por Richard Ford
Hasta que comencé el
largo y feliz viaje de leer todos los cuentos de Anton Chéjov con el fin de
seleccionar los veinte incluidos en este volumen, había leído muy poco de este
autor. Parece algo terrible de admitir para un escritor de relatos, y
doblemente terrible tratándose de alguien como yo, cuyas propias narraciones se
han visto tan profundamente influidas por Chéjov a través de otros escritores
en quienes el ruso había ejercido su influencia directa, como Sherwood
Anderson, Isaac Bábel, Hemingway, Cheever, Welty y Carver.
Al igual que les ha
ocurrido a muchos lectores americanos que se encontraron por primera vez con
Chéjov en la universidad, mi experiencia con sus cuentos fue repentina, breve y
demasiado prematura. Cuando lo leí, a los veinte años, no tenía idea de su
prestigio e importancia ni de por qué debía leerlo, una de esas lagunas
culturales que una educación humanista trata de colmar. Pero, dado el escaso
interés que prestaba entonces a los demás, no recuerdo que nadie me dijera nada
sobre Chéjov aparte de que era un gran escritor y que era ruso.
Pese a su superficial
sencillez y a su aparente accesibilidad y claridad, los cuentos de Chéjov —en
particular los mejores— no son tan fáciles para un joven corriente. Al
contrario, a mí Chéjov me parece un escritor para adultos, cuya obra es útil y
también bella porque orienta la atención a los sentimientos maduros, las
complejas reacciones humanas y los pequeños problemas de elección moral en el
seno de dilemas mayores, dominantes, cualquiera de cuyos elementos, en caso de
que se presentaran en nuestra complicada e impulsiva vida social, escaparían
incluso a una observación sutil. El deseo de Chéjov es complicar y poner a
prueba nuestra visión de personajes que erróneamente creeríamos capaces de
comprender a simple vista. Además, casi siempre nos aborda con una gran dosis
de seriedad centrada en algo que intenta hacer irreducible y accesible, y
mediante esta concentración insiste en que nos tomemos la vida en serio. Esta
indicación, por supuesto, no es siempre fácil de seguir cuando se es joven.
Mi propia experiencia
universitaria consistió en leer el gran cuento antológico “La dama del perrito”
(publicado en 1899) y quedar fundamentalmente perplejo, aunque su sinceridad y
autoridad me infundían un gran respeto por algo que sólo podría describir como
la luz gris de un sentimiento profundo que emanaba de la austeridad interna del
cuento.
“La dama del perrito”
versa sobre el fortuito encuentro amoroso entre dos personas casadas. Los
amantes son un aburrido hombre de negocios de mediana edad, originario de
Moscú, y una joven ociosa y recién casada de veintitantos años; ambos están en
el balneario de Yalta, en el Mar Negro, tomándose unas vacaciones de sus
respectivos matrimonios. Se embarcan en un breve y ardiente romance que no
parece —al menos al personaje principal del relato, Dmitri Gúrov, el hombre de
negocios moscovita— demasiado distinto de otros romances de su vida. Y después
de una corta e intensa temporada juntos sus vacaciones, como era predecible, se
acaban. La joven, Ana Serguéyevna, vuelve a casa junto a su marido en San Petersburgo,
mientras que Gúrov, sin planes específicos con respecto a Ana, regresa al lado
de su mujer, fríamente intelectual, y a las tediosas relaciones profesionales
de Moscú.
Pero las consecuencias
de su aventura y de Ana (la dama del perrito, un pomerano) pronto comienzan a
perturbar y envenenar la vida cotidiana de Gúrov, atormentado por el deseo, así
que finalmente inventa un pretexto, deja su casa y viaja a S., donde se reúne
(más o menos) con la añorante Ana, con la que se ve en un entreacto de una
pieza teatral con el expresivo título de La
geisha. Durante las semanas siguientes a este apasionado encuentro de los
amantes, Ana instaura el hábito de visitar a Gúrov en Moscú, donde, como
observa el narrador omnisciente, se “querían como dos seres muy próximos, muy
unidos, como marido y mujer, como amigos entrañables; les parecía que era el
mismo destino el que los había hecho el uno para el otro, y les resultaba
incomprensible por qué él estaba casado y estaba casada ella. Eran igual que
dos aves de paso, una pareja a la que habían capturado y obligado a vivir en
jaulas separadas”.
Al poco tiempo, su unión, aunque apasionada, comienza a parecerles condenada a ser furtiva e intermitente. Y en su habitación de amantes secretos en el Bazar Eslavo Ana llora amargamente por el dilema en que se halla, mientras Gúrov, de manera ligeramente imperiosa, se esfuerza por consolarla. El relato termina con una conclusión del narrador que tiene algo de sabia impasibilidad: “… y parecía que un poco más y encontrarían la solución, y empezaría entonces una vida nueva, maravillosa, y para ambos estaba claro que hasta el final quedaba mucho, mucho, y que lo más complicado y difícil no había hecho más que empezar”.
Al poco tiempo, su unión, aunque apasionada, comienza a parecerles condenada a ser furtiva e intermitente. Y en su habitación de amantes secretos en el Bazar Eslavo Ana llora amargamente por el dilema en que se halla, mientras Gúrov, de manera ligeramente imperiosa, se esfuerza por consolarla. El relato termina con una conclusión del narrador que tiene algo de sabia impasibilidad: “… y parecía que un poco más y encontrarían la solución, y empezaría entonces una vida nueva, maravillosa, y para ambos estaba claro que hasta el final quedaba mucho, mucho, y que lo más complicado y difícil no había hecho más que empezar”.
