sábado, 26 de febrero de 2011

Nada

En el último número de El Amante (225, febrero 2011), el amigo Diego Trerotola escribe la mejor crítica que hemos leído sobre ese artefacto cuasi inútil que es True Grit (Temple de acero). Va completa a continuación:

Roderick Jaynes no existe. Tal vez ya lo sepan. El tipo que está acreditado como montajista de muchas películas de los hermanos Coen no es nadie. O, mejor dicho, es alguien por dos: son ellos, los Coen. Para ser el hombre que nunca estuvo no le fue tan mal: Jaynes recibió al menos dos nominaciones al Oscar, una por Fargo, otra por Sin lugar para los débiles. No ganó nada. Esta vez, entre las diez nominaciones que obtuvo Temple de acero, se olvidaron de Jaynes, tal vez alguien se dio cuenta de que era ridículo seguir nominando a alguien que no existe. Un perfecto chiste de los Coen. Un chiste nihilista, perfecto porque nunca tuvo su remate, terminó en la nada. Y, por eso, nada podría ser más coherente. Nada. Y de eso trata el cine de los Coen. En un primer intento de hurgar en su archivo visual, de esa nada se podrían extraer varias imágenes ejemplares: la hoja en blanco de Barton Fink o las nieves eternas que borran el paisaje de Fargo. Son válidas hasta cierto punto, porque además de decepcionar por su obviedad, son sólo excepciones de un cine más bien recargado de situaciones, personajes, estéticas. Porque los Coen ya arrastran con una serie de películas que ofrecen bastante, y multiplican demasiado, para sostener tan fácilmente que su recurrencia es la nada: hay comedia lunática, film noir recargado, dramas absurdistas [sic], películas de época, adaptaciones literarias, etc. Pero igual, antes de seguir, conviene diferenciar la nada del vacío, como dos cosas bien distintas. El de los Coen es un cine más bien empachado, al límite de su capacidad, colmado, muy lejano a cualquier vacío; nunca una película de la dupla se exhibe raquítica, despojada. Más aún, incluso en las películas menos interesantes, ambos cineastas saben bien lo que quieren, son muy concretos y opulentos en la creación de su mundo, a todo nivel, empezando por lo minúsculo. Y justo ahí está la clave de todo su potencial, de la locura nihilista de los Coen, en la reducción ridícula de todo a lo minúsculo. Porque en su cine, si aparecen las mayúsculas, es para que se vuelvan gestos gratuitos, insignificantes (hay mil ejemplos de subrayados que no dicen nada, o que se repiten hasta su evaporación risible). En Temple de acero, Matt Damon luce un peinado lacio esmeradísímo, ni corto ni largo, pero complicado por un remolino que se eleva sutil como un penacho disimulado. La niña protagonista, la narradora de la película, le recomienda, sin que nadie se lo pida, que pruebe alisar el remolino con el peine mojado. Los extravagantes cortes de pelo son uno de los leit motives de la obra de los Coen (William Preston Robertson los llama “peculiar haircuts” y los analiza a través de toda su obra). Si uno peina el cine de los Coen como se peina una zona en busca de algo perdido, probablemente no encontrará nada. Porque los directores son tan detallistas, miran tan de cerca su universo, que no dejan más que el rastro invisible de sus propias miradas. Lo que hacen los Coen es crear un territorio para mirarlo microscópica y persistentemente, tanto como sostiene su personaje Freddy Riedenschneider (Tony Shalhoub) en El hombre que nunca estuvo, un poco basándose en el principio de incertidumbre de Werner Heisenberg: “Cuanto más mirás, menos realmente sabés”. Esto se puede ilustrar con lo que pasó en el juicio de Rodney King, el negro que fue filmado mientras la Policía lo cagaba a palos en una autopista de Los Ángeles. La cuestión es que un abogado me contó que en el primer fallo, después apelado, se absolvió a los policías gracias a la estrategia de la defensa de pasar el video en cámara lenta, con el fin de analizar el sentido del comportamiento policial, pero también para ver qué hacía la víctima para “provocar” a sus agresores. La cámara lenta, no es difícil imaginarlo, atemperó la violencia policial y posibilitó ver que King se seguía agitando, cosa que parecía “justificar” los golpes para reducirlo. Evidentemente, el jurado no vio el hecho, o lo vieron de una manera fascinada para seleccionar lo que quisieron, descontextualizándolo, dándole el mismo valor a todo, o, lo que es lo mismo, haciendo que todo valga nada, porque ya no hay valor en las acciones. Hay algo totalmente perverso en esta estrategia de estudio de un caso devenido fascinación. Dice Baudrillard (perdón por la cita culta) en Wikipedia (perdón por la fuente berreta), que la fascinación (como opuesta a la seducción) es la pasión nihilista por excelencia; pasión por la desaparición de lo real, puedo parafrasear. Así, en un western más bien simple (o simplificado) como Temple de acero (¿la simplicidad no tendrá que ver con el blando Spielberg actual como productor?), los Coen vuelven a retratar en detalle un territorio, y transitan ese desierto para fascinarse con personajes y una historia que no es de iniciación, ni de heroísmo, y casi ni de venganza. Y no es mala, ni buena, y su valor es dudoso. Y yo tengo que ir terminando, y al final, en esta crítica, no dije casi nada de Temple de acero. Al menos les regalo 5076 caracteres. De nada.

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