sábado, 30 de mayo de 2015

Federico

por Pier Paolo Pasolini


Recordaré siempre la mañana en que conocí a Fellini: mañana “fabulosa”, según su expresión más repetida. Salimos con su coche, sólido y cómodo, bebido y exactísimo (como él) de la Piazza del Popolo, y calle tras calle fuimos a parar al campo; ¿era la Via Flaminia? ¿la Aurelia? ¿la Cassia? Lo único físicamente cierto era que se trataba del campo, con carreteras asfaltadas, gasolineras, alguna granja, algún muchacho un poco tosco en bicicleta, y una inmensa faja verde, empapada de sol aún frío que lo envolvía todo. Fellini conducía con una mano y daba manotazos a uno y otro lado del paisaje, amenazando continuamente con atropellar a los muchachitos campesinos o con terminar en la cuneta, pero dando, sin embargo, la impresión de que eso en realidad era imposible: conducía con magia el coche como tirando de él o sosteniéndolo con un hilo. Una mano, por tanto, apoyada en el volante del coche, maternal como una cuarentona y concentrada como un alquimista; con la otra Fellini revolvía una y otra vez sus cabellos, usando sólo el índice como un torno o un huso. Me contaba, mientras me arrastraba en aquel campo perdido en una miel de suprema dulzura estacional, la trama de Las noches de Cabiria. Yo, gatito peruano junto al gran gato siamés, escuchaba con Auerbach en el bolsillo.

No comprendía todavía a Fellini: creía reconocer como limitación lo que después ha resultado ser su enorme y total virtud.

Imaginen un laberinto de caracol tan grande como una ciudad —Cnossos o Palmira— en cuyo interior se entra como héroes de Rabelais: y allí dentro encontrar cosas al principio decepcionantes, como un empleado de gasolinera o una putita que aparece en traje de viñeta: notar un sentido de desproporción entre la enormidad del espacio y la mezquindad de lo concreto y sensible instalado en él; pero después, darse cuenta casi al mismo tiempo de que el caracol-laberinto digiere y asimila todo en sus vísceras, horrendas y radiantes, también a ustedes, si no van con cuidado.

La forma de hombre que Fellini encarna es inquietante sin cesar: tiende a reajustarse y reinstalarse en la forma precedente que la sugiere. Una enorme mancha que según la fantasía parece un pólipo, una ameba aumentada en el microscopio, una ruina azteca, un gato ahogado. Pero basta un golpe de ligero poniente, un bandazo del coche, para volver a confundirlo todo y transformar el conjunto otra vez en un hombre: un hombre muy tierno, inteligente, astuto y asustado, con dos orejas creadas en el laboratorio más perfecto de instrumentos acústicos, y una boca que esparce alrededor los más curiosos fonemas que un cruce romañolo-romanesco haya jamás producido: gritos, exclamaciones, interjecciones, diminutivos, toda la panoplia del estadio rústico anterior a la gramática.

En su relato de las Noches temía la desproporción entre lo concreto-sensible de tono, ámbito y gusto realista, y lo imaginario de procedencia casi surreal, aunque modificado por el sentido del humor: y esto, ya de noche, se lo dije a él la tarde siguiente: siempre dentro de la panza de su coche, parada y con las luces encendidas en una aveniducha adormecida, allí donde podía recalar la gran puta callejera perseguida por nosotros, la Bomba. Él me escuchaba encogido, enroscado en el asiento rojo, como una gallina que incuba, como una Virgen del Manto, con la mejilla, el ojo ensombrecido sobre el cual se marcaba la atención relampagueante o el ansia, como una tinta más opaca, volviéndolo por momentos tan humano, con su retina, su pupila de avellana, que le hacía aparecer casi burlón y enormemente afectuoso, si por casualidad estuviera un poco asustado por mi Auerbach.

No encontramos a la Bomba por más que batimos todas esas avenidas que rodean una y otra vez el Paseo Arqueológico, con los grupos de putas rojas iluminadas a franjas por los faros y los pillos en bandas o solos, a caballo de los muros, con el culito en alto y el cuello de la cazadora levantado graciosamente alrededor de las cabezas peinadas como tortas de boda, la cresta derecha y blanca, los ricitos, el flequillo al viento.

La Bomba fue durante muchas noches nuestra meta: encontrarla haciendo la carrera entre los troncos de las avenidas, o en el Coliseo, o entre los portales de Via Cavour, había adquirido un significado casi simbólico. En realidad no queríamos encontrarla y no la encontramos. La Verdad debe mantenerse oculta, interna e ideal. Encontramos en su lugar muchas parecidas: aspectos terrenos y cotidianos de la Verdad. A montones. Yo creía, por tanto, que compartíamos la Verdad en el interior de los dos; o al menos que había en nosotros un terreno libre donde acogerla, o reconstruirla, o analizarla, juntos.

En el guión que había leído sentía el peligro del error que perdura en esa obra maestra que por lo demás es La strada: la coexistencia de una realidad “real”, vista con amor y plenitud (el mundo de la Italia de los Apeninos, con paisajes y figuras, plazuelas y campos, soles y nieves, episodios de estilo humilis, incluso pescatorius, gente de todos los días, campesinos y putas: el mundo, el mundo tout court en fin) y una realidad “estilizada” (la realidad de Gelsomina y, en parte, del Loco): la coexistencia de la pura invención y un apriorismo estilístico; de poesía y de poeticidad. El problema era alcanzar la fusión: elevar un poco el ambiente hacia Cabiria y rebajar el ambiente notablemente hacia Cabiria.

Yo creía que esta operación estaba al alcance de Fellini a través de las vías racionales de la crítica e incluso de la... historiografía. En realidad Fellini, con su agudísimo oído, debía escucharme con la paciencia con que se escucha a un loco: y naturalmente me daba la razón, fingiéndose totalmente implicado en el problema estético así sondeado... Pero Fellini no es un innovador consciente del gusto neorrealista como etapa cultural e histórica: su innovación es tanto más violenta cuanto más inconsciente y no comprometida.

Él se incorpora en la renovación neorrealista a través de un aprendizaje técnico: como tal aprendiz está totalmente inmerso en la acción, ardiente en el exceso de luz. Sumergido en su sector particular, Fellini —por esta misma circunstancia— no estaba en condiciones de, y por tanto no quería, observar el horizonte general de una cultura en desarrollo. Los datos del desarrollo le caían del cielo, se le formaban en el alma. Que existía una realidad y un realismo, Fellini lo había descubierto a través de un proceso inmediato y no problemático. Rossellini puede haberle influido en el sentido siguiente: el amor por la realidad es más fuerte que la realidad, quedando el órgano visivo-cognoscitivo enormemente dilatado por la hiperfunción del ver y el conocer.

El mundo real de las películas de Rossellini y de Fellini aparece transfigurado por el exceso de amor por su realidad. Tanto Rossellini como Fellini ponen en la representación y en el encuadre una intensidad de afecto tal por el mundo enfocado por el ojo mil veces ojo de la cámara, brutal y obsesivo, que crean muchas veces con magia un sentido tridimensional del espacio (recuerden en Los inútiles la secuencia en que los jóvenes juerguistas vuelven a casa por la noche dando patadas a una lata): en la toma se recoge hasta el aire.

En este momento Fellini tiene una función milagrosa: la de salvar el neorrealismo precisamente en los vicios de éste, de hacerlo válido con sus formas languidecientes y encantador en sus fijaciones estilísticas.

Renovar conscientemente el neorrealismo, identificando sus reviviscencias, residuos, errores, parecería en este momento imposible, justamente por la falta de una conciencia cultural paralela y plena: y, en particular, por el relajamiento político debido a una nueva retórica nacional, por la desilusión que ha sucedido al entusiasmo en el campo de la oposición marxista.

Fellini, decíamos, no es un innovador consciente de modelos estilísticos; su conciencia estilística es inmensa, incluso excesiva, monstruosa, pero está completamente sumergida, hundida en el mundo interior y en la técnica.

Del neorrealismo lo ha tomado todo, virtudes y vicios, frescura y vejez, encanto y chatarra: y lo ha hecho estallar todo por su amor no sólo pre-realista sino también prehistórico por la realidad. Pero ¿qué es para Fellini esta realidad? Yo diría que es una composición con el tono fascinante y patético de mil detalles de la realidad: desde los aspectos de la naturaleza a las formas concretas, ya muertas, de una civilización, a los productos sociales, pero éstos en una forma extrema, inmediata por su máxima actualidad, cercanía y evidencia: modos y aspectos de la superestructura y del ropaje más que de la estructura y de la historia.

Y, en efecto, esa realidad social (veánse los jóvenes juerguistas, veánse los estafadores), amada con un amor sensual y desatado, es contradicha constantemente en su racionalidad, en su norma, por la preeminencia de los personajes extraordinarios, extravagantes: pequeños seres inútiles y olvidados que desencadenan violentas corrientes de irracionalidad en el mundo aun cruelmente auténtico y digno de consideración que los rodea. La realidad de Fellini es un mundo misterioso —o horrorosamente hostil o perdidamente dulce— y el hombre de Fellini es una criatura otro tanto misteriosa que vive a merced de ese horror y de esa dulzura.

Así era Gelsomina y así es, mucho más poéticamente elaborada, Cabiria.

Un estudioso del estilo llamaría al realismo de Fellini “realismo de criaturas”: realismo típico de momentos de transiciones vitales, en el que falta una ideología única y absoluta sobre la cual mostrar e integrar el mundo de la creación artística, y falta por consiguiente toda certeza de comunicabilidad y de cognoscibilidad.

En nuestros días el mundo objetivo, histórico y social, está dividido, sus teologías morales ofrecen dos direcciones: hay un telón no sólo geográfico que lo corta —inmensa fisura—, serpenteante de idea en idea, de obra en obra, de rasgo de estilo en rasgo de estilo. Como no puede dividirse en dos, y como no puede estar todo él en una parte o en la otra, al hombre moderno no parece que le quede, entre tanto, otra posibilidad de realismo que ésta de la criatura sola y desamparada que debe desesperar y gozar en un mundo misterioso. Este es, pues, un momento prerreligioso, o religioso en el fondo.

Fellini representa este momento de nuestra historia: y, lo repito, con tanta mayor violencia, evidencia y fascinación cuanto mayor es la fuerza con que se ve impulsado a ello, más bien por el instinto que por la conciencia (enorme y anormal, por otra parte, en el campo técnico, en la magia del tono).

Con esta secreción calcinada, cancerosa y preciosa como una perla, con este tumor diamantífero, he trabajado yo durante algunas semanas siempre sobre el equívoco que comentaba: después, poco a poco, he comprendido. Fellini es una sábana llena de arenas movedizas y para penetrar en ella se necesita o el guía negro de la mala fe o el explorador blanco de la racionalidad; pero a la larga ni uno ni otro bastarían y el territorio permanecería inexplorado si Fellini mismo no enviase, distraídamente, como por azar, un pajarito mágico, un grillo sabio, una mariposa campestre... Así he podido al fin restablecer la relación. Pero quizás no era necesario: Fellini toma en todo caso de sus colaboradores lo que debe tomar: lo entiendan o no lo entiendan. Tú hablas, escribes, te entusiasmas: él se divierte y, silenciosamente, pesca en el fondo.

