por Zygmunt Bauman
Esto (por si lo han olvidado) es lo que
Walter Benjamin escribió a comienzos de la década de 1940 en su Tesis de filosofía de la historia acerca
del mensaje representado por el Angelus
Novus (que él llamó Ángel de la
Historia), pintado por Paul Klee en 1920:
El rostro
del Ángel de la Historia está vuelto hacia el pasado. Donde nosotros percibimos
una cadena de hechos, él ve una catástrofe única que no cesa de amontonar
escombros que aquella va arrojando a sus pies. Al ángel le gustaría quedarse,
despertar a los muertos y recomponer lo que ha quedado reducido a pedazos. Pero
una tempestad sopla desde el paraíso y esta se ha enredado con tal fuerza en
sus alas que el ángel ya no puede plegarlas. Ese vendaval lo empuja de manera
irresistible hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras el montón de
ruinas crece ante él alzándose hacia el cielo. Es el huracán que nosotros
llamamos progreso.
Si examináramos detenidamente el cuadro de
Klee casi un siglo después de que Benjamin plasmara por escrito su
insondablemente profunda y, en el fondo, incomparable apreciación, volveríamos
a sorprender al Ángel de la Historia en pleno vuelo. Pero lo que tal vez nos
llamaría más la atención sería el giro de ciento ochenta grados, la maniobra de
cambio de sentido que advertiríamos en su movimiento: su rostro vuelto del
pasado hacia el futuro, sus alas impelidas hacia atrás por el tormentoso viento
que soplaría esta vez desde el imaginado, previsto y temido por adelantado
infierno del futuro en dirección al paraíso del pasado (tal como,
probablemente, este es imaginado en retrospectiva después de haberse perdido y
haber quedado reducido a ruinas), un empuje —ahora como entonces— tan
poderosamente violento sobre esas alas «que el ángel ya no puede plegarlas».
Podríamos concluir que pasado y futuro son
captados en ese cuadro en pleno intercambio de sus virtudes y defectos
respectivos, según los entendió Klee (o, al menos, eso insinuó Benjamin) cien
años antes. Es ahora el futuro, cuya hora de ser sometido a escarnio parece
haber llegado tras haber sido ya tachado en su momento de poco fiable e
inmanejable, el que asignamos a la columna del debe. Y le toca el turno al
pasado de ser clasificado en la del haber, pues tiende a ser situado en un
contexto (real o supuesto) de verdadera libertad de elección y de esperanzas
todavía no desacreditadas.
La nostalgia, como bien ha sugerido Svetlana
Boym (profesora de literatura eslava y comparada en la Universidad de Harvard),
«es un sentimiento de pérdida y desplazamiento, pero también un idilio
romántico con nuestra propia fantasía personal». Aunque en el siglo XVII la
nostalgia se trataba como si fuera una enfermedad bastante curable —que unos
médicos suizos, por ejemplo, recomendaban remediar con opio, sanguijuelas y una
excursión a la montaña—, «llegado el siglo XX, lo que era una dolencia pasajera
se había convertido ya en el incurable trastorno que es hoy. El siglo XX
comenzó con una utopía futurista y concluyó sumido en la nostalgia». El
diagnóstico de Boym es claro: el mundo moderno está aquejado de «una epidemia
global de nostalgia, un anhelo afectivo de una comunidad dotada de una memoria
colectiva, un ansia de continuidad en un mundo fragmentado», y propone que
veamos esa epidemia como «un mecanismo de defensa en una época de ritmos de
vida acelerados y convulsiones históricas». Dicho «mecanismo de defensa»
consiste esencialmente en «la esperanza de reconstruir ese hogar ideal que
subyace a la esencia misma de muchas y poderosas ideologías actuales, y que nos
tienta a que renunciemos al pensamiento crítico para entregarnos a la
vinculación emocional». Y la propia Boym advierte: «El peligro de la nostalgia
radica en que tiende a confundir el hogar real y el imaginario». Finalmente,
esta profesora de Harvard nos ofrece una pista de dónde buscar para encontrar
(con toda probabilidad) tales peligros: concretamente, en cierta nostalgia
«restauradora», que es precisamente una característica de los «renaceres
nacionales y nacionalistas en todo el mundo, empeñados en fabricar mitos
antimodernos de la historia a través de la vuelta a los símbolos y la mitología
nacionales y, a veces también, de la reutilización de teorías de la
conspiración».
