por ROGER SCRUTON
En los primeros años del siglo XX, el arte
ingresó en un período de revolución. Ya
basta de escapismo, decían los modernistas.
El arte debe mostrar la vida moderna tal cual es. Sólo de ese modo puede ofrecer verdadera
consolación. El ornamento es un crimen,
declaró el arquitecto Adolf Loos, y las fachadas barrocas que cubren las calles
de Viena, con incrustaciones y arabescos insignificantes, son demasiadas
negaciones del mundo en que vivimos. Nos
dicen que la belleza pertenece a un pasado desaparecido. Ante este mensaje, Loos se propone descubrir
una belleza más pura —una belleza que pertenece a la vida moderna y que también
la refrenda.
El contemporáneo de Loos, Arnold Schoenberg,
se reveló contra las últimas piezas románticas de las cuales había sido
semejante maestro, diciendo que la música tonal se había vuelto banal y que la
composición al estilo antiguo conducía a clichés musicales. Schoenberg entonces procedió a reinventar el
lenguaje de la música con la esperanza de recuperar la pureza y precisión de
Mozart o Bach. Eliot y Pound se
rebelaron contra la poesía de cuento de hadas de Housman y Walter De La
Mare. La tarea del poeta, insistían, no
consistía en ofrecer sueños nostálgicos, sino que en despertarnos a la
realidad. La verdadera poesía muestra a
las cosas tal cual son y para hacerlo posible debe reconstruirse el marco de
referencia del poeta. No será fácil
entender el resultado. Sin embargo, a
diferencia de la poesía escapista de los victorianos, valdrá la pena
entenderlo.
En los ataques a las formas antiguas de hacer
las cosas, reapareció una palabra en particular. Esa palabra fue “kitsch”. Una vez introducida, daba asco. Lo que sea que hagas, no debe ser kitsch.
Este fue el primer precepto del artista moderno en todos los
medios. En un famoso ensayo publicado en
1939, el crítico estadounidense Clement Greenberg dijo a sus lectores que los
artistas sólo cuentan con dos opciones: o forman parte de la vanguardia,
desafiando las formas antiguas de pintura figurativa, o producen kitsch. Y el miedo por lo kitsch es un motivo que
justifica la insolencia obligatoria de tanto arte que se produce hoy en
día. No importa si sus obras son
obscenas, escandalosas, perturbadoras —siempre y cuando no sean kitsch.
No se conoce demasiado cuál es el origen de
la palabra “kitsch”, pero fue una corriente que surgió en Alemania y Australia
a fines del siglo XIX. Tampoco se sabe
cuál es su definición exacta, pero todos lo reconocemos cuando se presenta ante
nuestros ojos. La muñeca Barbie, el Bambi de Walt Disney, Santa Claus en el
supermercado, Bing Crosby cantando Navidad
Blanca, fotos de caniches con moños en el pelo. En la Navidad estamos rodeados de kitsch —clichés gastados, que perdieron
su inocencia sin ganar sabiduría. Los
niños que creen en Santa Claus invierten verdaderas emociones en una
ficción. Nosotros, los que hemos dejado
de creer, tenemos sólo emociones falsas para ofrecer, pero fingir es placentero. Es maravilloso aparentar y cuando todos nos
reunimos parece que no estuviéramos aparentando para nada.
El novelista checo Milan Kundera hizo una
famosa observación. “Lo kitsch”,
escribió, “hace que dos lágrimas caigan en sucesión rápida. La primera lágrima dice: ¡Qué lindo es
observar a los niños corriendo por el césped!
La segunda lágrima dice: ¡Qué lindo que nos conmueva, junto con todo el
género humano, ver a los niños corriendo por el césped!”. Lo kitsch,
en otras palabras, no se refiere a lo que observamos sino al observador. No los invita a sentirse conmovidos por la
muñeca que están vistiendo con tanta ternura, sino por el hecho de que ustedes
están vistiendo a la muñeca. La
sentimentalidad es así -redirige la emoción del objeto al sujeto, de modo de
crear una fantasía de emoción sin el costo real de sentirla. El objeto kitsch
los alienta a pensar “Mírenme sintiendo esto: que lindo y que adorable que
soy". Por esto es que Oscar Wilde,
refiriéndose a una de las escenas de muerte más enfermizas de Dickens, dijo que
"se necesita un corazón de piedra para no reírse de la muerte de la
pequeña Nell”.
Y es por este motivo que, en síntesis, los
modernistas sienten tanto horror por lo kitsch.
Durante el curso del siglo XIX, el arte, creían, había perdido la
capacidad de distinguir la emoción precisa y real de su sustituto impreciso y
autosuficiente. En la pintura
figurativa, en la música tonal, en los poemas repletos de clichés de amor
heroico y gloria mítica, encontramos el mismo mal —el artista no está
explorando el corazón humano, sino que está creando un sustituto engreído para
ponerlo luego a la venta.
