viernes, 29 de mayo de 2015

Una especie de amor

por Alain Badiou

Pienso en el filme de Ozu que se llama Cuentos de Tokio (Tokyo monogatari). Es la historia de un hombre mayor. Un gran tema para el cine, la historia del hombre mayor; hay una cantidad de obras maestras sobre esta temática, por ejemplo Muerte en Venecia, pero también Cuando huye el día de Bergman, Cuentos de Tokio y muchas otras. Los ancianos pueden agradecerle al cine, porque les ha dado mucho. En Cuentos de Tokio, tienen un ritmo continuo particularmente lento. Hay una especie de lentitud ritmada que hace visible la temporalidad de los ancianos, una temporalidad a la vez estirada y secretamente rápida, demasiado idéntica a sí misma. Ozu filma esto admirablemente, y luego, bueno, tienen la historia y algunos planos fijos que son un fragmento de cielo, con una vía y los cables del ferrocarril. Esta imagen llega como una especie de luz, precisamente porque no hay casi nada, y ese casi nada es, en verdad el surgimiento de lo nuevo. Nuevo en lo visible pero, al mismo tiempo, esa imagen va a volver y es siempre la misma. Éste es un símbolo extraordinario de síntesis entre continuidad y discontinuidad. Pero insisto; no es la idea de que la discontinuidad desaparece en la continuidad, más bien, la idea de que la discontinuidad es siempre posible. Se puede vivir en la discontinuidad.

El cine puede decirnos esto: existe realmente la posibilidad de un milagro permanente. Entonces me señalarán: “Si el milagro es permanente, ya no es un milagro”. Precisamente, el cine nos dice otra cosa. Nos dice, nos promete, pero no es el que mantiene la promesa, es el que la hace. Siempre puede ocurrir el milagro, nos promete, y sigue siendo un milagro. No es porque siempre haya milagro que el milagro deviene la vida corriente. El cine es el milagro de lo visible como milagro permanente y como ruptura permanente. Entonces esto es sin duda lo que le debemos al cine, es lo que la filosofía debe tratar de entender del cine. Tal vez una experiencia, antes del cine, estaba cerca de ello: la experiencia de amor. Porque si se tiene una visión positiva del amor, es decir, si no se tiene una concepción cínica del amor, que es la que dice que “todo va bien al principio y después se degrada, o bien que es una ilusión”; si se tiene una concepción según la cual el amor es verdaderamente el milagro en la existencia, sólo se trata de saber si ese milagro es duradero. En cuanto dicen “no es duradero”, vuelven a caer en la concepción cínica: hubo tal vez un milagro, pero el destino es la realidad. Así, si quieren tener una concepción positiva del amor, deben sostener que puede existir el milagro permanente. Esto es algo que se discute desde hace mucho: la posibilidad o la imposibilidad, de la renovación permanente de la existencia en la figura del amor. Y por ello las discusiones sobre continuidad y discontinuidad se apoyan en la experiencia amorosa. Porque el encuentro amoroso es el símbolo de la discontinuidad en la vida y el matrimonio es el símbolo de la continuidad. Cómo se acuerda el amor con el matrimonio –o con lo que funciona como tal bajo otro nombre–. Allí reside el problema.

Pero el verdadero problema filosófico es, una vez más, el de la ruptura y el de la síntesis. ¿Puede el amor inventar la síntesis de la ruptura? Esta invención de la síntesis de la ruptura es como el milagro permanente, ven bien por qué. Conservan la discontinuidad y toman también algo de la continuidad. Lo decía al principio: Sócrates conserva su oposición absoluta frente a Calicles, pero toma de Calicles la idea de la felicidad. En el amor nos hallamos ante el mismo problema. Conservamos absolutamente la discontinuidad del acontecimiento, pero tomamos algo de la continuidad en la idea de que las consecuencias del encuentro amoroso van a durar, que no va a ser sólo una ilusión de algunos días, que será, en realidad, una construcción de la vida. Esa es, entonces, la experiencia del amor. Pero filosóficamente, ¿se puede construir una síntesis en la ruptura? El amor fue siempre, con la revolución, sin duda, un ejemplo característico de este problema. Ustedes saben que la idea de revolución está en crisis, porque no se está seguro de que la síntesis sea posible en la figura de la revolución. Porque la idea de la síntesis consistía en que se podía construir un poder revolucionario. Estaba la revolución y estaba el poder que iba a conservar la revolución, la revolución permanente, el milagro permanente. Hubo cosas que no fueron exactamente eso. No fue el milagro permanente. Entonces la idea de revolución sufrió. El amor también es un problema, el mismo problema, absolutamente el mismo problema: ¿puede el acontecimiento durar?; ¿puede producir una síntesis?

Probablemente el amor siga siendo, pese a todo, el principal ejemplo viviente. Pero el segundo ejemplo es el cine. Hay un vínculo extraño entre el cine y el amor. No solo porque el cine habla mucho del amor –ya lo hemos dicho–, sino porque uno y otro proponen síntesis, la síntesis entre continuidad y discontinuidad. Y tanto uno como el otro, finalmente, hacen la misma promesa, la promesa de la permanencia del milagro. En el fondo, la filosofía gira en torno a esta cuestión: ¿la verdadera vida está presente? ¿Está verdaderamente presente? ¿La verdadera vida es una vida? ¿Una vida que dura, una continuidad, un milagro pero una continuidad? Y esto es algo que el cine nos aporta: una suerte de amor en imágenes. Por eso lo amamos. Amamos que él sea este amor en imágenes, y por eso, después de haber hablado mucho de la síntesis y del amor, hay que volver a hablar también de la imagen. Pero estamos cansados, como el amor cansa, y hablaremos de la imagen mañana.

(De “El cine como experimentación filosófica”,
incluido en Pensar el cine 1: imagen, ética y filosofía,
Manantial, Buenos Aires, 2004) 

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