por Susan Sontag
El contenido es un atisbo de algo, un encuentro como un fogonazo. Es algo minúsculo, minúsculo, el contenido.
WILLEM DE KOONING, en una entrevista.
Son las personas superficiales las únicas que no juzgan por las apariencias. El misterio del mundo es lo visible, no lo invisible.
OSCAR WILDE, en una carta.
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La
más antigua experiencia del arte tiene que haberlo percibido como encantamiento
o magia; el arte era un instrumento del ritual (las pinturas de las cuevas de
Lascaux, Altamira, Niaux, La Pasiega, etcétera). La primera teoría del arte, la de los filósofos
griegos, proponía que el arte era mímesis, imitación de la realidad.
Y
es en este punto donde se planteó la cuestión del valor del arte. Pues la
teoría mimética, por sus propios términos, reta al arte a justificarse a sí
mismo.
Platón,
que propuso la teoría, lo hizo al parecer con la finalidad de establecer que el
valor del arte es dudoso. Al considerar los objetos materiales ordinarios como
objetos miméticos en sí mismos, imitaciones de formas o estructuras
trascendentes, aun la mejor pintura de una cama sería sólo una “imitación de
una imitación”. Para Platón, el arte no tiene una utilidad determinada (la
pintura de una cama no sirve para dormir encima) ni es, en un sentido estricto,
verdadero. Y los argumentos de Aristóteles en defensa del arte no ponen
realmente en tela de juicio la noción platónica de que el arte es un elaborado trompe l’oeil, y, por tanto, una mentira.
Pero sí discute la idea platónica de que el arte es inútil. Mentira o no, el
arte tiene para Aristóteles un cierto valor en cuanto constituye una forma de
terapia. Después de todo, replica Aristóteles, el arte es útil, medicinalmente
útil, en cuanto suscita y purga emociones peligrosas.
En
Platón y en Aristóteles la teoría mimética del arte va pareja con la presunción
de que el arte es siempre figurativo. Pero los defensores de la teoría mimética
no necesitan cerrar los ojos ante el arte decorativo y abstracto. La falacia de
que el arte es necesariamente un “realismo” puede ser modificada o descartada
sin trascender siquiera los problemas delimitados por la teoría mimética.
El
hecho es que toda la conciencia y toda la reflexión occidentales sobre el arte
han permanecido en los límites trazados por la teoría griega del arte como mímesis
o representación. Es debido a esta teoría que el arte en cuanto a tal —por
encima y más allá de determinadas obras de arte— llega a ser problemático, a
necesitar defensa. Y es la defensa del arte la que engendra la singular
concepción según la cual algo, que hemos aprendido a denominar “forma”, está
separado de algo que hemos aprendido a denominar “contenido”, y la bienintencionada
tendencia que considera esencial el contenido y accesoria la forma.
Aun
en tiempos modernos, cuando la mayor parte de los artistas y de los críticos
han descartado la teoría del arte como representación de una realidad exterior
y se han inclinado en favor de la teoría del arte como expresión subjetiva,
persiste el rasgo fundamental de la teoría mimética. Concibamos la obra de arte
según un modelo pictórico (el arte como pintura de la realidad) o según un
modelo de afirmación (el arte como afirmación del artista), el contenido sigue
estando en primer lugar. El contenido puede haber cambiado. Quizá sea ahora
menos figurativo, menos lúcidamente realista. Pero aun se supone que una obra
de arte es su contenido. O, como
suele afirmarse hoy, que una obra de arte, por definición, dice algo (“X dice
que…”, “X intenta decir que…”, “Lo que X dijo…”, etcétera, etcétera).
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Ninguno
de nosotros podrá recuperar jamás aquella inocencia anterior a toda teoría,
cuando el arte no se veía obligado a justificarse, cuando no le preguntaba a la
obra de arte qué decía, pues se sabía
(o se creía saber) qué hacía. Desde
ahora hasta el final de toda conciencia, tendremos que cargar con la tarea de defender
el arte. Sólo podremos discutir sobre este u otro medio de defensa. Es más:
tenemos el deber de desechar cualquier medio de defensa y justificación del
arte que resulte particularmente obtuso, o costoso, o insensible a las
necesidades y a la práctica contemporáneas.
Éste
es el caso, hoy, de la idea misma de contenido. Prescindiendo de lo que haya
podido ser en el pasado, la idea de contenido es hoy sobre todo un obstáculo,
un fastidio, un sutil, o no tan sutil, filisteísmo.
