por Herbert Marcuse
Me he referido a los formalistas porque
parece característico que el elemento transformador en el arte sea el subrayado
por una escuela que insiste en la percepción artística como fin-en-sí-mismo, en
la Forma como Contenido. Es precisamente por virtud de la Forma por lo que el
arte trasciende la realidad dada, trabaja en la realidad establecida contra la
realidad establecida; y este elemento trascendente es inherente al arte, a la
dimensión artística. El arte altera la experiencia reconstruyendo los objetos
de la experiencia -reconstruyéndolos en la palabra, el tono, la imagen. ¿Por
qué? Evidentemente, el “lenguaje” del arte debe comunicar una verdad, una
objetividad que no es accesible al lenguaje ordinario y la experiencia
ordinaria. Esta exigencia estalla en la situación del arte contemporáneo.
El carácter radical, la “violencia” de
esta reconstrucción en el arte contemporáneo parece indicar que éste no se
rebela contra un estilo u otro, sino contra el “estilo” en sí mismo, contra la
forma artística del arte, contra el “significado” tradicional del arte.
La gran rebelión artística en el periodo
de la primera Guerra Mundial da la señal.
Oponemos un No rotundo a los grandes
siglos... Vamos, ante el asombro y la burla de nuestros contemporáneos, por una
veredita que apenas parece camino, y decimos: Ésta es la calle principal de la
evolución de la Humanidad.[1]
La lucha es contra el Illusionistische Kunst Europas:[2]
el arte ya no debe ser ilusorio, porque su relación con la realidad ha
cambiado: ésta se ha vuelto susceptible, incluso supeditada, a la función
transformadora del arte. Las revoluciones y las revoluciones derrotadas y
traicionadas que ocurrieron al despertar de la guerra denunciaban una realidad
que había hecho del arte una ilusión, y en la medida en que el arte ha sido una
ilusión (schöner Schein), el nuevo
arte se proclama a sí mismo como antiarte. Es más, el arte ilusorio incorporaba
ingenuamente las ideas establecidas de posesión (Besitzvorstellungen) en sus formas de representación: no ponía en duda
el carácter de objeto (die Dinglichkeiten)
del mundo sometido al hombre. El arte debía romper con esta reificación: debía
volverse gemale oder modellierte Erkenntniskritik,
basado en una nueva óptica que reemplazara la óptica newtoniana, y este arte
correspondería a un “tipo de hombre que no es como nosotros”.[3]
Desde entonces, la erupción del antiarte
en el arte se ha manifestado en muchas formas familiares: destrucción de la
sintaxis, fragmentación de las palabras y frases, uso explosivo del lenguaje
ordinario, composiciones sin partitura, sonatas para cualquier cosa. Y sin
embargo, esta completa de-formación es Forma: el antiarte ha seguido siendo
arte, ofrecido, adquirido y contemplado como arte.
La salvaje revuelta del arte no ha pasado
de ser un shock de corta duración,
rápidamente absorbido en la galería de arte, dentro de las cuatro paredes, en
la sala de conciertos, y en el mercado, y adornando las plazas y vestíbulos de
los prósperos establecimientos de negocios. Transformar el propósito del arte es
autoderrotista: una autoderrota urdida dentro de la estructura misma del arte. Sin
que importe lo afirmativa, “realista”, que pueda ser la obra, el artista le ha
dado una forma que no es parte de la realidad que presenta y en la que trabaja.
La obra es irreal precisamente en tanto que es arte: la novela no es un relato
periodístico, la naturaleza muerta está viva, y aun en el pop art, el realista envase de hojalata no está en el supermercado.
La Forma misma del arte contradice el esfuerzo de relegar la segregación del
arte a una “segunda realidad”, su propósito de trasladar la verdad de la
imaginación productiva dentro de la primera realidad.
La Forma del arte: una vez más debemos
echar una mirada a la tradición filosófica que ha enfocado el análisis del arte
apoyándose en el concepto de lo “bello” (pese al hecho de que hay mucho en el
arte que obviamente no es bello). Lo bello ha sido interpretado como un “valor”
ético y cognoscitivo: el kalokagathon;
lo bello como apariencia sensible de la Idea; el Camino de la Verdad pasa por
el reino de lo Bello. ¿Qué se quiere decir con estas metáforas?
La raíz de la estética está en la
sensibilidad. Lo que es bello es primero sensible: apela a los sentidos; es
placentero, objeto de impulsos no sublimados. Sin embargo, lo bello parece
ocupar una posición intermedia entre los objetivos sublimados y los no
sublimados. La belleza no es un elemento esencial, “orgánico”, del objeto
sexual inmediato (¡puede incluso coartar el impulso no sublimado!), mientras
que, en el otro extremo, un teorema matemático puede ser llamado “bello” sólo
en un sentido figurado, altamente abstracto. Según parece, las varias connotaciones
de la belleza convergen en la idea de Forma.
En la Forma estética, el contenido
(material) se reúne, define y arregla para obtener una condición en la que las
fuerzas inmediatas, no dominadas de la materia, del “material”, sean dominadas,
“ordenadas”. La Forma es la negación, el dominio del desorden, de la violencia,
del sufrimiento, incluso cuando presenta desorden, violencia, sufrimiento. Este
triunfo del arte se logra sometiendo el contenido al orden estético, que es
autónomo en sus exigencias. La obra de arte delinea sus propios límites y
fines, es sinngebend al relacionar
los elementos entre sí de acuerdo con su propia ley: la “forma” de la tragedia,
la novela, la sonata, el cuadro... El contenido es, por tanto, transformado:
obtiene un significado (sentido) que trasciende los elementos del contenido, y
este orden trascendente es la apariencia de lo bello como la verdad del arte.
