sábado, 29 de agosto de 2015

No mires atrás

por Simon Reynolds

La nostalgia, como palabra y como concepto, fue inventada en el siglo XVII por el médico Johannes Hofer para describir una condición que afligía a los mercenarios suizos en sus largas travesías de deber militar. Nostalgia era literalmente añoranza del hogar, el anhelo de retornar a la tierra natal. Los síntomas incluían melancolía, anorexia, incluso suicidio. Hasta los últimos años del siglo XIX, esta enfermedad (en retrospectiva obviamente psicosomática) continuó preocupando a los médicos militares, porque mantener alta la moral de las tropas era crucial para triunfar en la guerra.

De modo que la nostalgia refería inicialmente al anhelo de regresar en el espacio, no en el tiempo; era el dolor del desplazamiento. Poco a poco se despojó de estas asociaciones geográficas y se transformó en una condición temporal: ya no una añoranza angustiosa de la madre patria perdida sino un melancólico languidecer por un tiempo idílico perdido de la propia vida. A medida que dejaba de ser considerada una afección médica, la nostalgia comenzó a ser vista no sólo como una emoción individual sino también como el anhelo colectivo de una época más feliz, más simple, más inocente. La nostalgia original había sido una emoción plausible, en el sentido de que tenía remedio (subirse al primer barco de guerra o embarcación mercantil que viajara de regreso a casa y retornar al cálido refugio de los parientes y amigos, a un mundo que era familiar). La nostalgia, en el sentido moderno, es una emoción imposible o por lo menos incurable: el único remedio sería viajar en el tiempo.

Este cambio de sentido indudablemente se produjo porque la movilidad se volvió más común y corriente gracias a la migración masiva al Nuevo Mundo y al movimiento de pobladores y pioneros en las Américas; al servicio colonial o militar de los europeos en sus varios imperios; y al aumento en la cantidad de individuos que se desplazaban en busca de oportunidades laborales o para progresar en sus carreras. La nostalgia del pasado también se intensificó porque el mundo estaba cambiando más rápido. Las transformaciones económicas, las innovaciones ideológicas y los cambios socioculturales hicieron que por primera vez hubiese diferencias contrastantes entre el mundo donde se había crecido y el mundo donde se envejecía. Desde los paisajes dramáticamente alterados por el desarrollo (“Cuando yo era chico, todo esto estaba rodeado de campos”) hasta las nuevas tecnologías que afectan la sensación y el ritmo de la vida cotidiana, el mundo donde uno se sentía en casa desapareció gradualmente. El presente se transformó en un país extranjero.

Hacia mediados del siglo XX, la nostalgia ya no era considerada una patología sino una emoción universal. Podía afectar a los individuos (bajo la forma de un mórbido remontarse al pasado) o a la sociedad en su conjunto. Con frecuencia esta última modalidad adquirió la forma del anhelo reaccionario de un viejo-orden-social –considerado más estable debido a sus estructuras de clases definidas más claramente– en el que “todos sabían cuál era su lugar”. Pero la nostalgia no siempre ha servido a las fuerzas del conservadurismo. A lo largo de la historia, los movimientos radicales muchas veces han vislumbrado sus metas no como revolucionarias sino como resurreccionarias: restaurar las cosas como solían ser, regresar a una edad dorada de equilibrio y justicia social que había sido interrumpida por el trauma histórico o por las maquinaciones de la clase gobernante. En la Guerra Civil inglesa, por ejemplo, los parlamentarios se consideraban conservadores y pensaban que el rey Carlos I era un innovador que expandía los poderes de la corona. Incluso los Levellers [Niveladores], una de las facciones más radicales activas durante el interregno de Oliver Cromwell tras la ejecución del rey, creían estar simplemente defendiendo la Carta Magna y los “derechos naturales”.

