En un estudio de la UCLA, los neurólogos Istvan Molnar-Szakacs y Katie Overy examinaron encefalogramas para ver qué neuronas se activaban en personas y monos que observaban a otras personas y a otros monos realizar acciones específicas o experimentar emociones específicas. Determinaron que un conjunto de neuronas en el observador “refleja” lo que ve en el observado. Si miras a un atleta, por ejemplo, las neuronas asociadas a los mismos músculos que el atleta está usando se activan. Nuestros músculos no se mueven, y, desafortunadamente, de ver cómo otra gente se esfuerza físicamente no resulta ejercicio efectivo alguno ni beneficio para la salud, pero las neuronas se comportan como si imitáramos al observado. Este efecto reflejo funciona también para las señales emocionales. Cuando vemos a alguien frunciendo el ceño o sonriendo, las neuronas asociadas a esos músculos faciales se activan, pero —y esta es la parte significativa— las neuronas emocionales asociadas a esos sentimientos se disparan también. Los indicios visuales y auditivos activan neuronas empáticas. Cursi pero cierto: si sonríes harás feliz a otra gente. Sentimos lo que la otra persona siente, quizá no tan fuerte o profundamente, pero la empatía parece estar incorporada en nuestro sistema neuronal. Se ha dicho que esa representación compartida (así es como la llaman los neurocientíficos) es esencial en cualquier tipo de comunicación. La capacidad de experimentar una representación compartida es nuestra manera de saber qué quiere transmitir otra persona, de qué está hablando. Sin este medio de compartir referencias comunes, los seres humanos no podríamos comunicarnos.
Es casi estúpidamente
obvio: por supuesto que sentimos lo que otras personas sienten, por lo menos
hasta cierto punto. Si no fuese así, ¿por qué lloraríamos con una película o
sonreiríamos al oír una canción de amor? La frontera entre lo que tú y yo
sentimos es porosa. Que somos animales sociales está profundamente arraigado en
nosotros y es lo que nos hace ser lo que somos. Nos consideramos individuos,
pero hasta cierto punto no lo somos; nuestras células están vinculadas al grupo
por esas reacciones empáticas que hemos desarrollado hacia otros. Es un reflejo
no solo emocional, sino social y físico también. Cuando alguien resulta herido “sentimos”
su dolor, aunque no nos retorcemos de agonía. Y cuando un cantante echa la
cabeza hacia atrás y entra en trance, entendemos eso también. Tenemos una
imagen interna de lo que siente cuando su cuerpo adopta esa postura.
También personificamos
sonidos abstractos. Podemos interpretar emociones cuando oímos los pasos de
alguien. Los sentimientos sencillos —tristeza, alegría o enfado— son fácilmente
detectables. Unas pisadas pueden parecer un ejemplo obvio, pero muestran que
conectamos todo tipo de sonidos a nuestras suposiciones sobre qué emoción,
sentimiento o sensación generó ese sonido.
El estudio de la UCLA
proponía que la apreciación y el sentimiento de la música son profundamente
dependientes de las neuronas espejo. Cuando miras, o simplemente escuchas, a
alguien tocando un instrumento, las neuronas asociadas con los músculos
requeridos para tocar ese instrumento se activan. Al escuchar un piano, “sentimos”
esos movimientos de manos y brazos, y tal como cualquier practicante de la air guitar les dirá, cuando oyes o ves
un solo apasionado, lo estás “tocando” tú también. ¿Tienes que saber tocar el
piano para poder reflejarte en un pianista? El doctor Edward W. Large de la
Florida Atlantic University hizo electroencefalogramas a gente con o sin
experiencia musical mientras escuchaban a Chopin. Tal como se pueden imaginar,
el sistema neuronal reflejo se activó en los músicos examinados, pero,
sorprendentemente, se activó en los no músicos también. El grupo de la UCLA
sostiene que todos nuestros medios de comunicación —auditivos, musicales,
lingüísticos, visuales— tienen actividades motoras y musicales en su raíz.
Leyendo e intuyendo esas actividades motoras conectamos con las emociones
subyacentes. Nuestro estado físico y nuestro estado emocional son inseparables:
al percibir uno, el observador puede deducir el otro.
La gente baila con la
música, y los reflejos neuronales podrían explicar por qué oír música rítmica
nos incita a movernos, y a movernos de maneras muy concretas. La música, más
que muchas de las artes, activa una multitud de neuronas. Múltiples regiones
del cerebro se disparan al oír música: musculares, auditivas, visuales,
lingüísticas. Por esto algunas personas que han perdido completamente su
capacidad de lenguaje pueden aún articular un texto cantándolo. Oliver Sacks
escribió acerca de un hombre con una lesión cerebral que descubrió que para
llevar a cabo sus rutinas cotidianas podía arreglárselas cantando, y solo así
era capaz de completar tareas sencillas como vestirse. Melodic Intonation Therapy es el nombre de un conjunto de técnicas
terapéuticas basadas en ese descubrimiento.
Además, las neuronas
reflejo son adivinatorias. Cuando observamos una acción, una postura, un gesto
o una expresión facial, nos hacemos una idea precisa, basada en nuestra
experiencia pasada, de lo que va a suceder a continuación. Algunos aquejados
del síndrome de Asperger quizá no puedan intuir tan bien como otros todos esos
significados, pero estoy seguro de que no soy el único que ha sido acusado de no
captar lo que para otros son pistas o señales obvias. Pero la mayoría de la
gente capta por lo menos un gran porcentaje de ellas. Quizá nuestro innato amor
por la narración tiene cierta base adivinatoria neuronal; hemos desarrollado la
capacidad de intuir hacia dónde se dirige una historia. Lo mismo con una
melodía. Percibimos las subidas y bajadas emocionalmente relevantes de una
melodía, las repeticiones, los crescendos,
y nos hacemos expectativas, basadas en la experiencia, de adónde llevan esas
acciones; expectativas que serán confirmadas o ligeramente redirigidas
dependiendo del compositor o del intérprete. Tal como señala el investigador de
la ciencia cognitiva Daniel Levitin, un exceso de confirmación —cuando algo
ocurre exactamente como la vez anterior— hace que nos aburramos y
desconectemos. Las pequeñas variaciones nos mantienen alerta, y sirven también
para atraer la atención en momentos musicales cruciales en la narración.
Esas conexiones
emocionales ayudarían a explicar por qué la música tiene tan profundo efecto en
nuestro bienestar psicológico. Podemos usar la música (o, para mejor o peor,
otros pueden usarla) para regular nuestras emociones. Podemos estimularnos (o
estimular a otros), o calmar a otros (o a nosotros mismos). Podemos usar la
música para integrarnos en un equipo, para actuar en concordia con un grupo. La
música es un cohesionador social: une familias, naciones, culturas y
comunidades, pero puede separarlas también. Por mucho que la música parezca a
veces una fuerza positiva, puede ser utilizada también para inflamar el orgullo
patrio o avivar el belicismo. Es aplicable a comunidades y naciones, pero es
también un telégrafo cósmico que nos conecta a un mundo más allá de nosotros
mismos, a un invisible ámbito de espíritus, de dioses, e incluso al mundo de
los muertos. Nos puede beneficiar físicamente o hacernos un daño terrible.
Tiene tantos y tan diferentes efectos en nosotros que uno no puede simplemente
decir “Me gusta todo tipo de música”. ¿De verdad? ¡Hay formas de música diametralmente
opuestas unas a otras! No pueden gustarte todas. No
siempre, por lo menos.
(Fragmento de Cómo funciona la música
Random House, Barcelona, 2014
Trad. Marc Viaplana)
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