sábado, 31 de julio de 2010

El hombre que volvió del frío

por Luis GusmánLos Relatos autobiográficos de Thomas Bernhard, reunidos en un solo volumen, recorren desde su crítica feroz contra la educación hasta el horror del nazismo.

Los Relatos autobio-gráficos de Thomas Bernhard ("El origen", "El sótano", "El aliento", "El frío", "Un Niño") van desde su juventud a su infancia.


Y llevan subtítulos que funcionan como brújulas en la construcción de su "vida biográfica".

El origen

Este primer tomo, tiene como subtítulo: "Una indicación" y esto da la referencia desde dónde va a contar este tramo de su vida.

Estamos en Salzburgo durante la Segunda Guerra Mundial. La indicación es una descripción de la ciudad: "descripción como indicación de lo que debe ser dicho, de lo que debe ser indicado". Indicación sentenciosa sobre su ciudad de origen: "mi ciudad de origen es una enfermedad mortal". Salzburgo, como los
Divertimentos de Mozart, es una cajita de música.

Este lugar célebre por su belleza, tal como la describe Bernhard, es en esa época "una pequeña máquina perversa de belleza".

¿En qué reside esa perversión? En una descomposición horrorosa de los valores. Es una ciudad muerta donde los jóvenes se matan. Ya que el otro tema de este origen es el suicidio. Hay una calle de la metrópolis que los jóvenes eligen para suicidarse. Hay dos causas que los impulsan: la educación opresiva de los internados y la religión: "una ciudad así, totalmente a merced del embrutecimiento del catolicismo y totalmente dominada por ese embrutecimiento católico, y que además, en aquella época era una ciudad nazi de pies a cabeza." Esta ciudad durante la guerra se ha transformado en dos ciudades. La visible, destruida por los bombardeos con su estación de tren y su cartel nazi: "Las ruedas deben rodar para la victoria"; y otro submundo bajo tierra donde transcurría la vida que se respiraba en los refugios. Todo era doble, así había también dos radios; una para los alumnos de los internados con noticias sobre la victoria del nazismo: y otra radio, clandestina, la de la Resistencia. Cuando termina de contar su origen, Bernhard tenía quince años de edad.

El sótano

Este libro trata de una decisión. La de ir en una dirección opuesta a la del Instituto de Música que dirige la señora Grünkranz. La vida del instituto responde al tópico opresivo de otros establecimientos similares como los descriptos por Musil en Las tribulaciones del Estudiante Törless o Walser en Jakob von Gunten. El aprendiz rechaza cualquier propuesta de trabajo que lo lleve en dirección de su vida anterior. Es más, se obliga a elegir un camino opuesto. Es el pasaje del estudio opresivo al trabajo como libertad. Pero también la crítica lúcida y despiadada a los institutos de educación. Por lo cual el trabajo queda del lado de lo útil y la educación del lado del tedio y la inutilidad.

El aliento

Este relato comienza cuando Bernhard tiene dieciocho años y es internado en un hospital junto con su abuelo. Padece una pleuresía húmeda como consecuencia de los enfriamientos sufridos por cargar bolsas de papas en la tienda de comestibles de Podlaha. Los internados son, en su mayoría, enfermos terminales de tuberculosis. Al respecto, la historia de la literatura tiene relatos ejemplares: Thomas Mann conLa montaña mágica, y Onetti con Los adioses; sin dudas, "El aliento" se sitúa en este registro donde la enfermedad coincide también con una especie de iniciación, el pasaje de la juventud a cierta edad de hombre. Otro pasaje es el umbral que separa a los enfermos de la habitación de morir. El joven Bernhard ingresa en ella pero logra salir. Esa es su decisión, su aliento: "Entre dos caminos posibles, había decidido esa noche, en el instante decisivo por el camino de la vida."

El frío

En este tomo narra la hospitalización en el sanatorio de Grafenhof.