La manera como la tragedia narra el destino de Edipo y la ciudad, como ordena
la secuencia de sucesos, da palabra a lo no dicho y a lo que no se puede decir
-la “Forma” de la tragedia concluye el horror con el fin de la obra: pone un
freno a la destrucción, hace ver al ciego, hace tolerable y comprensible lo intolerable,
subordina lo equivocado, lo contingente, lo malo, a la “justicia poética”. La
frase es indicativa de la ambivalencia interna del arte: enjuiciar aquello que
es, y “cancelar” el enjuiciamiento en la forma
estética, redimiendo el sufrimiento, el crimen. Este poder de “redención”, de
reconciliación, parece inherente al arte, en virtud de su carácter de arte, por
su poder de dar forma.
El poder redentor, reconciliador del
arte, se adhiere incluso a las más radicales manifestaciones del arte no ilusorio
y del antiarte. Son todavía obras: pinturas, esculturas, composiciones, poemas,
y como tales tienen su propia forma y con ella su propio orden, su propio marco
(aunque éste puede ser invisible), su propio espacio, su propio principio y su
propio final. La necesidad estética del arte supera la terrible necesidad de la
realidad, sublima su dolor y su placer; el sufrimiento y la crueldad ciegos de
la naturaleza (y de la “naturaleza” del hombre) asumen un sentido y un fin: la “justicia
poética”. El horror de la crucifixión es purificado por el bello rostro de
Jesús que domina la bella composición; el horror de la política, por el bello
verso de Racine; el horror de la despedida definitiva, por el Lied von der Erde. Y en este universo
estético, la alegría y la satisfacción encuentran su lugar adecuado junto al
dolor y la muerte: todo está en orden otra vez. La acusación se cancela, e
incluso el desafío, el insulto y la burla -la extrema negación artística del
arte- sucumben a este orden.
Con esta restauración del orden, la Forma
alcanza en verdad una katharsis; el
terror y el placer de la realidad se purifican. Pero el logro es ilusorio,
falso, ficticio: permanece dentro de la dimensión del arte, de la obra de arte;
en realidad, el temor y la frustración prosiguen sin mella (como lo hacen,
después de la breve katharsis, en la
psique). Ésta es quizás la más elocuente expresión de la contradicción, la
autoderrota, erigida dentro del arte: la conquista pacificadora de la
naturaleza, la transfiguración del objeto, siguen siendo irreales... tal como la
revolución en la percepción sigue siendo irreal. Y este carácter vicario del
arte ha dado lugar, una y otra vez, a la pregunta sobre la justificación del
arte: ¿valía el Partenón los sufrimientos de un solo esclavo? ¿Es posible escribir
poesía después de Auschwitz? La pregunta ha obtenido réplica: cuando el horror
de la realidad tiende a hacerse total y bloquea la acción política, ¿dónde si no
en la imaginación radical, como rechazo de la realidad, puede la rebelión, y
sus intransigentes metas, ser recordada? Pero hoy en día, ¿constituyen todavía
las imágenes y su realización el ámbito del arte “ilusorio”?
Hemos sugerido la posibilidad histórica
de unas condiciones en las que lo estético podría convertirse en un gesellschaftliche Produktivkraft y, como
tal, llevar al “fin” del arte mediante su realización. Hoy, el esquema de
semejantes condiciones sólo aparece en la negatividad de las sociedades
industriales avanzadas: sociedades cuyas capacidades desafían a la imaginación.
No importa qué sensibilidad el arte pretenda desarrollar, no importa qué Forma
pueda querer impartir a las cosas, a la vida; no importa qué visión quiera
comunicar: hay un cambio radical de la experiencia dentro de los alcances
técnicos de las fuerzas cuya terrible imaginación organiza el mundo de acuerdo
con su propia imagen y perpetúa, cada vez más grande y mejor, la mutilada
experiencia.
Sin embargo, las fuerzas productivas,
encadenadas en la infraestructura de esas sociedades, contrarrestan esta negatividad
en aumento. A no dudarlo, las posibilidades libertarias de la tecnología y la
ciencia están contenidas efectivamente dentro del marco de la realidad dada: el
planeamiento y la manipulación calculados de la conducta humana, la frívola
invención del desperdicio y la chatarra lujosa, la experimentación con los
límites de resistencia y destrucción, son signos del dominio de la necesidad en
provecho de la explotación, signos que indican, no obstante, progreso en el
dominio de la necesidad. Liberada de la servidumbre a la explotación, la imaginación,
apoyada por los logros de la ciencia, podría dirigir su poder productivo hacia
una reconstrucción radical de la experiencia y del universo de la experiencia. En
esta reconstrucción cambiaría el topos
histórico de lo estético: encontraría expresión en la transformación del Lebenswelt -la sociedad como una obra de
arte. Esta meta “utópica” depende (como dependió cada etapa en el desarrollo de
la libertad) de una revolución en el nivel alcanzable de liberación. En otras
palabras: la transformación sólo es concebible como el modo por el cual los hombres
libres (o, mejor, los hombres entregados a la acción de liberarse a sí mismos)
configuran su vida solidariamente, y construyen un medio ambiente en el que la lucha
por la existencia pierde sus aspectos repugnantes y agresivos. La Forma de la
libertad no es meramente la autodeterminación y la autorrealización, sino más
bien la determinación y realización de metas que engrandecen, protegen y unen
la vida sobre la tierra. Y esta autonomía encontraría expresión, no sólo en la modalidad
de producción y de relaciones de producción, sino también en las relaciones
individuales entre los hombres, en su lenguaje y en su silencio, en sus gestos
y sus miradas, en su sensibilidad, en su amor y en su odio. Lo bello sería una
cualidad esencial de su libertad.
(en Un ensayo
sobre la liberación. Joaquín Mortiz, México, 1969)
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