El sujeto que aquí
habla debe reconocer una cosa: le gusta salir
de una sala de cine. Encontrarse de nuevo en la calle iluminada y un poco vacía
(es siempre por la noche y entre semana cuando va) y dirigirse indolentemente
hacia cualquier café, anda silenciosamente (no le gusta nada hablar enseguida
de la película que acaba de ver), un poco entumecido, cabizbajo, friolero, en
una palabra, adormecido: tiene sueño,
he aquí lo que piensa; su cuerpo se ha convertido en algo soporífero, dulce,
apacible: suave como un gato dormido, se siente algo desarticulado, o incluso
(ya que para una organización moral el descanso no puede estar más que ahí)
irresponsable. En suma, es evidente, sale de una hipnosis. Y de la hipnosis
(vieja linterna psicoanalítica que el psicoanálisis no parece tratar sino con
condescendencia, ver Ornicar?, 1, p11)
lo que percibe es el más viejo de los poderes: la curación. Piensa entonces en
la música: ¿no hay acaso músicas hipnóticas? El castrado Farinelli, cuya messa di voce fue increíble “tanto por
la duración como por la emisión”, durmió la mórbida melancolía de Felipe V de
España cantándole el mismo romance todas las noches durante catorce años.
Es de esta manera
como, a menudo, se sale del cine. ¿Cómo se entra? Salvo en el caso –es verdad
que cada vez más frecuente– de una búsqueda cultural muy precisa (película
escogida, querida, buscada, objeto de una verdadera alerta previa) se va al
cine partiendo de un ocio, de una disponibilidad, de una vacación. Todo ocurre
como si, incluso antes de entrar en la sala, las condiciones clásicas de la
hipnosis estuvieran reunidas: vacío, ociosidad, desempleo: no es delante de la
película y por la película que se sueña; es, sin saberlo, incluso antes de
convertirse en espectador. Hay una “situación de cine”, y esta situación es
pre-hipnótica. Siguiendo una metonimia verdadera, la oscuridad de la sala está
prefigurada por la “ensoñación crepuscular” (previa a la hipnosis, según
Breuer-Freud) que precede a esta oscuridad y conduce al sujeto, de calle en
calle, de cartel en cartel, a abismarse finalmente en un cubo oscuro, anónimo,
indiferente, donde debe producirse ese festival de afectos que llamamos una
película.
¿Qué quiere decir la “oscuridad”
del cine (no puedo nunca, hablando de cine, dejar de pensar “sala” en vez de “película”)?
La oscuridad no es sólo la sustancia misma de la ensoñación (en el sentido
pre-hipnótico del término ); es también el color de un erotismo difuso; por su
condensación humana, por su ausencia de mundanalidad (contraria al “aspecto”
cultural de toda sala de teatro), por el deslizamiento de las posturas (cuantos
espectadores, en el cine, se escurren en sus asientos como en una cama, con los
abrigos o pies tirados sobre el asiento de delante), la sala de cine (de tipo
corriente) es un lugar de disponibilidad, y es la disponibilidad (más aún que
la atracción), el ocio de los cuerpos lo que mejor define el erotismo moderno,
no el de la publicidad o de los strip-teases
sino el de las grandes ciudades. Es en esta oscuridad urbana donde se trabaja
la libertad del cuerpo; este trabajo invisible de los afectos posibles procede
de lo que es un verdadero capullo
cinematográfico; el espectador de cine podría retomar la divisa del gusano de
seda: inclusum labor illustrat: es
porque estoy encerrado por lo que trabajo y brillo con todo mi deseo.
En esta oscuridad del
cine (oscuridad anónima, poblada, numerosa: ¡oh, el aburrimiento, la
frustración de las proyecciones llamadas privadas!) yace la fascinación misma
de la película (cualquiera que sea). Evoquemos la experiencia contraria: en la
televisión, que también pasa películas, fascinación nula: la oscuridad ha sido
borrada, el anonimato rechazado; el espacio es familiar, articulado (por los
muebles, los objetos conocidos), erguido: el erotismo –digamos mejor, para
hacer comprender la ligereza, lo incompleto: la erotización– del lugar está prescrita: por la televisión estamos condenados a la Familia, de quien se ha
convertido en el instrumento doméstico, como lo fue antaño el hogar, acompañado
de su marmita común.
En este cubo opaco,
una luz: ¿la película, la pantalla? Sí, por supuesto. Pero también (¿pero sobre
todo?), visible y desapercibido, ese cono danzante que perfora la oscuridad, a
la manera de un rayo láser. Este rayo se acuña, según la rotación de sus
partículas, en figuras cambiantes; giramos nuestro rostro hacia la moneda de una vibración brillante, cuya
ráfaga imperiosa arrasa nuestro cráneo, roza, de espaldas, de bies, una
caballera, un rostro. Como en las viejas experiencias de hipnotismo, estamos
fascinados, sin verlo de cara, por ese lugar brillante, inmóvil y danzante.