Aunque
pueda parecer que los progresos actuales en diversas artes nos alejan de la
idea de que la obra de arte es primordialmente su contenido, esta idea continúa
disfrutando de una extraordinaria supremacía. Permítaseme sugerir que eso
ocurre porque la idea se perpetúa ahora bajo el disfraz de una cierta manera de
enfrentarse a las obras de arte, profundamente arraigada en la mayoría de las
personas que consideran seriamente cualquiera de las artes. Y es que el abusar
de la idea de contenido comporta un proyecto, perenne, nunca consumado, de interpretación. Y, a la inversa, es
precisamente el hábito de acercarse a la obra de arte con la intención de interpretarla lo que sustenta la
arbitraria suposición de que existe realmente algo asimilable a la idea de
contenido de una obra de arte.
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Naturalmente,
no me refiero a la interpretación en el sentido más amplio, el sentido que
Nietzsche acepta (adecuadamente) cuando dice: “No hay hechos, sólo
interpretaciones”. Por interpretación entiendo aquí un acto consciente de la
mente que ilustra un cierto código, unas ciertas “reglas” de interpretación.
La
interpretación, aplicada al arte, supone el desgajar de la totalidad de la obra
un conjunto de elementos (el X, el Y, el Z y así sucesivamente). La labor de
interpretación lo es, virtualmente, de traducción. El intérprete dice: “Fíjate,
¿no ves que X es en realidad, o significa en realidad, A? ¿Que Y es en realidad
B? ¿Que Z es en realidad C?”.
¿Qué
situación pudo dar lugar al curioso proyecto de transformar un texto? La
historia nos facilita los materiales para una respuesta. La interpretación
apareció por vez primera en la cultura de la antigüedad clásica, cuando el
poder y la credibilidad del mito fueron derribados por la concepción “realista”
del mundo introducida por la ilustración científica. Una vez planteado el interrogante
que acuciaría a la conciencia posmítica —el de la similitud de los símbolos religiosos—, los antiguos textos dejaron
de ser aceptables en su forma primitiva. Entonces, se echó mano de la
interpretación para reconciliar los antiguos textos con las “modernas”
exigencias. Así, los estoicos, a fin de armonizar su concepción de que los
dioses debían ser morales, alegorizaron los rudos aspectos de Zeus y su
estrepitoso clan de la épica de Homero. Lo que Homero describió en realidad
como adulterio de Zeus con Latona, explicaron, era la unión del poder con la
sabiduría. En esta misma tónica, Filón de Alejandría interpretó las narraciones
históricas literales de la Biblia hebraica como parábolas espirituales. La historia
del éxodo desde Egipto, los cuarenta años de errar por el desierto, y la
entrada en la tierra de promisión, decía Filón, eran en realidad una alegoría
de la emancipación, las tribulaciones y la liberación final del alma
individual. Por tanto, la interpretación presupone una discrepancia entre el
significado evidente del texto y las exigencias de (posteriores) lectores.
Pretende resolver esa discrepancia. Por alguna razón, un texto ha llegado a ser
inaceptable; sin embargo, no puede ser desechado. La interpretación es entonces
una estrategia radical para conservar un texto antiguo, demasiado precioso para
repudiarlo, mediante su refundición. El intérprete, sin llegar a suprimir o
reescribir el texto, lo altera. Pero
no puede admitir que es eso lo que hace. Pretende no hacer otra cosa que
tornarlo inteligible, descubriéndonos su verdadero significado. Por más que
alteren el texto, los intérpretes (otro ejemplo notable son las
interpretaciones “espirituales” rabínicas y cristianas del indiscutiblemente
erótico Cantar de los cantares)
siempre sostendrán estar revelando un sentido presente en él.
En
nuestra época, sin embargo, la interpretación es aún más compleja. Pues el celo
contemporáneo por el proyecto de interpretación no suele ser suscitado por la
piedad hacia el texto problemático (lo cual podría disimular una agresión),
sino por una agresividad abierta, un desprecio declarado por las apariencias.
El antiguo estilo de interpretación era insistente, pero respetuoso; sobre el
significado literal erigía otro significado. El moderno estilo de
interpretación excava y, en la medida en que excava, destruye; escarba hasta “más
allá del texto” para descubrir un subtexto que resulte ser el verdadero. Las
doctrinas modernas más celebradas e influyentes, la de Marx y la de Freud, son
en realidad sistemas hermenéuticos perfeccionados, agresivas e impías teorías
de la interpretación. Todos los fenómenos observables son catalogados, en frase
de Freud, como contenido manifiesto.