(Publicado en L’Expresso, 19 de enero, 1992.
Reproducido en Archivos de la Filmoteca nº 11
Trad. Amadeo Serra Desfilis.)

viernes, 29 de mayo de 2015

Una especie de amor

por Alain Badiou

Pienso en el filme de Ozu que se llama Cuentos de Tokio (Tokyo monogatari). Es la historia de un hombre mayor. Un gran tema para el cine, la historia del hombre mayor; hay una cantidad de obras maestras sobre esta temática, por ejemplo Muerte en Venecia, pero también Cuando huye el día de Bergman, Cuentos de Tokio y muchas otras. Los ancianos pueden agradecerle al cine, porque les ha dado mucho. En Cuentos de Tokio, tienen un ritmo continuo particularmente lento. Hay una especie de lentitud ritmada que hace visible la temporalidad de los ancianos, una temporalidad a la vez estirada y secretamente rápida, demasiado idéntica a sí misma. Ozu filma esto admirablemente, y luego, bueno, tienen la historia y algunos planos fijos que son un fragmento de cielo, con una vía y los cables del ferrocarril. Esta imagen llega como una especie de luz, precisamente porque no hay casi nada, y ese casi nada es, en verdad el surgimiento de lo nuevo. Nuevo en lo visible pero, al mismo tiempo, esa imagen va a volver y es siempre la misma. Éste es un símbolo extraordinario de síntesis entre continuidad y discontinuidad. Pero insisto; no es la idea de que la discontinuidad desaparece en la continuidad, más bien, la idea de que la discontinuidad es siempre posible. Se puede vivir en la discontinuidad.

El cine puede decirnos esto: existe realmente la posibilidad de un milagro permanente. Entonces me señalarán: “Si el milagro es permanente, ya no es un milagro”. Precisamente, el cine nos dice otra cosa. Nos dice, nos promete, pero no es el que mantiene la promesa, es el que la hace. Siempre puede ocurrir el milagro, nos promete, y sigue siendo un milagro. No es porque siempre haya milagro que el milagro deviene la vida corriente. El cine es el milagro de lo visible como milagro permanente y como ruptura permanente. Entonces esto es sin duda lo que le debemos al cine, es lo que la filosofía debe tratar de entender del cine. Tal vez una experiencia, antes del cine, estaba cerca de ello: la experiencia de amor. Porque si se tiene una visión positiva del amor, es decir, si no se tiene una concepción cínica del amor, que es la que dice que “todo va bien al principio y después se degrada, o bien que es una ilusión”; si se tiene una concepción según la cual el amor es verdaderamente el milagro en la existencia, sólo se trata de saber si ese milagro es duradero. En cuanto dicen “no es duradero”, vuelven a caer en la concepción cínica: hubo tal vez un milagro, pero el destino es la realidad. Así, si quieren tener una concepción positiva del amor, deben sostener que puede existir el milagro permanente. Esto es algo que se discute desde hace mucho: la posibilidad o la imposibilidad, de la renovación permanente de la existencia en la figura del amor. Y por ello las discusiones sobre continuidad y discontinuidad se apoyan en la experiencia amorosa. Porque el encuentro amoroso es el símbolo de la discontinuidad en la vida y el matrimonio es el símbolo de la continuidad. Cómo se acuerda el amor con el matrimonio –o con lo que funciona como tal bajo otro nombre–. Allí reside el problema.

Pero el verdadero problema filosófico es, una vez más, el de la ruptura y el de la síntesis. ¿Puede el amor inventar la síntesis de la ruptura? Esta invención de la síntesis de la ruptura es como el milagro permanente, ven bien por qué. Conservan la discontinuidad y toman también algo de la continuidad. Lo decía al principio: Sócrates conserva su oposición absoluta frente a Calicles, pero toma de Calicles la idea de la felicidad. En el amor nos hallamos ante el mismo problema. Conservamos absolutamente la discontinuidad del acontecimiento, pero tomamos algo de la continuidad en la idea de que las consecuencias del encuentro amoroso van a durar, que no va a ser sólo una ilusión de algunos días, que será, en realidad, una construcción de la vida. Esa es, entonces, la experiencia del amor. Pero filosóficamente, ¿se puede construir una síntesis en la ruptura? El amor fue siempre, con la revolución, sin duda, un ejemplo característico de este problema. Ustedes saben que la idea de revolución está en crisis, porque no se está seguro de que la síntesis sea posible en la figura de la revolución. Porque la idea de la síntesis consistía en que se podía construir un poder revolucionario. Estaba la revolución y estaba el poder que iba a conservar la revolución, la revolución permanente, el milagro permanente. Hubo cosas que no fueron exactamente eso. No fue el milagro permanente. Entonces la idea de revolución sufrió. El amor también es un problema, el mismo problema, absolutamente el mismo problema: ¿puede el acontecimiento durar?; ¿puede producir una síntesis?

Probablemente el amor siga siendo, pese a todo, el principal ejemplo viviente. Pero el segundo ejemplo es el cine. Hay un vínculo extraño entre el cine y el amor. No solo porque el cine habla mucho del amor –ya lo hemos dicho–, sino porque uno y otro proponen síntesis, la síntesis entre continuidad y discontinuidad. Y tanto uno como el otro, finalmente, hacen la misma promesa, la promesa de la permanencia del milagro. En el fondo, la filosofía gira en torno a esta cuestión: ¿la verdadera vida está presente? ¿Está verdaderamente presente? ¿La verdadera vida es una vida? ¿Una vida que dura, una continuidad, un milagro pero una continuidad? Y esto es algo que el cine nos aporta: una suerte de amor en imágenes. Por eso lo amamos. Amamos que él sea este amor en imágenes, y por eso, después de haber hablado mucho de la síntesis y del amor, hay que volver a hablar también de la imagen. Pero estamos cansados, como el amor cansa, y hablaremos de la imagen mañana.

(De “El cine como experimentación filosófica”,
incluido en Pensar el cine 1: imagen, ética y filosofía,
Manantial, Buenos Aires, 2004) 

Sentir la música

por David Byrne

En un estudio de la UCLA, los neurólogos Istvan Molnar-Szakacs y Katie Overy examinaron encefalogramas para ver qué neuronas se activaban en personas y monos que observaban a otras personas y a otros monos realizar acciones específicas o experimentar emociones específicas. Determinaron que un conjunto de neuronas en el observador “refleja” lo que ve en el observado. Si miras a un atleta, por ejemplo, las neuronas asociadas a los mismos músculos que el atleta está usando se activan. Nuestros músculos no se mueven, y, desafortunadamente, de ver cómo otra gente se esfuerza físicamente no resulta ejercicio efectivo alguno ni beneficio para la salud, pero las neuronas se comportan como si imitáramos al observado. Este efecto reflejo funciona también para las señales emocionales. Cuando vemos a alguien frunciendo el ceño o sonriendo, las neuronas asociadas a esos músculos faciales se activan, pero —y esta es la parte significativa— las neuronas emocionales asociadas a esos sentimientos se disparan también. Los indicios visuales y auditivos activan neuronas empáticas. Cursi pero cierto: si sonríes harás feliz a otra gente. Sentimos lo que la otra persona siente, quizá no tan fuerte o profundamente, pero la empatía parece estar incorporada en nuestro sistema neuronal. Se ha dicho que esa representación compartida (así es como la llaman los neurocientíficos) es esencial en cualquier tipo de comunicación. La capacidad de experimentar una representación compartida es nuestra manera de saber qué quiere transmitir otra persona, de qué está hablando. Sin este medio de compartir referencias comunes, los seres humanos no podríamos comunicarnos.

Es casi estúpidamente obvio: por supuesto que sentimos lo que otras personas sienten, por lo menos hasta cierto punto. Si no fuese así, ¿por qué lloraríamos con una película o sonreiríamos al oír una canción de amor? La frontera entre lo que tú y yo sentimos es porosa. Que somos animales sociales está profundamente arraigado en nosotros y es lo que nos hace ser lo que somos. Nos consideramos individuos, pero hasta cierto punto no lo somos; nuestras células están vinculadas al grupo por esas reacciones empáticas que hemos desarrollado hacia otros. Es un reflejo no solo emocional, sino social y físico también. Cuando alguien resulta herido “sentimos” su dolor, aunque no nos retorcemos de agonía. Y cuando un cantante echa la cabeza hacia atrás y entra en trance, entendemos eso también. Tenemos una imagen interna de lo que siente cuando su cuerpo adopta esa postura.

También personificamos sonidos abstractos. Podemos interpretar emociones cuando oímos los pasos de alguien. Los sentimientos sencillos —tristeza, alegría o enfado— son fácilmente detectables. Unas pisadas pueden parecer un ejemplo obvio, pero muestran que conectamos todo tipo de sonidos a nuestras suposiciones sobre qué emoción, sentimiento o sensación generó ese sonido.

El estudio de la UCLA proponía que la apreciación y el sentimiento de la música son profundamente dependientes de las neuronas espejo. Cuando miras, o simplemente escuchas, a alguien tocando un instrumento, las neuronas asociadas con los músculos requeridos para tocar ese instrumento se activan. Al escuchar un piano, “sentimos” esos movimientos de manos y brazos, y tal como cualquier practicante de la air guitar les dirá, cuando oyes o ves un solo apasionado, lo estás “tocando” tú también. ¿Tienes que saber tocar el piano para poder reflejarte en un pianista? El doctor Edward W. Large de la Florida Atlantic University hizo electroencefalogramas a gente con o sin experiencia musical mientras escuchaban a Chopin. Tal como se pueden imaginar, el sistema neuronal reflejo se activó en los músicos examinados, pero, sorprendentemente, se activó en los no músicos también. El grupo de la UCLA sostiene que todos nuestros medios de comunicación —auditivos, musicales, lingüísticos, visuales— tienen actividades motoras y musicales en su raíz. Leyendo e intuyendo esas actividades motoras conectamos con las emociones subyacentes. Nuestro estado físico y nuestro estado emocional son inseparables: al percibir uno, el observador puede deducir el otro.

La gente baila con la música, y los reflejos neuronales podrían explicar por qué oír música rítmica nos incita a movernos, y a movernos de maneras muy concretas. La música, más que muchas de las artes, activa una multitud de neuronas. Múltiples regiones del cerebro se disparan al oír música: musculares, auditivas, visuales, lingüísticas. Por esto algunas personas que han perdido completamente su capacidad de lenguaje pueden aún articular un texto cantándolo. Oliver Sacks escribió acerca de un hombre con una lesión cerebral que descubrió que para llevar a cabo sus rutinas cotidianas podía arreglárselas cantando, y solo así era capaz de completar tareas sencillas como vestirse. Melodic Intonation Therapy es el nombre de un conjunto de técnicas terapéuticas basadas en ese descubrimiento.