Los movimientos revolucionarios a menudo han construido narrativas basadas en escenarios de “paraíso perdido y paraíso recuperado”. Los situacionistas, teóricos de los motines de 1968 en París, escribieron acerca de “la totalidad perdida”: un estado edénico de unidad social y no alienación individual, que –creían ellos– había existido antes de la era del capitalismo industrial y la conciencia fragmentada que es producto de la división de clases, la especialización laboral y la venta del trabajo por horas. Los situacionistas pensaban que la automatización liberaría a la humanidad de la necesidad de trabajar, permitiéndole recobrar la “totalidad”. De manera similar, algunas feministas creen en un matriarcado primordial perdido que alguna vez floreció libre de la dominación y la explotación, en el que la humanidad vivía plácidamente en armonía consigo misma y con la Madre Tierra.

Aquello que la nostalgia reaccionaria y la nostalgia radical comparten es la misma insatisfacción con el presente, que generalmente alude al mundo creado por la revolución industrial, la urbanización y el capitalismo. Con el despliegue de esta nueva era, el tiempo mismo comenzó a organizarse cada vez más en torno a los horarios de la fábrica y de la oficina (y también de la escuela, donde se capacitaba a los niños para desempeñarse más adelante en esos lugares de trabajo) en vez de hacerlo según los ciclos naturales, como el amanecer y el atardecer o las cuatro estaciones. Uno de los componentes de la nostalgia puede ser la añoranza de un tiempo anterior al tiempo: el presente perpetuo de la infancia. Esa noción también puede extenderse a épocas pasadas enteras (como la fascinación victoriana por la era medieval), que se consideran el equivalente de la infancia en la Historia. Svetlana Boym, autora de The Future of Nostalgia, comenta que incluso es posible tener “nostalgia de un estado prenostálgico del ser”. Y es verdad que cuando pienso melancólicamente en los períodos dorados de mi vida, todas las etapas comparten esa cualidad de inmersión completa en el ahora: la infancia, el enamoramiento, las etapas de compromiso total con la música del momento (el postpunk, cuando era adolescente; la música de las primeras raves, a mis veintitantos años). El punto en que la nostalgia pop se vuelve interesante es en esa peculiar nostalgia que sentimos de los días gloriosos en los que se “vivía el ahora”, que en realidad… no vivimos. El punk y el rock’n’roll incitan esa clase de sentimientos, pero los Swinging Sixties se llevan la victoria absoluta en lo atinente a provocar nostalgia vicaria. Irónicamente, la ausencia de revivalismo y nostalgia durante los años sesenta explica, al menos en parte, por qué hubo infinitos revivals de los sesenta desde entonces. Parte de la atracción del período radica en ese espíritu de inmersión total en el presente. Después de todo, esa fue la década que acuñó el eslogan “estar aquí ahora”.

En la segunda mitad del siglo XX, la nostalgia fue quedando cada vez más ligada a la cultura pop. Se expresaba a través de la cultura pop (revivals, programas de radio donde volvían a escucharse los grandes éxitos del pasado, reediciones et al.) pero también era disparada por la cultura pop de nuestra juventud: artefactos de entretenimiento de masas como las celebridades del pasado y los programas de TV vintage, comerciales pintorescos y pasos de baile que causaron sensación en su momento, antiguos hits y palabras que se usaron en una época. Como argumenta Fred Davis en Yearning for Yesterday: A Sociology of Nostalgia [Anhelo de ayer: una sociología de la nostalgia], un ensayo de 1979, la cultura de masas del pasado comenzó a suplantar crecientemente a los acontecimientos, como las guerras y las elecciones, en la urdimbre de la memoria generacional. Para quienes crecieron en los años 30, las comedias radiales y las transmisiones musicales en vivo evocan recuerdos melancólicos, en tanto que para los que crecieron en las décadas de 1960 y 1970, los hitos son los programas televisivos pop como American Bandstand y Soul Train, Ready Steady Go y Top of the Pops. Y para una generación todavía más joven (muchos de ellos están haciendo música y marcando tendencias actualmente) los disparadores de la nostalgia son los diversos aspectos de la estridente modernidad de los años ochenta: los primeros y algo torpes intentos de considerar una forma artística más a los videoclips emitidos por MTV y los alguna-vez-futuristas y hoy irrisoriamente primitivos juegos de computadora y videojuegos con fichines de la época, junto con las robóticamente alegres melodías y los tonos fluorescentes de sintetizador de la música de los juegos.

