sábado, 16 de junio de 2018

Contra la influencia

 por Michael Baxandall


«Influencia» es una maldición de la crítica de arte, en primer lugar por su obstinado prejuicio gramatical acerca de quién es el agente y quién el paciente: parece invertir la relación activo-pasivo que el actor histórico experimenta y el contemplador inferencial va a querer tener en cuenta. Si decimos que X ha influido en Y, parece que estamos diciendo que X hizo por Y más de lo que Y hizo por X. Pero al reflexionar sobre los buenos cuadros y pintores, lo segundo es siempre la realidad más vívida. Es muy extraño que un término con tan incongruente trasfondo astral haya llegado a desempeñar un papel así, porque va justamente contra la energía real del léxico. Si pensamos que Y es el agente, y no X, el vocabulario es mucho más rico y diversificado de manera más atractiva: inspirarse en, acudir a, aprovecharse de, apropiarse de, recurrir a, adaptar, malentender, remitirse a, recoger, tomar, comprometerse con, reaccionar frente a, citar, diferenciarse de, asimilarse a, asimilar, alinearse con, copiar, dirigirse, parafrasear, absorber, hacer una variación sobre, revivir, continuar, remodelar, imitar, emular, trasvestir, parodiar, extraer de, distorsionar, prestar atención a, resistir, simplificar, reconstituir, elaborar sobre, desarrollar, enfrentarse con, dominar, subvertir, perpetuar, reducir, promover, responder a, transformar, emprender… -cualquiera podrá pensar en otras-. La mayoría de estas relaciones no pueden establecerse en el otro sentido –en términos de X actuando sobre Y, y no Y actuando sobre X-. Pensar en el hecho en sí de la influencia embota el pensamiento, al empobrecer los medios de diferenciación.

Peor aún, es engañoso. Decir que X ha influido en Y en algún aspecto es escabullirse de la cuestión de causalidad sin que lo parezca. Después de todo, si X es el tipo de hecho que actúa sobre la gente, parece que no hay una necesidad apremiante de preguntar por qué Y era el elemento sobre el que se actuaba: la implicación es que X simplemente es ese tipo de hecho -«influyente»-. Pero cuando Y recurre a, o se asimila o refiere de otra forma a X, hay unas causas: respondiendo a las circunstancias, Y hace una selección intencional a partir de una serie de recursos de la historia de su arte. Por supuesto, las circunstancias pueden ser bastante perentorias. Si Y es aprendiz en el taller del siglo xv de X, le obligarán a remitirse a X durante un tiempo, y X dominará la variedad de recursos que se presenten ante Y en ese momento; las disposiciones adquiridas en esta temprana situación pueden permanecer en Y con facilidad, incluso bajo formas extrañas o invertidas. Asimismo hay culturas -más claramente, las varias culturas medievales- en las cuales la adherencia a tipos y estilos existentes está bien vista. Pero entonces se dan en ambos casos cuestiones que hay que plantearse sobre los marcos institucionales o ideológicos en los cuales estas cosas eran así: éstas son las causas por las cuales Y se remitió a X, parte de su cometido y sus condiciones.

La clásica imagen de causalidad de Hume que parece colorear muchas de las observaciones sobre la influencia es una bola de billar, X, golpeando a otra, Y. Una imagen que podría en este caso funcionar mejor sería no las dos bolas, sino el terreno ofrecido por una mesa de billar. Sobre esta mesa habría muchas bolas -el juego sería más bien de billar ruso o americano-, y la mesa es italiana, sin huecos. Sobre todo, la bola blanca, la que golpea a la otra, no es X, sino Y. Lo que sucede en el terreno cada vez que Y se remite a una X es una reorganización. Y se ha movido a propósito, impelida por el taco de la intención, y X ha sido también colocada de otra manera: cada una termina en una nueva relación respecto a la colocación de las otras bolas. Algunas de éstas se han hecho más o menos accesibles u ocultas, más o menos al alcance de Y en su postura en referencia a X. Las artes son juegos de posición, y cada vez que un artista es influido, vuelve a escribir un poco su historia del arte.