Además, las neuronas reflejo son adivinatorias. Cuando observamos una acción, una postura, un gesto o una expresión facial, nos hacemos una idea precisa, basada en nuestra experiencia pasada, de lo que va a suceder a continuación. Algunos aquejados del síndrome de Asperger quizá no puedan intuir tan bien como otros todos esos significados, pero estoy seguro de que no soy el único que ha sido acusado de no captar lo que para otros son pistas o señales obvias. Pero la mayoría de la gente capta por lo menos un gran porcentaje de ellas. Quizá nuestro innato amor por la narración tiene cierta base adivinatoria neuronal; hemos desarrollado la capacidad de intuir hacia dónde se dirige una historia. Lo mismo con una melodía. Percibimos las subidas y bajadas emocionalmente relevantes de una melodía, las repeticiones, los crescendos, y nos hacemos expectativas, basadas en la experiencia, de adónde llevan esas acciones; expectativas que serán confirmadas o ligeramente redirigidas dependiendo del compositor o del intérprete. Tal como señala el investigador de la ciencia cognitiva Daniel Levitin, un exceso de confirmación —cuando algo ocurre exactamente como la vez anterior— hace que nos aburramos y desconectemos. Las pequeñas variaciones nos mantienen alerta, y sirven también para atraer la atención en momentos musicales cruciales en la narración.

Esas conexiones emocionales ayudarían a explicar por qué la música tiene tan profundo efecto en nuestro bienestar psicológico. Podemos usar la música (o, para mejor o peor, otros pueden usarla) para regular nuestras emociones. Podemos estimularnos (o estimular a otros), o calmar a otros (o a nosotros mismos). Podemos usar la música para integrarnos en un equipo, para actuar en concordia con un grupo. La música es un cohesionador social: une familias, naciones, culturas y comunidades, pero puede separarlas también. Por mucho que la música parezca a veces una fuerza positiva, puede ser utilizada también para inflamar el orgullo patrio o avivar el belicismo. Es aplicable a comunidades y naciones, pero es también un telégrafo cósmico que nos conecta a un mundo más allá de nosotros mismos, a un invisible ámbito de espíritus, de dioses, e incluso al mundo de los muertos. Nos puede beneficiar físicamente o hacernos un daño terrible. Tiene tantos y tan diferentes efectos en nosotros que uno no puede simplemente decir “Me gusta todo tipo de música”. ¿De verdad? ¡Hay formas de música diametralmente opuestas unas a otras! No pueden gustarte todas. No siempre, por lo menos.


(Fragmento de Cómo funciona la música
Random House, Barcelona, 2014
Trad. Marc Viaplana)

martes, 26 de mayo de 2015

Por qué nos gusta Chéjov

por Richard Ford

Hasta que comencé el largo y feliz viaje de leer todos los cuentos de Anton Chéjov con el fin de seleccionar los veinte incluidos en este volumen, había leído muy poco de este autor. Parece algo terrible de admitir para un escritor de relatos, y doblemente terrible tratándose de alguien como yo, cuyas propias narraciones se han visto tan profundamente influidas por Chéjov a través de otros escritores en quienes el ruso había ejercido su influencia directa, como Sherwood Anderson, Isaac Bábel, Hemingway, Cheever, Welty y Carver.


Al igual que les ha ocurrido a muchos lectores americanos que se encontraron por primera vez con Chéjov en la universidad, mi experiencia con sus cuentos fue repentina, breve y demasiado prematura. Cuando lo leí, a los veinte años, no tenía idea de su prestigio e importancia ni de por qué debía leerlo, una de esas lagunas culturales que una educación humanista trata de colmar. Pero, dado el escaso interés que prestaba entonces a los demás, no recuerdo que nadie me dijera nada sobre Chéjov aparte de que era un gran escritor y que era ruso.

Pese a su superficial sencillez y a su aparente accesibilidad y claridad, los cuentos de Chéjov —en particular los mejores— no son tan fáciles para un joven corriente. Al contrario, a mí Chéjov me parece un escritor para adultos, cuya obra es útil y también bella porque orienta la atención a los sentimientos maduros, las complejas reacciones humanas y los pequeños problemas de elección moral en el seno de dilemas mayores, dominantes, cualquiera de cuyos elementos, en caso de que se presentaran en nuestra complicada e impulsiva vida social, escaparían incluso a una observación sutil. El deseo de Chéjov es complicar y poner a prueba nuestra visión de personajes que erróneamente creeríamos capaces de comprender a simple vista. Además, casi siempre nos aborda con una gran dosis de seriedad centrada en algo que intenta hacer irreducible y accesible, y mediante esta concentración insiste en que nos tomemos la vida en serio. Esta indicación, por supuesto, no es siempre fácil de seguir cuando se es joven.

Mi propia experiencia universitaria consistió en leer el gran cuento antológico “La dama del perrito” (publicado en 1899) y quedar fundamentalmente perplejo, aunque su sinceridad y autoridad me infundían un gran respeto por algo que sólo podría describir como la luz gris de un sentimiento profundo que emanaba de la austeridad interna del cuento.

“La dama del perrito” versa sobre el fortuito encuentro amoroso entre dos personas casadas. Los amantes son un aburrido hombre de negocios de mediana edad, originario de Moscú, y una joven ociosa y recién casada de veintitantos años; ambos están en el balneario de Yalta, en el Mar Negro, tomándose unas vacaciones de sus respectivos matrimonios. Se embarcan en un breve y ardiente romance que no parece —al menos al personaje principal del relato, Dmitri Gúrov, el hombre de negocios moscovita— demasiado distinto de otros romances de su vida. Y después de una corta e intensa temporada juntos sus vacaciones, como era predecible, se acaban. La joven, Ana Serguéyevna, vuelve a casa junto a su marido en San Petersburgo, mientras que Gúrov, sin planes específicos con respecto a Ana, regresa al lado de su mujer, fríamente intelectual, y a las tediosas relaciones profesionales de Moscú.

Pero las consecuencias de su aventura y de Ana (la dama del perrito, un pomerano) pronto comienzan a perturbar y envenenar la vida cotidiana de Gúrov, atormentado por el deseo, así que finalmente inventa un pretexto, deja su casa y viaja a S., donde se reúne (más o menos) con la añorante Ana, con la que se ve en un entreacto de una pieza teatral con el expresivo título de La geisha. Durante las semanas siguientes a este apasionado encuentro de los amantes, Ana instaura el hábito de visitar a Gúrov en Moscú, donde, como observa el narrador omnisciente, se “querían como dos seres muy próximos, muy unidos, como marido y mujer, como amigos entrañables; les parecía que era el mismo destino el que los había hecho el uno para el otro, y les resultaba incomprensible por qué él estaba casado y estaba casada ella. Eran igual que dos aves de paso, una pareja a la que habían capturado y obligado a vivir en jaulas separadas”.

Al poco tiempo, su unión, aunque apasionada, comienza a parecerles condenada a ser furtiva e intermitente. Y en su habitación de amantes secretos en el Bazar Eslavo Ana llora amargamente por el dilema en que se halla, mientras Gúrov, de manera ligeramente imperiosa, se esfuerza por consolarla. El relato termina con una conclusión del narrador que tiene algo de sabia impasibilidad: “… y parecía que un poco más y encontrarían la solución, y empezaría entonces una vida nueva, maravillosa, y para ambos estaba claro que hasta el final quedaba mucho, mucho, y que lo más complicado y difícil no había hecho más que empezar”.

Lo que yo no entendía en 1964, a mis veinte años, era qué convertía a este insípido conjunto de fiascos en un gran cuento, con fama de ser el mejor que jamás se había escrito. Sabía que era una historia sobre la pasión, y esa pasión era un tema capital; y sabía que aunque Chéjov no lo describiera, había en ella sexo, y nada menos que sexo adúltero. También podía apreciar que el efecto de la pasión se presentaba como pérdida, soledad e indeterminación, y que la institución del matrimonio quedaba muy vapuleada. Eran cuestiones importantes, por supuesto.

Pero me parecía que al final del cuento, cuando Gúrov y Ana se encuentran en el hotel, fuera de las miradas de sus respectivos cónyuges, sucedía muy poco, o al menos muy poco que yo fuera capaz de detectar. Hacen el amor (aunque fuera de escena); Ana llora; Gúrov dice, alterado: “Basta ya, querida mía, has llorado y ya basta… A ver, hablemos. Algo se nos ocurrirá.” Y ahí se acaba el cuento, Gúrov y Ana yendo quién sabe adónde, y yo pensaba que probablemente no había ningún lugar verdaderamente interesante como para acompañarlos. Y no los acompañamos.

Allá por 1964, yo no me animaba a decir “Esto no me gusta”, porque no era en verdad que “La dama del perrito” no me gustara. Simplemente no percibía qué había en el cuento que pudiera gustar tanto. En clase se había hablado mucho de su párrafo inicial, que contiene la presentación, famosa por su brevedad y complejidad, al tiempo que directa, de información significativa, problemas y estrategias narrativas que el cuento desarrollará a continuación. Por esta razón —economía— ese párrafo introductorio se consideraba bueno. También se decía que el final era admirable porque no era particularmente dramático y porque no era concluyente. Pero si, más allá de eso, hubo alguien que dijera algo más específico acerca de lo que hacía grandioso el cuento, no lo recuerdo. Lo que sí recuerdo claramente es que pensaba que la historia superaba mi comprensión, y que Gúrov y Ana eran adultos (léase enigmáticos, impenetrables) de un modo que me resultaba ajeno, y que lo que hacían y se decían debían de ser expresiones de verdades jamás oídas hasta entonces en torno al amor y a la pasión, pero que yo no era un lector lo suficientemente bueno o carecía de la madurez humana necesaria para reconocerlos. Estoy seguro de que terminé por proclamar que el cuento me gustaba, pero sólo porque pensaba que así debía ser. Y no mucho después comencé a sostener que Chéjov era un autor de cuentos de importancia casi mística —y, sin duda, misteriosa—, un autor que parecía contar historias más bien comunes, pero que en realidad estaba desentrañando la más sutil y, por tanto, la menos obvia de las verdades. (Por supuesto, cuando la superficie de lo que se tiene por gran literatura —y de la vida— parece chata y uniforme, sigue siendo un hábito de investigación útil el preguntarse si una observación más detenida revelaría algo importante y entender que el lugar donde situar ese algo no es siempre el final de un relato.)


En 1998, diría que lo bueno de “La dama del perrito” (y tal vez el lector debería hacer aquí una pausa, leer el cuento para luego regresar y comparar observaciones) y la razón por la que me gusta es que ante todo concentra la atención narrativa no en los puntos conflictivos convencionales —el sexo, el engaño y lo que ocurre al final—, sino en que, por su precisión, ritmo y decisiones acerca de qué narrar, dirige nuestro interés a aquellos terrenos menos brillantes de una aventura amorosa, en los que nosotros, por ser almas convencionales, tal vez dejaríamos pasar inadvertido algo importante. Mediante la escrupulosidad de su observación y la minuciosidad de sus detalles, “La dama del perrito” demuestra que las acciones corrientes contienen momentos de importante elección moral —actos humanos voluntarios susceptibles de ser considerados buenos o malos— y que como tales tienen en la vida consecuencias a las que hemos de prestar atención y que tal vez no supusiéramos antes de leer el cuento. Me refiero específicamente a los sentimientos más bien prosaicos de Gúrov que lo “atormentan” en su casa de Moscú, seguidos de su decisión de visitar a Ana; la razonable indiferencia de su mujer con respecto a su sufrimiento, la repetición de las citas, la relativa brevedad de la satisfacción del deseo y la necesidad de autoengaño para mantener encendida una pequeña pasión. Son cuestiones que el cuento no quiere que pasemos por alto, sino que reconozcamos su importancia y les prestemos la atención que merecen.

