sábado, 30 de mayo de 2015

Federico

por Pier Paolo Pasolini


Recordaré siempre la mañana en que conocí a Fellini: mañana “fabulosa”, según su expresión más repetida. Salimos con su coche, sólido y cómodo, bebido y exactísimo (como él) de la Piazza del Popolo, y calle tras calle fuimos a parar al campo; ¿era la Via Flaminia? ¿la Aurelia? ¿la Cassia? Lo único físicamente cierto era que se trataba del campo, con carreteras asfaltadas, gasolineras, alguna granja, algún muchacho un poco tosco en bicicleta, y una inmensa faja verde, empapada de sol aún frío que lo envolvía todo. Fellini conducía con una mano y daba manotazos a uno y otro lado del paisaje, amenazando continuamente con atropellar a los muchachitos campesinos o con terminar en la cuneta, pero dando, sin embargo, la impresión de que eso en realidad era imposible: conducía con magia el coche como tirando de él o sosteniéndolo con un hilo. Una mano, por tanto, apoyada en el volante del coche, maternal como una cuarentona y concentrada como un alquimista; con la otra Fellini revolvía una y otra vez sus cabellos, usando sólo el índice como un torno o un huso. Me contaba, mientras me arrastraba en aquel campo perdido en una miel de suprema dulzura estacional, la trama de Las noches de Cabiria. Yo, gatito peruano junto al gran gato siamés, escuchaba con Auerbach en el bolsillo.

No comprendía todavía a Fellini: creía reconocer como limitación lo que después ha resultado ser su enorme y total virtud.

Imaginen un laberinto de caracol tan grande como una ciudad —Cnossos o Palmira— en cuyo interior se entra como héroes de Rabelais: y allí dentro encontrar cosas al principio decepcionantes, como un empleado de gasolinera o una putita que aparece en traje de viñeta: notar un sentido de desproporción entre la enormidad del espacio y la mezquindad de lo concreto y sensible instalado en él; pero después, darse cuenta casi al mismo tiempo de que el caracol-laberinto digiere y asimila todo en sus vísceras, horrendas y radiantes, también a ustedes, si no van con cuidado.

La forma de hombre que Fellini encarna es inquietante sin cesar: tiende a reajustarse y reinstalarse en la forma precedente que la sugiere. Una enorme mancha que según la fantasía parece un pólipo, una ameba aumentada en el microscopio, una ruina azteca, un gato ahogado. Pero basta un golpe de ligero poniente, un bandazo del coche, para volver a confundirlo todo y transformar el conjunto otra vez en un hombre: un hombre muy tierno, inteligente, astuto y asustado, con dos orejas creadas en el laboratorio más perfecto de instrumentos acústicos, y una boca que esparce alrededor los más curiosos fonemas que un cruce romañolo-romanesco haya jamás producido: gritos, exclamaciones, interjecciones, diminutivos, toda la panoplia del estadio rústico anterior a la gramática.

En su relato de las Noches temía la desproporción entre lo concreto-sensible de tono, ámbito y gusto realista, y lo imaginario de procedencia casi surreal, aunque modificado por el sentido del humor: y esto, ya de noche, se lo dije a él la tarde siguiente: siempre dentro de la panza de su coche, parada y con las luces encendidas en una aveniducha adormecida, allí donde podía recalar la gran puta callejera perseguida por nosotros, la Bomba. Él me escuchaba encogido, enroscado en el asiento rojo, como una gallina que incuba, como una Virgen del Manto, con la mejilla, el ojo ensombrecido sobre el cual se marcaba la atención relampagueante o el ansia, como una tinta más opaca, volviéndolo por momentos tan humano, con su retina, su pupila de avellana, que le hacía aparecer casi burlón y enormemente afectuoso, si por casualidad estuviera un poco asustado por mi Auerbach.

