por Serge Daney
Se llama “cine clásico” al muy corto momento de la historia
del cine -¿treinta años?- durante el cual los cineastas supieron producir el
cebo de aquello que parece faltarle desde siempre al cine: la profundidad. Fue
la edad de oro de la escenografía, el triunfo paradójico de una escenografía
sin escena. Con el sonoro había desaparecido el lugar de la música de
acompañamiento: orquesta o piano. Luego del sonoro, esta escenografía estará
perseguida por el recuerdo del estudio, de la escena siempre necesariamente
perdida del rodaje, desde entonces fracturada, volatilizada, sometida a los
forzamientos del montaje, a los azares del cuadro, a los saltos de los tipos de
planos. A estos forzamientos se los ha llamado “puesta en escena”, arte de señalar
recorridos, para los espectadores, en un juego de argucias y de caprichos, con
el fin de perderlos en un laberinto de raccords.
Todo esto es suficientemente conocido.
Hoy estamos bastante lejos de ese cine. Ya no sabemos
hacerlo y, por eso, lo amamos más que nunca. Ahí donde nos hemos “rendido”, nos
damos cuenta de que la única profundidad, cuyo engaño podía construir el cine
clásico, debía ser una “profundidad deseada”. Como se dice “un niño deseado”.
El título de un film americano de Fritz Lang resume bien lo que hace a esta
escenografía y al deseo que la sostiene: […] el secreto detrás de la puerta.
Deseo de ver más, de ver detrás, de ver a través.
¿De qué se trataba, siempre? Del momento diferido en que se
vería lo que había detrás. Detrás de cualquier cosa. El pacto del espectador
sólo se sostiene sobre un punto: hay algo “detrás de la puerta”. Tal vez sea
cualquier cosa. Tal vez sea el horror. Pero ese horror vale aún más que la
constatación fría y desencantada de que no hay nada, y de que no puede haber
nada allí, puesto que la imagen del cine es una superficie sin profundidad. Es
lo que el cine moderno recordará, rompiendo el pacto.
La escenografía del cine clásico ha consistido entonces en
disponer obstáculos en un estudio, luego luces, luego raíles para la cámara y,
en último lugar, actores. Los grandes actores de ese cine son simplemente
aquellos que menos se chocan con los obstáculos. O que lo hacen, como Gary
Grant, con una elegancia cuyo secreto también se ha perdido. Los buenos
cineastas son aquellos que saben hacer representar a cualquier objeto el papel
de un ocultamiento temporal, lleno de la promesa de un “más para ver”.
Objetos-pivote: las puertas y las ventanas, las miradas y los espejos, los
cuerpos esbozados, el marco de una puerta. Y ese objeto inmaterial, la palabra,
cuando se pone a funcionar como un retruécano o un jeroglífico.
Este cine ha captado al espectador más durablemente que todo
otro porque nunca ha dejado de proponerle salidas. Aberturas para respirar y
desenlaces para asegurarse. Supo hacer salir al espectador -de la escena o del
film- para hacerlo volver enseguida a gozar del happy ending de las falsas salidas. De ahí la relativa indiferencia
del cine clásico por los “contenidos” de los films, porque el único contenido real
de un film reside en el arte con que no desalienta al espectador a volver para
ver otro film que, de hecho, será una variante del primero.
¿Cuál es el límite del cine clásico? Que los ojos, las
puertas, las palabras, los objetos-pivote y los objetos que ocultan no se abran
sobre nada. Ya en Hitchcock: ojos reventados, puertas condenadas, lenguaje
intransitivo y plano. Nada esconde nada porque todo puede verse. ¿Qué sucede si
no hay nada para ver “detrás”? Un accidente. El cierre del circuito de la pulsión
escópica. La mirada ya no se pierde entre obstáculo y profundidad, sino que es
devuelta por la pantalla como una pelota sobre un muro. La imagen vuelve a
fluir hacia el espectador con la aceleración del boomerang y lo golpea de lleno.