Desde el punto de vista puramente literario, también me interesa y me agrada la elección de Chéjov de estos personajes y esta relación en apariencia nada espectacular, para reivindicar su importancia y tratarlos con inteligencia, humor y cierta compasión. Y por encima de todo esto se halla el tratamiento quirúrgico del sagaz narrador de Chéjov como inventor y mediador de la insulsa pero todavía provocativa vida interior de Gúrov con las mujeres: “Le parecía”, dice el narrador en referencia al imperturbable Dmitri, “que su dilatada y amarga experiencia le daba derecho a llamarlas [a la mujeres, por supuesto] como se le ocurriera, y no obstante sin aquella ‘raza inferior’ no habría podido vivir ni dos días. En compañía de los hombres se aburría, se encontraba raro, se mantenía taciturno y frío, pero, cuando se hallaba entre mujeres, se sentía libre…”

Finalmente, lo bueno de “La dama del perrito” parece ser el Chéjov ironista exigente y divertido que encuentra el lenguaje adecuadamente exaltado para acompañar los amores menos exaltados posibles del formal Gúrov y la dócil Ana, y al hacerlo saca a la luz la mundana trivialidad de su amor. En lo alto de una colina desde la que se domina Yalta y el mar, los amantes están sentados en silencio mientras el narrador reflexiona maliciosamente sobre el paisaje:

Las hojas no se movían en los árboles, chirriaban las cigarras, y el monótono y sordo rumor del mar, que llegaba desde abajo, les hablaba de paz, del sueño eterno que nos espera.

Así sonaba el mar allí abajo cuando aún no estaban aquí ni Yalta ni Oreanda, así se seguía ahora el rumor y así seguiría, igual de indiferente y sordo, cuando no estuviéramos. Y en esta inmutabilidad, en la completa indiferencia hacia la vida y la muerte de cada uno de nosotros se esconde, quizá, el secreto de nuestra salvación eterna, del ininterrumpido movimiento de la vida en la tierra, del constante perfeccionamiento.

Con los años, llegué a valorar muy positivamente “La dama del perrito” no sólo como el cuento a través de cuyas sutilezas comencé a saber cómo y por qué apreciar a Chéjov, sino también porque gracias a su ejemplar plenitud llegué a tener la experiencia de la literatura que F. R. Leavis describe en su famoso ensayo sobre Lawrence, es decir, la del medio supremo por el cual “operamos una renovación de la vida sensual y emocional y adquirimos una nueva toma de conciencia”. La representación que hace Chéjov de esta aventura amorosa en tono menor a cargo de seres respetables e insignificantes, más que renovar, contribuyó a dar forma a mi conciencia de lo que podía entrañar la expresión “vida emocional”, así como de las cosas importantes que podía ocultar y excluir.

(Fragmento del prólogo a 
Cuentos imprescindibles, de Anton Chéjov,
Lumen, 2001, e incluido en
Flores en las grietas, de Richard Ford,
Anagrama, 2013)

lunes, 25 de mayo de 2015

Habla, memoria

por Guillermo Cabrera Infante

La cultura está hecha, como toda colección humana, de memoria. No hay cultura, primitiva o sofisticada, sin memoria. Uno de los pueblos aparentemente más primitivos del globo, los aborígenes de Australia, están entre los artistas plásticos más sofisticados de la historia de la pintura de Altamira a Picasso, ese falso primitivo. El exquisito arte de los aborígenes es una manifestación de la memoria de la raza y su religión, una de las más conmovedoras que conozco, está toda hecha de memoria.

El aborigen (es decir, el verdadero australiano) idolatra a una Australia que no queda en el mapa sino que está hecha de la memoria de sus sueños. La llama, porque no está en el espacio, dreamtime, el tiempo del sueño, la alcheringa donde una vez vivieron su edad de oro metafísica y a la que va a vivir cada noche, cuando el tiempo y el espacio confluyen, fluyen. El río de Heráclito se convierte entonces en el enorme desierto al que vuelven y los envuelve. Por el día deambulan sin cansarse en busca de su era perdida, ayudados por el whisky al que los blancos los iniciaron hace poco. Los he visto en Alice Springs, un pueblo del oeste al que convierten en un verdadero ghost town, mientras desfilan bajo el sol del desierto con sus ojos ciegos, viniendo desde la prehistoria sin llegar nunca a la historia. Para un aborigen australiano no hay más que memoria y vacío. Ese abismo lo llenan con los sueños de la tribu. No hay otra nación exiliada en su tierra que viva tanto de la memoria que puebla cada noche sus sueños. La única excepción posible son los judíos que originaron el judío errante: de entre ellos surgió Jewlysses.

El siglo es el dreamtime de todos: el tiempo es el espacio de la memoria ahora. El tiempo nos hace recorrer el espacio de la memoria. La cultura se ha hecho memoria. Los grandes monumentos literarios de nuestra época son tours de force de la memoria y hasta una teoría científica, la de Freud, se basa en un mecanismo de la memoria, los sueños. Sin memoria no hay nada. Esta línea que ahora escribo no tendría sentido, no sería siquiera posible, sin la memoria. Al final de la línea, ahora, las palabras anteriores se habrían borrado para siempre. Hay servidumbre y uso en la memoria. Las frases “Si la memoria me es fiel” y “Si mi memoria no me traiciona” hacen parecer a la memoria como una amante casquivana. Sin embargo no hay compañía más pegajosa: llevamos nuestra memoria a todas partes. La memoria es un vademécum: va contigo. Es también la madre de la moral: nuestra conciencia está hecha de memoria. La culpa es el recuerdo de un crimen.

En nuestro tiempo la memoria parece haber nacido en el exilio. Joyce en Trieste recuerda a todo Dublín, Proust en su exilio de corcho recuerda toda su vida. Una de las grandes memorias de la segunda mitad del siglo ocurre cuando Nabokov recuerda en el exilio el pasaje y pasadizo de su memoria. El libro se titula Habla, memoria. Nemósine es nuestra diosa: ella es madre de las musas y de la memoria.

En la ficción hay dos personajes memorables hechos de pura memoria: sin ella no existirían. Me refiero a Ireneo Funes en “Funes el memorioso” y al Mr. Memory de Los 39 escalones. Ireneo Funes, inválido, vive para recordar y Mr. Memory, válido, vive de recordar. A los dos los mata la memoria. Mr. Memory, que es la memoria como espectáculo, lo recuerda todo y demuestra hasta qué punto recordar es trivializar o volver a vivir: la vida está llena de memoria, la muerte es el descanso en el olvido. En su última noche como espectáculo, le preguntan a Mr. Memory desde el público: “¿Qué son los 39 escalones?” y el memorión no puede evitar cantar que es una organización para el mal. Su memoria lo condena y desde un palco lo acribillan. La memoria, ya lo vemos, es vida y muerte. Pero la memoria está fuera del tiempo.

Hay una frase de Horacio que me sé de memoria. Dice: “Las ruinas me encontrarán impávido”. Cuando regresé a La Habana en 1965 y vi sus ruinas, no me encontré impávido sin embargo sino muy conmovido. ¿Son éstos los restos de mi madre? Estuve retenido allí por la policía por tres meses que no quiero recordar y sin embargo no olvido. Al regresar a Europa, a Madrid precisamente, me encontré que la única tarea que era para mí de alguna consecuencia era reconstruir La Habana mediante la memoria y revivir su esplendor perdido en un libro. Ciertamente, para mí, revivir La Habana era resucitarla y volver a vivir.

Esa labor comenzó hace más de un cuarto de siglo. Todavía estoy en ella.

(Fragmento del discurso leído en la
Jornada de Difusión de la Cultura Catalana,
marzo de 1992. Incluido en Vidas para leerlas,
Alfaguara, 1998)

Jacques Rivette por Bulle Ogier

Chaplin. Una mirada retrospectiva

 por Walter Benjamin


El circo (The Circus, 1928) es la primera obra de la vejez del arte del cine. Charlie se ha hecho mayor desde su última película. Pero también así se las arregla. Y lo más conmovedor en esta nueva película es sentir que Chaplin es ahora consciente del entero círculo de sus posibilidades efectivas, que está decidido a llevar su causa hasta el final con ellas y solo con ellas. Por doquier despunta en toda su magnificencia la variación de sus más grandes motivos. La persecución se ha desplazado a un laberinto, el fenómeno inesperado tiene que desconcertar a un mago, la máscara del no participar hace de él una marioneta de caseta de feria.

La enseñanza y la exhortación que nos miran desde el interior de esta gran obra han impulsado a Philippe Soupault a ofrecer una primera tentativa de conjurar la imagen de Chaplin como fenómeno histórico. La distinguida revista parisina Europe (Rieder; París), a la que dentro de poco nos referiremos con más detalle, traía en el número de noviembre un ensayo del poeta en donde desarrolla una serie de pensamientos en torno a los cuales podrá un día cristalizar una imagen definitiva del gran artista.[i]

Allí se dice por de pronto y con todo énfasis que, en el fondo, la relación de Chaplin con el cine no es en absoluto la del actor, ni mucho menos la de la estrella. En opinión de Soupault, podría decirse directamente que, visto en su conjunto, Chaplin es tan poco actor de cine como William Shakespeare actor de teatro. Lo dice Soupault, y lo dice con razón: “La indiscutible superioridad de las películas de Chaplin... estriba en que en ellas domina una poesía con la que cualquiera se topa en la vida, aunque, claro está, no siempre lo sabe”. Naturalmente, esto no significa que Chaplin sea el “poeta” de sus manuscritos cinematográficos. Él es ni más ni menos que el poeta de sus películas, es decir, su director. Soupault ha visto que Chaplin ha planteado por vez primera (los rusos le han seguido en ello) la película como tema y variación o, dicho brevemente, como composición, y que todo esto se encuentra en plena contradicción con el acostumbrado concepto de la acción de interés palpitante. Por ello Soupault, con tanta resolución como probablemente nadie lo ha hecho hasta ahora, ha reconocido asimismo en L’opinion publique la cima de la producción de Chaplin. Esa película en la que él mismo, como es notorio, no aparece, y que en Alemania discurrió bajo el necio título de Las noches de una mujer bella. (La Kamera debería volver a proyectarla cada medio año. Es un documento fundacional del arte cinematográfico).[ii]

Cuando nos enteramos de que para esta obra de 3.000 metros fueron rodados 125.000, podemos hacernos una idea de la enorme entrega exigida por el trabajo que se esconde en las principales obras de Chaplin. Pero esto nos da también una idea de los capitales que requiere, al menos con tanta necesidad como un Nansen o un Amundsen, para proveer sus viajes exploratorios a los polos del arte cinematográfico. Bien se puede compartir la preocupación de Soupault por las peligrosas pretensiones financieras de la segunda esposa de Chaplin, las cuales, unidas a la lucha por la competencia que los trusts americanos mantienen contra él, podrían llegar a paralizar la producción de este hombre. Parece que Chaplin está planeando una película sobre Napoleón o sobre Cristo. ¿No deberíamos temer que tales proyectos no fuesen sino un gigantesco paravent tras el cual esconde su fatiga?