Pongamos por caso que X es Cézanne y Picasso es Y. En el otoño de 1906 murió Cézanne y Picasso empezó a trabajar con vistas a Les Demoiselles d’Avignon. Durante algún tiempo, Picasso había podido ver cuadros de Cézanne; en particular, su marchante Vollard poseía gran cantidad de obras en propiedad, y hubo exposiciones importantes de Cézanne en el Salón de Otoño de 1904 y 1907, además de una muestra de acuarelas en la galería Bernheim Jeune. Muchos de los nuevos pintores estaban sacando algún provecho de un aspecto u otro de Cézanne, nunca del mismo. Por ejemplo, Matisse, que había comprado un Trois Baigneuses de Cézanne con la dote de su esposa en 1899, leyó en él un registro reductivo de las estructuras locales de la figura humana. Matisse llevó esta lectura a un empleo característico, hacia 1900, como medio de crear una forma del plano pictórico enérgicamente decorativa y sugerente de un tipo de objeto de representación duramente colosal. Al cabo de un tiempo esta lectura de Cézanne fue absorbida por modos complejos en los cuales lecturas de otros pintores ejercieron también su influjo en Matisse, que era un referidor ecléctico.

En 1906-1910 Picasso (inferimos) vio a Cézanne de varias maneras. En primer lugar, Cézanne era para él parte de la historia de la interesante pintura por la que él había decidido interesarse, y que constituía su cometido. Pero entonces, al dedicarle su atención, lo convirtió en algo más que eso. Había varias cosas cezannianas más bien generales que Picasso aceptó en troc de la cultura, como parte de sus condiciones: una sería Cézanne como el modelo épico de un individuo determinado que vio que su sentido personal del problema de la pintura era algo más amplio que cualquier formulación inmediata que le fuera exigida por el mercado; otra podrían ser algunas de las verbalizaciones de Cézanne sobre la pintura -«trato con la naturaleza en términos del cilindro, la esfera, el cono ... », etc.-, que, en forma de cartas a Emile Bernard, fueron publicadas en 1907. Pero entonces también Cézanne era parte del problema al que Picasso había optado por orientarse: existen indicaciones en la composición y en algunas de las posturas de Les Demoiselles d’Avignon de que uno de los elementos que Picasso estaba abordando ahí era un sentido de los planteamientos derivados de los cuadros de bañistas de Cézanne, un sentido de que eran algo que había que atrapar. Pero nuevamente y de forma muy obvia Picasso acudió también a los cuadros de Cézanne como un recurso real, un lugar donde poder encontrar los medios necesarios para un fin, herramientas variadas para resolver problemas. La cuestión del passage cezanniano -de representar una relación entre dos planos separados mediante el registro de éstos como un superplano continuo- , que ya hemos mencionado, pero hay otras cosas que consideramos que Picasso adaptó también de Cézanne: por ejemplo, puntos de vista altos y con frecuencia cambiantes que aplanan la disposición de los objetos que receden fenoménicamente en profundidad sobre el plano del cuadro. […]

Resumir todo esto en el hecho de que Cézanne influyó en Picasso sería falso: difuminaría las diferencias del tipo de referencia y quitaría el elemento activamente rico en propósito del comportamiento de Picasso hacia Cézanne. Picasso actuó sobre Cézanne de forma bastante aguda. Por una parte, volvió a escribir la historia del arte al hacer de Cézanne un hecho histórico mucho más amplio y central en 1910 de lo que había sido en 1906: lo colocó dentro de la principal tradición de la pintura europea. Por otra parte, su referencia a Cézanne era tendenciosa.

Su punto de vista sobre él -para volver a la imagen de la mesa de billar- era particular, condicionado, entre otras cosas, por el hecho de haber prestado atención también a un arte tan distinto como la escultura africana. Vio a Cézanne y extrajo unas cosas en vez de otras, modificándolas según su propia intención y dentro de su exclusivo universo de representación. Por otra parte, al hacer esto cambió para siempre la forma en que nosotros podemos ver a Cézanne (y la escultura africana), a quien debemos ver en parte difractado por la lectura idiosincrática de Picasso: nunca veremos a Cézanne sin la distorsión de lo que la pintura poscezanniana hizo de Cézanne en nuestra tradición.

La «tradición», por cierto, yo no la considero como una especie estética de gen cultural, sino como una visión específicamente discriminante del pasado en una relación activa y recíproca con un conjunto, en desarrollo, de disposiciones y habilidades que pueden adquirirse en la cultura que posee esa visión. Pero de la influencia no quiero hablar.

(en Modelos de intención. Herman Blume ed., Madrid, 1989)

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