por Arthur C. Danto
Es del dominio público que el parecido, incluso el parecido exacto
entre pares de cosas, no convierte a una en imitación de la otra [...]. Las imitaciones se contrastan con la realidad, pero desde mi
posición sería dudoso utilizar para el análisis de la imitación justo uno de
los términos que trato de clarificar. Es evidente que la misma constatación
«eso no es real» contribuye en gran medida —tal como señaló Aristóteles en una
contundente contribución psicológica— al placer que las personas extraen de las
representaciones imitativas. «La visión de ciertas cosas nos produce desagrado»,
escribe Aristóteles en la Poética,
«pero disfrutamos con sus imitaciones más logradas, incluidas las formas de
animales que nos desagradan sobremanera y hasta cadáveres».
El conocimiento de que se trata de una imitación o, lo que es lo mismo,
la conciencia de que no es real, debe entonces presuponerse en dicho placer. De
modo que el placer en cuestión tiene cierta dimensión cognitiva, no demasiado
distinta a la que a menudo tienen los placeres más intensos. Parte del placer
sexual está seguramente en la convicción de que se tiene con la pareja adecuada,
o al menos con el tipo de pareja adecuada, y no está claro que el placer
sobreviviera al reconocimiento de que dicha convicción que se tuvo por cierta
era falsa. De modo similar, creo que hay convicciones implícitas en el placer
que se deriva de comer ciertas cosas, por ejemplo que sean el tipo de cosa que uno cree estar comiendo: la carne puede
convertirse en cenizas en la boca cuando uno descubre que su creencia era
falsa, por ejemplo, comer cerdo para un judío ortodoxo, vaca para un hindú
practicante o carne humana para la mayoría de la gente (por muy bueno que sea
el sabor). No hace falta que seamos capaces de notar la diferencia para que
haya una diferencia, ya que el placer de comer es más complejo, al menos en los
seres humanos, que el mero placer del gusto, tal como Nelson Goodman ha
señalado en un caso análogo: el conocimiento de que algo es diferente puede, al
fin y al cabo, hacer diferente el modo en que algo sabe. O en el caso
contrario, la diferencia entre dos cosas puede que no afecte tanto a las creencias
más fundamentales como para interferir en el placer de uno.
Está claro que la vaca no es una imitación del cerdo, ni los hombres
imitación de las mujeres, llevándolo al terreno de un caso sexual en el que
alguien esté convencido de tener relaciones con un tipo de pareja que resulta
no ser lo que uno pensaba (y en estos casos lo único que pasa es que nuestras
creencias son falsas, al tomar una cosa por otra). No estoy seguro de que lo
que separa a la imitación de lo real sea comparable a lo que distingue a los
hombres de las mujeres o a la carne de vaca de la de cerdo, en parte porque no
tengo muy claro cuál es el tipo de diferencia que nos dice qué es la realidad propiamente dicha. Pero es
curioso que la fuente del placer, en el caso de las imitaciones, deba entenderse
como lo contrario de lo real (lo que quiera que esto signifique), y que, en
consecuencia, el concepto de lo real se presuponga asumido por cualquiera que
obtenga placer de las imitaciones. Es posible que los niños sientan menos
placer por la imitación que los adultos, dado que no tienen tan desarrollado el
sentido de la realidad —o adquirido el concepto de realidad— y aunque las
imitaciones de hecho les produzcan placer, no será por su condición de
imitaciones, en el sentido que apuntaba Aristóteles. Se puede proporcionar un
placer considerable a una persona crédula imitando a un hijo que hace mucho
tiempo que no ve, haciéndose pasar por él, pero el placer de la persona no
sobreviviría al descubrimiento de que se trata de un hijo de imitación; y del
mismo modo, el placer del padre sería justo lo opuesto al descrito por
Aristóteles, en el que hay que saber que es una imitación donde dicha cualidad
de imitación es una parte de la explicación del placer que proporciona. Así una
persona podría sentir gran placer en lo que piensa que es una imitación de su
hijo, el cual se transformaría en un placer profundamente distinto con el descubrimiento
(«reconocimiento» lo llamaba Aristóteles) de que lo que había tenido por una
imitación resultaba ser su hijo real. Los placeres producidos por la imitación
serían, según todo eso, del mismo orden que aquel que generan las fantasías, en
las cuales está claro que lo que se disfruta es una fantasía y nadie se engaña
confundiéndola con una cosa real. Los que fantasean a veces son acosados por la
culpa si creen que sus fantasías son morbosas o sádicas y que, por lo tanto, ellos mismos lo son: en ese caso —puesto
que la mayoría de ellos se horrorizarían ante sus correspondientes realidades—
sucedería algo parecido a lo que, según Aristóteles, sucede con los animales
que más nos desagradan, cuya imagen nos gusta más cuanto más lograda es. No se
produce la inferencia de que «en el fondo» nos gustan esos animales. Parte del
placer se debe seguramente a la conciencia de que no está sucediendo de verdad, y no a que aprendamos de la
imitación, como llega a decir Aristóteles, que pretende dar una explicación
pero desvía la cuestión.
Este tipo de placer, entonces, sólo es accesible a quienes tienen un
concepto de la realidad que contrasta con la fantasía —o la imitación— y se dan
perfecta cuenta de que tratar de realizar nuestras fantasías sería otra clase
de placer bien distinto. Si no hay diferencias en los placeres, el primero no
puede explicarse como un placer que deriva de las fantasías, puesto que la
diferencia entre fantasía y hecho no es relevante en el plano hedonista: es una
fantasía lo que causa el placer, pero no por ser una fantasía. Por eso tanto el
conocimiento sobre la explicación del placer como la identidad de la fuente de
placer, deben ser más bien presupuestos. Y ninguno de éstos es accesible si el
concepto de la diferencia entre realidad y fantasía —o imitación— aún no se ha
formado (como en los niños) o es inoperante (como en el caso de los locos), de
acuerdo con la opinión de Platón cuando afirma que el loco vive en realidad los
placeres que la mayoría sólo soñamos. Como se ve, nos hallamos ante un nuevo
tipo de falsa conciencia, distinta de aquella de antes, en la que se estaba
convencido de comer carne de vaca cuando era de cerdo; pero aprender la
diferencia entre apariencia y realidad parece ser algo de un orden diferente y,
en cierto modo, más filosófico que aprender la diferencia entre cerdo y vaca, o
entre hombre y mujer; por eso deberíamos hacer un esfuerzo para clarificarlo,
aunque fuera provisionalmente, tanto más porque parece mostrar la diferencia
entre una obra de arte y una cosa real. En cualquier caso, el amante del arte
no es como el cavernícola de Platón, que es incapaz de marcar la diferencia
entre realidad y apariencia: el placer del amante del arte está basado
precisamente en una diferencia que debe ser capaz de marcar lógicamente.
(de La transfiguración del lugar común. Una filosofía del arte,
Paidós, Barcelona, 2002)
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