Permítanme señalar que la nostalgia solo es
un miembro más de la muy extensa familia de relaciones de afecto con «otro
lugar». Esta forma de afecto y, por ende —y por extensión—, todas las
tentaciones y trampas cuya presencia Boym detectó en la actual «epidemia global
de nostalgia» han sido ingredientes endémicos e inseparables de la condición
humana, por lo menos, desde el momento —difícil de precisar con exactitud— en
que se descubrió la opcionalidad de
las elecciones humanas; o —para ser más precisos— lo han sido desde que se
descubrió que la conducta humana es, y solo puede ser, una cuestión de libre
elección y que (aplicando la artificialísima artimaña de la proyección) el
mundo del aquí y el ahora no es más que uno entre un número indefinible de
mundos posibles (pasados, presentes y futuros). En la particular carrera de
relevos de la historia, la «epidemia global de nostalgia» tomó el testigo de
manos de una «epidemia de exaltación del progreso» que, a ritmo tan paulatino como
imparable, no cesaba de globalizarse.
De todos modos, la persecución prosigue
ininterrumpida. Podría cambiar de dirección e incluso de pista de competición,
pero no se detendrá. Kafka intentó captar en palabras ese imperativo interno,
inextinguible e insaciable, que nos tiene bajo su mando y que, probablemente,
seguirá teniéndonos así hasta el fin de los tiempos:
Escuché el
sonido de una trompeta y pregunté a mi criado a qué venía aquello. Él nada
sabía ni nada había oído. En el portalón, me detuvo y me preguntó:
—¿Adónde
va el señor?
—No
lo sé —le dije—, fuera de aquí, solo fuera de aquí. Fuera de aquí, nada más: es
el único modo de que alcance mi objetivo.
—¿Conoce
usted su objetivo? —preguntó él.
—Sí —le respondí—. Te lo acabo de decir.
Fuera de aquí: ese es mi objetivo.
Quinientos años después de que Tomás Moro
pusiera el nombre de Utopía al
milenario sueño humano del retorno a un paraíso o de instauración de un cielo
en la Tierra, el círculo de una nueva tríada hegeliana formada por una doble
negación está próximo actualmente a completarse. Toda vez que las posibilidades
de la felicidad humana (ligada desde Moro a un topos, a un lugar fijo, una polis,
una ciudad, un Estado soberano, regidos en cualesquiera de los casos por un
gobernante sabio y benevolente) han sido «desfijadas», desligadas de un topos determinado, al tiempo que
individualizadas, privatizadas y personalizadas (filializadas, por emplear un término del derecho societario, sobre
las cargadas espaldas de los individuos humanos que las llevan así cual
caracoles con su propia casa a cuestas), les ha llegado ahora el turno de ser
negadas por aquello que tan valientemente ellas mismas trataron de negar sin
éxito. De esa doble negación de la utopía de corte moroano —es decir, de su rechazo, primero, seguido de una
resurrección— surgen actualmente retrotopías,
que son mundos ideales ubicados en un pasado perdido/robado/abandonado que, aun
así, se ha resistido a morir, y no en ese futuro todavía por nacer (y, por lo tanto,
inexistente) al que estaba ligada la utopía dos grados de negación antes:
Según el
poeta irlandés Oscar Wilde, cuando llegásemos a la tierra de la abundancia,
deberíamos volver a fijar nuestra vista en el horizonte más lejano e izar de
nuevo las velas. «Progreso es hacer realidad las utopías», escribió. Pero el
horizonte lejano es un espacio vacío. La tierra de la abundancia está envuelta
en la niebla. Justo cuando deberíamos estar afrontando la histórica labor de
imbuir de sentido esta rica, segura y saludable existencia, hemos optado por
enterrar la utopía. No hay ningún sueño nuevo que la reemplace, porque no
podemos imaginar un mundo mejor que el que tenemos. De hecho, en los países
ricos, una mayoría de la población piensa que los hijos serán más pobres en
realidad de lo que hoy lo son sus padres y madres (quienes así opinan van desde
el 53% de los progenitores en Australia hasta el 90% de los mismos en Francia).
Los padres de los países ricos prevén que sus hijos estarán en peor situación
que ellos (en porcentaje).
Quien así escribe es Rutger Bregman en su más
reciente libro (de 2016), Utopia for
Realists [Utopía para realistas]
(subtitulado The Case for a Universal
Basic Income, Open Borders, and a 15-Hour Workweek [El caso de la renta básica universal, fronteras abiertas y una semana
de trabajo de quince horas]).
