miércoles, 13 de junio de 2018

La era de la nostalgia


por Zygmunt Bauman

Esto (por si lo han olvidado) es lo que Walter Benjamin escribió a comienzos de la década de 1940 en su Tesis de filosofía de la historia acerca del mensaje representado por el Angelus Novus (que él llamó Ángel de la Historia), pintado por Paul Klee en 1920:

El rostro del Ángel de la Historia está vuelto hacia el pasado. Donde nosotros percibimos una cadena de hechos, él ve una catástrofe única que no cesa de amontonar escombros que aquella va arrojando a sus pies. Al ángel le gustaría quedarse, despertar a los muertos y recomponer lo que ha quedado reducido a pedazos. Pero una tempestad sopla desde el paraíso y esta se ha enredado con tal fuerza en sus alas que el ángel ya no puede plegarlas. Ese vendaval lo empuja de manera irresistible hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras el montón de ruinas crece ante él alzándose hacia el cielo. Es el huracán que nosotros llamamos progreso.

Si examináramos detenidamente el cuadro de Klee casi un siglo después de que Benjamin plasmara por escrito su insondablemente profunda y, en el fondo, incomparable apreciación, volveríamos a sorprender al Ángel de la Historia en pleno vuelo. Pero lo que tal vez nos llamaría más la atención sería el giro de ciento ochenta grados, la maniobra de cambio de sentido que advertiríamos en su movimiento: su rostro vuelto del pasado hacia el futuro, sus alas impelidas hacia atrás por el tormentoso viento que soplaría esta vez desde el imaginado, previsto y temido por adelantado infierno del futuro en dirección al paraíso del pasado (tal como, probablemente, este es imaginado en retrospectiva después de haberse perdido y haber quedado reducido a ruinas), un empuje —ahora como entonces— tan poderosamente violento sobre esas alas «que el ángel ya no puede plegarlas».

Podríamos concluir que pasado y futuro son captados en ese cuadro en pleno intercambio de sus virtudes y defectos respectivos, según los entendió Klee (o, al menos, eso insinuó Benjamin) cien años antes. Es ahora el futuro, cuya hora de ser sometido a escarnio parece haber llegado tras haber sido ya tachado en su momento de poco fiable e inmanejable, el que asignamos a la columna del debe. Y le toca el turno al pasado de ser clasificado en la del haber, pues tiende a ser situado en un contexto (real o supuesto) de verdadera libertad de elección y de esperanzas todavía no desacreditadas.

La nostalgia, como bien ha sugerido Svetlana Boym (profesora de literatura eslava y comparada en la Universidad de Harvard), «es un sentimiento de pérdida y desplazamiento, pero también un idilio romántico con nuestra propia fantasía personal». Aunque en el siglo XVII la nostalgia se trataba como si fuera una enfermedad bastante curable —que unos médicos suizos, por ejemplo, recomendaban remediar con opio, sanguijuelas y una excursión a la montaña—, «llegado el siglo XX, lo que era una dolencia pasajera se había convertido ya en el incurable trastorno que es hoy. El siglo XX comenzó con una utopía futurista y concluyó sumido en la nostalgia». El diagnóstico de Boym es claro: el mundo moderno está aquejado de «una epidemia global de nostalgia, un anhelo afectivo de una comunidad dotada de una memoria colectiva, un ansia de continuidad en un mundo fragmentado», y propone que veamos esa epidemia como «un mecanismo de defensa en una época de ritmos de vida acelerados y convulsiones históricas». Dicho «mecanismo de defensa» consiste esencialmente en «la esperanza de reconstruir ese hogar ideal que subyace a la esencia misma de muchas y poderosas ideologías actuales, y que nos tienta a que renunciemos al pensamiento crítico para entregarnos a la vinculación emocional». Y la propia Boym advierte: «El peligro de la nostalgia radica en que tiende a confundir el hogar real y el imaginario». Finalmente, esta profesora de Harvard nos ofrece una pista de dónde buscar para encontrar (con toda probabilidad) tales peligros: concretamente, en cierta nostalgia «restauradora», que es precisamente una característica de los «renaceres nacionales y nacionalistas en todo el mundo, empeñados en fabricar mitos antimodernos de la historia a través de la vuelta a los símbolos y la mitología nacionales y, a veces también, de la reutilización de teorías de la conspiración».