Llamaré “moderno” al cine que “asumió” esta no profundidad
de la imagen, que la reivindicó y que pensó hacer de ella -con humor y con
furor- una máquina de guerra contra el ilusionismo del cine clásico, contra la
alienación de las series industriales, contra Hollywood.
Este cine nació -no por azar- en la Europa destruida y
traumatizada de la posguerra, a partir de las ruinas de un cine aniquilado y
descalificado, a partir del rechazo fundamental de la apariencia, de la puesta
en escena, de la escena. Nació de un divorcio del teatro, expresado con fuerza
por Bresson.
Ese rechazo sólo se comprende si no se pierde de vista que
las grandes puestas en escena políticas, las propagandas de Estado, convertidas
en cuadros vivientes, que las primeras manipulaciones humanas de masa, y que
todo ese teatro ha desembocado -en lo real- en un desastre. Detrás de ese
teatro guerrero, como su reverso oculto y su verdad vergonzosa, había otra
escena que no ha dejado desde entonces de asediar las imaginaciones: la escena
de los campos.
De modo que, por diferentes que hayan sido unos de otros,
los grandes innovadores del cine moderno, de Rossellini a Godard, de Bresson a
Resnais, de Tati a Antonioni, de Welles a Bergman, son aquellos que desvinculan
radicalmente su arte del modelo teatral-propagandista, omnipresente por el
contrario en el cine clásico. Tienen en común presentir que ya no tienen
exactamente nada que ver con los mismos cuerpos de antes. De antes de los
campos, antes de Hiroshima. Y que esto es irreversible.
¿Qué escenografía para el cine moderno, puesto que se está
frente a (humor negro) un “hombre nuevo”, al superviviente de las sociedades
post-industriales, frente a un cuerpo aligerado de su peso, del que la
televisión naciente presenta su delgada radiografía macilenta? No es sorprendente
que la pintura, y no ya el teatro, haya sido la primera referencia, el primer
testigo del cine moderno. La concesión del estatuto de “autor", y la
famosa “política” que debía acompañarlo, vinieron a señalar, en el momento
preciso, que el viejo oficio de metteur
en scène nunca más sería inocente.
Fue necesaria entonces una nueva escenografía donde la
imagen funcionara como superficie, sin profundidad simulada, sin argucias, sin
salida. Muro, hoja de papel, tela, cuadro negro, siempre un espejo. Un espejo
donde el espectador captaría su propia mirada como la de un intruso, como una
mirada de más. La pregunta central de esta escenografía ya no es: ¿Qué hay para
ver detrás? sino, más bien: ¿Puedo sostener con la mirada aquello que, de todos
modos, veo y que se despliega en un solo plano?
Se trata de una escenografía de la obscenidad, muy diferente
de la pornografía sagrada del viejo star
system. Lo que hacía que la Garbo, o la Dietrich, fueran stars es que miraban a lo lejos algo que
ni siquiera era inimaginable. La modernidad comienza cuando la fotografía de Monika, de Bergman, estremeció a una
generación entera de cinéfilos, sin que Harriet Anderson se vuelva sin embargo
una star. O cuando las miradas-cámara
furtivas e insistentes de Pickpocket,
de Bresson, influencian a todo el cine de la Nouvelle Vague, mientras que el nombre mismo del “actor”, del que
lleva de esa mirada, es olvidado.
¿Qué ha cambiado? Esas miradas nos ubican en una situación
insostenible. Insostenible en todo caso para el “grande" y “buen” público
de cine: ser testigo del goce del otro. Un otro que ya no es una star, sino cualquiera. Un otro que “no
sabe nada” y que mira a través de nosotros, Sin vernos. Erotismo, por cierto,
pero muy batailleano: exceso y sufrimiento.
En este sentido, si el cine moderno nace con la escena de la
tortura frente a un tercero (Roma, ciudad
abierta), termina tal vez con la eterna pregunta-denegación de los últimos
films de Godard: ¿por qué en el cine se muestra siempre a las víctimas de
frente y a los verdugos de espaldas? Pregunta de escenografía, si la hay. Con
la mirada-cámara en su centro, mirada que niega al espectador y rompe con todas
las identificaciones. Porque si se filma a los verdugos de frente, ellos
disparan contra el espectador. Algo que faltaba demostrar.
