lunes, 11 de junio de 2018

La rampa (bis)


por Serge Daney

Se llama “cine clásico” al muy corto momento de la historia del cine -¿treinta años?- durante el cual los cineastas supieron producir el cebo de aquello que parece faltarle desde siempre al cine: la profundidad. Fue la edad de oro de la escenografía, el triunfo paradójico de una escenografía sin escena. Con el sonoro había desaparecido el lugar de la música de acompañamiento: orquesta o piano. Luego del sonoro, esta escenografía estará perseguida por el recuerdo del estudio, de la escena siempre necesariamente perdida del rodaje, desde entonces fracturada, volatilizada, sometida a los forzamientos del montaje, a los azares del cuadro, a los saltos de los tipos de planos. A estos forzamientos se los ha llamado “puesta en escena”, arte de señalar recorridos, para los espectadores, en un juego de argucias y de caprichos, con el fin de perderlos en un laberinto de raccords. Todo esto es suficientemente conocido.

Hoy estamos bastante lejos de ese cine. Ya no sabemos hacerlo y, por eso, lo amamos más que nunca. Ahí donde nos hemos “rendido”, nos damos cuenta de que la única profundidad, cuyo engaño podía construir el cine clásico, debía ser una “profundidad deseada”. Como se dice “un niño deseado”. El título de un film americano de Fritz Lang resume bien lo que hace a esta escenografía y al deseo que la sostiene: […] el secreto detrás de la puerta. Deseo de ver más, de ver detrás, de ver a través.

¿De qué se trataba, siempre? Del momento diferido en que se vería lo que había detrás. Detrás de cualquier cosa. El pacto del espectador sólo se sostiene sobre un punto: hay algo “detrás de la puerta”. Tal vez sea cualquier cosa. Tal vez sea el horror. Pero ese horror vale aún más que la constatación fría y desencantada de que no hay nada, y de que no puede haber nada allí, puesto que la imagen del cine es una superficie sin profundidad. Es lo que el cine moderno recordará, rompiendo el pacto.

La escenografía del cine clásico ha consistido entonces en disponer obstáculos en un estudio, luego luces, luego raíles para la cámara y, en último lugar, actores. Los grandes actores de ese cine son simplemente aquellos que menos se chocan con los obstáculos. O que lo hacen, como Gary Grant, con una elegancia cuyo secreto también se ha perdido. Los buenos cineastas son aquellos que saben hacer representar a cualquier objeto el papel de un ocultamiento temporal, lleno de la promesa de un “más para ver”. Objetos-pivote: las puertas y las ventanas, las miradas y los espejos, los cuerpos esbozados, el marco de una puerta. Y ese objeto inmaterial, la palabra, cuando se pone a funcionar como un retruécano o un jeroglífico.

Este cine ha captado al espectador más durablemente que todo otro porque nunca ha dejado de proponerle salidas. Aberturas para respirar y desenlaces para asegurarse. Supo hacer salir al espectador -de la escena o del film- para hacerlo volver enseguida a gozar del happy ending de las falsas salidas. De ahí la relativa indiferencia del cine clásico por los “contenidos” de los films, porque el único contenido real de un film reside en el arte con que no desalienta al espectador a volver para ver otro film que, de hecho, será una variante del primero.

¿Cuál es el límite del cine clásico? Que los ojos, las puertas, las palabras, los objetos-pivote y los objetos que ocultan no se abran sobre nada. Ya en Hitchcock: ojos reventados, puertas condenadas, lenguaje intransitivo y plano. Nada esconde nada porque todo puede verse. ¿Qué sucede si no hay nada para ver “detrás”? Un accidente. El cierre del circuito de la pulsión escópica. La mirada ya no se pierde entre obstáculo y profundidad, sino que es devuelta por la pantalla como una pelota sobre un muro. La imagen vuelve a fluir hacia el espectador con la aceleración del boomerang y lo golpea de lleno.