Permítanme señalar que la nostalgia solo es un miembro más de la muy extensa familia de relaciones de afecto con «otro lugar». Esta forma de afecto y, por ende —y por extensión—, todas las tentaciones y trampas cuya presencia Boym detectó en la actual «epidemia global de nostalgia» han sido ingredientes endémicos e inseparables de la condición humana, por lo menos, desde el momento —difícil de precisar con exactitud— en que se descubrió la opcionalidad de las elecciones humanas; o —para ser más precisos— lo han sido desde que se descubrió que la conducta humana es, y solo puede ser, una cuestión de libre elección y que (aplicando la artificialísima artimaña de la proyección) el mundo del aquí y el ahora no es más que uno entre un número indefinible de mundos posibles (pasados, presentes y futuros). En la particular carrera de relevos de la historia, la «epidemia global de nostalgia» tomó el testigo de manos de una «epidemia de exaltación del progreso» que, a ritmo tan paulatino como imparable, no cesaba de globalizarse.

De todos modos, la persecución prosigue ininterrumpida. Podría cambiar de dirección e incluso de pista de competición, pero no se detendrá. Kafka intentó captar en palabras ese imperativo interno, inextinguible e insaciable, que nos tiene bajo su mando y que, probablemente, seguirá teniéndonos así hasta el fin de los tiempos:

Escuché el sonido de una trompeta y pregunté a mi criado a qué venía aquello. Él nada sabía ni nada había oído. En el portalón, me detuvo y me preguntó:
       —¿Adónde va el señor?
       —No lo sé —le dije—, fuera de aquí, solo fuera de aquí. Fuera de aquí, nada más: es el único modo de que alcance mi objetivo.
      —¿Conoce usted su objetivo? —preguntó él.
      —Sí —le respondí—. Te lo acabo de decir. Fuera de aquí: ese es mi objetivo.
 

Quinientos años después de que Tomás Moro pusiera el nombre de Utopía al milenario sueño humano del retorno a un paraíso o de instauración de un cielo en la Tierra, el círculo de una nueva tríada hegeliana formada por una doble negación está próximo actualmente a completarse. Toda vez que las posibilidades de la felicidad humana (ligada desde Moro a un topos, a un lugar fijo, una polis, una ciudad, un Estado soberano, regidos en cualesquiera de los casos por un gobernante sabio y benevolente) han sido «desfijadas», desligadas de un topos determinado, al tiempo que individualizadas, privatizadas y personalizadas (filializadas, por emplear un término del derecho societario, sobre las cargadas espaldas de los individuos humanos que las llevan así cual caracoles con su propia casa a cuestas), les ha llegado ahora el turno de ser negadas por aquello que tan valientemente ellas mismas trataron de negar sin éxito. De esa doble negación de la utopía de corte moroano —es decir, de su rechazo, primero, seguido de una resurrección— surgen actualmente retrotopías, que son mundos ideales ubicados en un pasado perdido/robado/abandonado que, aun así, se ha resistido a morir, y no en ese futuro todavía por nacer (y, por lo tanto, inexistente) al que estaba ligada la utopía dos grados de negación antes:

Según el poeta irlandés Oscar Wilde, cuando llegásemos a la tierra de la abundancia, deberíamos volver a fijar nuestra vista en el horizonte más lejano e izar de nuevo las velas. «Progreso es hacer realidad las utopías», escribió. Pero el horizonte lejano es un espacio vacío. La tierra de la abundancia está envuelta en la niebla. Justo cuando deberíamos estar afrontando la histórica labor de imbuir de sentido esta rica, segura y saludable existencia, hemos optado por enterrar la utopía. No hay ningún sueño nuevo que la reemplace, porque no podemos imaginar un mundo mejor que el que tenemos. De hecho, en los países ricos, una mayoría de la población piensa que los hijos serán más pobres en realidad de lo que hoy lo son sus padres y madres (quienes así opinan van desde el 53% de los progenitores en Australia hasta el 90% de los mismos en Francia). Los padres de los países ricos prevén que sus hijos estarán en peor situación que ellos (en porcentaje).

