sábado, 9 de junio de 2018

Basura entre comillas


por ROGER SCRUTON

En los primeros años del siglo XX, el arte ingresó en un período de revolución.  Ya basta de escapismo, decían los modernistas.  El arte debe mostrar la vida moderna tal cual es.  Sólo de ese modo puede ofrecer verdadera consolación.  El ornamento es un crimen, declaró el arquitecto Adolf Loos, y las fachadas barrocas que cubren las calles de Viena, con incrustaciones y arabescos insignificantes, son demasiadas negaciones del mundo en que vivimos.  Nos dicen que la belleza pertenece a un pasado desaparecido.  Ante este mensaje, Loos se propone descubrir una belleza más pura —una belleza que pertenece a la vida moderna y que también la refrenda.

El contemporáneo de Loos, Arnold Schoenberg, se reveló contra las últimas piezas románticas de las cuales había sido semejante maestro, diciendo que la música tonal se había vuelto banal y que la composición al estilo antiguo conducía a clichés musicales.  Schoenberg entonces procedió a reinventar el lenguaje de la música con la esperanza de recuperar la pureza y precisión de Mozart o Bach.  Eliot y Pound se rebelaron contra la poesía de cuento de hadas de Housman y Walter De La Mare.  La tarea del poeta, insistían, no consistía en ofrecer sueños nostálgicos, sino que en despertarnos a la realidad.  La verdadera poesía muestra a las cosas tal cual son y para hacerlo posible debe reconstruirse el marco de referencia del poeta.  No será fácil entender el resultado.  Sin embargo, a diferencia de la poesía escapista de los victorianos, valdrá la pena entenderlo.

En los ataques a las formas antiguas de hacer las cosas, reapareció una palabra en particular.  Esa palabra fue “kitsch”.  Una vez introducida, daba asco.  Lo que sea que hagas, no debe ser kitsch.  Este fue el primer precepto del artista moderno en todos los medios.  En un famoso ensayo publicado en 1939, el crítico estadounidense Clement Greenberg dijo a sus lectores que los artistas sólo cuentan con dos opciones: o forman parte de la vanguardia, desafiando las formas antiguas de pintura figurativa, o producen kitsch.  Y el miedo por lo kitsch es un motivo que justifica la insolencia obligatoria de tanto arte que se produce hoy en día.  No importa si sus obras son obscenas, escandalosas, perturbadoras siempre y cuando no sean kitsch.

No se conoce demasiado cuál es el origen de la palabra “kitsch”, pero fue una corriente que surgió en Alemania y Australia a fines del siglo XIX.  Tampoco se sabe cuál es su definición exacta, pero todos lo reconocemos cuando se presenta ante nuestros ojos.  La muñeca Barbie, el Bambi de Walt Disney, Santa Claus en el supermercado, Bing Crosby cantando Navidad Blanca, fotos de caniches con moños en el pelo.  En la Navidad estamos rodeados de kitsch clichés gastados, que perdieron su inocencia sin ganar sabiduría.  Los niños que creen en Santa Claus invierten verdaderas emociones en una ficción.  Nosotros, los que hemos dejado de creer, tenemos sólo emociones falsas para ofrecer,  pero fingir es placentero.  Es maravilloso aparentar y cuando todos nos reunimos parece que no estuviéramos aparentando para nada.

El novelista checo Milan Kundera hizo una famosa observación.  “Lo kitsch”, escribió, “hace que dos lágrimas caigan en sucesión rápida.  La primera lágrima dice: ¡Qué lindo es observar a los niños corriendo por el césped!  La segunda lágrima dice: ¡Qué lindo que nos conmueva, junto con todo el género humano, ver a los niños corriendo por el césped!”.  Lo kitsch, en otras palabras, no se refiere a lo que observamos sino al observador.  No los invita a sentirse conmovidos por la muñeca que están vistiendo con tanta ternura, sino por el hecho de que ustedes están vistiendo a la muñeca.  La sentimentalidad es así -redirige la emoción del objeto al sujeto, de modo de crear una fantasía de emoción sin el costo real de sentirla.  El objeto kitsch los alienta a pensar “Mírenme sintiendo esto: que lindo y que adorable que soy".  Por esto es que Oscar Wilde, refiriéndose a una de las escenas de muerte más enfermizas de Dickens, dijo que "se necesita un corazón de piedra para no reírse de la muerte de la pequeña Nell”.

Y es por este motivo que, en síntesis, los modernistas sienten tanto horror por lo kitsch.  Durante el curso del siglo XIX, el arte, creían, había perdido la capacidad de distinguir la emoción precisa y real de su sustituto impreciso y autosuficiente.  En la pintura figurativa, en la música tonal, en los poemas repletos de clichés de amor heroico y gloria mítica, encontramos el mismo mal —el artista no está explorando el corazón humano, sino que está creando un sustituto engreído para ponerlo luego a la venta.