La privatización/individualización de la idea
de progreso y de la búsqueda de mejoras en la vida fue algo que los poderes
establecidos supieron vender muy bien (y que la mayoría de sus súbditos
compraron) como una forma de liberación: una ruptura con las duras exigencias
de la subordinación y la disciplina, pero al precio de perder los servicios
sociales y la protección del Estado. Para un elevado (y creciente) número de
súbditos, tal liberación terminó teniendo (lenta pero inexorablemente) tanto de
bendición como de maldición, cuando no más de esta última (en dosis todavía
crecientes). Las molestias de las restricciones fueron sustituidas por unos
riesgos no menos degradantes, aterradores y enervantes, riesgos de los que
inevitablemente está saturada esa situación de independencia personal por
decreto. El miedo a no contribuir (y a los consiguientes correctivos por tal
ausencia de aportación) que se calmaba con aquella conformidad u obediencia de
antaño, predecesora inmediata de la situación actual, fue reemplazado por un no
menos angustioso terror a la incompetencia, a no dar la talla. A medida que los
viejos temores fueron cayendo en el olvido y los nuevos adquirieron mayor
magnitud e intensidad, el ascenso y el descenso, la progresión y la regresión,
intercambiaron sus posiciones respectivas: al menos, así fue para un creciente
número de peones involuntarios de esta partida, condenados a la derrota (o así
era como se sentían, cuando menos). Esto impulsó los péndulos del modo de
pensar y la mentalidad populares en el sentido opuesto al anterior: de
depositar las esperanzas generales de mejora en un futuro incierto y
manifiestamente poco fiable, pasaron a depositarlas en un pasado de vago
recuerdo, valorado por su presunta estabilidad y (por lo tanto) también por su
presunta fiabilidad. Con semejante giro de ciento ochenta grados, el futuro se
ha transformado y ha dejado de ser el hábitat natural de las esperanzas y de
las más legítimas expectativas para convertirse en un escenario de pesadillas:
el terror a perder el trabajo y el estatus social asociado a este, el terror a
que nos confisquen el hogar y el resto de nuestros bienes y enseres, el terror
a contemplar impotentes cómo nuestros hijos caen sin remedio por la espiral
descendente de la pérdida de bienestar y prestigio, y el terror a ver las
competencias que tanto nos costó aprender y memorizar despojadas del poco valor
de mercado que les pudiera quedar. El camino hacia el futuro guarda así para
nosotros un asombroso parecido con una senda de corrupción y degeneración.
¿Acaso no podría aprovecharse el camino de vuelta, hacia el pasado, para
convertirlo en una ruta de limpieza de todos esos daños cometidos por los
futuros que sí se hicieron presentes en algún momento?
El impacto de un giro así […] se deja sentir
de un modo visible y palpable en todos
los niveles de cohabitación social, ya sea por la cosmovisión emergente a él
asociada, ya sea por las estrategias de vida que esa cosmovisión insinúa y
gesta. El más reciente diagnóstico de Javier Solana sobre la forma que ese
impacto adopta en la Unión Europea —que, recordemos, constituye un experimento
vanguardista por su pretensión de elevar la integración nacional a un ámbito
supranacional— podría servirnos (con unos ajustes relativamente leves) de
radiografía del giro de vuelta al pasado observable en todos los demás niveles.
Cada nivel utiliza un lenguaje propio y diferente, pero todos usan el suyo para
transmitirnos unas historias sorprendentemente similares.
En palabras de Solana, «la Unión Europea
presenta un peligroso cuadro de nostalgia. No solo existe un anhelo de regreso
a los “viejos tiempos” —aquellos en que la Unión Europea todavía no había
perpetrado la (presunta) vulneración de la soberanía nacional de sus Estados
miembros de la que se la acusa—, que alimenta el ascenso de partidos políticos
nacionalistas, sino que los dirigentes europeos continúan tratando de aplicar
soluciones de antaño a los problemas de hogaño». El propio Solana explica por
qué ha ocurrido esto, tomando como base para su argumentación los cambios más
recientes, drásticos y llamativos:
Tras la
crisis financiera global de 2008, el desempleo (sobre todo, el juvenil) se
disparó en las economías más débiles de la Unión Europea, y las más fuertes se
sintieron presionadas para «dar muestras de solidaridad», rescatando a los
países que estaban en apuros. Las economías más fuertes proporcionaron esos
rescates, pero imponiendo al mismo tiempo unas exigencias de austeridad que
dificultaban seriamente la recuperación económica de los receptores de aquel
apoyo. Pocos a un lado y a otro quedaron satisfechos y muchos echaron la culpa
a la integración europea.