Quien así escribe es Rutger Bregman en su más reciente libro (de 2016), Utopia for Realists [Utopía para realistas] (subtitulado The Case for a Universal Basic Income, Open Borders, and a 15-Hour Workweek [El caso de la renta básica universal, fronteras abiertas y una semana de trabajo de quince horas]).

La privatización/individualización de la idea de progreso y de la búsqueda de mejoras en la vida fue algo que los poderes establecidos supieron vender muy bien (y que la mayoría de sus súbditos compraron) como una forma de liberación: una ruptura con las duras exigencias de la subordinación y la disciplina, pero al precio de perder los servicios sociales y la protección del Estado. Para un elevado (y creciente) número de súbditos, tal liberación terminó teniendo (lenta pero inexorablemente) tanto de bendición como de maldición, cuando no más de esta última (en dosis todavía crecientes). Las molestias de las restricciones fueron sustituidas por unos riesgos no menos degradantes, aterradores y enervantes, riesgos de los que inevitablemente está saturada esa situación de independencia personal por decreto. El miedo a no contribuir (y a los consiguientes correctivos por tal ausencia de aportación) que se calmaba con aquella conformidad u obediencia de antaño, predecesora inmediata de la situación actual, fue reemplazado por un no menos angustioso terror a la incompetencia, a no dar la talla. A medida que los viejos temores fueron cayendo en el olvido y los nuevos adquirieron mayor magnitud e intensidad, el ascenso y el descenso, la progresión y la regresión, intercambiaron sus posiciones respectivas: al menos, así fue para un creciente número de peones involuntarios de esta partida, condenados a la derrota (o así era como se sentían, cuando menos). Esto impulsó los péndulos del modo de pensar y la mentalidad populares en el sentido opuesto al anterior: de depositar las esperanzas generales de mejora en un futuro incierto y manifiestamente poco fiable, pasaron a depositarlas en un pasado de vago recuerdo, valorado por su presunta estabilidad y (por lo tanto) también por su presunta fiabilidad. Con semejante giro de ciento ochenta grados, el futuro se ha transformado y ha dejado de ser el hábitat natural de las esperanzas y de las más legítimas expectativas para convertirse en un escenario de pesadillas: el terror a perder el trabajo y el estatus social asociado a este, el terror a que nos confisquen el hogar y el resto de nuestros bienes y enseres, el terror a contemplar impotentes cómo nuestros hijos caen sin remedio por la espiral descendente de la pérdida de bienestar y prestigio, y el terror a ver las competencias que tanto nos costó aprender y memorizar despojadas del poco valor de mercado que les pudiera quedar. El camino hacia el futuro guarda así para nosotros un asombroso parecido con una senda de corrupción y degeneración. ¿Acaso no podría aprovecharse el camino de vuelta, hacia el pasado, para convertirlo en una ruta de limpieza de todos esos daños cometidos por los futuros que sí se hicieron presentes en algún momento?

El impacto de un giro así […] se deja sentir de un modo visible y palpable en todos los niveles de cohabitación social, ya sea por la cosmovisión emergente a él asociada, ya sea por las estrategias de vida que esa cosmovisión insinúa y gesta. El más reciente diagnóstico de Javier Solana sobre la forma que ese impacto adopta en la Unión Europea —que, recordemos, constituye un experimento vanguardista por su pretensión de elevar la integración nacional a un ámbito supranacional— podría servirnos (con unos ajustes relativamente leves) de radiografía del giro de vuelta al pasado observable en todos los demás niveles. Cada nivel utiliza un lenguaje propio y diferente, pero todos usan el suyo para transmitirnos unas historias sorprendentemente similares.

En palabras de Solana, «la Unión Europea presenta un peligroso cuadro de nostalgia. No solo existe un anhelo de regreso a los “viejos tiempos” —aquellos en que la Unión Europea todavía no había perpetrado la (presunta) vulneración de la soberanía nacional de sus Estados miembros de la que se la acusa—, que alimenta el ascenso de partidos políticos nacionalistas, sino que los dirigentes europeos continúan tratando de aplicar soluciones de antaño a los problemas de hogaño». El propio Solana explica por qué ha ocurrido esto, tomando como base para su argumentación los cambios más recientes, drásticos y llamativos:

Tras la crisis financiera global de 2008, el desempleo (sobre todo, el juvenil) se disparó en las economías más débiles de la Unión Europea, y las más fuertes se sintieron presionadas para «dar muestras de solidaridad», rescatando a los países que estaban en apuros. Las economías más fuertes proporcionaron esos rescates, pero imponiendo al mismo tiempo unas exigencias de austeridad que dificultaban seriamente la recuperación económica de los receptores de aquel apoyo. Pocos a un lado y a otro quedaron satisfechos y muchos echaron la culpa a la integración europea.

