por
Alain Badiou
Pienso
en el filme de Ozu que se llama Cuentos de
Tokio (Tokyo monogatari).
Es la historia de un hombre mayor. Un gran tema para el cine, la historia del
hombre mayor; hay una cantidad de obras maestras sobre esta temática, por ejemplo
Muerte en Venecia, pero también Cuando huye el día de Bergman, Cuentos de Tokio y muchas otras. Los
ancianos pueden agradecerle al cine, porque les ha dado mucho. En Cuentos de Tokio, tienen un ritmo
continuo particularmente lento. Hay una especie de lentitud ritmada que hace visible
la temporalidad de los ancianos, una temporalidad a la vez estirada y
secretamente rápida, demasiado idéntica a sí misma. Ozu filma esto
admirablemente, y luego, bueno, tienen la historia y algunos planos fijos que
son un fragmento de cielo, con una vía y los cables del ferrocarril. Esta
imagen llega como una especie de luz, precisamente porque no hay casi nada, y
ese casi nada es, en verdad el
surgimiento de lo nuevo. Nuevo en lo visible pero, al mismo tiempo, esa imagen
va a volver y es siempre la misma. Éste es un símbolo extraordinario de
síntesis entre continuidad y discontinuidad. Pero insisto; no es la idea de que
la discontinuidad desaparece en la continuidad, más bien, la idea de que la discontinuidad
es siempre posible. Se puede vivir en la discontinuidad.
El
cine puede decirnos esto: existe realmente la posibilidad de un milagro
permanente. Entonces me señalarán: “Si el milagro es permanente, ya no es un milagro”.
Precisamente, el cine nos dice otra cosa. Nos dice, nos promete, pero no es el
que mantiene la promesa, es el que la hace. Siempre puede ocurrir el milagro, nos
promete, y sigue siendo un milagro. No es porque siempre haya milagro que el
milagro deviene la vida corriente. El cine es el milagro de lo visible como
milagro permanente y como ruptura permanente. Entonces esto es sin duda lo que
le debemos al cine, es lo que la filosofía debe tratar de entender del cine.
Tal vez una experiencia, antes del cine, estaba cerca de ello: la experiencia
de amor. Porque si se tiene una visión positiva del amor, es decir, si no se
tiene una concepción cínica del amor, que es la que dice que “todo va bien al
principio y después se degrada, o bien que es una ilusión”; si se tiene una
concepción según la cual el amor es verdaderamente el milagro en la existencia,
sólo se trata de saber si ese milagro es duradero. En cuanto dicen “no es
duradero”, vuelven a caer en la concepción cínica: hubo tal vez un milagro,
pero el destino es la realidad. Así, si quieren tener una concepción positiva
del amor, deben sostener que puede existir el milagro permanente. Esto es algo
que se discute desde hace mucho: la posibilidad o la imposibilidad, de la
renovación permanente de la existencia en la figura del amor. Y por ello las
discusiones sobre continuidad y discontinuidad se apoyan en la experiencia
amorosa. Porque el encuentro amoroso es el símbolo de la discontinuidad en la
vida y el matrimonio es el símbolo de la continuidad. Cómo se acuerda el amor
con el matrimonio –o con lo que funciona como tal bajo otro nombre–. Allí
reside el problema.
Pero
el verdadero problema filosófico es, una vez más, el de la ruptura y el de la
síntesis. ¿Puede el amor inventar la síntesis de la ruptura? Esta invención de
la síntesis de la ruptura es como el milagro permanente, ven bien por qué.
Conservan la discontinuidad y toman también algo de la continuidad. Lo decía al
principio: Sócrates conserva su oposición absoluta frente a Calicles, pero toma
de Calicles la idea de la felicidad. En el amor nos hallamos ante el mismo
problema. Conservamos absolutamente la discontinuidad del acontecimiento, pero
tomamos algo de la continuidad en la idea de que las consecuencias del
encuentro amoroso van a durar, que no va a ser sólo una ilusión de algunos
días, que será, en realidad, una construcción de la vida. Esa es, entonces, la
experiencia del amor. Pero filosóficamente, ¿se puede construir una síntesis en
la ruptura? El amor fue siempre, con la revolución, sin duda, un ejemplo
característico de este problema. Ustedes saben que la idea de revolución está
en crisis, porque no se está seguro de que la síntesis sea posible en la figura
de la revolución. Porque la idea de la síntesis consistía en que se podía
construir un poder revolucionario. Estaba la revolución y estaba el poder que
iba a conservar la revolución, la revolución permanente, el milagro permanente.
Hubo cosas que no fueron exactamente eso. No fue el milagro permanente.
Entonces la idea de revolución sufrió. El amor también es un problema, el mismo
problema, absolutamente el mismo problema: ¿puede el acontecimiento durar?;
¿puede producir una síntesis?
Probablemente
el amor siga siendo, pese a todo, el principal ejemplo viviente. Pero el
segundo ejemplo es el cine. Hay un vínculo extraño entre el cine y el amor. No
solo porque el cine habla mucho del amor –ya lo hemos dicho–, sino porque uno y
otro proponen síntesis, la síntesis entre continuidad y discontinuidad. Y tanto
uno como el otro, finalmente, hacen la misma promesa, la promesa de la
permanencia del milagro. En el fondo, la filosofía gira en torno a esta
cuestión: ¿la verdadera vida está presente? ¿Está verdaderamente presente? ¿La
verdadera vida es una vida? ¿Una vida que dura, una continuidad, un milagro pero
una continuidad? Y esto es algo que el cine nos aporta: una suerte de amor en
imágenes. Por eso lo amamos. Amamos que él sea este amor en imágenes, y por
eso, después de haber hablado mucho de la síntesis y del amor, hay que volver a
hablar también de la imagen. Pero estamos cansados, como el amor cansa, y hablaremos
de la imagen mañana.
(De
“El cine como experimentación filosófica”,
incluido
en Pensar el cine 1: imagen, ética y filosofía,
Manantial,
Buenos Aires, 2004)
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