por Pier Paolo Pasolini
Recordaré
siempre la mañana en que conocí a Fellini: mañana “fabulosa”, según su
expresión más repetida. Salimos con su coche, sólido y cómodo, bebido y
exactísimo (como él) de la Piazza del Popolo, y calle tras calle fuimos a parar
al campo; ¿era la Via Flaminia? ¿la Aurelia? ¿la Cassia? Lo único físicamente
cierto era que se trataba del campo, con carreteras asfaltadas, gasolineras,
alguna granja, algún muchacho un poco tosco en bicicleta, y una inmensa faja
verde, empapada de sol aún frío que lo envolvía todo. Fellini conducía con una
mano y daba manotazos a uno y otro lado del paisaje, amenazando continuamente
con atropellar a los muchachitos campesinos o con terminar en la cuneta, pero
dando, sin embargo, la impresión de que eso en realidad era imposible: conducía
con magia el coche como tirando de él o sosteniéndolo con un hilo. Una mano,
por tanto, apoyada en el volante del coche, maternal como una cuarentona y
concentrada como un alquimista; con la otra Fellini revolvía una y otra vez sus
cabellos, usando sólo el índice como un torno o un huso. Me contaba, mientras
me arrastraba en aquel campo perdido en una miel de suprema dulzura estacional,
la trama de Las noches de Cabiria.
Yo, gatito peruano junto al gran gato siamés, escuchaba con Auerbach en el
bolsillo.
No
comprendía todavía a Fellini: creía reconocer como limitación lo que después ha
resultado ser su enorme y total virtud.
Imaginen
un laberinto de caracol tan grande como una ciudad —Cnossos o Palmira— en cuyo
interior se entra como héroes de Rabelais: y allí dentro encontrar cosas al
principio decepcionantes, como un empleado de gasolinera o una putita que
aparece en traje de viñeta: notar un sentido de desproporción entre la
enormidad del espacio y la mezquindad de lo concreto y sensible instalado en
él; pero después, darse cuenta casi al mismo tiempo de que el caracol-laberinto
digiere y asimila todo en sus vísceras, horrendas y radiantes, también a ustedes,
si no van con cuidado.
La
forma de hombre que Fellini encarna es inquietante sin cesar: tiende a
reajustarse y reinstalarse en la forma precedente que la sugiere. Una enorme
mancha que según la fantasía parece un pólipo, una ameba aumentada en el
microscopio, una ruina azteca, un gato ahogado. Pero basta un golpe de ligero
poniente, un bandazo del coche, para volver a confundirlo todo y transformar el
conjunto otra vez en un hombre: un hombre muy tierno, inteligente, astuto y
asustado, con dos orejas creadas en el laboratorio más perfecto de instrumentos
acústicos, y una boca que esparce alrededor los más curiosos fonemas que un
cruce romañolo-romanesco haya jamás producido: gritos, exclamaciones,
interjecciones, diminutivos, toda la panoplia del estadio rústico anterior a la
gramática.
En
su relato de las Noches temía la
desproporción entre lo concreto-sensible de tono, ámbito y gusto realista, y lo
imaginario de procedencia casi surreal, aunque modificado por el sentido del
humor: y esto, ya de noche, se lo dije a él la tarde siguiente: siempre dentro
de la panza de su coche, parada y con las luces encendidas en una aveniducha
adormecida, allí donde podía recalar la gran puta callejera perseguida por
nosotros, la Bomba. Él me escuchaba encogido, enroscado en el asiento rojo,
como una gallina que incuba, como una Virgen del Manto, con la mejilla, el ojo
ensombrecido sobre el cual se marcaba la atención relampagueante o el ansia,
como una tinta más opaca, volviéndolo por momentos tan humano, con su retina,
su pupila de avellana, que le hacía aparecer casi burlón y enormemente
afectuoso, si por casualidad estuviera un poco asustado por mi Auerbach.