Desde ya que pueden utilizar los estilos antiguos, pero no pueden hacerlo en serio.  Y si aún a pesar de todo los utilizan, el resultado será kitsch —piezas estándar a precios rebajados, que no requieren esfuerzo y se consumen sin pensarlo demasiado.  La pintura figurativa pasa a ser el relleno de las tarjetas navideñas, la música se vuelve invertebrada y sentimental y la literatura colapsa en clichés.  Lo kitsch es arte falso que expresa emociones falsas, cuyo propósito es engañar al consumidor para que piense que siente algo profundo y serio, cuando de hecho no siente nada en absoluto.

Sin embargo, evitar lo kitsch no es tan fácil como parece.  Podrían intentar ser extravagantemente de vanguardia, haciendo algo que nadie hubiera pensado hacer y llamándolo arte —tal vez pisoteando algún ideal preciado o un sentimiento religioso.  Sin embargo, […] este camino también conduce a lo falso —originalidad falsa, importancia falsa y un nuevo tipo de cliché, tal como sucede con tanto Arte Joven Británico.  Pueden hacerse pasar por modernistas, pero eso no los llevará necesariamente a lograr lo que lograron Eliot, Schoenberg o Matisse, que es tocar el corazón moderno en sus regiones más profundas.  El modernismo es difícil.  Exige competencia en una tradición artística y el arte de apartarse de la tradición para decir algo nuevo.

Este es un motivo para el surgimiento de un emprendimiento artístico completamente nuevo, al que llamo “kitsch preventivo”.  La severidad modernista es tan difícil como impopular, entonces los artistas ya no evitaron más lo kitsch sino que lo adoptaron, de la manera que lo hicieron Andy Warhol, Allen Jones y Jeff Koons.  Lo peor es ser culpable de producir kitsch y no ser consciente de ello.  Mucho mejor es producir kitsch de manera deliberada, ya que de ese modo no llega a ser kitsch sino más bien una suerte de parodia sofisticada del mismo.  El kitsch preventivo agrega comillas al verdadero kitsch y espera de ese modo salvar su trayectoria artística.  Tomen una estatua en porcelana de Michael Jackson abrazando a su chimpancé Bubbles, agréguenle colores berretas y una capa de barniz.  Dispongan las figuras como una Virgen con el niño, dótenlas de expresiones sentimentaloides como si desafiaran al espectador a vomitar y el resultado es una obra tan kitsch que no podría ser kitsch.  Jeff Koons debe haber querido decir otra cosa, pensamos, algo profundo y serio que no hemos entendido.  Tal vez esta obra de arte quiera en verdad aportar un comentario sobre lo kitsch, de forma tal que de ser explícitamente kitsch pasa a ser meta-kitsch, por así decirlo.

También podemos tomar el ejemplo de Allen Jones, cuyo arte […] consiste en imágenes femeninas que se contorsionan para formar un mueble, muñecas cuyas partes sexuales quedan explícitas debajo de su ropa interior, visiones vulgares e infantilmente desagradables de la mujer, todo ello tan banal y lleno de sentimientos falsos como la sonrisa afectada de una modelo.  Otra vez, el resultado es un kitsch tan obvio que no puede ser kitsch.  El artista debe estar diciéndonos algo sobre nosotros mismos —sobre nuestros deseos y lujurias— forzándonos a confrontar el hecho de que nos gusta lo kitsch, mientras él menosprecia lo kitsch recargando las tintas.  En lugar de nuestros ideales imaginados en marcos dorados, nos ofrece verdadera basura entre comillas.

El kitsch preventivo es el primer eslabón de la cadena.  El artista aparenta que se da mucha importancia, los críticos aparentan que juzgan su producto y el establishment modernista aparenta promoverlo.  El resultado de toda esta apariencia es que alguien que no puede captar la diferencia entre lo real y lo falso decide que debería comprarlo.  Recién en este punto termina la cadena de las apariencias y el verdadero valor de este tipo de arte se hace patente: su valor monetario.  Sin embargo, incluso en este punto las apariencias son importantes.  El comprador aún debe creer que lo que compra es arte verdadero y en consecuencia intrínsecamente valioso, un negocio a cualquier precio.  De otro modo, el precio reflejaría el hecho obvio de que nadie —ni siquiera el comprador— podría haber imitado tal producto.  La esencia de las imitaciones es que no son verdaderamente ellas mismas, sino sustitutos de ellas mismas.  Objetos similares observados en espejos paralelos se repiten infinitas veces y en cada repetición el precio sube un nivel al punto en que un perro hecho con globos por Jeff Koons, que cualquier niño puede imaginar y hasta algunos otros pueden hacerlos por sí mismos, se vende a precios altísimos que nunca antes se habían pagado por la obra de un artista vivo —excepto que, desde ya, él no lo es.

“The strangely enduring power of kitsch”, BBC News (12 de diciembre de 2014).

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