Llamaré “moderno” al cine que “asumió” esta no profundidad de la imagen, que la reivindicó y que pensó hacer de ella -con humor y con furor- una máquina de guerra contra el ilusionismo del cine clásico, contra la alienación de las series industriales, contra Hollywood.

Este cine nació -no por azar- en la Europa destruida y traumatizada de la posguerra, a partir de las ruinas de un cine aniquilado y descalificado, a partir del rechazo fundamental de la apariencia, de la puesta en escena, de la escena. Nació de un divorcio del teatro, expresado con fuerza por Bresson.
Ese rechazo sólo se comprende si no se pierde de vista que las grandes puestas en escena políticas, las propagandas de Estado, convertidas en cuadros vivientes, que las primeras manipulaciones humanas de masa, y que todo ese teatro ha desembocado -en lo real- en un desastre. Detrás de ese teatro guerrero, como su reverso oculto y su verdad vergonzosa, había otra escena que no ha dejado desde entonces de asediar las imaginaciones: la escena de los campos.

De modo que, por diferentes que hayan sido unos de otros, los grandes innovadores del cine moderno, de Rossellini a Godard, de Bresson a Resnais, de Tati a Antonioni, de Welles a Bergman, son aquellos que desvinculan radicalmente su arte del modelo teatral-propagandista, omnipresente por el contrario en el cine clásico. Tienen en común presentir que ya no tienen exactamente nada que ver con los mismos cuerpos de antes. De antes de los campos, antes de Hiroshima. Y que esto es irreversible.

¿Qué escenografía para el cine moderno, puesto que se está frente a (humor negro) un “hombre nuevo”, al superviviente de las sociedades post-industriales, frente a un cuerpo aligerado de su peso, del que la televisión naciente presenta su delgada radiografía macilenta? No es sorprendente que la pintura, y no ya el teatro, haya sido la primera referencia, el primer testigo del cine moderno. La concesión del estatuto de “autor", y la famosa “política” que debía acompañarlo, vinieron a señalar, en el momento preciso, que el viejo oficio de metteur en scène nunca más sería inocente.

Fue necesaria entonces una nueva escenografía donde la imagen funcionara como superficie, sin profundidad simulada, sin argucias, sin salida. Muro, hoja de papel, tela, cuadro negro, siempre un espejo. Un espejo donde el espectador captaría su propia mirada como la de un intruso, como una mirada de más. La pregunta central de esta escenografía ya no es: ¿Qué hay para ver detrás? sino, más bien: ¿Puedo sostener con la mirada aquello que, de todos modos, veo y que se despliega en un solo plano?

Se trata de una escenografía de la obscenidad, muy diferente de la pornografía sagrada del viejo star system. Lo que hacía que la Garbo, o la Dietrich, fueran stars es que miraban a lo lejos algo que ni siquiera era inimaginable. La modernidad comienza cuando la fotografía de Monika, de Bergman, estremeció a una generación entera de cinéfilos, sin que Harriet Anderson se vuelva sin embargo una star. O cuando las miradas-cámara furtivas e insistentes de Pickpocket, de Bresson, influencian a todo el cine de la Nouvelle Vague, mientras que el nombre mismo del “actor”, del que lleva de esa mirada, es olvidado.

¿Qué ha cambiado? Esas miradas nos ubican en una situación insostenible. Insostenible en todo caso para el “grande" y “buen” público de cine: ser testigo del goce del otro. Un otro que ya no es una star, sino cualquiera. Un otro que “no sabe nada” y que mira a través de nosotros, Sin vernos. Erotismo, por cierto, pero muy batailleano: exceso y sufrimiento.

En este sentido, si el cine moderno nace con la escena de la tortura frente a un tercero (Roma, ciudad abierta), termina tal vez con la eterna pregunta-denegación de los últimos films de Godard: ¿por qué en el cine se muestra siempre a las víctimas de frente y a los verdugos de espaldas? Pregunta de escenografía, si la hay. Con la mirada-cámara en su centro, mirada que niega al espectador y rompe con todas las identificaciones. Porque si se filma a los verdugos de frente, ellos disparan contra el espectador. Algo que faltaba demostrar.