Le llega un boletín oficial con un billete de ferrocarril para ser trasladado, como quien es llamado a las filas. En ese sanatorio, Bernhard va a librar una batalla. A este libro lo subtitula: "El aislamiento", al que lo ha arrojado la enfermedad y la muerte de su abuelo. Pero también los carteles que rodean el lugar: "Alto. Establecimiento médico. Carretera prohibida. ¡Prohibido el paso!" En Grafenhof hay que sobreponerse a la enfermedad y a los hábitos: un uniforme, un horario, una dieta, un encierro.

Un niño

El último tomo de su autobiografía no está subtitulado. Como si sólo bastara con decir un niño. Aquí, narra desde los ocho años de edad, y cuenta los episodios más felices e infelices de su vida. Sus aventuras montando en una bicicleta Steyr -Waffenrad, sus desventuras con su madre y su tutor y la figura salvadora de su abuelo materno.

Entre estas vicisitudes transcurre: "la catástrofe elemental de mi infancia." Al final saca otro "pasaje de ferrocarril". Unas palabras del abuelo le posibilitan otro viaje: "Mi abuelo se llevó las manos a la cabeza y dijo: es una suerte que no sea Passau sino Salzburgo lo que te tengo destinado." Es cierto.

Nadie como Bernhard ha escrito sobre una ciudad ni con tanta virulencia ni con tanto lirismo.

Quizás sin saberlo Bernhard escribió su autobiografía "guiado" por la mano de su abuelo que fue un escritor inédito: "Se decía siempre que trabajaba en su gran novela, y mi abuela subrayaba esa observación, hecha siempre en un cuchicheo, con las palabras tendrá más de mil páginas. Para mí, era totalmente misterioso cómo podía sentarse alguien y escribir mil páginas." Sin duda, los libros escritos por Bernhard tuvieron como brújula develar ese misterio.


(publicado en el suplemento Ñ de Clarín)

miércoles, 28 de julio de 2010

Autor, imagen, espectador


Tres fragmentos de Esculpir en el tiempo, de Andrei Tarkovsky:


Si no se dice todo sobre un objeto de una sola vez, siempre existe la posibilidad de añadir algo con las propias reflexiones. En caso contrario se presenta al espectador la conclusión sin que tenga que pensar. Y como se le sirve tan en bandeja, la conclusión no le sirve de nada. ¿Es que un autor le puede decir algo al espectador cuando no comparte con él el esfuerzo y la alegría de la creación de una imagen?

Este procedimiento creativo tiene además otra ventaja. El único camino por el que el artista alza al espectador dentro del proceso de recepción a un mismo nivel consiste en dejar que él mismo componga la unidad de la película partiendo de sus partes, pudiendo añadir en sus pensamientos elementos propios. También por motivos de respeto mutuo entre artista y receptor, una relación de este tipo es la única comunicación artística adecuada.

Al hablar de poesía no estoy pensando en ningún género determinado. La poesía es para mí un modo de ver el mundo, una forma especial de relación con la realidad.

***

Tengo un gran amor por el cine. Y hay muchas cosas que aún no sé. Por ejemplo, ¿corresponderá mi trabajo a mi idea, el sistema de hipótesis de trabajo por las que ahora me estoy orientando? A mi alrededor hay muchas tentaciones, muchos prejuicios, tópicos, muchas ideas artísticas que me resultan extrañas. Y, además, ¡es tan simple hacer que una escena sea bella y efectista, rodada para conseguir el aplauso del público! Basta con que sigas ese camino, una sola vez... y estás perdido.

Con ayuda del cine se pueden tratar las cuestiones más complejas del presente a un nivel que durante siglos ha sido propio de la literatura, música y pintura. Pero una y otra vez hay que buscar y volver a buscar el camino por el que tiene que ir el cine como arte. Estoy convencido de que el trabajo práctico en el cine será para cada uno de nosotros algo infructuoso y desesperante si no comprendemos con toda exactitud y claridad la especificidad de este arte, si no encontramos en nosotros mismos la llave que tenemos para abrirla.

***

La imagen es algo que no se puede recoger y mucho menos estructurar. Se basa en el mismo mundo material que a la vez expresa. Y si éste es un mundo misterioso, también la imagen de él será misteriosa. La imagen es una ecuación determinada que expresa la relación recíproca entre la verdad y nuestra conciencia, limitada al espacio euclídeo. Independientemente de que no podamos percibir el universo en su totalidad, la imagen es capaz de expresar esa totalidad.