Hoy es posible aventurar esto: el cine “moderno”, su imagen
plana y su escenografía de la mirada, se aleja. No porque habría decaído, o
porque habiendo desafiado al espectador, habría perdido definitivamente. Sino
porque habría sido sustituido, generalizado y como “automatizado” por otro
medio, la televisión. Ahí, la falta de profundidad y la espec(tac)ularización
de todo son la regla. Herramienta de vigilancia, la televisión ha realizado al
cine moderno. Pero también lo ha traicionado. El horror frente a la
indiferencia, que confiere a los films de Godard ese pathos de sobresalto moral, se ha convertido, en la televisión, en
indiferencia pura y simple frente al horror.
¿Y el cine? Los cineastas más inventivos de los años setenta
han dejado de denunciar la ilusión de la escena. Menos histéricos, más
genealógicos, muestran el mecanismo, no para desmitificar sino para restituir
al cine esa complejidad perdida con la instauración del sonoro. La escena de
cine, con sus reminiscencias teatrales, es compleja. Los cuerpos de cine,
reales o representados, son necesariamente heterogéneos, imprevisibles,
improvisados.
Ni la profundidad simulada de la imagen plana, ni la
distancia real de la imagen respecto del espectador, sino la posibilidad
ofrecida a éste de desplazarse lentamente a lo largo de las imágenes que se
desplazan unas sobre otras. Con delicia y con ironía. Uno de los grandes
momentos de esta escenografía del tercer tipo se encuentra al comienzo de un
bello film de Raúl Ruiz, L’Hypothèse du
tableau volé. La cámara encuadra, de frente, un cuadro a lo largo del cual
se desliza insensiblemente, al sesgo, haciendo de él una anamorfosis, pasando
detrás y llevándonos con ella. ¿Y qué encontramos allí? Ni algo, ni “nada”,
sino un desván oscuro que se revelará como un museo. Un museo de la
escenografía.
En las cumbres del cine, hemos vuelto a los bastidores de la
imagen. En ese no man’s land, los
diferentes sistemas de ilusión pueden funcionar uno al lado del otro.
Democracia de la devastación: cuadros vivientes, “verdaderos” actores que se
mueven y hablan, pequeñas marionetas en un cajón, cuadros reales, etc.
Esta escenografía ni clásica ni moderna es la de la “visita
guiada”. La Historia del Cine, suponiendo que existe, toma prestado este puente
barroco. En los films de Syberberg, el fondo de la imagen es siempre ya una
imagen. Una imagen del cine. Entre ella y nosotros, sobre el delgado proscenio
del estudio de cine, la ilusión se construye a la vista, exactamente como en
los films de Méliès.
En Syberberg se juega la utopía de un cine de las primeras
épocas cuyos héroes serían los niños o las marionetas. Esta utopía tiene lugar
frente al espectáculo histérico del antiguo cine, el de la propaganda, de Hitler
y de Hollywood. El cine tiene a partir de ahora al cine como tela de fondo.
Y el espectador, invitado a esos films-ceremonias como al
museo de sus propias ilusiones, no es ya ni la apuesta ni el blanco de esta
escenografía hojeada, barroca en forma de diorama. Es el espectador de la
primera fila, el que está más cerca de una rampa imaginaria; ni teatro, ni cine,
sino ese lugar ambivalente, que vale por todos, que es el estudio.
Syberberg, Ruiz, son seres llenos de cultura. Habría podido citar
a Duras, Schroeter o Carmelo Bene. O incluso a Oliveira. Curiosamente, en la
otra punta de la industria, en el nuevo Hollywood de los jóvenes cinéfilos-nababs,
es la misma pregunta la que se agita a través del retorno a los efectos especiales,
a Walt Disney y a la fantasmagoría del mudo.
Entonces, ¿el barroco?
En Cine, arte del presente. Santiago Arcos editor, Buenos Aires, 2004.
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