sábado, 23 de mayo de 2015

Cine no

por Marguerite Duras



No sé si he encontrado el cine. He hecho cine. Para los profesionales, el cine que hago no existe. En su libro, Losey elogia mis textos y condena a muerte mis films, dice que detesta Détruire dit-elle. Para mí, él nunca ha hecho un film que le llegue al tobillo a Détruire dit-elle.

Eso prueba que mi cine no puede pasar la frontera de los profesionales. Y que el suyo no puede pasar la mía. Empecé viendo su cine y luego hice el mío y ellos contaron cada vez menos. Por profesionales entiendo a los reproductores de cine como los que hacen reproducciones de cuadros, por oposición a los autores de cine, a los autores de cuadros. El mundo de ese cine está lleno de gente acosada, es el feudo del miedo: a la falta de qué filmar, a la falta de millones, de miles de millones. Para ese cine, nosotros somos unos malhechores que les quitamos “su” dinero. Hace poco, en la televisión, un hombre airado –no sé quién– decía: “Dar dinero a Duras para rodar Le Camion da como resultado disgustar para seis meses a los espectadores de cine”. Qué elogio. Es cierto, me gustó. Pero se equivocaba el hombre: nunca recibí un anticipo para Le Camion. En literatura no se puede decir: me faltan apenas 220 millones para acabar mi libro. Si el libro no se hace, aun en las peores condiciones, es que no hay que hacerlo. Si debe hacerse, se hará aun en las peores condiciones de infortunio. Los pretextos para no escribir, la falta de tiempo, las ocupaciones demasiado numerosas, etc., no son ciertos casi nunca.

La misma necesidad no existe en los cineastas. Ellos buscan temas. Esta es una de las diferencias decisivas. Buscan historias. Se las proponen, sea de novelas, sea de guiones hechos por especialistas de su género. Esto a menudo. Sopesan estas proposiciones, las desglosan: tres crímenes, un cáncer, un amor, más tal y tal actor. Resultado: 700.000 espectadores. Lo pasan por el ordenador. Se hace el film. Resultado: 600.000 espectadores. Un fracaso.

Los cineastas cuantitativos que obtienen un éxito masivo, 25 salas, millón y medio de espectadores, tienen una extraña nostalgia de nuestro cine, el que ellos nunca han abordado, el que no está corroborado por los beneficios, el del fracaso cuantitativo, una sola sala, diez mil entradas. Querrían al mismo tiempo ocupar nuestro lugar, reemplazarnos además de lo que hacen, quitarnos esos diez mil espectadores, como si pudieran. Y nosotros no querríamos reemplazarlos de ningún modo, ni sabríamos hacerlo. Nosotros existimos a su lado como al lado del primer espectador, nuestro derecho de ciudadanía es equivalente al suyo. Igualmente, aun cuando somos el emblema del fracaso comercial, los estudiantes hacen más tesis sobre nosotros que sobre ellos, y a veces las publicaciones, a la manera de ésta, tienen en cuenta también nuestra existencia. Pese a los esfuerzos de la prensa cotidiana por ignorarnos, continuamos haciendo películas. Esto el cine cuantitativo no puede tolerarlo. Mientras que nosotros lo olvidamos. Sí, hay aquí una extraña y nueva nostalgia del fracaso que se sitúa en equivalencia a una elección libre. Esta nostalgia representa un progreso del cineasta cuantitativo, aunque pase por la cólera y el insulto para con nosotros. El dinero ya no es el único fin, no del todo. El número de butacas tampoco. Comienza a perfilarse –muy lejos aun, ciertamente– otra cosa, un sentimiento de la inanidad del beneficio cinematográfico que deja tan solo a su fabricante, que le abandona tan pronto se produce, y también otro sentimiento que se refiere a la persona misma, a su responsabilidad frente a sí misma. Algunos jóvenes cineastas cuantitativos han dejado incluso de perjudicarnos, de hablar mal de nosotros, e intentan poner de relieve ellos también un cine de autor, se dicen autores y a la vez gran público, pero con éxito. Tavernier.

Recuerdo que Raymond Queneau decía que en Francia son solo ciertos lectores, de dos a tres mil, los que deciden la suerte de un libro, y según estos lectores –los más difíciles de todos– retengan ciertos títulos o no, éstos contarán o no en la literatura francesa. Si no se tiene a esos lectores, ninguna audiencia, por numerosa que sea, puede ocupar su lugar. En cine se puede hablar de 10.000 espectadores que hacen los films y que, contra viento y marea, los ponen en el cine o los rechazan. Este margen de 2.000 a 10.000 espectadores, la mayoría de los cineastas cuantitativos no lo consiguen nunca. Pueden tener dos millones de espectadores, pero entre ellos no estarán esos diez mil.

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Mucha gente pensará que estoy “de lado” cuando hablo de cine. Que no sé muy bien de qué hablo cuando hablo de cine. Yo digo que todo el mundo puede hablar de cine. El cine está ahí y se hace. Nada preexiste al cine. Se necesita hacerlo la mayor parte del tiempo porque su práctica no necesita ningún don particular, es un poco como el manejo de un automóvil. La mayoría de los libros se hace por el estilo. Pero no se los confunde con los otros libros, los que se hacen en el desconocimiento de las leyes del género. Pero, como en el cine, puede haber equivocaciones, tomar los Cahiers du cinéma por Tel Quel, como tomar Gritos y susurros por un film porno.

Por sí solo se puede inventar escribir. En todas partes. En cualquier caso. El cine no. El cine no llama. No espera como la escritura, esa precipitación en el libro. Cuando nadie escribe, la escritura aún existe, ha existido siempre. Cuando esto acabe, en el mundo agonizante, el planeta gris, aún existirá por todas partes, en el aire del tiempo, en el mar. 


(Publicado en Cahiers du cinéma Nº 312/313, juin 1980. 
Traducción: Ángel Beltrán)

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