Una imagen es... una impresión de la verdad a la que podemos dirigir nuestra mirada desde nuestros ciegos ojos.

sábado, 24 de julio de 2010

3 ensayos de oposición


por César Aira


El demonio de la clasificación nos hace creer que todo se puede dividir en dos bandos. Aquí, tres situaciones de contraste en las que no gana ninguno de los dos, y más bien pierde la polarización.

(El resto aquí)

viernes, 23 de julio de 2010

Escribir un cuento


por Raymond Carver

Allá por la mitad de los sesenta empecé a notar los muchos problemas de concentración que me asaltaban ante las obras narrativas voluminosas. Durante un tiempo experimenté idéntica dificultad para leer tales obras como para escribirlas. Mi atención se despistaba; y decidí que no me hallaba en disposición de acometer la redacción de una novela. De todas formas, se trata de una historia angustiosa y hablar de ello puede resultar muy tedioso. Aunque no sea menos cierto que tuvo mucho que ver, todo esto, con mi dedicación a la poesía y a la narración corta. Verlo y soltarlo, sin pena alguna. Avanzar. Por ello perdí toda ambición, toda gran ambición, cuando andaba por los veintitantos años. Y creo que fue buena cosa que así me ocurriera. La ambición y la buena suerte son algo magnífico para un escritor que desea hacerse como tal. Porque una ambición desmedida, acompañada del infortunio, puede matarlo. Hay que tener talento.

Son muchos los escritores que poseen un buen montón de talento; no conozco a escritor alguno que no lo tenga. Pero la única manera posible de contemplar las cosas, la única contemplación exacta, la única forma de expresar aquello que se ha visto, requiere algo más. El mundo según Garp es, por supuesto, el resultado de una visión maravillosa en consonancia con John Irving. También hay un mundo en consonancia con Flannery O’Connor, y otro con William Faulkner, y otro con Ernest Hemingway. Hay mundos en consonancia con Cheever, Updike, Singer, Stanley Elkin, Ann Beattie, Cynthia Ozick, Donald Barthelme, Mary Robinson, William Kitredge, Barry Hannah, Ursula K. LeGuin... Cualquier gran escritor, o simplemente buen escritor, elabora un mundo en consonancia con su propia especificidad.

Tal cosa es consustancial al estilo propio, aunque no se trate, únicamente, del estilo. Se trata, en suma, de la firma inimitable que pone en todas sus cosas el escritor. Este es su mundo y no otro. Esto es lo que diferencia a un escritor de otro. No se trata de talento. Hay mucho talento a nuestro alrededor. Pero un escritor que posea esa forma especial de contemplar las cosas, y que sepa dar una expresión artística a sus contemplaciones, tarda en encontrarse.

Decía Isak Dinesen que ella escribía un poco todos los días, sin esperanza y sin desesperación. Algún día escribiré ese lema en una ficha de tres por cinco, que pegaré en la pared, detrás de mi escritorio... Entonces tendré al menos es ficha escrita. “El esmero es la ÚNICA convicción moral del escritor”. Lo dijo Ezra Pound. No lo es todo aunque signifique cualquier cosa; pero si para el escritor tiene importancia esa “única convicción moral”, deberá rastrearla sin desmayo.

Tengo clavada en mi pared una ficha de tres por cinco, en la que escribí un lema tomado de un relato de Chejov:... Y súbitamente todo empezó a aclarársele. Sentí que esas palabras contenían la maravilla de lo posible. Amo su claridad, su sencillez; amo la muy alta revelación que hay en ellas. Palabras que también tienen su misterio. Porque, ¿qué era lo que antes permanecía en la oscuridad? ¿Qué es lo que comienza a aclararse? ¿Qué está pasando? Bien podría ser la consecuencia de un súbito despertar. Siento una gran sensación de alivio por haberme anticipado a ello.

