sábado, 16 de junio de 2018

La sociedad como obra de arte

por Herbert Marcuse


Me he referido a los formalistas porque parece característico que el elemento transformador en el arte sea el subrayado por una escuela que insiste en la percepción artística como fin-en-sí-mismo, en la Forma como Contenido. Es precisamente por virtud de la Forma por lo que el arte trasciende la realidad dada, trabaja en la realidad establecida contra la realidad establecida; y este elemento trascendente es inherente al arte, a la dimensión artística. El arte altera la experiencia reconstruyendo los objetos de la experiencia -reconstruyéndolos en la palabra, el tono, la imagen. ¿Por qué? Evidentemente, el “lenguaje” del arte debe comunicar una verdad, una objetividad que no es accesible al lenguaje ordinario y la experiencia ordinaria. Esta exigencia estalla en la situación del arte contemporáneo.

El carácter radical, la “violencia” de esta reconstrucción en el arte contemporáneo parece indicar que éste no se rebela contra un estilo u otro, sino contra el “estilo” en sí mismo, contra la forma artística del arte, contra el “significado” tradicional del arte.

La gran rebelión artística en el periodo de la primera Guerra Mundial da la señal.

Oponemos un No rotundo a los grandes siglos... Vamos, ante el asombro y la burla de nuestros contemporáneos, por una veredita que apenas parece camino, y decimos: Ésta es la calle principal de la evolución de la Humanidad.[1]

La lucha es contra el Illusionistische Kunst Europas:[2] el arte ya no debe ser ilusorio, porque su relación con la realidad ha cambiado: ésta se ha vuelto susceptible, incluso supeditada, a la función transformadora del arte. Las revoluciones y las revoluciones derrotadas y traicionadas que ocurrieron al despertar de la guerra denunciaban una realidad que había hecho del arte una ilusión, y en la medida en que el arte ha sido una ilusión (schöner Schein), el nuevo arte se proclama a sí mismo como antiarte. Es más, el arte ilusorio incorporaba ingenuamente las ideas establecidas de posesión (Besitzvorstellungen) en sus formas de representación: no ponía en duda el carácter de objeto (die Dinglichkeiten) del mundo sometido al hombre. El arte debía romper con esta reificación: debía volverse gemale oder modellierte Erkenntniskritik, basado en una nueva óptica que reemplazara la óptica newtoniana, y este arte correspondería a un “tipo de hombre que no es como nosotros”.[3]

Desde entonces, la erupción del antiarte en el arte se ha manifestado en muchas formas familiares: destrucción de la sintaxis, fragmentación de las palabras y frases, uso explosivo del lenguaje ordinario, composiciones sin partitura, sonatas para cualquier cosa. Y sin embargo, esta completa de-formación es Forma: el antiarte ha seguido siendo arte, ofrecido, adquirido y contemplado como arte.

La salvaje revuelta del arte no ha pasado de ser un shock de corta duración, rápidamente absorbido en la galería de arte, dentro de las cuatro paredes, en la sala de conciertos, y en el mercado, y adornando las plazas y vestíbulos de los prósperos establecimientos de negocios. Transformar el propósito del arte es autoderrotista: una autoderrota urdida dentro de la estructura misma del arte. Sin que importe lo afirmativa, “realista”, que pueda ser la obra, el artista le ha dado una forma que no es parte de la realidad que presenta y en la que trabaja. La obra es irreal precisamente en tanto que es arte: la novela no es un relato periodístico, la naturaleza muerta está viva, y aun en el pop art, el realista envase de hojalata no está en el supermercado. La Forma misma del arte contradice el esfuerzo de relegar la segregación del arte a una “segunda realidad”, su propósito de trasladar la verdad de la imaginación productiva dentro de la primera realidad.

