Hace un mes me
encontraba bien de salud, incluso francamente bien. A mis 81 años, seguía
nadando un kilómetro y medio cada día. Pero mi suerte tenía un límite: poco
después me enteré de que tengo metástasis múltiples en el hígado. Hace nueve
años me descubrieron en el ojo un tumor poco frecuente, un melanoma ocular.
Aunque la radiación y el tratamiento de láser a los que me sometí para
eliminarlo acabaron por dejarme ciego de ese ojo, es muy raro que ese tipo de
tumor se reproduzca. Pues bien, yo pertenezco al desafortunado 2%.
Doy gracias por haber
disfrutado de nueve años de buena salud y productividad desde el diagnóstico
inicial, pero ha llegado el momento de enfrentarme de cerca a la muerte. Las
metástasis ocupan un tercio de mi hígado, y, aunque se puede retrasar su avance,
son un tipo de cáncer que no puede detenerse. De modo que debo decidir cómo
vivir los meses que me quedan. Tengo que vivirlos de la manera más rica,
intensa y productiva que pueda. Me sirven de estímulo las palabras de uno de
mis filósofos favoritos, David Hume, que, al saber que estaba mortalmente
enfermo, a los 65 años, escribió una breve autobiografía, en un solo día de
abril de 1776. La tituló De mi propia
vida.
“Imagino un rápido
deterioro”, escribió. “Mi trastorno me ha producido muy poco dolor; y, lo que
es aún más raro, a pesar de mi gran empeoramiento, mi ánimo no ha decaído ni
por un instante. Poseo la misma pasión de siempre por el estudio y gozo igual
de la compañía de otros”.
He tenido la inmensa
suerte de vivir más allá de los 80 años, y esos 15 años más que los que vivió
Hume han sido tan ricos en el trabajo como en el amor. En ese tiempo he
publicado cinco libros y he terminado una autobiografía (bastante más larga que
las breves páginas de Hume) que se publicará esta primavera; y tengo unos
cuantos libros más casi terminados.
Hume continuaba:
“Soy... un hombre de temperamento dócil, de genio controlado, de carácter
abierto, sociable y alegre, capaz de sentir afecto pero poco dado al odio, y de
gran moderación en todas mis pasiones”.
En este aspecto soy
distinto de Hume. Si bien he tenido relaciones amorosas y amistades, y no tengo
auténticos enemigos, no puedo decir (ni podría decirlo nadie que me conozca)
que soy un hombre de temperamento dócil. Al contrario, soy una persona
vehemente, de violentos entusiasmos y una absoluta falta de contención en todas
mis pasiones.
Sin embargo, hay una
frase en el ensayo de Hume con la que estoy especialmente de acuerdo: “Es
difícil”, escribió, “sentir más desapego por la vida del que siento ahora”.
En los últimos días he
podido ver mi vida igual que si la observara desde una gran altura, como una
especie de paisaje, y con una percepción cada vez más profunda de la relación
entre todas sus partes. Ahora bien, ello no significa que la dé por terminada.
Por el contrario, me
siento increíblemente vivo, y deseo y espero, en el tiempo que me queda,
estrechar mis amistades, despedirme de las personas a las que quiero, escribir
más, viajar si tengo fuerza suficiente, adquirir nuevos niveles de comprensión
y conocimiento.
Eso quiere decir que
tendré que ser audaz, claro y directo, y tratar de arreglar mis cuentas con el
mundo. Pero también dispondré de tiempo para divertirme (e incluso para hacer
el tonto).
De pronto me siento
centrado y clarividente. No tengo tiempo para nada que sea superfluo. Debo dar
prioridad a mi trabajo, a mis amigos y a mí mismo. Voy a dejar de ver el
informativo de televisión todas las noches. Voy a dejar de prestar atención a
la política y los debates sobre el calentamiento global.
No es indiferencia
sino distanciamiento; sigo estando muy preocupado por Oriente Próximo, el
calentamiento global, las desigualdades crecientes, pero ya no son asunto mío;
son cosa del futuro. Me alegro cuando conozco a jóvenes de talento, incluso al
que me hizo la biopsia y diagnosticó mis metástasis. Tengo la sensación de que
el futuro está en buenas manos.
Soy cada vez más consciente,
desde hace unos 10 años, de las muertes que se producen entre mis
contemporáneos. Mi generación está ya de salida, y cada fallecimiento lo he
sentido como un desprendimiento, un desgarro de parte de mí mismo. Cuando
hayamos desaparecido no habrá nadie como nosotros, pero, por supuesto, nunca
hay nadie igual a otros. Cuando una persona muere, es imposible reemplazarla.
Deja un agujero que no se puede llenar, porque el destino de cada ser humano
—el destino genético y neural— es ser un individuo único, trazar su propio
camino, vivir su propia vida, morir su propia muerte.
No puedo fingir que no
tengo miedo. Pero el sentimiento que predomina en mí es la gratitud. He amado y
he sido amado; he recibido mucho y he dado algo a cambio; he leído, y viajado, y
pensado, y escrito. He tenido relación con el mundo, la especial relación de
los escritores y los lectores.
Y, sobre todo, he sido
un ser sensible, un animal pensante en este hermoso planeta, y eso, por sí
solo, ha sido un enorme privilegio y una aventura.
(Publicado en El País
de Madrid, febrero 21, 2015;
original en The New York Times)
original en The New York Times)
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