Es bueno y provechoso que, en el instante en que por vez primera se vislumbra la vejez en los rasgos de Chaplin, recuerde Soupault su juventud y el territorio originario de su arte. Naturalmente, este territorio es la gran ciudad, la de Londres. “En su infinito deambular por las calles de Londres, con sus casas negras y rojas, aprendió Chaplin a observar. Él mismo ha relatado que la idea de traer al mundo el tipo del hombre con el bombín, sus pasitos con el talón, el pequeño bigote cuidadosamente recortado y el bastoncito de bambú, le vino por vez primera a la vista de los pequeños empleados de la playa. Lo que le chocó de esa actitud y esa vestimenta fue el carácter del hombre que se tiene en algo. Pero incluso los demás tipos que le rodean en sus películas proceden de Londres: la tímida y simpática muchacha, el bruto gordinflón siempre está entrando y saliendo para repartir puñetazos, y que cuando ve que no se le tiene miedo toma las de Villadiego, el petulante gentleman al que se reconoce por la chistera”. A ese testimonio sobre sí mismo asocia Soupault un paralelo entre Chaplin y Dickens susceptible de ser espigado y desarrollado.

Chaplin confirma con su arte el viejo conocimiento de que solo un mundo expresivo social, nacional y territorialmente condicionado de la manera más estricta encuentra la grande, ininterrumpida y, sin embargo, altamente diferenciada resonancia de pueblo a pueblo. En Rusia las gentes lloraban cuando veían al peregrino,[iii] en Alemania interesa la cara teorética de sus comedias, en Inglaterra se celebra su humor. Nada tiene de sorprendente que estas diferencias maravillen y fascinen al propio Chaplin. En efecto, con ninguna otra cosa da el cine a reconocer tan inconfundiblemente el enorme significado que tendrá, como que nadie llegase o pudiera llegar a la idea de anteponer al público una instancia más elevada. Chaplin se ha dirigido en sus películas al afecto a la vez más internacional y revolucionario de las masas: la risa. “En todo caso —dice Soupault—, Chaplin lleva solo a la risa. Pero aparte de que esto es lo más difícil, eso que da es también lo más importante desde el punto de vista social”.


["Rückblick auf Chaplin". Publicado originalmente en Die literarische We,
 8-2-1929 (año 5, nº 6), 2. Firmado: W. B. 
Reproducido por Archivos de la Filmoteca nº 34, febrero, 2000.
Traducción: Vicente Jarque.]




[i] Philippe Soupault: “Charlie Chaplin” en Europe. Revue mensuelle, nº 18, París, 1928, págs. 379-402.

[ii] La opinión pública es el título que Chaplin había concebido en principio para la película que luego llamó A Woman of Paris (1923). En España, Una mujer de París. Recordemos que entre sus protagonistas se contaba Adolphe Menjou, actor favorito de Benjamin [N. del T.].

[iii] Alusión a The Pilgrin (1922) [N. del T.].

Saliendo del cine

por Roland Barthes



El sujeto que aquí habla debe reconocer una cosa: le gusta salir de una sala de cine. Encontrarse de nuevo en la calle iluminada y un poco vacía (es siempre por la noche y entre semana cuando va) y dirigirse indolentemente hacia cualquier café, anda silenciosamente (no le gusta nada hablar enseguida de la película que acaba de ver), un poco entumecido, cabizbajo, friolero, en una palabra, adormecido: tiene sueño, he aquí lo que piensa; su cuerpo se ha convertido en algo soporífero, dulce, apacible: suave como un gato dormido, se siente algo desarticulado, o incluso (ya que para una organización moral el descanso no puede estar más que ahí) irresponsable. En suma, es evidente, sale de una hipnosis. Y de la hipnosis (vieja linterna psicoanalítica que el psicoanálisis no parece tratar sino con condescendencia, ver Ornicar?, 1, p11) lo que percibe es el más viejo de los poderes: la curación. Piensa entonces en la música: ¿no hay acaso músicas hipnóticas? El castrado Farinelli, cuya messa di voce fue increíble “tanto por la duración como por la emisión”, durmió la mórbida melancolía de Felipe V de España cantándole el mismo romance todas las noches durante catorce años.

Es de esta manera como, a menudo, se sale del cine. ¿Cómo se entra? Salvo en el caso –es verdad que cada vez más frecuente– de una búsqueda cultural muy precisa (película escogida, querida, buscada, objeto de una verdadera alerta previa) se va al cine partiendo de un ocio, de una disponibilidad, de una vacación. Todo ocurre como si, incluso antes de entrar en la sala, las condiciones clásicas de la hipnosis estuvieran reunidas: vacío, ociosidad, desempleo: no es delante de la película y por la película que se sueña; es, sin saberlo, incluso antes de convertirse en espectador. Hay una “situación de cine”, y esta situación es pre-hipnótica. Siguiendo una metonimia verdadera, la oscuridad de la sala está prefigurada por la “ensoñación crepuscular” (previa a la hipnosis, según Breuer-Freud) que precede a esta oscuridad y conduce al sujeto, de calle en calle, de cartel en cartel, a abismarse finalmente en un cubo oscuro, anónimo, indiferente, donde debe producirse ese festival de afectos que llamamos una película.

¿Qué quiere decir la “oscuridad” del cine (no puedo nunca, hablando de cine, dejar de pensar “sala” en vez de “película”)? La oscuridad no es sólo la sustancia misma de la ensoñación (en el sentido pre-hipnótico del término ); es también el color de un erotismo difuso; por su condensación humana, por su ausencia de mundanalidad (contraria al “aspecto” cultural de toda sala de teatro), por el deslizamiento de las posturas (cuantos espectadores, en el cine, se escurren en sus asientos como en una cama, con los abrigos o pies tirados sobre el asiento de delante), la sala de cine (de tipo corriente) es un lugar de disponibilidad, y es la disponibilidad (más aún que la atracción), el ocio de los cuerpos lo que mejor define el erotismo moderno, no el de la publicidad o de los strip-teases sino el de las grandes ciudades. Es en esta oscuridad urbana donde se trabaja la libertad del cuerpo; este trabajo invisible de los afectos posibles procede de lo que es un verdadero capullo cinematográfico; el espectador de cine podría retomar la divisa del gusano de seda: inclusum labor illustrat: es porque estoy encerrado por lo que trabajo y brillo con todo mi deseo.

En esta oscuridad del cine (oscuridad anónima, poblada, numerosa: ¡oh, el aburrimiento, la frustración de las proyecciones llamadas privadas!) yace la fascinación misma de la película (cualquiera que sea). Evoquemos la experiencia contraria: en la televisión, que también pasa películas, fascinación nula: la oscuridad ha sido borrada, el anonimato rechazado; el espacio es familiar, articulado (por los muebles, los objetos conocidos), erguido: el erotismo –digamos mejor, para hacer comprender la ligereza, lo incompleto: la erotización– del lugar está prescrita: por la televisión estamos condenados a la Familia, de quien se ha convertido en el instrumento doméstico, como lo fue antaño el hogar, acompañado de su marmita común.

En este cubo opaco, una luz: ¿la película, la pantalla? Sí, por supuesto. Pero también (¿pero sobre todo?), visible y desapercibido, ese cono danzante que perfora la oscuridad, a la manera de un rayo láser. Este rayo se acuña, según la rotación de sus partículas, en figuras cambiantes; giramos nuestro rostro hacia la moneda de una vibración brillante, cuya ráfaga imperiosa arrasa nuestro cráneo, roza, de espaldas, de bies, una caballera, un rostro. Como en las viejas experiencias de hipnotismo, estamos fascinados, sin verlo de cara, por ese lugar brillante, inmóvil y danzante.

Todo ocurre como si un largo tallo de luz viniera a recortar una cerradura y todos nosotros mirásemos, estupefactos, por ese agujero. ¿Qué? ¿No viene nada, en este éxtasis, por el sonido, la música, las palabras? De ordinario –en la producción en curso– el protocolo sonoro no puede producir ninguna escucha fascinante; concebido para reforzar lo verosímil de la anécdota, el sonido no es más que un instrumento suplementario de representación; se quiere que se integre con docilidad al objeto imitado; no se le desprende para nada de este objeto; bastaría, sin embargo, muy poca cosa para despegar esta película sonora; un sonido desplazado o aumentado, una voz que muele grano, muy cerca, en el hueco de nuestra oreja, y la fascinación vuelve a empezar; ya que no viene, por encima o al lado, a embrollar la escena imitada por la pantalla, sin embargo, desfigura la imagen (la gestalt, el sentido).

Pues así es la estrecha playa –al menos para el sujeto que habla aquí– donde se interpreta la estupefacción fílmica, la hipnosis cinematográfica: me hace falta estar en la historia (lo verosímil me requiere) pero también me hace falta estar en otra parte: un imaginario ligeramente despegado, he ahí lo que, como un fetichista escrupuloso, consciente, organizado, en una palabra: difícil, exijo de la película y de la situación donde voy a buscarla.

La imagen fílmica (el sonido incluido), ¿qué es? Un señuelo. Hay que entender esta palabra en el sentido analítico. Estoy encerrado en la imagen como si estuviese atrapado en la famosa relación dual que funda lo imaginario. La imagen está ahí, delante de mí, para mí: coalescente (su significante y su significado fundidos), analógica, global, pregnante: es un señuelo perfecto: me precipito sobre ella como un animal sobre un pedazo de trapo “semejante” que se le tiende; y por supuesto, mantiene en el sujeto que creo ser, el desconocimiento ligado al Yo y a lo Imaginario. En la sala de cine, por muy lejos que esté situado, pego mi nariz hasta aplastarla al espejo de la pantalla, a ese “otro” imaginario con quien me identifico narcisistamente (se dice que los espectadores que prefieren situarse lo más cerca posible de la pantalla son los niños y los cinéfilos): la imagen me cautiva, me captura: me pego a la representación, y es esta cola quien funda la naturalidad (la pseudonaturaleza) de la escena filmada (cola preparada con todos los ingredientes de la “técnica”); lo Real no conoce sino distancias, lo Simbólico no conoce sino máscaras, sólo la imagen (lo Imaginario) está cerca, sólo la imagen es “verdadera” (puede producir el estruendo de la verdad). En el fondo, ¿no tiene la imagen, estatuariamente, todos los caracteres de lo ideológico? El sujeto histórico, como el espectador de cine que estoy imaginando, se pega, él también, al discurso ideológico: siente la coalescencia, la seguridad analógica, la pregnancia, la naturalidad, la “verdad”: es un señuelo (nuestro señuelo, ya que ¿quién se escapa?): lo Ideológico sería, en el fondo, lo Imaginario de un tiempo, el Cine de una sociedad; como la película que sabe ganar adeptos, tiene incluso, sus fotogramas: los estereotipos de los que articula su discurso: el estereotipo, ¿no es una imagen fija, una cita a la que nuestro lenguaje se pega? ¿No tenemos, en lugar común, una relación dual: narcisista y maternal?