Este contenido manifiesto debe ser cuidadosamente analizado y filtrado para
descubrir debajo de él el verdadero significado: el contenido latente. Para Marx, los acontecimientos sociales, como
las revoluciones y las guerras; para Freud, los acontecimientos de las vidas
individuales (como los síntomas neuróticos y los deslices del habla), al igual
que los textos (como un sueño o una obra de arte), todo ello, está tratado como
pretexto para la interpretación. Según Marx y Freud estos acontecimientos sólo
son inteligibles en apariencia. De
hecho, sin interpretación, carecen de significado. Comprender es interpretar. E
interpretar es volver a exponer el fenómeno con la intención de encontrar su
equivalente.
Así
pues, la interpretación no es (como la mayoría de las personas presume) un
valor absoluto, un gesto de la mente situado en algún dominio intemporal de las
capacidades humanas. La interpretación debe ser a su vez evaluada, dentro de
una concepción histórica de la conciencia humana. En determinados contextos
culturales, la interpretación es un acto liberador. Es un medio de revisar, de
transvaluar, de evadir el pasado muerto. En otros contextos culturales es
reaccionaria, impertinente, cobarde, asfixiante.
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La
actual es una de esas épocas en que la actitud interpretativa es en gran parte
reaccionaria, asfixiante. La efusión de interpretaciones del arte envenena hoy
nuestras sensibilidades, tanto como los gases de los automóviles y de la
industria pesada enrarecen la atmósfera urbana. En una cultura cuyo ya clásico
dilema es la hipertrofia del intelecto a expensas de la energía y la capacidad
sensorial, la interpretación es la venganza que se toma el intelecto sobre el
arte.
Y
aún más. Es la venganza que se toma el intelecto sobre el mundo. Interpretar es
empobrecer, reducir el mundo, para instaurar un mundo sombrío de significados.
Es convertir el mundo en este mundo (¡”este mundo”! ¡Como si hubiera otro!).
El
mundo, nuestro mundo, está ya bastante reducido y empobrecido. Desechemos,
pues, todos sus duplicados, hasta tanto experimentemos con más inmediatez
cuanto tenemos.
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En
la mayoría de los ejemplos modernos, la interpretación supone una hipócrita
negativa a dejar sola la obra de arte. El verdadero arte tiene el poder de
ponernos nerviosos. Al reducir la obra de arte a su contenido para luego
interpretar aquello, domesticamos la obra de arte. La interpretación hace
manejable y maleable al arte.
Este
filisteísmo de la interpretación es más frecuente en la literatura que en
cualquier otro arte. Hace ya décadas que los críticos literarios creen que su
labor consiste en transformar los elementos del poema, el drama, la novela o la
narración en otra cosa. Habrá ocasiones en que el escritor se sienta tan
incómodo ante el manifiesto poder de su arte que ya dentro de la misma obra
instalará —no sin una nota de modestia, un toque de ironía de buen tono— su
clara y explícita interpretación. Thomas Mann es un ejemplo de autor tan
excesivamente cooperativo. En el caso de autores más reacios, le falta tiempo
al crítico para llevar a cabo por sí mismo esta tarea.
La
obra de Kafka, por ejemplo, ha estado sujeta a secuestros en serie por no menos
de tres ejércitos de intérpretes. Quienes leen a Kafka como alegoría social ven
en él ejemplos clínicos de las frustraciones y la insensatez de la burocracia
moderna, y su expresión definitiva en el estado totalitario. Quienes leen a
Kafka como alegoría psicoanalítica ven en él desesperadas revelaciones del
temor de Kafka a su padre, sus angustias de castración, su sensación de
impotencia, su dependencia de los sueños. Quienes leen a Kafka como alegoría
religiosa explican que K. intenta, en El
castillo, ganarse el acceso al cielo; que José K., en El proceso, es juzgado por la inexorable y misteriosa justicia de
Dios... Otra obra que ha atraído a los intérpretes como a sanguijuelas es la de
Samuel Beckett. Los delicados dramas de la conciencia encerrada en sí misma de
la obra de Beckett —reducidos a los elementos esenciales, recortados,
frecuentemente presentados en situación de inmovilidad física— son leídos como
una declaración sobre la alienación del hombre moderno por el pensamiento o por
Dios, o como una alegoría de la psicopatología.
