclusiva de sus películas (porque toda esta aventura estuvo
puntuada por una singular actividad cinematográfica, que apunta a destruir el
espectáculo desde adentro, con sus propias armas vueltas en contra). Un día,
Lebovici fue asesinado en circunstancias nunca esclarecidas. Por su parte
Debord, cada vez más irreductible, cada vez más aislado en su radicalidad en
momentos en que la mayor parte de los protagonistas de Mayo del 68 se aliaban
al orden liberal establecido, consagró sus últimos esfuerzos a refutar las
imágenes (la mayoría de las veces calumniosas) que se transmitían de él, y de
sus obras.
Se comprometió con una
escritura a la vez clásica, subversiva, soberana, condensada, desencantada, sin
vacilar ya en la evocación en primera persona de su propia experiencia (lo cual
culmina en el prodigioso Panegírico),
no por narcisismo (ya que el narcisismo es también uno de los ingredientes de
lo espectacular), sino más bien para sugerir que la resistencia al mundo
completamente mercantilizado pasa también por afirmar, hacia y contra todo, que
es posible vivir de un modo distinto del que nos imponen.
El libro más
importante de este último período son los Comentarios
sobre la sociedad del espectáculo[iii],
de 1988, donde Debord amplía y profundiza sus análisis de 1967, y nos entrega
un diagnóstico insuperablemente agudo del mundo contemporáneo, y las claves
principales para comprenderlo. Un año antes de la caída del Muro de Berlín,
presiente que la oposición entre la forma “concentrada” del espectáculo (los
regímenes comunistas) y su forma “difusa” (el capitalismo occidental) está a
punto de superarse, de fundirse en lo “espectacular integrado” que impera ya
sin restricciones a nivel planetario. ¿Sus rasgos característicos? La “incesante
renovación tecnológica” (por ejemplo, la imposición de la mercancía
informática, que transforma a todo usuario en cliente cautivo); la “fusión
económico-estatal” (la absorción del Estado por el mercado); el “secreto
generalizado” (las verdaderas decisiones son inaccesibles, triunfa en la
instancia política el modelo mafioso): lo “falso sin réplica” (por primera vez,
los dueños del mundo son también los de sus representaciones); el “presente
perpetuo” (abolición de toda conciencia histórica).
De donde surge un
universo de servidumbre voluntaria sin precedentes (según Debord, la verdadera
novedad del espectáculo es “que haya podido educar a una generación plegada a
sus leyes”): “Quien sigue mirando, para saber cómo sigue la cosa, no va a
actuar nunca, y así debe ser el espectador”. Evidentemente, no es tiempo ya de
grandes utopías colectivas, el espectáculo ha invadido todo, absorbido todo,
hasta las críticas parciales, localizadas, de su sistema, que apuntan tan sólo
a los efectos periféricos. Pero esto no significa que sea imposible rechazar
radicalmente el sistema. Lo cual en el fondo no excluye, en Debord, un cierto
tono de nostalgia: la regresión es ya tan grande, que puede ser revolucionario
añorar ciertos aspectos superados del pasado: precisamente los que el
espectáculo ha aniquilado...
El precio de la radicalidad
Se trata pues, en
suma, de un volumen apasionante, donde puede seguirse el itinerario de Debord
en cada una de sus etapas (ninguna de las cuales reniega de las precedentes).
Cabe señalar el fulgor de algunos de los textos publicados, inéditos hasta el
momento, o inhallables. Por ejemplo, la “Petición a los revolucionarios de
Argelia”, de 1965, cuando el alzamiento militar de Huari Bumedienne derrocó a
Ahmed Ben Bella; o el asombroso artículo de 1967 sobre la Revolución Cultural
china, analizada en todas sus contradicciones; o aun, más cerca de nosotros,
las “Notas inéditas sobre la cuestión de los inmigrantes” (diciembre de 1985),
donde Debord plantea la pregunta, incómoda si las hay, sobre exactamente a qué
son conminados a integrarse los inmigrantes, cuando el espectáculo está a punto
de americanizar por completo lo que queda de Francia...