Hoy es posible aventurar esto: el cine “moderno”, su imagen plana y su escenografía de la mirada, se aleja. No porque habría decaído, o porque habiendo desafiado al espectador, habría perdido definitivamente. Sino porque habría sido sustituido, generalizado y como “automatizado” por otro medio, la televisión. Ahí, la falta de profundidad y la espec(tac)ularización de todo son la regla. Herramienta de vigilancia, la televisión ha realizado al cine moderno. Pero también lo ha traicionado. El horror frente a la indiferencia, que confiere a los films de Godard ese pathos de sobresalto moral, se ha convertido, en la televisión, en indiferencia pura y simple frente al horror.

¿Y el cine? Los cineastas más inventivos de los años setenta han dejado de denunciar la ilusión de la escena. Menos histéricos, más genealógicos, muestran el mecanismo, no para desmitificar sino para restituir al cine esa complejidad perdida con la instauración del sonoro. La escena de cine, con sus reminiscencias teatrales, es compleja. Los cuerpos de cine, reales o representados, son necesariamente heterogéneos, imprevisibles, improvisados.
Ni la profundidad simulada de la imagen plana, ni la distancia real de la imagen respecto del espectador, sino la posibilidad ofrecida a éste de desplazarse lentamente a lo largo de las imágenes que se desplazan unas sobre otras. Con delicia y con ironía. Uno de los grandes momentos de esta escenografía del tercer tipo se encuentra al comienzo de un bello film de Raúl Ruiz, L’Hypothèse du tableau volé. La cámara encuadra, de frente, un cuadro a lo largo del cual se desliza insensiblemente, al sesgo, haciendo de él una anamorfosis, pasando detrás y llevándonos con ella. ¿Y qué encontramos allí? Ni algo, ni “nada”, sino un desván oscuro que se revelará como un museo. Un museo de la escenografía.

En las cumbres del cine, hemos vuelto a los bastidores de la imagen. En ese no man’s land, los diferentes sistemas de ilusión pueden funcionar uno al lado del otro. Democracia de la devastación: cuadros vivientes, “verdaderos” actores que se mueven y hablan, pequeñas marionetas en un cajón, cuadros reales, etc.

Esta escenografía ni clásica ni moderna es la de la “visita guiada”. La Historia del Cine, suponiendo que existe, toma prestado este puente barroco. En los films de Syberberg, el fondo de la imagen es siempre ya una imagen. Una imagen del cine. Entre ella y nosotros, sobre el delgado proscenio del estudio de cine, la ilusión se construye a la vista, exactamente como en los films de Méliès.
En Syberberg se juega la utopía de un cine de las primeras épocas cuyos héroes serían los niños o las marionetas. Esta utopía tiene lugar frente al espectáculo histérico del antiguo cine, el de la propaganda, de Hitler y de Hollywood. El cine tiene a partir de ahora al cine como tela de fondo.

Y el espectador, invitado a esos films-ceremonias como al museo de sus propias ilusiones, no es ya ni la apuesta ni el blanco de esta escenografía hojeada, barroca en forma de diorama. Es el espectador de la primera fila, el que está más cerca de una rampa imaginaria; ni teatro, ni cine, sino ese lugar ambivalente, que vale por todos, que es el estudio.

Syberberg, Ruiz, son seres llenos de cultura. Habría podido citar a Duras, Schroeter o Carmelo Bene. O incluso a Oliveira. Curiosamente, en la otra punta de la industria, en el nuevo Hollywood de los jóvenes cinéfilos-nababs, es la misma pregunta la que se agita a través del retorno a los efectos especiales, a Walt Disney y a la fantasmagoría del mudo.

Entonces, ¿el barroco?

En Cine, arte del presente. Santiago Arcos editor, Buenos Aires, 2004.

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