La nostalgia está ahora rigurosamente entrelazada con el complejo consumidor-entretenimiento: sentimos un deseo punzante por los productos que consumíamos años atrás, por las novedades y distracciones que colmaron nuestra juventud. Eclipsando los intereses individuales (como los hobbies) o las actividades participativas locales (como los deportes amateur), los medios masivos y la cultura pop se adueñan de un porcentaje cada vez mayor de nuestra vida mental. Es por eso que los programas I Love the ‘70s/‘80s son tan eficaces: el paso de nuestro tiempo está cada vez más vinculado a la procesión de manías pasajeras, modas, carreras de celebridades que rápidamente se vuelven obsoletas.

La intersección entre cultura de masas y memoria personal es la zona donde se engendra lo retro. Es hora, quizás, de establecer una definición provisional que distinga lo retro de otros modos de relación con el pasado:

(1) Lo retro siempre alude al pasado relativamente inmediato, a cosas de las que se tiene una memoria viva.

(2) Lo retro implica un elemento de recuerdo exacto: el fácil acceso a la documentación archivada (fotografías, videos, grabaciones musicales, Internet) permite que el viejo estilo sea replicado con precisión, ya se trate de un género musical, una gráfica o la moda de un período. Como resultado, las posibilidades de volver al pasado de una manera más imaginativa y sin tanto reconocimiento –las distorsiones y mutaciones que caracterizaron a cultos más tempranos de la Antigüedad como el revival gótico, por ejemplo– se reducen.

(3) Por lo general, lo retro también incluye los artefactos de la cultura popular. Esto lo diferencia de los revivals anteriores, que, como señala el historiador Raphael Samuel, estaban basados en la alta cultura y se originaban en los escalones más elevados de la sociedad: estetas y anticuarios aristocráticos con un intrincado gusto por los objetos coleccionables exquisitos. El territorio de lo retro no es la casa de remates o el puesto de antigüedades sino el mercado de pulgas, los galpones del Ejército de Salvación, los negocios de segunda mano y los lugares donde se venden trastos viejos.

(4) Una última característica de la sensibilidad retro es que no tiende a idealizar ni a sentimentalizar el pasado, sino que busca que el pasado la divierta y la fascine. En conjunto, el enfoque no es académico y purista sino irónico y ecléctico. Como dice Samuel, “lo retrochic convierte el pasado en un juguete”. Este espíritu lúdico se relaciona con el hecho de que lo retro en realidad tiene mucho más que ver con el presente que con el pasado que parece reverenciar y revivir. Utiliza el pasado como un archivo de materiales del cual extrae capital subcultural (hipness, en otras palabras) a través del reciclado y la recombinación: el bricolage del bric-a-brac [término de origen victoriano que refiere a colecciones de objetos decorativos u ornamentos] cultural.

¿De dónde proviene la palabra “retro”? Según la historiadora del diseño Elizabeth Guffey, el término comenzó a ser de uso común a comienzos de los años sesenta como un derivado lingüístico de la Era Espacial. Los retrocohetes producían un empuje inverso al movimiento de la nave espacial y ralentaban su propulsión. La conexión de lo “retro” con la era del sputnik y la carrera espacial se presta a una analogía interesante: lo retro como contrapartida cultural del “empuje inverso”, el surgimiento de la nostalgia y el revivalismo en los setenta como una reacción contra la velocísima oleada de los sesenta hacia el espacio exterior.