En todos los casos, se
trata de análisis precisos, visionarios, anticipadores, que no ceden a ningún
lugar común (en las antípodas, en particular, de los estereotipos y cegueras de
la izquierda conformista). No se trata aquí solamente de señalar que Debord
nunca manifestó la menor complacencia hacia el “campo socialista”, o las
dictaduras del Tercer Mundo, sino más bien de preguntarse por qué, en él, la
búsqueda de un punto de vista revolucionario al máximo genera, sobre todos
estos temas, el máximo de lucidez e inteligencia.
Cabe señalar también
el extraordinario interés de sus textos cinematográficos. Porque aun cuando se
trataba para él de destruir el código desde adentro (quebrando toda fascinación
espectadora, disociando sistemáticamente la imagen y el sonido, afirmando la
primacía del pensamiento sobre lo “visual”, mayoritariamente reducido a
imágenes documentales o planos indirectos) sus filmes (y por sobre todas las
cosas la obra maestra In girum imus nocte
et consumimur igni) son un intento inaudito de proyectar del lado de la
conciencia (histórica y subjetiva) un arte dedicado en principio a vaciarla. De
ahí sus películas, al mismo tiempo ensayísticas, confesionales, reflexivas, que
buscan comprender el mundo a través de las imágenes, y que no pueden compararse
con ninguna otra cosa salvo, tal vez, con las últimas realizaciones de Jean-Luc
Godard (y es de lamentar que nunca haya podido establecerse un diálogo entre
estos dos gigantes, que se detestaban cordialmente)[iv]...
Por supuesto, es
lícito no adherir ciegamente a todo lo que ha escrito o sostenido Debord.
Encontrar excesivo e injusto, por ejemplo, su repudio casi sistemático por todo
el arte y toda la literatura de su tiempo –ahora que se ha vuelto evidente que
es precisamente toda la efervescencia creadora del siglo XX lo que el espectáculo
tiende a destruir, o a tornar “ilegible” –. O aun: no es ilícito encontrar algo
sospechosa la tendencia de Debord a operar, en los grupos de los que se rodeó,
secuencias regulares de rupturas, exclusiones, depuraciones, que apuntaban a
veces a las personas que tenía más cerca, reduciendo así el alcance colectivo
(y por ende político) de sus posiciones. Pero tal vez todo eso no fuera otra
cosa, en el fondo, que el precio obligatorio de su intransigencia, de su
exigencia casi absoluta de radicalidad, consciente de que todo grupo subversivo
debe estar preparado a ser en algún momento “descaminado, provocado,
infiltrado, manipulado, usurpado, dado vuelta”.
Es esta radicalidad,
en suma, lo que hace que el pensamiento de Debord sea hoy el único capaz de dar
cuenta críticamente de todos los aspectos de la mercantilización del mundo, y
de la “falsa conciencia” que ha logrado propagar. En definitiva, es por eso
mismo que, pese a todos los efectos de moda destinados a volver inofensivo su
pensamiento, Debord sigue siendo imposible de cooptar. “Es bastante notorio –escribió
Debord– que en ningún caso he hecho concesiones a las ideas dominantes de mi
época.” Esa es, efectivamente, la gran lección que él nos lega. Y que al igual
que él, debemos saber dejar entrar en nuestras vidas.
(Publicado en el nº 86
de Le Monde Diplomatique, agosto de 2006.
Trad.: Patricia
Minarrieta)
[i] Guy Debord, Œuvres, Gallimard,
colección “Quarto”, París, 2006 ; edición establecida y anotada por Jean-Louis
Rançon, en colaboración con Alice Debord, 1.904 páginas. Guy Debord había
nacido en Francia en 1931 y se suicidó en 1994.
[iv] Cécile Guilbert puntualizó muy bien esta proximidad contradictoria entre
Debord y Godard en uno de los mejores ensayos que se le han dedicado: Pour Guy Debord, Gallimard, Paris, 1996.
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