No encontramos a la Bomba por más que batimos todas esas avenidas que rodean una y otra vez el Paseo Arqueológico, con los grupos de putas rojas iluminadas a franjas por los faros y los pillos en bandas o solos, a caballo de los muros, con el culito en alto y el cuello de la cazadora levantado graciosamente alrededor de las cabezas peinadas como tortas de boda, la cresta derecha y blanca, los ricitos, el flequillo al viento.

La Bomba fue durante muchas noches nuestra meta: encontrarla haciendo la carrera entre los troncos de las avenidas, o en el Coliseo, o entre los portales de Via Cavour, había adquirido un significado casi simbólico. En realidad no queríamos encontrarla y no la encontramos. La Verdad debe mantenerse oculta, interna e ideal. Encontramos en su lugar muchas parecidas: aspectos terrenos y cotidianos de la Verdad. A montones. Yo creía, por tanto, que compartíamos la Verdad en el interior de los dos; o al menos que había en nosotros un terreno libre donde acogerla, o reconstruirla, o analizarla, juntos.

En el guión que había leído sentía el peligro del error que perdura en esa obra maestra que por lo demás es La strada: la coexistencia de una realidad “real”, vista con amor y plenitud (el mundo de la Italia de los Apeninos, con paisajes y figuras, plazuelas y campos, soles y nieves, episodios de estilo humilis, incluso pescatorius, gente de todos los días, campesinos y putas: el mundo, el mundo tout court en fin) y una realidad “estilizada” (la realidad de Gelsomina y, en parte, del Loco): la coexistencia de la pura invención y un apriorismo estilístico; de poesía y de poeticidad. El problema era alcanzar la fusión: elevar un poco el ambiente hacia Cabiria y rebajar el ambiente notablemente hacia Cabiria.

Yo creía que esta operación estaba al alcance de Fellini a través de las vías racionales de la crítica e incluso de la... historiografía. En realidad Fellini, con su agudísimo oído, debía escucharme con la paciencia con que se escucha a un loco: y naturalmente me daba la razón, fingiéndose totalmente implicado en el problema estético así sondeado... Pero Fellini no es un innovador consciente del gusto neorrealista como etapa cultural e histórica: su innovación es tanto más violenta cuanto más inconsciente y no comprometida.

Él se incorpora en la renovación neorrealista a través de un aprendizaje técnico: como tal aprendiz está totalmente inmerso en la acción, ardiente en el exceso de luz. Sumergido en su sector particular, Fellini —por esta misma circunstancia— no estaba en condiciones de, y por tanto no quería, observar el horizonte general de una cultura en desarrollo. Los datos del desarrollo le caían del cielo, se le formaban en el alma. Que existía una realidad y un realismo, Fellini lo había descubierto a través de un proceso inmediato y no problemático. Rossellini puede haberle influido en el sentido siguiente: el amor por la realidad es más fuerte que la realidad, quedando el órgano visivo-cognoscitivo enormemente dilatado por la hiperfunción del ver y el conocer.

El mundo real de las películas de Rossellini y de Fellini aparece transfigurado por el exceso de amor por su realidad. Tanto Rossellini como Fellini ponen en la representación y en el encuadre una intensidad de afecto tal por el mundo enfocado por el ojo mil veces ojo de la cámara, brutal y obsesivo, que crean muchas veces con magia un sentido tridimensional del espacio (recuerden en Los inútiles la secuencia en que los jóvenes juerguistas vuelven a casa por la noche dando patadas a una lata): en la toma se recoge hasta el aire.

En este momento Fellini tiene una función milagrosa: la de salvar el neorrealismo precisamente en los vicios de éste, de hacerlo válido con sus formas languidecientes y encantador en sus fijaciones estilísticas.

Renovar conscientemente el neorrealismo, identificando sus reviviscencias, residuos, errores, parecería en este momento imposible, justamente por la falta de una conciencia cultural paralela y plena: y, en particular, por el relajamiento político debido a una nueva retórica nacional, por la desilusión que ha sucedido al entusiasmo en el campo de la oposición marxista.