La Forma del arte: una vez más debemos echar una mirada a la tradición filosófica que ha enfocado el análisis del arte apoyándose en el concepto de lo “bello” (pese al hecho de que hay mucho en el arte que obviamente no es bello). Lo bello ha sido interpretado como un “valor” ético y cognoscitivo: el kalokagathon; lo bello como apariencia sensible de la Idea; el Camino de la Verdad pasa por el reino de lo Bello. ¿Qué se quiere decir con estas metáforas?

La raíz de la estética está en la sensibilidad. Lo que es bello es primero sensible: apela a los sentidos; es placentero, objeto de impulsos no sublimados. Sin embargo, lo bello parece ocupar una posición intermedia entre los objetivos sublimados y los no sublimados. La belleza no es un elemento esencial, “orgánico”, del objeto sexual inmediato (¡puede incluso coartar el impulso no sublimado!), mientras que, en el otro extremo, un teorema matemático puede ser llamado “bello” sólo en un sentido figurado, altamente abstracto. Según parece, las varias connotaciones de la belleza convergen en la idea de Forma.

En la Forma estética, el contenido (material) se reúne, define y arregla para obtener una condición en la que las fuerzas inmediatas, no dominadas de la materia, del “material”, sean dominadas, “ordenadas”. La Forma es la negación, el dominio del desorden, de la violencia, del sufrimiento, incluso cuando presenta desorden, violencia, sufrimiento. Este triunfo del arte se logra sometiendo el contenido al orden estético, que es autónomo en sus exigencias. La obra de arte delinea sus propios límites y fines, es sinngebend al relacionar los elementos entre sí de acuerdo con su propia ley: la “forma” de la tragedia, la novela, la sonata, el cuadro... El contenido es, por tanto, transformado: obtiene un significado (sentido) que trasciende los elementos del contenido, y este orden trascendente es la apariencia de lo bello como la verdad del arte. La manera como la tragedia narra el destino de Edipo y la ciudad, como ordena la secuencia de sucesos, da palabra a lo no dicho y a lo que no se puede decir -la “Forma” de la tragedia concluye el horror con el fin de la obra: pone un freno a la destrucción, hace ver al ciego, hace tolerable y comprensible lo intolerable, subordina lo equivocado, lo contingente, lo malo, a la “justicia poética”. La frase es indicativa de la ambivalencia interna del arte: enjuiciar aquello que es, y “cancelar” el enjuiciamiento en la forma estética, redimiendo el sufrimiento, el crimen. Este poder de “redención”, de reconciliación, parece inherente al arte, en virtud de su carácter de arte, por su poder de dar forma.

El poder redentor, reconciliador del arte, se adhiere incluso a las más radicales manifestaciones del arte no ilusorio y del antiarte. Son todavía obras: pinturas, esculturas, composiciones, poemas, y como tales tienen su propia forma y con ella su propio orden, su propio marco (aunque éste puede ser invisible), su propio espacio, su propio principio y su propio final. La necesidad estética del arte supera la terrible necesidad de la realidad, sublima su dolor y su placer; el sufrimiento y la crueldad ciegos de la naturaleza (y de la “naturaleza” del hombre) asumen un sentido y un fin: la “justicia poética”. El horror de la crucifixión es purificado por el bello rostro de Jesús que domina la bella composición; el horror de la política, por el bello verso de Racine; el horror de la despedida definitiva, por el Lied von der Erde. Y en este universo estético, la alegría y la satisfacción encuentran su lugar adecuado junto al dolor y la muerte: todo está en orden otra vez. La acusación se cancela, e incluso el desafío, el insulto y la burla -la extrema negación artística del arte- sucumben a este orden.