Proust,
Joyce, Faulkner, Rilke, Lawrence, Gide..., podríamos citar autor tras autor; es
interminable la lista de aquellos que se han visto rodeados de gruesas capas de
interpretación. Pero debe advertirse que la interpretación no es sólo el
homenaje que la mediocridad rinde al genio. Es, precisamente, la manera moderna de comprender algo, y
se aplica a obras de toda calidad. Así, de las notas que Elia Kazan publicó
sobre su versión de A Streetcar Named
Desire (Un tranvía llamado Deseo),
se desprende que, para dirigir la obra, tuvo que descubrir que Stanley Kowalski
representaba el barbarismo sensual y exterminador que iba adueñándose de
nuestra cultura, y que Blanche Du Bois era la civilización occidental, la
poesía, los ropajes delicados, la luz tenue, los sentimientos refinados y todo
lo que se quiera, aunque, naturalmente, dentro ya de cierto desgaste. El
vigoroso melodrama psicológico de Tennessee Williams se nos vuelve inteligible;
se trataba de algo: de la decadencia
de la civilización occidental. Al parecer, de haber seguido siendo un drama
sobre un atractivo bruto llamado Stanley Kowalski y una mustia y escuálida
belleza llamada Blanche Du Bois, no le habría sido posible dirigir la pieza.
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Nada
importa que los artistas pretendan o no que se interpreten sus obras. Quizá
Tennessee Williams crea que A Streetcar
Named Desire trata de lo que el director Elia Kazan cree que trata. Pudiera
ser que Cocteau, respecto de La sangre de
un poeta y de Orpheo, deseara las
esmeradas, conferencias que se han pronunciado sobre estas películas, en
términos de simbolismo freudiano y crítica social. Pero el mérito de estas
obras ciertamente radica en algo distinto de sus “significados”. Es más, los
dramas de Williams y las películas de Cocteau son defectuosos, falsos,
forzados, faltos de convicción, precisamente porque sugieren tan portentosos
significados.
De
algunas entrevistas se desprende que Resnais y Robbe-Grillet concibieron
conscientemente El año pasado en
Marienbad de modo que satisficiera interpretaciones múltiples e igualmente
plausibles. Y, sin embargo, debiéramos resistirnos a la tentación de
interpretar Marienbad. Lo importante
en Marienbad es la inmediatez pura,
intraducible, sensual, de algunas de sus imágenes, así como sus soluciones
rigurosas, aunque rígidas, de determinados problemas de la forma
cinematográfica.
Abundando
en todo esto, pudiera ser que Ingmar Bergman pretendiera representar con el
tanque que avanza con estrépito por la desierta calle nocturna de El silencio un símbolo fálico. Pero si
lo hizo, fue una idea absurda. (“No creas nunca al cuentista, cree el cuento”,
dijo Lawrence.) Esta secuencia del tanque, considerada como objeto bruto, como
equivalente sensorial inmediato de los misteriosos, abruptos y acorazados
acontecimientos que tenían lugar en el hotel, es el momento más sorprendente de
la película. Quienes buscan una interpretación freudiana del tanque sólo
expresan su falta de respuesta a lo que transcurre en la pantalla.
Siempre
sucede que las interpretaciones de este tipo indican insatisfacción (consciente
o inconsciente) ante la obra, un deseo de reemplazarla por alguna otra cosa.
La
interpretación, basada en la teoría, sumamente cuestionable, de que la obra de
arte está compuesta por trozos de contenido, viola el arte. Convierte el arte
en artículo de uso, en adecuación a un esquema mental de categorías.
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La
interpretación, naturalmente, no siempre prevalece. De hecho, es posible que
buena parte del arte actual deba entenderse como producto de una huida de la
interpretación. Para evitar la interpretación, el arte puede llegar a ser
parodia. O a ser abstracto. O a ser (“simplemente”) decorativo. O a ser no-arte.
La
huida de la interpretación parece ser especialmente característica de la
pintura moderna. La pintura abstracta es un intento de no tener contenido, en
el sentido ordinario; puesto que no hay contenido, no cabe interpretación. El pop-art busca, por medios opuestos, un
mismo resultado; utilizando un contenido tan estridente, como “lo que es”,
termina también por ser ininterpretable.