Desde ya que pueden utilizar los estilos
antiguos, pero no pueden hacerlo en serio.
Y si aún a pesar de todo los utilizan, el resultado será kitsch —piezas estándar a precios
rebajados, que no requieren esfuerzo y se consumen sin pensarlo demasiado. La pintura figurativa pasa a ser el relleno
de las tarjetas navideñas, la música se vuelve invertebrada y sentimental y la
literatura colapsa en clichés. Lo kitsch es arte falso que expresa emociones
falsas, cuyo propósito es engañar al consumidor para que piense que siente algo
profundo y serio, cuando de hecho no siente nada en absoluto.
Sin embargo, evitar lo kitsch no es tan fácil como parece.
Podrían intentar ser extravagantemente de vanguardia, haciendo algo que
nadie hubiera pensado hacer y llamándolo arte —tal vez pisoteando algún ideal
preciado o un sentimiento religioso. Sin
embargo, […] este camino también conduce a lo falso —originalidad falsa,
importancia falsa y un nuevo tipo de cliché, tal como sucede con tanto Arte
Joven Británico. Pueden hacerse pasar
por modernistas, pero eso no los llevará necesariamente a lograr lo que
lograron Eliot, Schoenberg o Matisse, que es tocar el corazón moderno en sus
regiones más profundas. El modernismo es
difícil. Exige competencia en una
tradición artística y el arte de apartarse de la tradición para decir algo
nuevo.
Este es un motivo para el surgimiento de un
emprendimiento artístico completamente nuevo, al que llamo “kitsch preventivo”. La severidad modernista es tan difícil como
impopular, entonces los artistas ya no evitaron más lo kitsch sino que lo adoptaron, de la manera que lo hicieron Andy
Warhol, Allen Jones y Jeff Koons. Lo
peor es ser culpable de producir kitsch
y no ser consciente de ello. Mucho mejor
es producir kitsch de manera
deliberada, ya que de ese modo no llega a ser kitsch sino más bien una suerte de parodia sofisticada del
mismo. El kitsch preventivo agrega comillas al verdadero kitsch y espera de ese modo salvar su trayectoria artística. Tomen una estatua en porcelana de Michael
Jackson abrazando a su chimpancé Bubbles, agréguenle colores berretas y una
capa de barniz. Dispongan las figuras
como una Virgen con el niño, dótenlas de expresiones sentimentaloides como si
desafiaran al espectador a vomitar y el resultado es una obra tan kitsch que no podría ser kitsch.
Jeff Koons debe haber querido decir otra cosa, pensamos, algo profundo y
serio que no hemos entendido. Tal vez
esta obra de arte quiera en verdad aportar un comentario sobre lo kitsch, de forma tal que de ser
explícitamente kitsch pasa a ser
meta-kitsch, por así decirlo.
También podemos tomar el ejemplo de Allen
Jones, cuyo arte […] consiste en imágenes femeninas que se contorsionan para
formar un mueble, muñecas cuyas partes sexuales quedan explícitas debajo de su
ropa interior, visiones vulgares e infantilmente desagradables de la mujer,
todo ello tan banal y lleno de sentimientos falsos como la sonrisa afectada de
una modelo. Otra vez, el resultado es un
kitsch tan obvio que no puede ser kitsch.
El artista debe estar diciéndonos algo sobre nosotros mismos —sobre
nuestros deseos y lujurias— forzándonos a confrontar el hecho de que nos gusta
lo kitsch, mientras él menosprecia lo
kitsch recargando las tintas. En lugar de nuestros ideales imaginados en
marcos dorados, nos ofrece verdadera basura entre comillas.
El kitsch
preventivo es el primer eslabón de la cadena.
El artista aparenta que se da mucha importancia, los críticos aparentan
que juzgan su producto y el establishment
modernista aparenta promoverlo. El
resultado de toda esta apariencia es que alguien que no puede captar la
diferencia entre lo real y lo falso decide que debería comprarlo. Recién en este punto termina la cadena de las
apariencias y el verdadero valor de este tipo de arte se hace patente: su valor
monetario. Sin embargo, incluso en este
punto las apariencias son importantes.
El comprador aún debe creer que lo que compra es arte verdadero y en
consecuencia intrínsecamente valioso, un negocio a cualquier precio. De otro modo, el precio reflejaría el hecho
obvio de que nadie —ni siquiera el comprador— podría haber imitado tal
producto. La esencia de las imitaciones
es que no son verdaderamente ellas mismas, sino sustitutos de ellas
mismas. Objetos similares observados en
espejos paralelos se repiten infinitas veces y en cada repetición el precio
sube un nivel al punto en que un perro hecho con globos por Jeff Koons, que
cualquier niño puede imaginar y hasta algunos otros pueden hacerlos por sí
mismos, se vende a precios altísimos que nunca antes se habían pagado por la
obra de un artista vivo —excepto que, desde ya, él no lo es.
“The strangely enduring power of kitsch”, BBC
News (12 de diciembre de 2014).
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