Sin embargo, por muy atractiva que sea esta idea, parece más probable que “retro” haya comenzado a usarse como un prefijo separado que se había desprendido de palabras como “retrospección”, “retrógrado” y similares. Las palabras que comienzan con “retro” tienden a tener una connotación negativa, mientras que “pro” se vincula con términos como “progreso”. Retro es, en cierto sentido, una mala palabra. A pocas personas les gusta que la asocien con ella. El ejemplo más bizarro con que contamos es la trágica historia del concesionario de un pub de Birmingham llamado Donald Cameron, quien se suicidó en 1998 cuando la propietaria Bass Breweries decidió convertir el establecimiento de Cameron en un pub temático retro llamado Flares. Durante la investigación, su ex esposa Carol mencionó que la humillante perspectiva de “usar ropa de los setenta y peluca” había hundido a Cameron en la desesperación. “Sentía que no podría resolver ningún problema en el pub. Pensaba que la gente se reiría de él por su aspecto ridículo.” Pocos días después de que sus patrones de la Bass lo reprendieran por presentarse obstinadamente a trabajar con su prolijo traje y corbata de los noventa, Cameron –de 39 años y padre de dos hijos– se asfixió en su auto.

Esa es una reacción extrema. Pero pude advertir que las personas a quienes me acerqué a entrevistar ansiaban dejar en claro que no tenían nada que ver con lo retro. Por lo general, se trataba de personas que habían dedicado sus vidas enteras a una era pasada de la música o a alguna subcultura pretérita en particular. ¿Pero retro? Oh no… No es que la gente rechace la imagen de estar obsesionada con cosas viejas, llenas de olor a humedad y enmohecidas, o la perspectiva de ser unos cascarrabias que piensan que el presente no puede compararse con el pasado. De hecho, son muchos los que desdeñan orgullosamente la cultura pop moderna en su conjunto. Lo que los hace retroceder frente a lo retro son las asociaciones con lo camp, la ironía y el hecho de estar siempre detrás de la última tendencia. Lo retro, en lo que a ellos concierne, refiere a una asimilación completamente superficial con el estilo, poco profunda, radicalmente opuesta al amor profundo y apasionado por la esencia de la música.

Para muchas personas, lo retro está hermanado con lo hipster, otra identidad que casi nadie adopta voluntariamente, aun cuando exteriormente muchos parezcan encajar a la perfección con el perfil. Los últimos años de la década del ‘00 fueron testigos de un espasmo de odio hipster, con una seguidilla de críticas a lo hipster como pseudobohemia que inundaron las revistas especializadas. Estos artículos fueron seguidos por metacríticas que analizaban el fenómeno mismo de la hipster-fobia, e invariablemente señalaban que nadie estaría dispuesto jamás a describirse voluntariamente como un hipster y que sus detractores generalmente encajaban en el perfil del hipster con bastante exactitud. Esta orgía de debates en torno al hipster ha equiparado –sin superarlo del todo– al subgénero periodístico que se pregunta “¿Y qué pasó con la innovación?”. Aquí lo retro tendía a ser utilizado de una manera vaga y general para aludir a todo lo que estaba pasado de moda o era derivado de otra cosa, mientras algunos fanáticos futuristas (yo mismo incluido algunas veces) llegaban al extremo de usar lo retro como un bastón para golpear a cualquier artista que tuviera el descaro de reconocer sus influencias y sus deudas respecto de ancestros específicos.

Obviamente, reconocer influencias no es retro per se. No estoy del todo de acuerdo con Norman Blake, de Teenage Fanclub, quien alguna vez me sugirió que “Cualquier música que no suene como alguna otra cosa en la historia del rock siempre suena terrible”. ¿Pero cómo hacer música sin un punto de partida? La mayoría de los músicos, artistas y escritores aprenden a hacer lo que hacen copiando, por lo menos para comenzar. Del mismo modo, ser un tradicionalista musical no convierte automáticamente a nadie en retro. Una buena manera de ilustrarlo es considerar la escena del folk británico. El movimiento comenzó a fines del siglo XIX como una forma de etnomusicología anticuaria: los coleccionistas de canciones como Cecil Sharp recorrieron las islas británicas de una punta a la otra haciendo grabaciones en cilindro de ancianos y ancianas que casi siempre eran las últimas personas vivas del pueblo que recordaban antiguas baladas folclóricas. Pero este proyecto conservacionista –documentar la música tradicional británica y, más adelante, intentar reproducirla lo más fielmente posible– no tenía nada que ver con lo retro en su acepción moderna. Era un emprendimiento mortalmente serio, cargado de idealismo político (el folk era considerado la Música del Pueblo y por lo tanto era intrínsecamente izquierdista). Poco a poco, a medida que se desarrollaba la escena tradicional británica, fue creciendo el abismo entre los puristas y aquellos que sentían que para mantener la vitalidad de la música debían entrar en juego ciertos elementos contemporáneos. Estos últimos se tomaban libertades respecto de las formas folk, cambiaban la instrumentación o utilizaban instrumentos electrónicos, introducían influencias no autóctonas y escribían canciones originales con letras cada vez más bohemias y contraculturales.