Todo ocurre como si un
largo tallo de luz viniera a recortar una cerradura y todos nosotros mirásemos,
estupefactos, por ese agujero. ¿Qué? ¿No viene nada, en este éxtasis, por el
sonido, la música, las palabras? De ordinario –en la producción en curso– el
protocolo sonoro no puede producir ninguna escucha fascinante; concebido para
reforzar lo verosímil de la anécdota,
el sonido no es más que un instrumento suplementario de representación; se
quiere que se integre con docilidad al objeto imitado; no se le desprende para
nada de este objeto; bastaría, sin embargo, muy poca cosa para despegar esta
película sonora; un sonido desplazado o aumentado, una voz que muele grano, muy
cerca, en el hueco de nuestra oreja, y la fascinación vuelve a empezar; ya que
no viene, por encima o al lado, a embrollar la escena imitada por la pantalla, sin embargo, desfigura la imagen (la
gestalt, el sentido).
Pues así es la
estrecha playa –al menos para el sujeto que habla aquí– donde se interpreta la
estupefacción fílmica, la hipnosis cinematográfica: me hace falta estar en la
historia (lo verosímil me requiere) pero también me hace falta estar en otra parte: un imaginario ligeramente
despegado, he ahí lo que, como un fetichista escrupuloso, consciente,
organizado, en una palabra: difícil,
exijo de la película y de la situación donde voy a buscarla.
La imagen fílmica (el
sonido incluido), ¿qué es? Un señuelo. Hay que entender esta palabra en el
sentido analítico. Estoy encerrado en la imagen como si estuviese atrapado en
la famosa relación dual que funda lo imaginario. La imagen está ahí, delante de
mí, para mí: coalescente (su significante y su significado fundidos),
analógica, global, pregnante: es un
señuelo perfecto: me precipito sobre ella como un animal sobre un pedazo de
trapo “semejante” que se le tiende; y por supuesto, mantiene en el sujeto que
creo ser, el desconocimiento ligado al Yo y a lo Imaginario. En la sala de
cine, por muy lejos que esté situado, pego mi nariz hasta aplastarla al espejo
de la pantalla, a ese “otro” imaginario con quien me identifico narcisistamente
(se dice que los espectadores que prefieren situarse lo más cerca posible de la
pantalla son los niños y los cinéfilos): la imagen me cautiva, me captura: me pego a la representación, y es esta cola
quien funda la naturalidad (la pseudonaturaleza) de la escena filmada (cola
preparada con todos los ingredientes de la “técnica”); lo Real no conoce sino
distancias, lo Simbólico no conoce sino máscaras, sólo la imagen (lo
Imaginario) está cerca, sólo la imagen es “verdadera”
(puede producir el estruendo de la verdad). En el fondo, ¿no tiene la imagen,
estatuariamente, todos los caracteres de lo ideológico?
El sujeto histórico, como el espectador de cine que estoy imaginando, se pega, él también, al discurso
ideológico: siente la coalescencia, la seguridad analógica, la pregnancia, la
naturalidad, la “verdad”: es un señuelo (nuestro
señuelo, ya que ¿quién se escapa?): lo Ideológico sería, en el fondo, lo
Imaginario de un tiempo, el Cine de una sociedad; como la película que sabe
ganar adeptos, tiene incluso, sus fotogramas: los estereotipos de los que
articula su discurso: el estereotipo, ¿no es una imagen fija, una cita a la que
nuestro lenguaje se pega? ¿No tenemos, en lugar común, una relación dual:
narcisista y maternal?
¿Cómo despegarse del
espejo? Arriesgaremos una respuesta que será un juego de palabras: “despegando”
(en el sentido aeronáutico y drogado del término). Ciertamente, siempre es
posible concebir un arte que romperá el círculo dual, la fascinación fílmica, y
que eximirá el empecinamiento, la hipnosis de lo verosímil (de lo analógico),
por medio de algún recurso a la mirada (o a la escucha) crítica del espectador;
¿no es esto de lo que se trata en el efecto brechtiano de distanciamiento?
Muchas cosas pueden ayudar al despertar de la hipnosis (imaginaria y/o
ideológica): incluso los procedimientos del arte épico, la cultura del
espectador o su vigilancia ideológica: contrariamente a la histeria clásica, lo
imaginario desaparecería desde el momento en que se le observara. Pero hay otra
manera de ir al cine (de otro modo que armado por el discurso de la
contra-ideología): dejándose fascinar dos
veces: por la imagen y por sus entornos, como si tuviera dos cuerpos al
mismo tiempo: un cuerpo narcisista que mira, perdido en el espejo cercano, y un
cuerpo perverso, dispuesto a fetichizar, no la imagen, sino precisamente lo que
le excede: el grano del sonido, la sala, la oscuridad, la masa oscura de los
cuerpos, los rayos de la luz, la entrada, la salida: en una palabra, para
distanciar, “despegar”, complico una “relación” por una “situación”. De lo que
me sirvo para tomar mis distancias con respecto a la imagen, he ahí, a fin de
cuentas, lo que me fascina; estoy hipnotizado por una distancia; y esta
distancia no es crítica (intelectual); es, si se puede decir, una distancia
amorosa: ¿habría, en el cine mismo (y tomando la palabra en su perfil
etimológico) un goce posible de la discreción?
(Publicado en Communications n° 33,
París, 1975
Traducción: Marta Merino Santaella)
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