Fellini, decíamos, no es un innovador consciente de modelos estilísticos; su conciencia estilística es inmensa, incluso excesiva, monstruosa, pero está completamente sumergida, hundida en el mundo interior y en la técnica.

Del neorrealismo lo ha tomado todo, virtudes y vicios, frescura y vejez, encanto y chatarra: y lo ha hecho estallar todo por su amor no sólo pre-realista sino también prehistórico por la realidad. Pero ¿qué es para Fellini esta realidad? Yo diría que es una composición con el tono fascinante y patético de mil detalles de la realidad: desde los aspectos de la naturaleza a las formas concretas, ya muertas, de una civilización, a los productos sociales, pero éstos en una forma extrema, inmediata por su máxima actualidad, cercanía y evidencia: modos y aspectos de la superestructura y del ropaje más que de la estructura y de la historia.

Y, en efecto, esa realidad social (veánse los jóvenes juerguistas, veánse los estafadores), amada con un amor sensual y desatado, es contradicha constantemente en su racionalidad, en su norma, por la preeminencia de los personajes extraordinarios, extravagantes: pequeños seres inútiles y olvidados que desencadenan violentas corrientes de irracionalidad en el mundo aun cruelmente auténtico y digno de consideración que los rodea. La realidad de Fellini es un mundo misterioso —o horrorosamente hostil o perdidamente dulce— y el hombre de Fellini es una criatura otro tanto misteriosa que vive a merced de ese horror y de esa dulzura.

Así era Gelsomina y así es, mucho más poéticamente elaborada, Cabiria.

Un estudioso del estilo llamaría al realismo de Fellini “realismo de criaturas”: realismo típico de momentos de transiciones vitales, en el que falta una ideología única y absoluta sobre la cual mostrar e integrar el mundo de la creación artística, y falta por consiguiente toda certeza de comunicabilidad y de cognoscibilidad.

En nuestros días el mundo objetivo, histórico y social, está dividido, sus teologías morales ofrecen dos direcciones: hay un telón no sólo geográfico que lo corta —inmensa fisura—, serpenteante de idea en idea, de obra en obra, de rasgo de estilo en rasgo de estilo. Como no puede dividirse en dos, y como no puede estar todo él en una parte o en la otra, al hombre moderno no parece que le quede, entre tanto, otra posibilidad de realismo que ésta de la criatura sola y desamparada que debe desesperar y gozar en un mundo misterioso. Este es, pues, un momento prerreligioso, o religioso en el fondo.

Fellini representa este momento de nuestra historia: y, lo repito, con tanta mayor violencia, evidencia y fascinación cuanto mayor es la fuerza con que se ve impulsado a ello, más bien por el instinto que por la conciencia (enorme y anormal, por otra parte, en el campo técnico, en la magia del tono).

Con esta secreción calcinada, cancerosa y preciosa como una perla, con este tumor diamantífero, he trabajado yo durante algunas semanas siempre sobre el equívoco que comentaba: después, poco a poco, he comprendido. Fellini es una sábana llena de arenas movedizas y para penetrar en ella se necesita o el guía negro de la mala fe o el explorador blanco de la racionalidad; pero a la larga ni uno ni otro bastarían y el territorio permanecería inexplorado si Fellini mismo no enviase, distraídamente, como por azar, un pajarito mágico, un grillo sabio, una mariposa campestre... Así he podido al fin restablecer la relación. Pero quizás no era necesario: Fellini toma en todo caso de sus colaboradores lo que debe tomar: lo entiendan o no lo entiendan. Tú hablas, escribes, te entusiasmas: él se divierte y, silenciosamente, pesca en el fondo.

(Publicado en L’Expresso, 19 de enero, 1992.
Reproducido en Archivos de la Filmoteca nº 11
Trad. Amadeo Serra Desfilis.)

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