En la generación más joven de cantantes folk británicos en la actualidad, Eliza Carthy es considerada una figura líder. Lo que hace Carthy es conservador en la superficie: literalmente continúa el negocio familiar (la renovación de la música tradicional británica) siguiendo los pasos de sus padres, Norma Waterson y Martin Carthy. Pero es capaz de incluir en su música sintetizadores junto con instrumentos acústicos como su propio violín, o de trabajar con influencias del trip hop o del jazz. Graba utilizando felizmente las técnicas digitales de última generación. El movimiento free-folk estadounidense (a veces llamado freak folk o wyrd folk) está más cerca de lo retro en un sentido más preciso. Estos jóvenes juglares –músicos como Joanna Newsom, Devendra Banhart, MV & EE, Wooden Wand o Espers– veneran ese mismo apogeo del folk británico de fines de los sesenta y comienzos de los setenta en el que Martin Carthy y Norma Waterson se hicieron un nombre, pero se focalizan en las figuras más excéntricas de aquella época como The Incredible String Band y Comus, o en artistas oscuros como Vashti Bunyan. Las huestes del free folk fetichizan lo acústico y lo análogo: se esfuerzan muchísimo por obtener un sonido vintage y por usar la instrumentación que corresponde al período. Las diferencias también aparecen en la autopresentación y el packaging. Se sabe que, tanto sobre el escenario como en las tapas de los álbumes, Eliza Carthy usa un piercing en el labio y lleva el pelo teñido de color púrpura o carmín al estilo punk. En contraste, los trovadores del free folk destacan su alianza con la edad dorada perdida a través de sus ropas desaliñadas, sus largas trenzas de doncella y sus barbas. El arte de sus discos casi siempre es referencial y reverencial. Las fotos publicitarias de Espers evocan las pinturas de bosques que utilizaba The Incredible String Band en sus álbumes clásicos de los ochenta; la tapa de Second Attention, de Wooden Wand and the Sky High Band, recrea la foto de tapa del álbum de 1970 de John y Beverley Martyn, Stormbringer: dos amantes acaramelados en la cima de una colina.

Mientras Eliza Carthy quiere actualizar la música folk y volverla atractiva para el público contemporáneo, las huestes del free folk quieren traer el pasado al presente, como un viaje en el tiempo. Carthy lleva literalmente el folk en la sangre, creció con eso; en contraste, la relación de los artistas free folk con sus fuentes está casi enteramente mediada por las grabaciones de una era muy anterior, y la distancia aumenta todavía más porque mayormente se concentran en el folk británico en vez de recurrir a sus pares estadounidenses de la época. Tienen cero interés en los representantes contemporáneos del estilo como Carthy e incluso en las actividades actuales de veteranos de la era del Britfolk original de fines de los sesenta y comienzos de los setenta como Richard Thompson.

“Es música de coleccionista de discos”, le dijo Byron Coley, uno de los defensores periodísticos de la escena free folk y él mismo también coleccionista de discos, a la crítica de música Amanda Petrusich. A diferencia del folk como tradición que pasa de una generación a otra y se aprende estudiando o viendo tocar, el free folk es “un simulacro fabuloso” que se basa en la escucha de discos. Coley: “Eran en su mayoría varones, sentados solos en sus cuartos, de noche, leyendo las notas que venían en las tapas de los discos”. Uno de los santos patrones del género, el guitarrista John Fahey, era un coleccionista de discos obsesivo, y en sus últimos años fundó el sello archivístico de reediciones Revenant (la palabra alude a un fantasma visible o cadáver reanimado que regresa de la muerte para perseguir a los vivos) para lanzar los oscuros y primitivistas folk, blues y gospel que había desenterrado.