Solana advierte que dar esa atribución de culpabilidad por cierta es un terrible error que amenaza con alejarnos a todos de la única vía justificable (y esperemos que transitable) que nos queda para salir con dignidad de la difícil situación actual:

Si bien el sufrimiento económico por el que están pasando muchos europeos es sin duda real, la diagnosis que los nacionalistas hacen del origen de esas penalidades es falsa. La realidad es que se puede criticar a la Unión Europea por el modo en que gestionó la crisis, pero no se la puede culpar de los desequilibrios económicos globales que han cebado el conflicto económico desde 2008. Tales desequilibrios son reflejo de un fenómeno mucho más amplio: la globalización. Hay quienes han usado unas experiencias poco ilusionantes con la globalización como excusa para abogar por una vuelta al proteccionismo y a los tiempos (supuestamente idílicos) de las fronteras nacionales fuertes. Otros, evocando con añoranza un Estado nación que nunca existió realmente en tales términos, se aferran a la soberanía nacional como motivo para rechazar una mayor integración europea. Ambos grupos cuestionan los fundamentos mismos del proyecto europeo. Pero su memoria los traiciona y sus anhelos los inducen a error.

Lo que yo llamo retrotopía es un derivado de la ya mencionada negación de segundo grado: la negación de la negación de la utopía. Esta nueva negación comparte con el legado de Tomás Moro su fijación por un topos territorialmente soberano: una tierra firme que se presume capaz de proveer —y, a lo mejor, hasta de garantizar— un mínimo aceptable de estabilidad y, por consiguiente, un grado satisfactorio de confianza en nosotros mismos. En lo que difiere de ese legado, sin embargo, es en su aprobación, absorción e incorporación de las contribuciones/correcciones practicadas por su predecesor inmediato: en concreto, la sustitución de la idea de la perfección suprema por el supuesto del carácter no definitivo y endémicamente dinámico del orden que promueve, lo que da pie a la posibilidad (y, más aún, a la deseabilidad) de una sucesión indefinidamente larga de cambios adicionales que semejante idea deslegitimaría y excluiría a priori. Fiel al espíritu utópico, la retrotopía debe su fuerza a que transmite la esperanza de reconciliar, por fin, la seguridad con la libertad: una hazaña que ni el ideal original ni su negación primera trataron de alcanzar —ni, en caso de haberlo intentado, consiguieron. […]

Para poner el idilio retrotópico con el pasado en su correcta perspectiva, conviene que estemos advertidos —ya desde el principio— de algo más. Boym sugiere que las epidemias de nostalgia «suelen seguir a las revoluciones» y añade con acierto que, en el caso de la Revolución francesa, en 1789, no fue «únicamente el Antiguo Régimen el que produjo una revolución, sino que, en cierto sentido, la revolución también produjo el Antiguo Régimen, dotándolo de una forma, una sensación de conclusión y un aura dorada», igual que fue la caída del comunismo la que dio origen a la imagen idealizada de las décadas finales del régimen soviético como una «edad de oro de la estabilidad, la fortaleza y la normalidad, que es la opinión prevalente en la Rusia actual». En resumidas cuentas: aquello a lo que nosotros «volvemos» por sistema cuando tenemos nuestros sueños nostálgicos no es al pasado «tal cual», no es a ese pasado wie es ist eigentlich gewesen ist («como realmente ocurrió») que Leopold von Ranke aconsejaba a los historiadores recuperar y representar (algo que muchos de esos historiadores, aun lejos de existir unanimidad en ese sentido entre ellos, se esforzaron de todo corazón por conseguir). En el muy influyente ¿Qué es la historia?, de E. H. Carr, podemos leer:

El historiador es necesariamente selectivo. La creencia en un núcleo óseo de hechos históricos existentes objetivamente y con independencia de la interpretación del historiador es una falacia absurda, pero dificilísima de desarraigar. […] Solía decirse que los hechos hablan por sí solos. Es falso, por supuesto. Los hechos solo hablan cuando el historiador apela a ellos: él es quien decide a qué hechos se da paso, y en qué orden y contexto hacerlo.