Solana advierte que dar esa atribución de
culpabilidad por cierta es un terrible error que amenaza con alejarnos a todos
de la única vía justificable (y esperemos que transitable) que nos queda para
salir con dignidad de la difícil situación actual:
Si bien el
sufrimiento económico por el que están pasando muchos europeos es sin duda
real, la diagnosis que los nacionalistas hacen del origen de esas penalidades
es falsa. La realidad es que se puede criticar a la Unión Europea por el modo en que gestionó la crisis,
pero no se la puede culpar de los desequilibrios económicos globales que han
cebado el conflicto económico desde 2008. Tales desequilibrios son reflejo de
un fenómeno mucho más amplio: la globalización. Hay quienes han usado unas
experiencias poco ilusionantes con la globalización como excusa para abogar por
una vuelta al proteccionismo y a los tiempos (supuestamente idílicos) de las
fronteras nacionales fuertes. Otros, evocando con añoranza un Estado nación que
nunca existió realmente en tales términos, se aferran a la soberanía nacional
como motivo para rechazar una mayor integración europea. Ambos grupos
cuestionan los fundamentos mismos del proyecto europeo. Pero su memoria los
traiciona y sus anhelos los inducen a error.
Lo que yo llamo retrotopía es un derivado de la ya mencionada negación de segundo
grado: la negación de la negación de la utopía. Esta nueva negación comparte
con el legado de Tomás Moro su fijación por un topos territorialmente soberano: una tierra firme que se presume
capaz de proveer —y, a lo mejor, hasta de garantizar— un mínimo aceptable de
estabilidad y, por consiguiente, un grado satisfactorio de confianza en
nosotros mismos. En lo que difiere de ese legado, sin embargo, es en su
aprobación, absorción e incorporación de las contribuciones/correcciones
practicadas por su predecesor inmediato: en concreto, la sustitución de la idea
de la perfección suprema por el
supuesto del carácter no definitivo y endémicamente dinámico del orden que
promueve, lo que da pie a la posibilidad (y, más aún, a la deseabilidad) de una
sucesión indefinidamente larga de cambios adicionales que semejante idea
deslegitimaría y excluiría a priori.
Fiel al espíritu utópico, la retrotopía debe su fuerza a que transmite la
esperanza de reconciliar, por fin, la seguridad
con la libertad: una hazaña que ni el
ideal original ni su negación primera trataron de alcanzar —ni, en caso de
haberlo intentado, consiguieron. […]
Para poner el idilio retrotópico con el
pasado en su correcta perspectiva, conviene que estemos advertidos —ya desde el
principio— de algo más. Boym sugiere que las epidemias de nostalgia «suelen
seguir a las revoluciones» y añade con acierto que, en el caso de la Revolución
francesa, en 1789, no fue «únicamente el Antiguo Régimen el que produjo una
revolución, sino que, en cierto sentido, la revolución también produjo el
Antiguo Régimen, dotándolo de una forma, una sensación de conclusión y un aura
dorada», igual que fue la caída del comunismo la que dio origen a la imagen
idealizada de las décadas finales del régimen soviético como una «edad de oro
de la estabilidad, la fortaleza y la normalidad,
que es la opinión prevalente en la Rusia actual». En resumidas cuentas: aquello
a lo que nosotros «volvemos» por sistema cuando tenemos nuestros sueños
nostálgicos no es al pasado «tal cual», no es a ese pasado wie es ist eigentlich gewesen ist («como realmente ocurrió») que
Leopold von Ranke aconsejaba a los historiadores recuperar y representar (algo
que muchos de esos historiadores, aun lejos de existir unanimidad en ese
sentido entre ellos, se esforzaron de todo corazón por conseguir). En el muy
influyente ¿Qué es la historia?, de
E. H. Carr, podemos leer:
El
historiador es necesariamente selectivo. La creencia en un núcleo óseo de
hechos históricos existentes objetivamente y con independencia de la interpretación
del historiador es una falacia absurda, pero dificilísima de desarraigar. […]
Solía decirse que los hechos hablan por sí solos. Es falso, por supuesto. Los
hechos solo hablan cuando el historiador apela a ellos: él es quien decide a
qué hechos se da paso, y en qué orden y contexto hacerlo.
