martes, 1 de febrero de 2011

Como un náufrago

por Manuel-Reyes Mate

En Portbou se apagó, un 26 de septiembre de 1940, la vida de Walter Benjamin y comenzó la historia de una de las obras más lúcidas y, por eso, más desgarradas del siglo XX. Se sabía perteneciente a la más desgraciada generación de la historia porque no había sabido hacer frente al totalitarismo fascista y estalinista. Lo que pudo hacer, “subido a un mástil, como un náufrago que otea el horizonte”, fue descubrir entre tantos cadáveres y escombros un rayo de esperanza, aunque ya no para su generación.

Su pensamiento es desconcertante. Junto a momentos transparentes, como cuando dice que “no hay un solo momento de cultura que no lo sea también de barbarie” o que “la memoria abre expedientes que el derecho o la historia dan por cancelados”, hay otros muchos, herméticos. Si, pese a todo, sus escritos se han convertido en focos iluminadores para escritores, artistas y filósofos es porque ha contado con la complicidad de una circunstancia social. Me refiero al creciente interés por la memoria.

Para que esa memoria sea algo más que una evocación sentimental del pasado, hacía falta el músculo teórico del concepto de memoria que había conformado Walter Benjamin. Gracias a él, las víctimas, que siempre habían estado ahí porque sobre ellas se ha construido la historia, se han hecho visibles, es decir, han pasado de ser insignificantes a significar la barbarie que fatalmente ha acompañado la historia de la cultura. Ya no podemos contemplar las catedrales góticas o las pirámides de Egipto sin tener en cuenta los sistemas de explotación con los que se construyeron. Nos ha enseñado a considerar el progreso, que tantos bienes ha procurado, con la mirada crítica de su ángel de la historia al que no escapan los sacrificios en vidas y haciendas que se ha cobrado esa misma historia. El nombre de Benjamin, ligado a temas como la responsabilidad histórica o la justicia de las víctimas, ha ido emergiendo como uno de los pensadores más actuales de nuestro tiempo.

Para que este autor dé de sí todo lo que lleva dentro, habría que tener en cuenta el papel que en él tiene el espacio. Portbou es un lugar privilegiado para la comprensión y desarrollo de esta cultura de la memoria. Por las extraordinarias condiciones naturales del lugar y por los momentos benjaminianos de vida y muerte que allí tuvieron lugar, Portbou debería ser un alto lugar de la memoria. Está el camino que viene de Banyuls, que él hizo a pie tratando de huir de la Gestapo, el cuartel donde le prohibieron seguir adelante, la casa que fue Hotel Francia en la que pasó sus últimas horas, el cementerio donde tuvo nicho mientras corrieron los cinco años que sus acompañantes pagaron por adelantado, la estación en la que no consiguió sacar billete para la libertad y las últimas palabras escritas en un papel memorizado por una acompañante: “En una situación sin salida, no tengo más elección que terminar. Mi vida va a acabar en un pequeño pueblo de los Pirineos donde nadie me conoce”.

Portbou no es sólo el lugar que puede recordar la muerte de uno de los grandes filósofos del siglo XX, sino el lugar en el que puede explotar la riqueza de su pensamiento. Basta visitar el monumento Pasajes, del artista israelí Dani Karavan, en el cerro que domina el horizonte, para entender la fuerza que aquí adquiere la memoria. La visita al lugar se transforma en una experiencia inolvidable. Ocurre lo mismo con el filme de David Maues ¿Quien mató a Walter Benjamin? Esta obra de arte, construida con el rigor y la sobriedad de un Claude Lanzmann, multiplica exponencialmente el poder de la memoria. Al poner a los habitantes del lugar frente a sus recuerdos en relación al paso por el pueblo de aquel profesor alemán que se quitó la vida, según unos, o se la quitaron, según otros, o sencillamente se murió, afloran otras memorias, relacionadas con la guerra civil, que dan al tema de la memoria la dimensión moral y política que realmente merece.

-El Periódico

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