Con esta restauración del orden, la Forma alcanza en verdad una katharsis; el terror y el placer de la realidad se purifican. Pero el logro es ilusorio, falso, ficticio: permanece dentro de la dimensión del arte, de la obra de arte; en realidad, el temor y la frustración prosiguen sin mella (como lo hacen, después de la breve katharsis, en la psique). Ésta es quizás la más elocuente expresión de la contradicción, la autoderrota, erigida dentro del arte: la conquista pacificadora de la naturaleza, la transfiguración del objeto, siguen siendo irreales... tal como la revolución en la percepción sigue siendo irreal. Y este carácter vicario del arte ha dado lugar, una y otra vez, a la pregunta sobre la justificación del arte: ¿valía el Partenón los sufrimientos de un solo esclavo? ¿Es posible escribir poesía después de Auschwitz? La pregunta ha obtenido réplica: cuando el horror de la realidad tiende a hacerse total y bloquea la acción política, ¿dónde si no en la imaginación radical, como rechazo de la realidad, puede la rebelión, y sus intransigentes metas, ser recordada? Pero hoy en día, ¿constituyen todavía las imágenes y su realización el ámbito del arte “ilusorio”?

Hemos sugerido la posibilidad histórica de unas condiciones en las que lo estético podría convertirse en un gesellschaftliche Produktivkraft y, como tal, llevar al “fin” del arte mediante su realización. Hoy, el esquema de semejantes condiciones sólo aparece en la negatividad de las sociedades industriales avanzadas: sociedades cuyas capacidades desafían a la imaginación. No importa qué sensibilidad el arte pretenda desarrollar, no importa qué Forma pueda querer impartir a las cosas, a la vida; no importa qué visión quiera comunicar: hay un cambio radical de la experiencia dentro de los alcances técnicos de las fuerzas cuya terrible imaginación organiza el mundo de acuerdo con su propia imagen y perpetúa, cada vez más grande y mejor, la mutilada experiencia.

Sin embargo, las fuerzas productivas, encadenadas en la infraestructura de esas sociedades, contrarrestan esta negatividad en aumento. A no dudarlo, las posibilidades libertarias de la tecnología y la ciencia están contenidas efectivamente dentro del marco de la realidad dada: el planeamiento y la manipulación calculados de la conducta humana, la frívola invención del desperdicio y la chatarra lujosa, la experimentación con los límites de resistencia y destrucción, son signos del dominio de la necesidad en provecho de la explotación, signos que indican, no obstante, progreso en el dominio de la necesidad. Liberada de la servidumbre a la explotación, la imaginación, apoyada por los logros de la ciencia, podría dirigir su poder productivo hacia una reconstrucción radical de la experiencia y del universo de la experiencia. En esta reconstrucción cambiaría el topos histórico de lo estético: encontraría expresión en la transformación del Lebenswelt -la sociedad como una obra de arte. Esta meta “utópica” depende (como dependió cada etapa en el desarrollo de la libertad) de una revolución en el nivel alcanzable de liberación. En otras palabras: la transformación sólo es concebible como el modo por el cual los hombres libres (o, mejor, los hombres entregados a la acción de liberarse a sí mismos) configuran su vida solidariamente, y construyen un medio ambiente en el que la lucha por la existencia pierde sus aspectos repugnantes y agresivos. La Forma de la libertad no es meramente la autodeterminación y la autorrealización, sino más bien la determinación y realización de metas que engrandecen, protegen y unen la vida sobre la tierra. Y esta autonomía encontraría expresión, no sólo en la modalidad de producción y de relaciones de producción, sino también en las relaciones individuales entre los hombres, en su lenguaje y en su silencio, en sus gestos y sus miradas, en su sensibilidad, en su amor y en su odio. Lo bello sería una cualidad esencial de su libertad.

(en Un ensayo sobre la liberación. Joaquín Mortiz, México, 1969)
FOTO


[1] Franz Mate, "Der Blaue Reiter" (1914), en Manifeste Manifeste 1905-1933 (Dresden: Verlag der Kunst, 1956), p. 56.
[2] Raoul Hausmann, "Die Kunst und die Zeit", 1919 (ibid., p. 186).
[3] lbid., pp. 188 y ss.

No hay comentarios:

Publicar un comentario