¿Cómo despegarse del espejo? Arriesgaremos una respuesta que será un juego de palabras: “despegando” (en el sentido aeronáutico y drogado del término). Ciertamente, siempre es posible concebir un arte que romperá el círculo dual, la fascinación fílmica, y que eximirá el empecinamiento, la hipnosis de lo verosímil (de lo analógico), por medio de algún recurso a la mirada (o a la escucha) crítica del espectador; ¿no es esto de lo que se trata en el efecto brechtiano de distanciamiento? Muchas cosas pueden ayudar al despertar de la hipnosis (imaginaria y/o ideológica): incluso los procedimientos del arte épico, la cultura del espectador o su vigilancia ideológica: contrariamente a la histeria clásica, lo imaginario desaparecería desde el momento en que se le observara. Pero hay otra manera de ir al cine (de otro modo que armado por el discurso de la contra-ideología): dejándose fascinar dos veces: por la imagen y por sus entornos, como si tuviera dos cuerpos al mismo tiempo: un cuerpo narcisista que mira, perdido en el espejo cercano, y un cuerpo perverso, dispuesto a fetichizar, no la imagen, sino precisamente lo que le excede: el grano del sonido, la sala, la oscuridad, la masa oscura de los cuerpos, los rayos de la luz, la entrada, la salida: en una palabra, para distanciar, “despegar”, complico una “relación” por una “situación”. De lo que me sirvo para tomar mis distancias con respecto a la imagen, he ahí, a fin de cuentas, lo que me fascina; estoy hipnotizado por una distancia; y esta distancia no es crítica (intelectual); es, si se puede decir, una distancia amorosa: ¿habría, en el cine mismo (y tomando la palabra en su perfil etimológico) un goce posible de la discreción?

(Publicado en Communications n° 33, París, 1975
Traducción: Marta Merino Santaella)

sábado, 23 de mayo de 2015

Cine no

por Marguerite Duras



No sé si he encontrado el cine. He hecho cine. Para los profesionales, el cine que hago no existe. En su libro, Losey elogia mis textos y condena a muerte mis films, dice que detesta Détruire dit-elle. Para mí, él nunca ha hecho un film que le llegue al tobillo a Détruire dit-elle.

Eso prueba que mi cine no puede pasar la frontera de los profesionales. Y que el suyo no puede pasar la mía. Empecé viendo su cine y luego hice el mío y ellos contaron cada vez menos. Por profesionales entiendo a los reproductores de cine como los que hacen reproducciones de cuadros, por oposición a los autores de cine, a los autores de cuadros. El mundo de ese cine está lleno de gente acosada, es el feudo del miedo: a la falta de qué filmar, a la falta de millones, de miles de millones. Para ese cine, nosotros somos unos malhechores que les quitamos “su” dinero. Hace poco, en la televisión, un hombre airado –no sé quién– decía: “Dar dinero a Duras para rodar Le Camion da como resultado disgustar para seis meses a los espectadores de cine”. Qué elogio. Es cierto, me gustó. Pero se equivocaba el hombre: nunca recibí un anticipo para Le Camion. En literatura no se puede decir: me faltan apenas 220 millones para acabar mi libro. Si el libro no se hace, aun en las peores condiciones, es que no hay que hacerlo. Si debe hacerse, se hará aun en las peores condiciones de infortunio. Los pretextos para no escribir, la falta de tiempo, las ocupaciones demasiado numerosas, etc., no son ciertos casi nunca.

La misma necesidad no existe en los cineastas. Ellos buscan temas. Esta es una de las diferencias decisivas. Buscan historias. Se las proponen, sea de novelas, sea de guiones hechos por especialistas de su género. Esto a menudo. Sopesan estas proposiciones, las desglosan: tres crímenes, un cáncer, un amor, más tal y tal actor. Resultado: 700.000 espectadores. Lo pasan por el ordenador. Se hace el film. Resultado: 600.000 espectadores. Un fracaso.

Los cineastas cuantitativos que obtienen un éxito masivo, 25 salas, millón y medio de espectadores, tienen una extraña nostalgia de nuestro cine, el que ellos nunca han abordado, el que no está corroborado por los beneficios, el del fracaso cuantitativo, una sola sala, diez mil entradas. Querrían al mismo tiempo ocupar nuestro lugar, reemplazarnos además de lo que hacen, quitarnos esos diez mil espectadores, como si pudieran. Y nosotros no querríamos reemplazarlos de ningún modo, ni sabríamos hacerlo. Nosotros existimos a su lado como al lado del primer espectador, nuestro derecho de ciudadanía es equivalente al suyo. Igualmente, aun cuando somos el emblema del fracaso comercial, los estudiantes hacen más tesis sobre nosotros que sobre ellos, y a veces las publicaciones, a la manera de ésta, tienen en cuenta también nuestra existencia. Pese a los esfuerzos de la prensa cotidiana por ignorarnos, continuamos haciendo películas. Esto el cine cuantitativo no puede tolerarlo. Mientras que nosotros lo olvidamos. Sí, hay aquí una extraña y nueva nostalgia del fracaso que se sitúa en equivalencia a una elección libre. Esta nostalgia representa un progreso del cineasta cuantitativo, aunque pase por la cólera y el insulto para con nosotros. El dinero ya no es el único fin, no del todo. El número de butacas tampoco. Comienza a perfilarse –muy lejos aun, ciertamente– otra cosa, un sentimiento de la inanidad del beneficio cinematográfico que deja tan solo a su fabricante, que le abandona tan pronto se produce, y también otro sentimiento que se refiere a la persona misma, a su responsabilidad frente a sí misma. Algunos jóvenes cineastas cuantitativos han dejado incluso de perjudicarnos, de hablar mal de nosotros, e intentan poner de relieve ellos también un cine de autor, se dicen autores y a la vez gran público, pero con éxito. Tavernier.

Recuerdo que Raymond Queneau decía que en Francia son solo ciertos lectores, de dos a tres mil, los que deciden la suerte de un libro, y según estos lectores –los más difíciles de todos– retengan ciertos títulos o no, éstos contarán o no en la literatura francesa. Si no se tiene a esos lectores, ninguna audiencia, por numerosa que sea, puede ocupar su lugar. En cine se puede hablar de 10.000 espectadores que hacen los films y que, contra viento y marea, los ponen en el cine o los rechazan. Este margen de 2.000 a 10.000 espectadores, la mayoría de los cineastas cuantitativos no lo consiguen nunca. Pueden tener dos millones de espectadores, pero entre ellos no estarán esos diez mil.

~

Mucha gente pensará que estoy “de lado” cuando hablo de cine. Que no sé muy bien de qué hablo cuando hablo de cine. Yo digo que todo el mundo puede hablar de cine. El cine está ahí y se hace. Nada preexiste al cine. Se necesita hacerlo la mayor parte del tiempo porque su práctica no necesita ningún don particular, es un poco como el manejo de un automóvil. La mayoría de los libros se hace por el estilo. Pero no se los confunde con los otros libros, los que se hacen en el desconocimiento de las leyes del género. Pero, como en el cine, puede haber equivocaciones, tomar los Cahiers du cinéma por Tel Quel, como tomar Gritos y susurros por un film porno.

Por sí solo se puede inventar escribir. En todas partes. En cualquier caso. El cine no. El cine no llama. No espera como la escritura, esa precipitación en el libro. Cuando nadie escribe, la escritura aún existe, ha existido siempre. Cuando esto acabe, en el mundo agonizante, el planeta gris, aún existirá por todas partes, en el aire del tiempo, en el mar. 


(Publicado en Cahiers du cinéma Nº 312/313, juin 1980. 
Traducción: Ángel Beltrán)

miércoles, 13 de mayo de 2015

Contra la interpretación

por Susan Sontag




El contenido es un atisbo de algo, un encuentro como un fogonazo. Es algo minúsculo, minúsculo, el contenido. 
WILLEM DE KOONING, en una entrevista.

Son las personas superficiales las únicas que no juzgan por las apariencias. El misterio del mundo es lo visible, no lo invisible.
OSCAR WILDE, en una carta.


1

La más antigua experiencia del arte tiene que haberlo percibido como encantamiento o magia; el arte era un instrumento del ritual (las pinturas de las cuevas de Lascaux, Altamira, Niaux, La Pasiega, etcétera). La primera teoría del arte, la de los filósofos griegos, proponía que el arte era mímesis, imitación de la realidad.

Y es en este punto donde se planteó la cuestión del valor del arte. Pues la teoría mimética, por sus propios términos, reta al arte a justificarse a sí mismo.

Platón, que propuso la teoría, lo hizo al parecer con la finalidad de establecer que el valor del arte es dudoso. Al considerar los objetos materiales ordinarios como objetos miméticos en sí mismos, imitaciones de formas o estructuras trascendentes, aun la mejor pintura de una cama sería sólo una “imitación de una imitación”. Para Platón, el arte no tiene una utilidad determinada (la pintura de una cama no sirve para dormir encima) ni es, en un sentido estricto, verdadero. Y los argumentos de Aristóteles en defensa del arte no ponen realmente en tela de juicio la noción platónica de que el arte es un elaborado trompe l’oeil, y, por tanto, una mentira. Pero sí discute la idea platónica de que el arte es inútil. Mentira o no, el arte tiene para Aristóteles un cierto valor en cuanto constituye una forma de terapia. Después de todo, replica Aristóteles, el arte es útil, medicinalmente útil, en cuanto suscita y purga emociones peligrosas.

En Platón y en Aristóteles la teoría mimética del arte va pareja con la presunción de que el arte es siempre figurativo. Pero los defensores de la teoría mimética no necesitan cerrar los ojos ante el arte decorativo y abstracto. La falacia de que el arte es necesariamente un “realismo” puede ser modificada o descartada sin trascender siquiera los problemas delimitados por la teoría mimética.

El hecho es que toda la conciencia y toda la reflexión occidentales sobre el arte han permanecido en los límites trazados por la teoría griega del arte como mímesis o representación. Es debido a esta teoría que el arte en cuanto a tal —por encima y más allá de determinadas obras de arte— llega a ser problemático, a necesitar defensa. Y es la defensa del arte la que engendra la singular concepción según la cual algo, que hemos aprendido a denominar “forma”, está separado de algo que hemos aprendido a denominar “contenido”, y la bienintencionada tendencia que considera esencial el contenido y accesoria la forma.

Aun en tiempos modernos, cuando la mayor parte de los artistas y de los críticos han descartado la teoría del arte como representación de una realidad exterior y se han inclinado en favor de la teoría del arte como expresión subjetiva, persiste el rasgo fundamental de la teoría mimética. Concibamos la obra de arte según un modelo pictórico (el arte como pintura de la realidad) o según un modelo de afirmación (el arte como afirmación del artista), el contenido sigue estando en primer lugar. El contenido puede haber cambiado. Quizá sea ahora menos figurativo, menos lúcidamente realista. Pero aun se supone que una obra de arte es su contenido. O, como suele afirmarse hoy, que una obra de arte, por definición, dice algo (“X dice que…”, “X intenta decir que…”, “Lo que X dijo…”, etcétera, etcétera).


