por Marguerite Duras
No sé si he encontrado
el cine. He hecho cine. Para los profesionales, el cine que hago no existe. En
su libro, Losey elogia mis textos y condena a muerte mis films, dice que
detesta Détruire dit-elle. Para mí,
él nunca ha hecho un film que le llegue al tobillo a Détruire dit-elle.
Eso prueba que mi cine
no puede pasar la frontera de los profesionales. Y que el suyo no puede pasar
la mía. Empecé viendo su cine y luego hice el mío y ellos contaron cada vez
menos. Por profesionales entiendo a los reproductores de cine como los que
hacen reproducciones de cuadros, por oposición a los autores de cine, a los
autores de cuadros. El mundo de ese cine está lleno de gente acosada, es el
feudo del miedo: a la falta de qué filmar, a la falta de millones, de miles de
millones. Para ese cine, nosotros somos unos malhechores que les quitamos “su”
dinero. Hace poco, en la televisión, un hombre airado –no sé quién– decía: “Dar
dinero a Duras para rodar Le Camion
da como resultado disgustar para seis meses a los espectadores de cine”. Qué
elogio. Es cierto, me gustó. Pero se equivocaba el hombre: nunca recibí un
anticipo para Le Camion. En literatura
no se puede decir: me faltan apenas 220 millones para acabar mi libro. Si el
libro no se hace, aun en las peores condiciones, es que no hay que hacerlo. Si
debe hacerse, se hará aun en las peores condiciones de infortunio. Los pretextos
para no escribir, la falta de tiempo, las ocupaciones demasiado numerosas,
etc., no son ciertos casi nunca.
La misma necesidad no
existe en los cineastas. Ellos buscan temas. Esta es una de las diferencias
decisivas. Buscan historias. Se las proponen, sea de novelas, sea de guiones
hechos por especialistas de su género. Esto a menudo. Sopesan estas
proposiciones, las desglosan: tres crímenes, un cáncer, un amor, más tal y tal
actor. Resultado: 700.000 espectadores. Lo pasan por el ordenador. Se hace el
film. Resultado: 600.000 espectadores. Un fracaso.
Los cineastas
cuantitativos que obtienen un éxito masivo, 25 salas, millón y medio de
espectadores, tienen una extraña nostalgia de nuestro cine, el que ellos nunca
han abordado, el que no está corroborado por los beneficios, el del fracaso
cuantitativo, una sola sala, diez mil entradas. Querrían al mismo tiempo ocupar
nuestro lugar, reemplazarnos además de lo que hacen, quitarnos esos diez mil
espectadores, como si pudieran. Y nosotros no querríamos reemplazarlos de
ningún modo, ni sabríamos hacerlo. Nosotros existimos a su lado como al lado
del primer espectador, nuestro derecho de ciudadanía es equivalente al suyo.
Igualmente, aun cuando somos el emblema del fracaso comercial, los estudiantes
hacen más tesis sobre nosotros que sobre ellos, y a veces las publicaciones, a la
manera de ésta, tienen en cuenta también nuestra existencia. Pese a los
esfuerzos de la prensa cotidiana por ignorarnos, continuamos haciendo
películas. Esto el cine cuantitativo no puede tolerarlo. Mientras que nosotros
lo olvidamos. Sí, hay aquí una extraña y nueva nostalgia del fracaso que se sitúa
en equivalencia a una elección libre. Esta nostalgia representa un progreso del
cineasta cuantitativo, aunque pase por la cólera y el insulto para con
nosotros. El dinero ya no es el único fin, no del todo. El número de butacas
tampoco. Comienza a perfilarse –muy lejos aun, ciertamente– otra cosa, un
sentimiento de la inanidad del beneficio cinematográfico que deja tan solo a su
fabricante, que le abandona tan pronto se produce, y también otro sentimiento
que se refiere a la persona misma, a su responsabilidad frente a sí misma.
Algunos jóvenes cineastas cuantitativos han dejado incluso de perjudicarnos, de
hablar mal de nosotros, e intentan poner de relieve ellos también un cine de
autor, se dicen autores y a la vez gran público, pero con éxito. Tavernier.
Recuerdo que Raymond
Queneau decía que en Francia son solo ciertos lectores, de dos a tres mil, los
que deciden la suerte de un libro, y según estos lectores –los más difíciles de
todos– retengan ciertos títulos o no, éstos contarán o no en la literatura
francesa. Si no se tiene a esos lectores, ninguna audiencia, por numerosa que
sea, puede ocupar su lugar. En cine se puede hablar de 10.000 espectadores que
hacen los films y que, contra viento y marea, los ponen en el cine o los
rechazan. Este margen de 2.000 a 10.000 espectadores, la mayoría de los
cineastas cuantitativos no lo consiguen nunca. Pueden tener dos millones de
espectadores, pero entre ellos no estarán esos diez mil.
~
Mucha gente pensará
que estoy “de lado” cuando hablo de cine. Que no sé muy bien de qué hablo
cuando hablo de cine. Yo digo que todo el mundo puede hablar de cine. El cine
está ahí y se hace. Nada preexiste al cine. Se necesita hacerlo la mayor parte
del tiempo porque su práctica no necesita ningún don particular, es un poco
como el manejo de un automóvil. La mayoría de los libros se hace por el estilo.
Pero no se los confunde con los otros libros, los que se hacen en el
desconocimiento de las leyes del género. Pero, como en el cine, puede haber
equivocaciones, tomar los Cahiers du
cinéma por Tel Quel, como tomar Gritos y susurros por un film porno.
Por sí solo se puede
inventar escribir. En todas partes. En cualquier caso. El cine no. El cine no llama.
No espera como la escritura, esa precipitación en el libro. Cuando nadie
escribe, la escritura aún existe, ha existido siempre. Cuando esto acabe, en el
mundo agonizante, el planeta gris, aún existirá por todas partes, en el aire
del tiempo, en el mar.
(Publicado en Cahiers du cinéma Nº 312/313, juin 1980.
Traducción: Ángel Beltrán)
Traducción: Ángel Beltrán)
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