Asimismo,
buena parte de la poesía moderna, comenzando con los grandes experimentos de la
poesía francesa (incluido el movimiento equívocamente denominado simbolismo),
al poner silencios en los poemas y restablecer la magia de la palabra, ha escapado de la garra brutal de la
interpretación. La revolución más reciente en el gusto poético contemporáneo
—la revolución que ha destronado a Eliot y elevado a Pound— representa un
rechazo del contenido en poesía en el antiguo sentido, una impaciencia que dejó
a la poesía moderna a merced del celo de los intérpretes.
Me
refiero principalmente a la situación en Estados Unidos, claro. Aquí, la
interpretación cunde rápidamente en las artes de una vanguardia débil y
despreciable: la ficción y el drama. La mayoría de los novelistas y dramaturgos
norteamericanos son, de hecho, periodistas, o caballeros sociólogos y
psicólogos. Escriben el equivalente literario de la música programada. Y tan
rudimentario, falto de inspiración y esclerosado ha sido el concepto de lo que
la forma puede representar en la
ficción y en el drama que, aun cuando el contenido no es simplemente información,
noticia, es todavía peculiarmente visible, más fácilmente manejable, más
ostensible. En la medida en que las novelas y los dramas (en Estados Unidos), a
diferencia de la poesía, la pintura y la música, no reflejan ninguna
preocupación interesante por variar su forma, estas artes continuarán siendo
presa fácil ante los asaltos de la interpretación.
Pero
el vanguardismo programático —que se ha propuesto fundamentalmente
experimentaciones con la forma a expensas del contenido— no es la única defensa
contra las interpretaciones que infestan el arte. Al menos, así lo espero, pues
ello supondría condenar el arte a una persecución perpetua. (También perpetúa
la misma distinción entre forma y contenido que es, en último término, una
fantasía.) Idealmente, es posible eludir
a los intérpretes por otro camino; mediante la creación de obras de arte cuya
superficie sea tan unificada y límpida, cuyo ímpetu sea tal, cuyo mensaje sea
tan directo, que la obra pueda ser... lo que es. ¿Es esto posible hoy? Sucede,
a mi entender, en el cine. Por ese motivo, el cine es en la actualidad, de todas
las formas de arte, la más vívida, la más emocionante, la más importante.
Quizás el indicador de la vitalidad de una determinada forma de arte consista
en su capacidad para admitir defectos, sin dejar de ser buena. Por ejemplo,
algunas de las películas de Bergman —pese a estar plagadas de mensajes poco convincentes
sobre el espíritu moderno, invitando así a interpretaciones— están por encima
de las pretenciosas intenciones de su director. En Luz de invierno y El silencio,
la hermosa y visual sofisticación de las imágenes subvierte ante nuestros ojos
la endeble seudointelectualidad de la historia y de una parte del diálogo. (El
ejemplo más notable de este tipo de discrepancia es la obra de D. W. Griffith.)
En las buenas películas existe siempre una espontaneidad que nos libera por
entero de la ansiedad por interpretar. Muchas antiguas películas de Hollywood,
como las de Cukor, Walsh, Hawks e incontables directores más, tienen esta
cualidad liberadora antisimbólica, no inferior a la de las mejores obras de los
nuevos directores europeos como Tirez sur
le pianiste y Jules et Jim, de
Truffaut; À bout de souffle y Vivre sa vie, de Godard; L’avventura, de Antonioni, e I fidanzati, de Olmi.
El
hecho de que las películas no hayan sido atropelladas por los interpretadores
es, en parte, debido simplemente a la novedad del cine como arte. Es también
debido al feliz accidente por el cual las películas, durante largo tiempo,
fueron tan sólo películas; en otras palabras, que se las consideró parte de la
cultura de masas, entendida ésta como opuesta a la cultura superior, y fueron
desechadas por la mayoría de las personas inteligentes. Además, en el cine
siempre hay algo que atrapar al vuelo, además del contenido, para aquellos
deseosos de analizar. Pues el cine, a diferencia de la novela, posee un
vocabulario de las formas: la explícita, compleja y discutible tecnología de
los movimientos de cámara, de los cortes, y de la composición de planos
implicados en la realización de una película.
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¿Qué
tipo de crítica, de comentario sobre las artes, es hoy deseable? Pues no
pretendo decir que las obras de arte sean inefables, que no puedan ser
descritas o parafraseadas. Pueden serlo. La cuestión es cómo. ¿Cómo debería ser
una crítica que sirviera a la obra de arte, sin usurpar su espacio?