2

Ninguno de nosotros podrá recuperar jamás aquella inocencia anterior a toda teoría, cuando el arte no se veía obligado a justificarse, cuando no le preguntaba a la obra de arte qué decía, pues se sabía (o se creía saber) qué hacía. Desde ahora hasta el final de toda conciencia, tendremos que cargar con la tarea de defender el arte. Sólo podremos discutir sobre este u otro medio de defensa. Es más: tenemos el deber de desechar cualquier medio de defensa y justificación del arte que resulte particularmente obtuso, o costoso, o insensible a las necesidades y a la práctica contemporáneas.

Éste es el caso, hoy, de la idea misma de contenido. Prescindiendo de lo que haya podido ser en el pasado, la idea de contenido es hoy sobre todo un obstáculo, un fastidio, un sutil, o no tan sutil, filisteísmo.

Aunque pueda parecer que los progresos actuales en diversas artes nos alejan de la idea de que la obra de arte es primordialmente su contenido, esta idea continúa disfrutando de una extraordinaria supremacía. Permítaseme sugerir que eso ocurre porque la idea se perpetúa ahora bajo el disfraz de una cierta manera de enfrentarse a las obras de arte, profundamente arraigada en la mayoría de las personas que consideran seriamente cualquiera de las artes. Y es que el abusar de la idea de contenido comporta un proyecto, perenne, nunca consumado, de interpretación. Y, a la inversa, es precisamente el hábito de acercarse a la obra de arte con la intención de interpretarla lo que sustenta la arbitraria suposición de que existe realmente algo asimilable a la idea de contenido de una obra de arte.


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Naturalmente, no me refiero a la interpretación en el sentido más amplio, el sentido que Nietzsche acepta (adecuadamente) cuando dice: “No hay hechos, sólo interpretaciones”. Por interpretación entiendo aquí un acto consciente de la mente que ilustra un cierto código, unas ciertas “reglas” de interpretación.

La interpretación, aplicada al arte, supone el desgajar de la totalidad de la obra un conjunto de elementos (el X, el Y, el Z y así sucesivamente). La labor de interpretación lo es, virtualmente, de traducción. El intérprete dice: “Fíjate, ¿no ves que X es en realidad, o significa en realidad, A? ¿Que Y es en realidad B? ¿Que Z es en realidad C?”.

¿Qué situación pudo dar lugar al curioso proyecto de transformar un texto? La historia nos facilita los materiales para una respuesta. La interpretación apareció por vez primera en la cultura de la antigüedad clásica, cuando el poder y la credibilidad del mito fueron derribados por la concepción “realista” del mundo introducida por la ilustración científica. Una vez planteado el interrogante que acuciaría a la conciencia posmítica —el de la similitud de los símbolos religiosos—, los antiguos textos dejaron de ser aceptables en su forma primitiva. Entonces, se echó mano de la interpretación para reconciliar los antiguos textos con las “modernas” exigencias. Así, los estoicos, a fin de armonizar su concepción de que los dioses debían ser morales, alegorizaron los rudos aspectos de Zeus y su estrepitoso clan de la épica de Homero. Lo que Homero describió en realidad como adulterio de Zeus con Latona, explicaron, era la unión del poder con la sabiduría. En esta misma tónica, Filón de Alejandría interpretó las narraciones históricas literales de la Biblia hebraica como parábolas espirituales. La historia del éxodo desde Egipto, los cuarenta años de errar por el desierto, y la entrada en la tierra de promisión, decía Filón, eran en realidad una alegoría de la emancipación, las tribulaciones y la liberación final del alma individual. Por tanto, la interpretación presupone una discrepancia entre el significado evidente del texto y las exigencias de (posteriores) lectores. Pretende resolver esa discrepancia. Por alguna razón, un texto ha llegado a ser inaceptable; sin embargo, no puede ser desechado. La interpretación es entonces una estrategia radical para conservar un texto antiguo, demasiado precioso para repudiarlo, mediante su refundición. El intérprete, sin llegar a suprimir o reescribir el texto, lo altera. Pero no puede admitir que es eso lo que hace. Pretende no hacer otra cosa que tornarlo inteligible, descubriéndonos su verdadero significado. Por más que alteren el texto, los intérpretes (otro ejemplo notable son las interpretaciones “espirituales” rabínicas y cristianas del indiscutiblemente erótico Cantar de los cantares) siempre sostendrán estar revelando un sentido presente en él.

En nuestra época, sin embargo, la interpretación es aún más compleja. Pues el celo contemporáneo por el proyecto de interpretación no suele ser suscitado por la piedad hacia el texto problemático (lo cual podría disimular una agresión), sino por una agresividad abierta, un desprecio declarado por las apariencias. El antiguo estilo de interpretación era insistente, pero respetuoso; sobre el significado literal erigía otro significado. El moderno estilo de interpretación excava y, en la medida en que excava, destruye; escarba hasta “más allá del texto” para descubrir un subtexto que resulte ser el verdadero. Las doctrinas modernas más celebradas e influyentes, la de Marx y la de Freud, son en realidad sistemas hermenéuticos perfeccionados, agresivas e impías teorías de la interpretación. Todos los fenómenos observables son catalogados, en frase de Freud, como contenido manifiesto. Este contenido manifiesto debe ser cuidadosamente analizado y filtrado para descubrir debajo de él el verdadero significado: el contenido latente. Para Marx, los acontecimientos sociales, como las revoluciones y las guerras; para Freud, los acontecimientos de las vidas individuales (como los síntomas neuróticos y los deslices del habla), al igual que los textos (como un sueño o una obra de arte), todo ello, está tratado como pretexto para la interpretación. Según Marx y Freud estos acontecimientos sólo son inteligibles en apariencia. De hecho, sin interpretación, carecen de significado. Comprender es interpretar. E interpretar es volver a exponer el fenómeno con la intención de encontrar su equivalente.

Así pues, la interpretación no es (como la mayoría de las personas presume) un valor absoluto, un gesto de la mente situado en algún dominio intemporal de las capacidades humanas. La interpretación debe ser a su vez evaluada, dentro de una concepción histórica de la conciencia humana. En determinados contextos culturales, la interpretación es un acto liberador. Es un medio de revisar, de transvaluar, de evadir el pasado muerto. En otros contextos culturales es reaccionaria, impertinente, cobarde, asfixiante.


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La actual es una de esas épocas en que la actitud interpretativa es en gran parte reaccionaria, asfixiante. La efusión de interpretaciones del arte envenena hoy nuestras sensibilidades, tanto como los gases de los automóviles y de la industria pesada enrarecen la atmósfera urbana. En una cultura cuyo ya clásico dilema es la hipertrofia del intelecto a expensas de la energía y la capacidad sensorial, la interpretación es la venganza que se toma el intelecto sobre el arte.

Y aún más. Es la venganza que se toma el intelecto sobre el mundo. Interpretar es empobrecer, reducir el mundo, para instaurar un mundo sombrío de significados. Es convertir el mundo en este mundo (¡”este mundo”! ¡Como si hubiera otro!).

El mundo, nuestro mundo, está ya bastante reducido y empobrecido. Desechemos, pues, todos sus duplicados, hasta tanto experimentemos con más inmediatez cuanto tenemos.


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En la mayoría de los ejemplos modernos, la interpretación supone una hipócrita negativa a dejar sola la obra de arte. El verdadero arte tiene el poder de ponernos nerviosos. Al reducir la obra de arte a su contenido para luego interpretar aquello, domesticamos la obra de arte. La interpretación hace manejable y maleable al arte.

Este filisteísmo de la interpretación es más frecuente en la literatura que en cualquier otro arte. Hace ya décadas que los críticos literarios creen que su labor consiste en transformar los elementos del poema, el drama, la novela o la narración en otra cosa. Habrá ocasiones en que el escritor se sienta tan incómodo ante el manifiesto poder de su arte que ya dentro de la misma obra instalará —no sin una nota de modestia, un toque de ironía de buen tono— su clara y explícita interpretación. Thomas Mann es un ejemplo de autor tan excesivamente cooperativo. En el caso de autores más reacios, le falta tiempo al crítico para llevar a cabo por sí mismo esta tarea.

La obra de Kafka, por ejemplo, ha estado sujeta a secuestros en serie por no menos de tres ejércitos de intérpretes. Quienes leen a Kafka como alegoría social ven en él ejemplos clínicos de las frustraciones y la insensatez de la burocracia moderna, y su expresión definitiva en el estado totalitario. Quienes leen a Kafka como alegoría psicoanalítica ven en él desesperadas revelaciones del temor de Kafka a su padre, sus angustias de castración, su sensación de impotencia, su dependencia de los sueños. Quienes leen a Kafka como alegoría religiosa explican que K. intenta, en El castillo, ganarse el acceso al cielo; que José K., en El proceso, es juzgado por la inexorable y misteriosa justicia de Dios... Otra obra que ha atraído a los intérpretes como a sanguijuelas es la de Samuel Beckett. Los delicados dramas de la conciencia encerrada en sí misma de la obra de Beckett —reducidos a los elementos esenciales, recortados, frecuentemente presentados en situación de inmovilidad física— son leídos como una declaración sobre la alienación del hombre moderno por el pensamiento o por Dios, o como una alegoría de la psicopatología.

Proust, Joyce, Faulkner, Rilke, Lawrence, Gide..., podríamos citar autor tras autor; es interminable la lista de aquellos que se han visto rodeados de gruesas capas de interpretación. Pero debe advertirse que la interpretación no es sólo el homenaje que la mediocridad rinde al genio. Es, precisamente, la manera moderna de comprender algo, y se aplica a obras de toda calidad. Así, de las notas que Elia Kazan publicó sobre su versión de A Streetcar Named Desire (Un tranvía llamado Deseo), se desprende que, para dirigir la obra, tuvo que descubrir que Stanley Kowalski representaba el barbarismo sensual y exterminador que iba adueñándose de nuestra cultura, y que Blanche Du Bois era la civilización occidental, la poesía, los ropajes delicados, la luz tenue, los sentimientos refinados y todo lo que se quiera, aunque, naturalmente, dentro ya de cierto desgaste. El vigoroso melodrama psicológico de Tennessee Williams se nos vuelve inteligible; se trataba de algo: de la decadencia de la civilización occidental. Al parecer, de haber seguido siendo un drama sobre un atractivo bruto llamado Stanley Kowalski y una mustia y escuálida belleza llamada Blanche Du Bois, no le habría sido posible dirigir la pieza.


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Nada importa que los artistas pretendan o no que se interpreten sus obras. Quizá Tennessee Williams crea que A Streetcar Named Desire trata de lo que el director Elia Kazan cree que trata. Pudiera ser que Cocteau, respecto de La sangre de un poeta y de Orpheo, deseara las esmeradas, conferencias que se han pronunciado sobre estas películas, en términos de simbolismo freudiano y crítica social. Pero el mérito de estas obras ciertamente radica en algo distinto de sus “significados”. Es más, los dramas de Williams y las películas de Cocteau son defectuosos, falsos, forzados, faltos de convicción, precisamente porque sugieren tan portentosos significados.