Una vez escuché al escritor Geoffrey Wolff decir a un grupo de estudiantes: No a los juegos triviales. También eso pasó a una ficha de tres por cinco. Sólo que con una leve corrección: No jugar. Odio los juegos. Al primer signo de juego o de truco en una narración, sea trivial o elaborado, cierro el libro. Los juegos literarios se han convertido últimamente en una pesada carga, que yo, sin embargo, puedo estibar fácilmente sólo con no prestarles la atención que reclaman. Pero también una escritura minuciosa, puntillosa, o plúmbea, pueden echarme a dormir. El escritor no necesita de juegos ni de trucos para hacer sentir cosas a sus lectores. Aún a riesgo de parecer trivial, el escritor debe evitar el bostezo, el espanto de sus lectores.

Hace unos meses, en el New York Times Books Review, John Barth decía que, hace diez años, la gran mayoría de los estudiantes que participaban en sus seminarios de literatura estaban altamente interesados en la “innovación formal”, y eso, hasta no hace mucho, era objeto de atención. Se lamentaba Barth, en su artículo, porque en los ochenta han sido muchos los escritores entregados a la creación de novelas ligeras y hasta “pop”. Argüía que el experimentalismo debe hacerse siempre en los márgenes, en paralelo con las concepciones más libres. Por mi parte, debo confesar que me ataca un poco los nervios oír hablar de “innovaciones formales” en la narración. Muy a menudo, la “experimentación” no es más que un pretexto para la falta de imaginación, para la vacuidad absoluta. Muy a menudo no es más que una licencia que se toma el autor para alienar —y maltratar, incluso— a sus lectores. Esa escritura, con harta frecuencia, nos despoja de cualquier noticia acerca del mundo; se limita a describir una desierta tierra de nadie, en la que pululan lagartos sobre algunas dunas, pero en la que no hay gente; una tierra sin habitar por algún ser humano reconocible; un lugar que quizá sólo resulte interesante para un puñado de especializadísimos científicos.

Sí puede haber, no obstante, una experimentación literaria original que llene de regocijo a los lectores. Pero esa manera de ver las cosas —Barthelme, por ejemplo— no puede ser imitada luego por otro escritor. Eso no sería trabajar. Sólo hay un Barthelme, y un escritor cualquiera que tratase de apropiarse de su peculiar sensibilidad, de su mise en scène, bajo el pretexto de la innovación, no llegará sino al caos, a la dispersión y, lo que es peor, a la decepción de sí mismo. La experimentación de veras será algo nuevo, como pedía Pound, y deberá dar con sus propios hallazgos. Aunque si el escritor se desprende de su sensibilidad no hará otra cosa que transmitirnos noticias de su mundo.

Tanto en la poesía como en la narración breve, es posible hablar de lugares comunes y de cosas usadas comúnmente con un lenguaje claro, y dotar a esos objetos —una silla, la cortina de una ventana, un tenedor, una piedra, un pendiente de mujer— con los atributos de lo inmenso, con un poder renovado. Es posible escribir un diálogo aparentemente inocuo que, sin embargo, provoque un escalofrío en la espina dorsal del lector, como bien lo demuestran las delicias debidas a Navokov. Esa es de entre los escritores, la clase que más me interesa. Odio, por el contrario, la escritura sucia o coyuntural que se disfraza con los hábitos de la experimentación o con la supuesta zafiedad que se atribuye a un supuesto realismo. En el maravilloso cuento de Isaak Babel, Guy de Maupassant, el narrador dice acerca de la escritura: Ningún hierro puede despedazar tan fuertemente el corazón como un punto puesto en el lugar que le corresponde. Eso también merece figurar en una ficha de tres por cinco.

En una ocasión decía Evan Connell que supo de la conclusión de uno de sus cuentos cuando se descubrió quitando las comas mientras leía lo escrito, y volviéndolas a poner después, en una nueva lectura, allá donde antes estuvieran. Me gusta ese procedimiento de trabajo, me merece un gran respeto tanto cuidado. Porque eso es lo que hacemos, a fin de cuentas. Hacemos palabra y deben ser palabras escogidas, puntuadas en donde corresponda, para que puedan significar lo que en verdad pretenden. Si las palabras están en fuerte maridaje con las emociones del escritor, o si son imprecisas e inútiles para la expresión de cualquier razonamiento —si las palabras resultan oscuras, enrevesadas— los ojos del lector deberán volver sobre ellas y nada habremos ganado. El propio sentido de lo artístico que tenga el autor no debe ser comprometido por nosotros. Henry James llamó “especificación endeble” a este tipo de desafortunada escritura.