No
encontramos a la Bomba por más que batimos todas esas avenidas que rodean una y
otra vez el Paseo Arqueológico, con los grupos de putas rojas iluminadas a
franjas por los faros y los pillos en bandas o solos, a caballo de los muros,
con el culito en alto y el cuello de la cazadora levantado graciosamente
alrededor de las cabezas peinadas como tortas de boda, la cresta derecha y
blanca, los ricitos, el flequillo al viento.
La
Bomba fue durante muchas noches nuestra meta: encontrarla haciendo la carrera
entre los troncos de las avenidas, o en el Coliseo, o entre los portales de Via
Cavour, había adquirido un significado casi simbólico. En realidad no queríamos
encontrarla y no la encontramos. La Verdad debe mantenerse oculta, interna e
ideal. Encontramos en su lugar muchas parecidas: aspectos terrenos y cotidianos
de la Verdad. A montones. Yo creía, por tanto, que compartíamos la Verdad en el
interior de los dos; o al menos que había en nosotros un terreno libre donde
acogerla, o reconstruirla, o analizarla, juntos.
En
el guión que había leído sentía el peligro del error que perdura en esa obra
maestra que por lo demás es La strada:
la coexistencia de una realidad “real”, vista con amor y plenitud (el mundo de
la Italia de los Apeninos, con paisajes y figuras, plazuelas y campos, soles y
nieves, episodios de estilo humilis,
incluso pescatorius, gente de todos
los días, campesinos y putas: el mundo, el mundo tout court en fin) y una realidad “estilizada” (la realidad de
Gelsomina y, en parte, del Loco): la coexistencia de la pura invención y un
apriorismo estilístico; de poesía y de poeticidad. El problema era alcanzar la
fusión: elevar un poco el ambiente hacia Cabiria y rebajar el ambiente
notablemente hacia Cabiria.
Yo
creía que esta operación estaba al alcance de Fellini a través de las vías
racionales de la crítica e incluso de la... historiografía. En realidad
Fellini, con su agudísimo oído, debía escucharme con la paciencia con que se
escucha a un loco: y naturalmente me daba la razón, fingiéndose totalmente
implicado en el problema estético así sondeado... Pero Fellini no es un
innovador consciente del gusto neorrealista como etapa cultural e histórica: su
innovación es tanto más violenta cuanto más inconsciente y no comprometida.
Él
se incorpora en la renovación neorrealista a través de un aprendizaje técnico:
como tal aprendiz está totalmente inmerso en la acción, ardiente en el exceso
de luz. Sumergido en su sector particular, Fellini —por esta misma
circunstancia— no estaba en condiciones de, y por tanto no quería, observar el
horizonte general de una cultura en desarrollo. Los datos del desarrollo le
caían del cielo, se le formaban en el alma. Que existía una realidad y un
realismo, Fellini lo había descubierto a través de un proceso inmediato y no
problemático. Rossellini puede haberle influido en el sentido siguiente: el
amor por la realidad es más fuerte que la realidad, quedando el órgano
visivo-cognoscitivo enormemente dilatado por la hiperfunción del ver y el
conocer.
El
mundo real de las películas de Rossellini y de Fellini aparece transfigurado
por el exceso de amor por su realidad. Tanto Rossellini como Fellini ponen en
la representación y en el encuadre una intensidad de afecto tal por el mundo
enfocado por el ojo mil veces ojo de la cámara, brutal y obsesivo, que crean
muchas veces con magia un sentido tridimensional del espacio (recuerden en Los inútiles la secuencia en que los
jóvenes juerguistas vuelven a casa por la noche dando patadas a una lata): en
la toma se recoge hasta el aire.
En
este momento Fellini tiene una función milagrosa: la de salvar el neorrealismo
precisamente en los vicios de éste, de hacerlo válido con sus formas
languidecientes y encantador en sus fijaciones estilísticas.
Renovar
conscientemente el neorrealismo, identificando sus reviviscencias, residuos,
errores, parecería en este momento imposible, justamente por la falta de una
conciencia cultural paralela y plena: y, en particular, por el relajamiento
político debido a una nueva retórica nacional, por la desilusión que ha
sucedido al entusiasmo en el campo de la oposición marxista.