De algunas entrevistas se desprende que Resnais y Robbe-Grillet concibieron conscientemente El año pasado en Marienbad de modo que satisficiera interpretaciones múltiples e igualmente plausibles. Y, sin embargo, debiéramos resistirnos a la tentación de interpretar Marienbad. Lo importante en Marienbad es la inmediatez pura, intraducible, sensual, de algunas de sus imágenes, así como sus soluciones rigurosas, aunque rígidas, de determinados problemas de la forma cinematográfica.

Abundando en todo esto, pudiera ser que Ingmar Bergman pretendiera representar con el tanque que avanza con estrépito por la desierta calle nocturna de El silencio un símbolo fálico. Pero si lo hizo, fue una idea absurda. (“No creas nunca al cuentista, cree el cuento”, dijo Lawrence.) Esta secuencia del tanque, considerada como objeto bruto, como equivalente sensorial inmediato de los misteriosos, abruptos y acorazados acontecimientos que tenían lugar en el hotel, es el momento más sorprendente de la película. Quienes buscan una interpretación freudiana del tanque sólo expresan su falta de respuesta a lo que transcurre en la pantalla.

Siempre sucede que las interpretaciones de este tipo indican insatisfacción (consciente o inconsciente) ante la obra, un deseo de reemplazarla por alguna otra cosa.

La interpretación, basada en la teoría, sumamente cuestionable, de que la obra de arte está compuesta por trozos de contenido, viola el arte. Convierte el arte en artículo de uso, en adecuación a un esquema mental de categorías.


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La interpretación, naturalmente, no siempre prevalece. De hecho, es posible que buena parte del arte actual deba entenderse como producto de una huida de la interpretación. Para evitar la interpretación, el arte puede llegar a ser parodia. O a ser abstracto. O a ser (“simplemente”) decorativo. O a ser no-arte.

La huida de la interpretación parece ser especialmente característica de la pintura moderna. La pintura abstracta es un intento de no tener contenido, en el sentido ordinario; puesto que no hay contenido, no cabe interpretación. El pop-art busca, por medios opuestos, un mismo resultado; utilizando un contenido tan estridente, como “lo que es”, termina también por ser ininterpretable.

Asimismo, buena parte de la poesía moderna, comenzando con los grandes experimentos de la poesía francesa (incluido el movimiento equívocamente denominado simbolismo), al poner silencios en los poemas y restablecer la magia de la palabra, ha escapado de la garra brutal de la interpretación. La revolución más reciente en el gusto poético contemporáneo —la revolución que ha destronado a Eliot y elevado a Pound— representa un rechazo del contenido en poesía en el antiguo sentido, una impaciencia que dejó a la poesía moderna a merced del celo de los intérpretes.

Me refiero principalmente a la situación en Estados Unidos, claro. Aquí, la interpretación cunde rápidamente en las artes de una vanguardia débil y despreciable: la ficción y el drama. La mayoría de los novelistas y dramaturgos norteamericanos son, de hecho, periodistas, o caballeros sociólogos y psicólogos. Escriben el equivalente literario de la música programada. Y tan rudimentario, falto de inspiración y esclerosado ha sido el concepto de lo que la forma puede representar en la ficción y en el drama que, aun cuando el contenido no es simplemente información, noticia, es todavía peculiarmente visible, más fácilmente manejable, más ostensible. En la medida en que las novelas y los dramas (en Estados Unidos), a diferencia de la poesía, la pintura y la música, no reflejan ninguna preocupación interesante por variar su forma, estas artes continuarán siendo presa fácil ante los asaltos de la interpretación.

Pero el vanguardismo programático —que se ha propuesto fundamentalmente experimentaciones con la forma a expensas del contenido— no es la única defensa contra las interpretaciones que infestan el arte. Al menos, así lo espero, pues ello supondría condenar el arte a una persecución perpetua. (También perpetúa la misma distinción entre forma y contenido que es, en último término, una fantasía.)  Idealmente, es posible eludir a los intérpretes por otro camino; mediante la creación de obras de arte cuya superficie sea tan unificada y límpida, cuyo ímpetu sea tal, cuyo mensaje sea tan directo, que la obra pueda ser... lo que es. ¿Es esto posible hoy? Sucede, a mi entender, en el cine. Por ese motivo, el cine es en la actualidad, de todas las formas de arte, la más vívida, la más emocionante, la más importante. Quizás el indicador de la vitalidad de una determinada forma de arte consista en su capacidad para admitir defectos, sin dejar de ser buena. Por ejemplo, algunas de las películas de Bergman —pese a estar plagadas de mensajes poco convincentes sobre el espíritu moderno, invitando así a interpretaciones— están por encima de las pretenciosas intenciones de su director. En Luz de invierno y El silencio, la hermosa y visual sofisticación de las imágenes subvierte ante nuestros ojos la endeble seudointelectualidad de la historia y de una parte del diálogo. (El ejemplo más notable de este tipo de discrepancia es la obra de D. W. Griffith.) En las buenas películas existe siempre una espontaneidad que nos libera por entero de la ansiedad por interpretar. Muchas antiguas películas de Hollywood, como las de Cukor, Walsh, Hawks e incontables directores más, tienen esta cualidad liberadora antisimbólica, no inferior a la de las mejores obras de los nuevos directores europeos como Tirez sur le pianiste y Jules et Jim, de Truffaut; À bout de souffle y Vivre sa vie, de Godard; L’avventura, de Antonioni, e I fidanzati, de Olmi.

El hecho de que las películas no hayan sido atropelladas por los interpretadores es, en parte, debido simplemente a la novedad del cine como arte. Es también debido al feliz accidente por el cual las películas, durante largo tiempo, fueron tan sólo películas; en otras palabras, que se las consideró parte de la cultura de masas, entendida ésta como opuesta a la cultura superior, y fueron desechadas por la mayoría de las personas inteligentes. Además, en el cine siempre hay algo que atrapar al vuelo, además del contenido, para aquellos deseosos de analizar. Pues el cine, a diferencia de la novela, posee un vocabulario de las formas: la explícita, compleja y discutible tecnología de los movimientos de cámara, de los cortes, y de la composición de planos implicados en la realización de una película.


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¿Qué tipo de crítica, de comentario sobre las artes, es hoy deseable? Pues no pretendo decir que las obras de arte sean inefables, que no puedan ser descritas o parafraseadas. Pueden serlo. La cuestión es cómo. ¿Cómo debería ser una crítica que sirviera a la obra de arte, sin usurpar su espacio?

Lo que se necesita, en primer término, es una mayor atención a la forma en el arte. Si la excesiva atención al contenido provoca una arrogancia de la interpretación, la descripción más extensa y concienzuda de la forma la silenciará. Lo que se necesita es un vocabulario —un vocabulario, más que prescriptivo, descriptivo—de las formas*. La mejor crítica, y no es frecuente, procede a disolver las consideraciones sobre el contenido en consideraciones sobre la forma. Puedo citar, sobre el cine, el teatro y la pintura respectivamente, el ensayo de Erwin Panofsky, “Style and Médium in the Motion Pictures”, el ensayo de Northrop Frye, “A Conspectus of Dramatic Genres” y el ensayo de Pierre Francastel, “La destruction d’un espace plastique”. La obra de Roland Barthes, Racine, y sus dos ensayos sobre Robbe-Grillet son ejemplos de análisis formal aplicado a la obra de un solo autor. (Los mejores ensayos en Mímesis, de Erich Auerbach, como “La cicatriz de Odiseo”, son también de este tipo.) Un ejemplo de análisis formal aplicado simultáneamente al género y al autor lo encontraríamos en el ensayo de Walter Benjamin, “The Story Teller: Reflections on the Works of Nicolai Leskov”.

Igualmente válidos serían los actos de crítica que proporcionaran una descripción verdaderamente certera, aguda, amorosa, de la aparición de una obra de arte. Esto parece ser más difícil incluso que el análisis formal. Parte de la crítica cinematográfica de Manny Farber, el ensayo de Dorothy Van Ghent “The Dickens Worlds: A View from Todgers” y el ensayo de Randall Jarrell sobre Walt Whitman se cuentan entre los raros ejemplos de lo que quiero decir. Son ensayos que revelan la superficie sensual del arte sin enlodarla.


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Hoy en día, el valor más alto y más liberador en el arte —y en la crítica de hoy— es la transparencia. La transparencia supone experimentar la luminosidad del objeto en sí, de las cosas tal como son. En esto reside la grandeza de, por ejemplo, las películas de Brcsson y de Ozu, y de La regla del juego de Renoir.

En otros tiempos (en Dante, por ejemplo) debió de haber sido un acto creador y revolucionario el concebir las obras de arte de manera que permitieran su experimentación en distintos niveles. Ahora no. Sería reforzar el principio de redundancia, que es la principal aflicción de la vida moderna.

En otros tiempos (tiempos en que no abundaba el gran arte), debió de haber sido un acto creador y revolucionario el interpretar las obras de arte. Ahora no. Decididamente, lo que ahora no precisamos es asimilar nuevamente el Arte al Pensamiento o (lo que es peor) el Arte a la Cultura.

La interpretación da por supuesta la experiencia sensorial de la obra de arte, y toma a ésta como punto de partida. Pero hoy este supuesto es injustificado. Piénsese en la tremenda multiplicación de las obras de arte al alcance de todos nosotros, agregada a los gustos y olores y visiones contradictorios del contorno urbano que bombardean nuestros sentidos. La nuestra es una cultura basada en el exceso, en la superproducción; el resultado es la constante declinación de la agudeza de nuestra experiencia sensorial. Todas las condiciones de la vida moderna —su abundancia material, su exagerado abigarramiento— se conjugan para embotar nuestras facultades sensoriales. Y la misión del crítico debe plantearse precisamente a la luz del condicionamiento de nuestros sentidos, de nuestras capacidades (más que de los de otras épocas).

Lo que ahora importa es recuperar nuestros sentidos. Debemos aprender a ver más, a oír más, a sentir más.

Nuestra misión no consiste en percibir en una obra de arte la mayor cantidad posible de contenido, y menos aún en exprimir de la obra de arte un contenido mayor que el ya existente. Nuestra misión consiste en reducir el contenido de modo que podamos ver en detalle el objeto.

La finalidad de todo comentario sobre el arte debiera ser hoy el hacer que las obras de arte —y, por analogía, nuestra experiencia personal— fueran para nosotros más, y no menos, reales. La función de la crítica debiera consistir en mostrar cómo es lo que es, incluso qué es lo que es, y no en mostrar qué significa.


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En lugar de una hermenéutica, necesitamos una erótica del arte.


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* Una de las dificultades está en que nuestra idea de la forma es espacial (todas las metáforas griegas de la forma derivan de nociones espaciales). Es por ello por lo que disponemos de un vocabulario de las formas más elaborado para las artes espaciales que para las temporales. Entre las artes temporales una excepción natural es el teatro, quizá porque el teatro es una forma narrativa (es decir, temporal) que se proyecta visual y pictóricamente en un escenario... Nos falta, sin embargo, aún, una poética de la novela, una noción clara de las formas de narración. Quizá la crítica cinematográfica proporcione la ocasión y sirva de punta de lanza, pues el cine es primordialmente una forma visual, sin por ello dejar de ser una subdivisión de la literatura.