Lo que yo no entendía
en 1964, a mis veinte años, era qué convertía a este insípido conjunto de
fiascos en un gran cuento, con fama de ser el mejor que jamás se había escrito.
Sabía que era una historia sobre la pasión, y esa pasión era un tema capital; y
sabía que aunque Chéjov no lo describiera, había en ella sexo, y nada menos que
sexo adúltero. También podía apreciar que el efecto de la pasión se presentaba
como pérdida, soledad e indeterminación, y que la institución del matrimonio
quedaba muy vapuleada. Eran cuestiones importantes, por supuesto.
Pero me parecía que al
final del cuento, cuando Gúrov y Ana se encuentran en el hotel, fuera de las
miradas de sus respectivos cónyuges, sucedía muy poco, o al menos muy poco que
yo fuera capaz de detectar. Hacen el amor (aunque fuera de escena); Ana llora;
Gúrov dice, alterado: “Basta ya, querida mía, has llorado y ya basta… A ver,
hablemos. Algo se nos ocurrirá.” Y ahí se acaba el cuento, Gúrov y Ana yendo
quién sabe adónde, y yo pensaba que probablemente no había ningún lugar
verdaderamente interesante como para acompañarlos. Y no los acompañamos.
Allá por 1964, yo no
me animaba a decir “Esto no me gusta”, porque no era en verdad que “La dama del
perrito” no me gustara. Simplemente no percibía qué había en el cuento que
pudiera gustar tanto. En clase se
había hablado mucho de su párrafo inicial, que contiene la presentación, famosa
por su brevedad y complejidad, al tiempo que directa, de información
significativa, problemas y estrategias narrativas que el cuento desarrollará a
continuación. Por esta razón —economía— ese párrafo introductorio se
consideraba bueno. También se decía que el final era admirable porque no era particularmente dramático
y porque no era concluyente. Pero si, más allá de eso, hubo alguien que dijera
algo más específico acerca de lo que hacía grandioso el cuento, no lo recuerdo.
Lo que sí recuerdo claramente es que pensaba que la historia superaba mi
comprensión, y que Gúrov y Ana eran adultos (léase enigmáticos, impenetrables)
de un modo que me resultaba ajeno, y que lo que hacían y se decían debían de
ser expresiones de verdades jamás oídas hasta entonces en torno al amor y a la
pasión, pero que yo no era un lector lo suficientemente bueno o carecía de la
madurez humana necesaria para reconocerlos. Estoy seguro de que terminé por
proclamar que el cuento me gustaba, pero sólo porque pensaba que así debía ser.
Y no mucho después comencé a sostener que Chéjov era un autor de cuentos de
importancia casi mística —y, sin duda, misteriosa—, un autor que parecía contar
historias más bien comunes, pero que en realidad estaba desentrañando la más
sutil y, por tanto, la menos obvia de las verdades. (Por supuesto, cuando la
superficie de lo que se tiene por gran literatura —y de la vida— parece chata y
uniforme, sigue siendo un hábito de investigación útil el preguntarse si una
observación más detenida revelaría algo importante y entender que el lugar
donde situar ese algo no es siempre el final de un relato.)
Desde el punto de
vista puramente literario, también me interesa y me agrada la elección de
Chéjov de estos personajes y esta relación en apariencia nada espectacular,
para reivindicar su importancia y tratarlos con inteligencia, humor y cierta
compasión. Y por encima de todo esto se halla el tratamiento quirúrgico del
sagaz narrador de Chéjov como inventor y mediador de la insulsa pero todavía
provocativa vida interior de Gúrov con las mujeres: “Le parecía”, dice el
narrador en referencia al imperturbable Dmitri, “que su dilatada y amarga
experiencia le daba derecho a llamarlas [a la mujeres, por supuesto] como se le
ocurriera, y no obstante sin aquella ‘raza inferior’ no habría podido vivir ni
dos días. En compañía de los hombres se aburría, se encontraba raro, se
mantenía taciturno y frío, pero, cuando se hallaba entre mujeres, se sentía
libre…”
Finalmente, lo bueno
de “La dama del perrito” parece ser el Chéjov ironista exigente y divertido que
encuentra el lenguaje adecuadamente exaltado para acompañar los amores menos
exaltados posibles del formal Gúrov y la dócil Ana, y al hacerlo saca a la luz
la mundana trivialidad de su amor. En lo alto de una colina desde la que se
domina Yalta y el mar, los amantes están sentados en silencio mientras el
narrador reflexiona maliciosamente sobre el paisaje:
Las hojas no se movían en los árboles, chirriaban las cigarras, y el
monótono y sordo rumor del mar, que llegaba desde abajo, les hablaba de paz,
del sueño eterno que nos espera.
Así sonaba el mar allí abajo cuando aún no estaban aquí ni Yalta ni Oreanda,
así se seguía ahora el rumor y así seguiría, igual de indiferente y sordo,
cuando no estuviéramos. Y en esta inmutabilidad, en la completa indiferencia
hacia la vida y la muerte de cada uno de nosotros se esconde, quizá, el secreto
de nuestra salvación eterna, del ininterrumpido movimiento de la vida en la
tierra, del constante perfeccionamiento.
(Fragmento del prólogo a
Cuentos imprescindibles, de Anton Chéjov,
Lumen, 2001, e incluido en
Flores en las grietas, de Richard Ford,
Anagrama, 2013)
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