Carr dirigía ese argumento a sus homólogos, los historiadores, a quienes suponía un genuino deseo de hallar y contar la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Sin embargo, en 1961, cuando llegaron a las librerías los primeros ejemplares de su ¿Qué es la historia?, el uso generalizado, común incluso, de la llamada política de la memoria (una manera más de llamar a la práctica de la selección o el descarte arbitrarios de hechos históricos por motivos políticos —o, más bien, partidistas—) no era aún un secreto de dominio público como es ahora, gracias en gran parte a la inquietante, aterradora incluso, vivisección que George Orwell hizo de su «Ministerio de la Verdad», dedicado a «actualizar» (reescribir) continuamente los registros históricos para ponerlos al día de las rápidamente cambiantes políticas del Estado. Sea cual sea la ruta que los buscadores profesionales de la verdad histórica hayan optado por seguir, y sea cual sea el esfuerzo con el que hayan tratado de no desviarse de la opción tomada, sus hallazgos y sus voces no son los únicos accesibles en el foro público. Tampoco son necesariamente los que mejor se hacen oír entre las muchas voces que allí compiten ni los que tienen garantizado llegar a un público más amplio; sus competidores más hábiles y los inspectores y los administradores menos escrupulosos tienden a anteponer la utilidad pragmática a la verdad como criterio prioritario a la hora de separar sus relatos «correctos» de los «equivocados».

Hay motivos sobrados para suponer que la llegada de la red informática mundial (la World Wide Web) y de Internet presagia el declive de los Ministerios de la Verdad, pero lo que desde luego no anuncia en modo alguno es el ocaso de la política de la memoria histórica: si acaso, aumenta las oportunidades de desarrollo de tal política y hace que sus instrumentos sean más ampliamente accesibles que nunca y que sus repercusiones sean potencialmente más intensas y trascendentales (aunque no necesariamente más duraderas). El final de los Ministerios de la Verdad (es decir, del indiscutido monopolio sobre la emisión de veredictos de veracidad de los hechos ejercido por los poderes establecidos) no ha allanado el camino, sin embargo, al tránsito de los mensajes enviados por los buscadores y enunciadores profesionales de la «verdad» hacia la conciencia pública; si acaso, ha hecho que ese camino esté hoy más obstruido, revirado, y sea más peligroso e inconsistente que antes.

A raíz del ahondamiento de la brecha de separación entre poder y política (es decir, entre la capacidad de conseguir que se hagan cosas y la de decidir qué cosas habría que hacer, facultad esta última de la que, en tiempos, estuvo investido el Estado territorialmente soberano), la idea original de buscar la felicidad humana a través del diseño y la construcción de una sociedad más receptiva a las necesidades, los sueños y los anhelos humanos terminó considerándose cada vez más nebulosa por falta de una agencia que pareciera apta para afrontar la grandiosidad de tal tarea y el reto representado por su formidable complejidad. Como Peter Drucker expresó sin ambages (inspirado en parte quizá por aquella máxima thatcheriana de que there is no alternative [«no queda otra alternativa»]), ya no se divisa en el futuro ninguna sociedad que ligue de una vez por todas la perfección individual a la social, y tampoco sirve de nada esperar que la salvación vaya a venir de la sociedad. Y según Ulrich Beck, que tan sucintamente supo exponer ese argumento, lo que ha salido de aquello ha sido una situación en la que corresponde ahora a cada individuo humano buscar y encontrar (o interpretar) soluciones individuales a problemas producidos socialmente, y aplicarlas desplegando el propio ingenio personal de cada uno y las habilidades y los recursos de los que cada uno pueda valerse. El objetivo ya no es conseguir una sociedad mejor (pues mejorarla es una esperanza vana a todos los efectos), sino mejorar la propia posición individual dentro de esa sociedad tan esencial y definitivamente incorregible. En lugar de unas recompensas compartidas por unos esfuerzos colectivos de reforma social, lo que hoy está en juego son los despojos (individualmente capturados) de la competencia.

(en Retrotropía. Paidós, Barcelona, 2017).

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