Tengo amigos que me cuentan que deben acelerar la conclusión de uno de sus libros porque necesitan el dinero o porque sus editores, o sus esposas, les apremian a ello. “Lo haría mejor si tuviera más tiempo”, dicen. No sé qué decir cuando un amigo novelista me suelta algo parecido. Ese no es mi problema. Pero si el escritor no elabora su obra de acuerdo con sus posibilidades y deseos, ¿por qué ocurre tal cosa? Pues en definitiva sólo podemos llevarnos a la tumba la satisfacción de haber hecho lo mejor, de haber elaborado una obra que nos deje contentos. Me gustaría decir a mis amigos escritores cuál es la mejor manera de llegar a la cumbre. No debería ser tan difícil, y debe ser tanto o más honesto que encontrar un lugar querido para vivir. Un punto desde el que desarrollar tus habilidades, tus talentos, sin justificaciones ni excusas. Sin lamentaciones, sin necesidad de explicarse.

En un ensayo titulado “Escribir cuentos”, Flannery O’Connor habla de la escritura como de un acto de descubrimiento. Dice O’Connor que ella, muy a menudo, no sabe a dónde va cuando se sienta a escribir una historia, un cuento... Dice que se ve asaltada por la duda de que los escritores sepan realmente a dónde van cuando inician la redacción de un texto. Habla ella de la “piadosa gente del pueblo”, para poner un ejemplo de cómo jamás sabe cuál será la conclusión de un cuento hasta que está próxima al final:

“Cuando comencé a escribir el cuento no sabía que Ph.D. acabaría con una pierna de madera. Una buena mañana me descubrí a mí misma haciendo la descripción de dos mujeres de las que sabía algo, y cuando acabé vi que le había dado a una de ellas una hija con una pierna de madera. Recordé al marino bíblico, pero no sabía qué hacer con él. No sabía que robaba una pierna de madera diez o doce líneas antes de que lo hiciera, pero en cuanto me topé con eso supe que era lo que tenía que pasar, que era inevitable.”

Cuando leí esto hace unos cuantos años, me chocó el que alguien pudiera escribir de esa manera. Me pereció descorazonador, acaso un secreto, y creí que jamás sería capaz de hacer algo semejante. Aunque algo me decía que aquel era el camino ineludible para llegar al cuento. Me recuerdo leyendo una y otra vez el ejemplo de O’Connor.

Al fin tomé asiento y me puse a escribir una historia muy bonita, de la que su primera frase me dio la pauta a seguir. Durante días y más días, sin embargo, pensé mucho en esa frase: Él pasaba la aspiradora cuando sonó el teléfono. Sabía que la historia se encontraba allí, que de esas palabras brotaba su esencia. Sentí hasta los huesos que a partir de ese comienzo podría crecer, hacerse el cuento, si le dedicaba el tiempo necesario. Y encontré ese tiempo un buen día, a razón de doce o quince horas de trabajo. Después de la primera frase, de esa primera frase escrita una buena mañana, brotaron otras frases complementarias para complementarla.

Puedo decir que escribí el relato como si escribiera un poema: una línea; y otra debajo; y otra más. Maravillosamente pronto vi la historia y supe que era mía, la única por la que había esperado ponerme a escribir.

Me gusta hacerlo así cuando siento que una nueva historia me amenaza. Y siento que de esa propia amenaza puede surgir el texto. En ella se contiene la tensión, el sentimiento de que algo va a ocurrir, la certeza de que las cosas están como dormidas y prestas a despertar; e incluso la sensación de que no puede surgir de ello una historia. Pues esa tensión es parte fundamental de la historia, en tanto que las palabras convenientemente unidas pueden irla desvelando, cobrando forma en el cuento. Y también son importantes las cosas que dejamos fuera, pues aún desechándolas siguen implícitas en la narración, en ese espacio bruñido (y a veces fragmentario e inestable) que es sustrato de todas las cosas.