Desarrollada en el siglo XIX pero definida en el XX, la grabación en todas sus formas es lo que, en última instancia, creó las condiciones de posibilidad para lo retro. Las grabaciones de audio y otros tipos de documentación (fotográfica, video) no sólo abastecen a lo retro de materia prima; también crean la sensibilidad retro, basada como está en el obsesivo repeat-play de artefactos particulares y en una escucha focalizada que se concentra en detalles estilísticos minuciosos. “Es un cambio total de paradigma, ha modificado completamente nuestros cerebros”, dice Ariel Pink acerca del cambio de la música que se vende como partituras a la música que se vende como discos. “El medio de grabación realmente cristaliza un acontecimiento y hace que sea algo más que una simple partitura. Captura la sensación del momento. Eso lo ha cambiado todo… el hecho de que la gente pueda revisitar recuerdos de esa manera.” Esos recorridos por las grabaciones permiten que maniáticos del sonido como Pink aíslen y repliquen las cualidades específicas de los estilos de producción y modos vocales del pasado. Así en “Can’t Hear My Eyes” (Before Today), por ejemplo, hay un rulo de tom-tom en el que el timbre de la batería, la sensación que expresa esa estructura, es como una puerta en el tiempo hacia fines de los setenta, hacia la era de “Baker Street” de Gerry Rafferty y Tusk de Fleetwood Mac. Pink describe la relación de su música con el pasado del pop como “preservar algo que ha muerto. Algo que se está extinguiendo. Y simplemente decir ‘¡No!’ no es más ni menos que eso para mí, como amante de la música. Me gusta hacer cosas que me gustan. Y lo que me gusta es algo que ya no escucho”.

El impacto del pop dependía de las grabaciones. Su carácter de extrema actualidad y su capacidad de calar hondo en la vida cotidiana provenían de los discos que pasaban por la radio o eran comprados en las disquerías masivamente dentro de aproximadamente un mismo espectro temporal, y luego eran llevados a los hogares para ser escuchados una y otra y otra y otra vez. Los músicos podían llegar a muchas más personas en todo el mundo, de una manera mucho más íntima e invasiva de lo que habrían podido hacerlo tocando en vivo para el público. Pero los discos crearon una especie de loop de retroalimentación: ahora existía la posibilidad de quedarse estancado en un disco o un músico en particular. Finalmente, después de que el pop construyó suficiente historia, era posible quedarse pegado a nuestra propia época pop o a un período anterior de nuestra preferencia. Ariel Pink: “Cuando a alguien le gusta la música de los sesenta, se queda a vivir ahí para siempre. Viven en el momento en que la persona que están escuchando se dejaba crecer el cabello largo por primera vez. Miran las fotos y sienten que realmente pueden vivir allí. En cuanto a mi generación, nosotros ni siquiera estuvimos ahí” –quiere decir biológicamente vivos en los sesenta; Pink nació en 1978– “de modo que realmente vivimos ‘ahí’. No tenemos noción del tiempo”.

La grabación fonográfica es una especie de escándalo filosófico en tanto captura un momento y lo perpetúa; conduce en la dirección equivocada en esa calle de mano única que es el Tiempo. En otro sentido, uno de los problemas de la música pop es que su esencia es el Acontecimiento: los momentos que definen una época como la aparición de Elvis Presley en The Ed Sullivan Show o The Beatles llegando al aeropuerto JFK en Nueva York, Hendrix inmolando “The Star-Spangled Banner” en Woodstock o los Sex Pistols disparando improperios en el show de Bill Grundy. Pero ese mismo medio del que depende y a través del cual se disemina –los discos y la televisión– permite que el Acontecimiento se vuelva permanente, sujeto a la repetición interminable. El momento deviene monumento.

(Fuente)

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