Lo
que se necesita, en primer término, es una mayor atención a la forma en el
arte. Si la excesiva atención al contenido
provoca una arrogancia de la interpretación, la descripción más extensa y
concienzuda de la forma la silenciará.
Lo que se necesita es un vocabulario —un vocabulario, más que prescriptivo,
descriptivo—de las formas*. La mejor crítica, y no es frecuente, procede a
disolver las consideraciones sobre el contenido en consideraciones sobre la
forma. Puedo citar, sobre el cine, el teatro y la pintura respectivamente, el
ensayo de Erwin Panofsky, “Style and Médium in the Motion Pictures”, el ensayo
de Northrop Frye, “A Conspectus of Dramatic Genres” y el ensayo de Pierre
Francastel, “La destruction d’un espace plastique”. La obra de Roland Barthes, Racine, y sus dos ensayos sobre
Robbe-Grillet son ejemplos de análisis formal aplicado a la obra de un solo
autor. (Los mejores ensayos en Mímesis,
de Erich Auerbach, como “La cicatriz de Odiseo”, son también de este tipo.) Un
ejemplo de análisis formal aplicado simultáneamente al género y al autor lo
encontraríamos en el ensayo de Walter Benjamin, “The Story Teller: Reflections
on the Works of Nicolai Leskov”.
Igualmente
válidos serían los actos de crítica que proporcionaran una descripción
verdaderamente certera, aguda, amorosa, de la aparición de una obra de arte.
Esto parece ser más difícil incluso que el análisis formal. Parte de la crítica
cinematográfica de Manny Farber, el ensayo de Dorothy Van Ghent “The Dickens
Worlds: A View from Todgers” y el ensayo de Randall Jarrell sobre Walt Whitman
se cuentan entre los raros ejemplos de lo que quiero decir. Son ensayos que
revelan la superficie sensual del arte sin enlodarla.
9
Hoy
en día, el valor más alto y más liberador en el arte —y en la crítica de hoy—
es la transparencia. La transparencia supone experimentar la luminosidad del
objeto en sí, de las cosas tal como son. En esto reside la grandeza de, por
ejemplo, las películas de Brcsson y de Ozu, y de La regla del juego de Renoir.
En
otros tiempos (en Dante, por ejemplo) debió de haber sido un acto creador y
revolucionario el concebir las obras de arte de manera que permitieran su experimentación
en distintos niveles. Ahora no. Sería reforzar el principio de redundancia, que
es la principal aflicción de la vida moderna.
En
otros tiempos (tiempos en que no abundaba el gran arte), debió de haber sido un
acto creador y revolucionario el interpretar las obras de arte. Ahora no. Decididamente,
lo que ahora no precisamos es asimilar nuevamente el Arte al Pensamiento o (lo
que es peor) el Arte a la Cultura.
La
interpretación da por supuesta la experiencia sensorial de la obra de arte, y
toma a ésta como punto de partida. Pero hoy este supuesto es injustificado.
Piénsese en la tremenda multiplicación de las obras de arte al alcance de todos
nosotros, agregada a los gustos y olores y visiones contradictorios del
contorno urbano que bombardean nuestros sentidos. La nuestra es una cultura basada
en el exceso, en la superproducción; el resultado es la constante declinación
de la agudeza de nuestra experiencia sensorial. Todas las condiciones de la
vida moderna —su abundancia material, su exagerado abigarramiento— se conjugan
para embotar nuestras facultades sensoriales. Y la misión del crítico debe
plantearse precisamente a la luz del condicionamiento de nuestros sentidos, de
nuestras capacidades (más que de los de otras épocas).
Lo
que ahora importa es recuperar nuestros sentidos. Debemos aprender a ver más, a oír más, a sentir más.
Nuestra
misión no consiste en percibir en una obra de arte la mayor cantidad posible de
contenido, y menos aún en exprimir de la obra de arte un contenido mayor que el
ya existente. Nuestra misión consiste en reducir el contenido de modo que
podamos ver en detalle el objeto.
La
finalidad de todo comentario sobre el arte debiera ser hoy el hacer que las
obras de arte —y, por analogía, nuestra experiencia personal— fueran para
nosotros más, y no menos, reales. La función de la crítica debiera consistir en
mostrar cómo es lo que es, incluso qué es lo que es, y no en mostrar qué significa.
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En
lugar de una hermenéutica, necesitamos una erótica del arte.
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AMEN !
ResponderEliminarLeído! Gracias!!
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