La definición que da V.S. Pritchett del cuento como “algo vislumbrado con el rabillo del ojo”, otorga a la mirada furtiva categoría de integrante del cuento. Primero es la mirada. Luego esa mirada ilumina un instante susceptible de ser narrado. Y de ahí se derivan las consecuencias y significados. Por ello deberá el cuentista sopesar detenidamente cada una de sus miradas y valores en su propio poder descriptivo. Así podrá aplicar su inteligencia, y su lenguaje literario (su talento), al propio sentido de la proporción, de la medida de las cosas: cómo son y cómo las ve el escritor; de qué manera diferente a las de los más las contempla. Ello precisa de un lenguaje claro y concreto; de un lenguaje para la descripción viva y en detalle que arroje la luz más necesaria al cuento que ofrecemos al lector. Esos detalles requieren, para concretarse y alcanzar un significado, un lenguaje preciso, el más preciso que pueda hallarse. Las palabras serán todo lo precisas que necesite un tono más llano, pues así podrán contener algo. Lo cual significa que, usadas correctamente, pueden hacer sonar todas las notas, manifestar todos los registros.

miércoles, 21 de julio de 2010

Del atractivo de los mediocres

Al cruzarme con un artículo sobre mi admirada Patricia Highsmith, leo algunos pasajes de Suspense, su único libro no narrativo, donde brinda un punto de vista acerca de "Cómo se se escribe una novela de intriga". Me llama la atención un pasaje referido a las relaciones sociales de un escritor -tópico poco frecuentado- y voy a buscar la cita completa al libro de referencia. Lo encuentro en el apartado relacionado a los diversos motivos que pueden incidir en el bloqueo creativo.

El pasaje completo:

Otra causa de esta falta de ideas es que el escritor se vea rodeado de personas que no le convienen, o simplemente personas, sean del tipo que sean. La gente puede ser estimulante, desde luego, y una frase dicha al azar, una anécdota o algo parecido puede poner en marcha la imaginación del escritor. Pero, en la mayoría de los casos, el plano de las relaciones sociales no es el plano sobre el que vuelan las ideas creativas. Es difícil ser receptivo hacia el propio inconsciente cuando se está en un grupo, o incluso con una sola persona, aunque esto último resulta más fácil. Es curioso, pero a veces las personas que nos atraen o de las que estamos enamorados son como una especie de caucho que nos aísla de la chispa de la inspiración. Espero que se me perdonará que pase de las bacterias a la electricidad para describir el proceso creativo. Es difícil describirlo. Tampoco quiero que se me tome por una persona mística cuando hablo de la gente y del efecto que surte en el escritor, pero hay algunas personas, a menudo las más inesperadas —sosas, perezosas, mediocres en todos los sentidos—, que por alguna razón inexplicable estimulan la imaginación. Yo he conocido a muchas. Me gusta verlas y hablar con ellas de vez en cuando, si es posible. No me preocupa que otras personas me pregunten: «¿Se puede saber qué ves en Fulano o Mengano?».

martes, 20 de julio de 2010

El mundo queda tan lejos














Huyamos de Kakania por un rato. La página web Postcards to Alphaville ha hecho un llamado a los artistas plásticos de todo el mundo para que envíen postales dedicadas a sus personajes cinematográficos favoritos. Una vez que acabe el proyecto, que hasta el momento lleva 44 candidatos (ver enlace), los mejores serán editados en libro. ¿Qué pensará el MPP de una idea así?

sábado, 17 de julio de 2010

P. L.



Gracias, Silencio.

“ÉL. — Tú no has visto nada de Hiroshima. Nada.

“ELLA. — Lo he visto todo. Todo… Por ejemplo, el hospital lo he visto. De eso estoy segura. Hay un hospital en Hiroshima. ¿Cómo iba a poder dejar de verlo?

“ÉL. — No has visto ningún hospital en Hiroshima. No has visto nada de Hiroshima.”

Margueritte Duras, comienzo del guión de Hiroshima Mon Amour.

jueves, 15 de julio de 2010

"Es fácil ser 'profundo': no hay más que dejarse invadir por las propias taras."

E. M. Cioran