por Guillermo Cabrera Infante
La cultura está hecha, como toda colección humana, de
memoria. No hay cultura, primitiva o sofisticada, sin memoria. Uno de los
pueblos aparentemente más primitivos del globo, los aborígenes de Australia,
están entre los artistas plásticos más sofisticados de la historia de la
pintura de Altamira a Picasso, ese falso primitivo. El exquisito arte de los
aborígenes es una manifestación de la memoria de la raza y su religión, una de
las más conmovedoras que conozco, está toda hecha de memoria.
El aborigen (es decir, el verdadero australiano) idolatra
a una Australia que no queda en el mapa sino que está hecha de la memoria de
sus sueños. La llama, porque no está en el espacio, dreamtime, el tiempo del sueño, la alcheringa donde una vez vivieron su edad de oro metafísica y a la
que va a vivir cada noche, cuando el tiempo y el espacio confluyen, fluyen. El
río de Heráclito se convierte entonces en el enorme desierto al que vuelven y
los envuelve. Por el día deambulan sin cansarse en busca de su era perdida,
ayudados por el whisky al que los blancos los iniciaron hace poco. Los he visto
en Alice Springs, un pueblo del oeste al que convierten en un verdadero ghost town, mientras desfilan bajo el
sol del desierto con sus ojos ciegos, viniendo desde la prehistoria sin llegar
nunca a la historia. Para un aborigen australiano no hay más que memoria y
vacío. Ese abismo lo llenan con los sueños de la tribu. No hay otra nación exiliada
en su tierra que viva tanto de la memoria que puebla cada noche sus sueños. La
única excepción posible son los judíos que originaron el judío errante: de
entre ellos surgió Jewlysses.
El siglo es el dreamtime
de todos: el tiempo es el espacio de la memoria ahora. El tiempo nos hace
recorrer el espacio de la memoria. La cultura se ha hecho memoria. Los grandes
monumentos literarios de nuestra época son tours
de force de la memoria y hasta una teoría científica, la de Freud, se basa
en un mecanismo de la memoria, los sueños. Sin memoria no hay nada. Esta línea
que ahora escribo no tendría sentido, no sería siquiera posible, sin la
memoria. Al final de la línea, ahora, las palabras anteriores se habrían
borrado para siempre. Hay servidumbre y uso en la memoria. Las frases “Si la
memoria me es fiel” y “Si mi memoria no me traiciona” hacen parecer a la
memoria como una amante casquivana. Sin embargo no hay compañía más pegajosa:
llevamos nuestra memoria a todas partes. La memoria es un vademécum: va
contigo. Es también la madre de la moral: nuestra conciencia está hecha de
memoria. La culpa es el recuerdo de un crimen.
En nuestro tiempo la memoria parece haber nacido en el
exilio. Joyce en Trieste recuerda a todo Dublín, Proust en su exilio de corcho
recuerda toda su vida. Una de las grandes memorias de la segunda mitad del
siglo ocurre cuando Nabokov recuerda en el exilio el pasaje y pasadizo de su
memoria. El libro se titula Habla,
memoria. Nemósine es nuestra diosa: ella es madre de las musas y de la
memoria.
En la ficción hay dos personajes memorables hechos de
pura memoria: sin ella no existirían. Me refiero a Ireneo Funes en “Funes el
memorioso” y al Mr. Memory de Los 39
escalones. Ireneo Funes, inválido, vive para recordar y Mr. Memory, válido,
vive de recordar. A los dos los mata la memoria. Mr. Memory, que es la memoria
como espectáculo, lo recuerda todo y demuestra hasta qué punto recordar es
trivializar o volver a vivir: la vida está llena de memoria, la muerte es el
descanso en el olvido. En su última noche como espectáculo, le preguntan a Mr.
Memory desde el público: “¿Qué son los 39 escalones?” y el memorión no puede
evitar cantar que es una organización para el mal. Su memoria lo condena y
desde un palco lo acribillan. La memoria, ya lo vemos, es vida y muerte. Pero
la memoria está fuera del tiempo.
Hay una frase de Horacio que me sé de memoria. Dice: “Las
ruinas me encontrarán impávido”. Cuando regresé a La Habana en 1965 y vi sus ruinas,
no me encontré impávido sin embargo sino muy conmovido. ¿Son éstos los restos
de mi madre? Estuve retenido allí por la policía por tres meses que no quiero
recordar y sin embargo no olvido. Al regresar a Europa, a Madrid precisamente,
me encontré que la única tarea que era para mí de alguna consecuencia era
reconstruir La Habana mediante la memoria y revivir su esplendor perdido en un
libro. Ciertamente, para mí, revivir La Habana era resucitarla y volver a
vivir.
Esa labor comenzó hace más de un cuarto de siglo. Todavía
estoy en ella.
(Fragmento del discurso leído en la
Jornada de Difusión de la
Cultura Catalana,
marzo de 1992. Incluido en Vidas para leerlas,
Alfaguara, 1998)
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