Carr dirigía ese argumento a sus homólogos,
los historiadores, a quienes suponía un genuino deseo de hallar y contar la
verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Sin embargo, en 1961, cuando
llegaron a las librerías los primeros ejemplares de su ¿Qué es la historia?, el uso generalizado, común incluso, de la
llamada política de la memoria (una
manera más de llamar a la práctica de la selección o el descarte arbitrarios de
hechos históricos por motivos políticos —o, más bien, partidistas—) no era aún
un secreto de dominio público como es ahora, gracias en gran parte a la
inquietante, aterradora incluso, vivisección que George Orwell hizo de su
«Ministerio de la Verdad», dedicado a «actualizar» (reescribir) continuamente
los registros históricos para ponerlos al día de las rápidamente cambiantes
políticas del Estado. Sea cual sea la ruta que los buscadores profesionales de
la verdad histórica hayan optado por seguir, y sea cual sea el esfuerzo con el
que hayan tratado de no desviarse de la opción tomada, sus hallazgos y sus
voces no son los únicos accesibles en el foro público. Tampoco son
necesariamente los que mejor se hacen oír entre las muchas voces que allí
compiten ni los que tienen garantizado llegar a un público más amplio; sus
competidores más hábiles y los inspectores y los administradores menos
escrupulosos tienden a anteponer la utilidad pragmática a la verdad como
criterio prioritario a la hora de separar sus relatos «correctos» de los «equivocados».
Hay motivos sobrados para suponer que la
llegada de la red informática mundial (la World Wide Web) y de Internet
presagia el declive de los Ministerios de la Verdad, pero lo que desde luego no
anuncia en modo alguno es el ocaso de la política
de la memoria histórica: si acaso, aumenta las oportunidades de desarrollo
de tal política y hace que sus instrumentos sean más ampliamente accesibles que
nunca y que sus repercusiones sean potencialmente más intensas y
trascendentales (aunque no necesariamente más duraderas). El final de los
Ministerios de la Verdad (es decir, del indiscutido monopolio sobre la emisión
de veredictos de veracidad de los hechos ejercido por los poderes establecidos)
no ha allanado el camino, sin embargo, al tránsito de los mensajes enviados por
los buscadores y enunciadores profesionales de la «verdad» hacia la conciencia
pública; si acaso, ha hecho que ese camino esté hoy más obstruido, revirado, y
sea más peligroso e inconsistente que antes.
A raíz del ahondamiento de la brecha de
separación entre poder y política (es decir, entre la capacidad de conseguir
que se hagan cosas y la de decidir qué cosas habría que hacer, facultad esta
última de la que, en tiempos, estuvo investido el Estado territorialmente
soberano), la idea original de buscar la felicidad humana a través del diseño y
la construcción de una sociedad más receptiva a las necesidades, los sueños y
los anhelos humanos terminó considerándose cada vez más nebulosa por falta de
una agencia que pareciera apta para afrontar la grandiosidad de tal tarea y el
reto representado por su formidable complejidad. Como Peter Drucker expresó sin
ambages (inspirado en parte quizá por aquella máxima thatcheriana de que there is no alternative [«no queda otra
alternativa»]), ya no se divisa en el futuro ninguna sociedad que ligue de una
vez por todas la perfección individual a la social, y tampoco sirve de nada
esperar que la salvación vaya a venir de la sociedad. Y según Ulrich Beck, que
tan sucintamente supo exponer ese argumento, lo que ha salido de aquello ha
sido una situación en la que corresponde ahora a cada individuo humano buscar y
encontrar (o interpretar) soluciones individuales a problemas producidos
socialmente, y aplicarlas desplegando el propio ingenio personal de cada uno y
las habilidades y los recursos de los que cada uno pueda valerse. El objetivo
ya no es conseguir una sociedad mejor
(pues mejorarla es una esperanza vana a todos los efectos), sino mejorar la
propia posición individual dentro de
esa sociedad tan esencial y definitivamente incorregible. En lugar de unas
recompensas compartidas por unos esfuerzos colectivos de reforma social, lo que
hoy está en juego son los despojos (individualmente capturados) de la
competencia.
(en Retrotropía. Paidós, Barcelona, 2017).