por Denis Dutton
Charles Darwin no fue el primer pensador
en sugerir que los organismos vivos evolucionaron a lo largo del tiempo. El filósofo presocrático Anaximandro presentó una teoría
bastante parecida hace
dos mil quinientos años, y este concepto
era ampliamente aceptado
en
tiempos de Darwin. No podemos afirmar que la originalidad de Darwin residiera en la idea de que toda vida animal está relacionada entre sí, ni
que partes
de organismos
o sus
pautas de conducta conduzcan a la
supervivencia:
en la época de Darwin, los teólogos
apelaban constantemente
a estos
hechos para demostrar la mano de Dios en asuntos de la naturaleza. La teoría de la evolución
de Darwin
triunfó porque propone un mecanismo físico
para que la evolución sea inteligible y posible a la vez: el desarrollo de la especie por un proceso de mutación aleatoria y retención selectiva que ha pasado
a la posteridad con
el nombre de “selección natural”.
A grandes rasgos, podemos decir que la selección natural despojó al naturalismo
religioso de su
única
viga de apoyo. Darwin descubrió un
proceso puramente físico que podía
generar
organismos biológicos que funcionan como si hubieran sido diseñados de manera consciente.
De hecho
estaban “diseñados”, pero en un sentido diferente:
el suyo
era un diseño ciego y aleatorio
distinto a los
procesos conscientemente intencionales. Hoy en día, los
creacionistas bíblicos siguen insistiendo en la necesidad de que la intención divina explique como mínimo
algunos rasgos del mundo natural, como por ejemplo la compleja meticulosidad
del nido de un pájaro tejedor o el ojo humano. Es poco probable que una persona
que tenga conocimientos en materia de evolución encuentre interesante la
postura creacionista. Pero cuando se aplica la evolución a la mente humana y a
la vida cultural y artística –máximos exponentes de las capacidades de
planificación y acción racionales e intencionales–, las cuestiones de diseño y
propósito vuelven a salir a la luz, aunque ni siquiera los defensores más
sofisticados del darwinismo lo aprecien como tal. Una cosa es relacionar la
estructura y la función del sistema inmunitario o el oído interno con los
principios evolutivos, y otra muy distinta suponer que la evolución pueda
guardar relación con los cuadros de Alberto Durero o la poesía de Gerard de
Nerval. Darwin creía que existían conexiones importantes en la evolución de las
prácticas artísticas humanas. […]. [Quiero] analizar una cuestión importante: ¿son
las artes, en sus diversas formas, adaptaciones por derecho propio, o pueden
entenderse mejor como subproductos de adaptaciones?
La psicología evolutiva es el estudio de la historia de las
funciones adaptativas y de desarrollo de la mente, incluido el modo en que esas
funciones conforman los productos culturales de la mente. La psicología
evolutiva se aferra a la esperanza, tal como explica Steven Pinker, “de
entender el diseño o propósito de la mente” –sus rasgos individuales, sus
prejuicios y capacidades–, pero “no en un sentido místico o teleológico, sino
en el sentido del simulacro de ingeniería que impregna el mundo natural”. La ingeniería
en cuestión debe tener como objetivo estricto la supervivencia o la reproducción;
no puede ser algo que, por ejemplo, solo sirva para mejorar la calidad de vida
de un organismo o lo vea como algo deseable. Este hecho fundamental limita de
manera considerable el alcance de la explicación evolutiva. Tal como indica Pinker:
“La biología evolutiva descarta, por ejemplo, las adaptaciones que favorecen el
bien de las especies, la armonía del ecosistema o la belleza por sí misma;
beneficia a las entidades en vez de a los replicantes que crean las
adaptaciones (es decir, caballos que se adaptan a las sillas de montar), una complejidad
funcional sin un beneficio reproductivo (o sea, una adaptación para contar los
dígitos de pi), y las adaptaciones anacrónicas que benefician a un organismo en
una clase de entorno distinto del que empezó a funcional (una habilidad innata
para leer o un concepto innato de carburador o trombón). Es decir, para hallar
una explicación evolutiva de un fenómeno biológico o mental no basta con señalar
los posibles beneficios del fenómeno en las personas, la sociedad o la humanidad
en su conjunto.
Por ejemplo, solemos pensar que las artes son beneficiosas porque
nos otorgan una sensación de bienestar y comodidad. El arte nos puede ayudar a adentrarnos
en la psicología humana, ayuda a los enfermos convalecientes en un hospital, o
nos ayuda a apreciar mejor el mundo natural. Puede unir a distintas
comunidades, o bien mostrarnos las virtudes de cultivar nuestra individualidad.
El arte puede ofrecer consuelo en momentos de crisis vitales, calmar los
nervios, o producir una catarsis psicológica beneficiosa, una purga emocional
que esclarece la mente o edifica el alma. Aunque todas esas afirmaciones fueran
ciertas, no podrían validar en sí mismas una explicación darwiniana de las
artes, a menos que estuvieran relacionadas de algún modo a la supervivencia y
la reproducción. Aquí el problema radica en la tentación de acomodarse en
sentimientos tiernos sobre las artes y luego caer en la falacia de la lógica clásica:
“Las adaptaciones evolutivas son ventajosas para nuestra especie. Las artes son
ventajosas para nuestra especie. Por lo tanto, las artes son adaptaciones
evolutivas”.
¡Vaya! Los antibióticos y el aire acondicionado son ventajosos para
nosotros, pero a diferencia del ojo, que también aporta sus ventajas, no son
adaptaciones evolutivas. Nuestras vidas están repletas de aparatos y ventamos
que hemos diseñado o hemos heredado como resultado de las tradiciones y
tecnologías de nuestra cultura. Estos beneficios están siempre abiertos y son
variables. Sin embargo, las adaptaciones evolutivas son una subclase
relativamente pequeña, pero de gran importancia, en la larga lista de cosas de
las que nos podemos beneficiar. Estas adaptaciones pueden darnos dolor o
placer, pueden suscitar emociones, y pueden jugar a nuestro favor o no, pero
forman parte de nuestra naturaleza y personalidad porque suponían ventajas
reproductivas y de supervivencia en el pasado remoto del Homo sapiens. Constituyen una lista estable y finita que no ha
cambiado mucho desde las sabanas del Pleistoceno. Constituyen una fuente de
predilecciones y deseos humanos generales que actúan como puntos de apoyo y de
origen de cadenas causales que motivan y validan los bienes y las prácticas (incluidas
las tecnológicas) que constituyen nuestra cultura.
¿Por qué me gustan los bombones? En parte, porque son dulces y
grasosos. ¿Por qué me gustan los dulces y la grasa? No hay una respuesta clara
a esta pregunta cuando la sometemos a análisis: piensa todo lo que quieras en
ello, pero el autoanálisis y la introspección jamás te dirán por qué disfrutas
de esos gustos. Por suerte, la evolución nos dio en el mundo ancestral la
capacidad y el deseo de ayudarnos a sobrevivir y a reproducirnos, pero la
explicación que da la evolución acerca de por qué tenemos esos gustos nunca fue
parte del trato.
De El instinto del arte. Belleza, placer y evolución humana. Paidós,
Madrid, 2010.
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