Fellini,
decíamos, no es un innovador consciente de modelos estilísticos; su conciencia
estilística es inmensa, incluso excesiva, monstruosa, pero está completamente
sumergida, hundida en el mundo interior y en la técnica.
Del
neorrealismo lo ha tomado todo, virtudes y vicios, frescura y vejez, encanto y
chatarra: y lo ha hecho estallar todo por su amor no sólo pre-realista sino
también prehistórico por la realidad. Pero ¿qué es para Fellini esta realidad?
Yo diría que es una composición con el tono fascinante y patético de mil
detalles de la realidad: desde los aspectos de la naturaleza a las formas
concretas, ya muertas, de una civilización, a los productos sociales, pero
éstos en una forma extrema, inmediata por su máxima actualidad, cercanía y
evidencia: modos y aspectos de la superestructura y del ropaje más que de la
estructura y de la historia.
Y,
en efecto, esa realidad social (veánse los jóvenes juerguistas, veánse los
estafadores), amada con un amor sensual y desatado, es contradicha
constantemente en su racionalidad, en su norma, por la preeminencia de los
personajes extraordinarios, extravagantes: pequeños seres inútiles y olvidados
que desencadenan violentas corrientes de irracionalidad en el mundo aun
cruelmente auténtico y digno de consideración que los rodea. La realidad de
Fellini es un mundo misterioso —o horrorosamente hostil o perdidamente dulce— y
el hombre de Fellini es una criatura otro tanto misteriosa que vive a merced de
ese horror y de esa dulzura.
Así
era Gelsomina y así es, mucho más poéticamente elaborada, Cabiria.
Un
estudioso del estilo llamaría al realismo de Fellini “realismo de criaturas”:
realismo típico de momentos de transiciones vitales, en el que falta una
ideología única y absoluta sobre la cual mostrar e integrar el mundo de la
creación artística, y falta por consiguiente toda certeza de comunicabilidad y
de cognoscibilidad.
En
nuestros días el mundo objetivo, histórico y social, está dividido, sus
teologías morales ofrecen dos direcciones: hay un telón no sólo geográfico que
lo corta —inmensa fisura—, serpenteante de idea en idea, de obra en obra, de
rasgo de estilo en rasgo de estilo. Como no puede dividirse en dos, y como no
puede estar todo él en una parte o en la otra, al hombre moderno no parece que
le quede, entre tanto, otra posibilidad de realismo que ésta de la criatura
sola y desamparada que debe desesperar y gozar en un mundo misterioso. Este es,
pues, un momento prerreligioso, o religioso en el fondo.
Fellini
representa este momento de nuestra historia: y, lo repito, con tanta mayor
violencia, evidencia y fascinación cuanto mayor es la fuerza con que se ve
impulsado a ello, más bien por el instinto que por la conciencia (enorme y
anormal, por otra parte, en el campo técnico, en la magia del tono).
Con
esta secreción calcinada, cancerosa y preciosa como una perla, con este tumor
diamantífero, he trabajado yo durante algunas semanas siempre sobre el equívoco
que comentaba: después, poco a poco, he comprendido. Fellini es una sábana
llena de arenas movedizas y para penetrar en ella se necesita o el guía negro
de la mala fe o el explorador blanco de la racionalidad; pero a la larga ni uno
ni otro bastarían y el territorio permanecería inexplorado si Fellini mismo no
enviase, distraídamente, como por azar, un pajarito mágico, un grillo sabio,
una mariposa campestre... Así he podido al fin restablecer la relación. Pero quizás
no era necesario: Fellini toma en todo caso de sus colaboradores lo que debe
tomar: lo entiendan o no lo entiendan. Tú hablas, escribes, te entusiasmas: él
se divierte y, silenciosamente, pesca en el fondo.
(Publicado
en L’Expresso, 19 de enero, 1992.
Reproducido en
Archivos de la Filmoteca nº 11
Trad. Amadeo Serra Desfilis.)
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